Creación (50 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

En Babilonia, el gran sacerdote de Bel-Marduk era el maestro de ceremonias. Aquel día su voz se encontraba en estado excelente. De pie en la entrada del salón de las columnas, aullaba en la antigua lengua de Caldea. Entonces, el comandante de la guardia rugió:

—¡El Gran Rey Darío, señor de todas las tierras, rey de Babel, rey de reyes!

Darío apareció en el vano de la puerta, con el sol detrás. Cuando pisó la larga alfombra de Sardis que llevaba al trono, nosotros nos prosternamos.

El Gran Rey vestía la túnica púrpura meda que sólo puede usar el soberano. En su cabeza tenía el alto cidaris de fieltro adornado con la cinta azul y blanca de Ciro. En la mano derecha traía el cetro; en la izquierda, un loto dorado. El chambelán de la corte tenía una palmeta para ahuyentar moscas y una servilleta plegada sobre el brazo. El comandante de la guardia le seguía, con un taburete. Un miembro de la familia real babilonia sostenía el tradicional parasol dorado sobre la cabeza del Gran Rey. Aquel parasol en particular había pertenecido a los antiguos reyes asirios. Unos pocos pasos más atrás del Gran Rey se encontraba el príncipe de la corona.

Mientras Darío avanzaba lentamente por el centro del salón, los sacerdotes de Bel-Marduk empezaron a cantar con solemnidad. Aunque debíamos mirar el suelo, todos mirábamos al Gran Rey.

Darío era en aquel momento rubio como un escita. Busqué huellas del tiempo y las encontré. Siempre es fácil hacerlo, salvo en el propio espejo. Unos meses antes, Darío había sufrido una especie de parálisis. Como resultado, cojeaba levemente del pie izquierdo; y su mano izquierda, que sostenía el loto, parecía rígida. Luego me dijeron que Darío no poseía la menor fuerza con el lado izquierdo de su cuerpo, y que el loto estaba atado a sus dedos.

Sin embargo, su rostro todavía era hermoso, y no parecía más pintado que de costumbre. Los ojos azules brillaban. Aun así, el contraste con Jerjes era demasiado vívido. Jerjes era una cabeza más alto que su padre, y era joven. Llevaba un loto dorado en la mano izquierda, y nada en la derecha, todavía.

Sospecho que Darío tenía perfecta conciencia de que no había en el salón una sola persona que no se preguntará cuánto tiempo pasaría antes de que hubiese un nuevo ocupante en el trono del león. Sólo que en Babilonia no se usaba el trono del león. Ante la insistencia de los sacerdotes, el Gran Rey se había visto obligado a sentarse en una silla dorada, no muy esplendorosa, que había sido utilizada durante mil años por los reyes acadios, o al menos eso afirmaba el sumo sacerdote. Cuando Babilonia se rebeló por última vez, Jerjes hizo despedazar y arrojar al fuego la silla. Mientras miraba las llamas azules, exclamó:

—¡Mirad! ¡Yo tenía razón! Es madera nueva. Aquí se falsifica todo.

El culto de la antigüedad siempre había sido una especie de locura en Babilonia. El responsable de esto era Nabonides, el último rey babilonio. Había pasado su vida excavando en busca de las ciudades olvidadas. Cuando Ciro invadió Babilonia, Nabonides estaba muy ocupado tratando de descifrar las inscripciones de la piedra fundamental de un templo de treinta y dos siglos de antigüedad. Sólo advirtió que ya no era rey cuando retornó a la ciudad por la noche y encontró a Ciro instalado en el nuevo palacio. Al menos, esto es lo que cuenta, complacida, la gente de pelo negro. En realidad, Nabonides fue capturado, aprisionado y liberado. Y luego volvió a sus excavaciones.

Nabonides y su amigo Amasis, el faraón de Egipto, no se limitaban a desenterrar constantemente el pasado, sino que también lo imitaban. Nada es lo bastante viejo ni lo bastante feo para el verdadero amante de las antigüedades. Además, y esto es lo peor, se han revivido, particularmente en Egipto, toda clase de ritos religiosos olvidados desde mucho tiempo atrás. Para su eterna vergüenza, Ciro alentó la pasión por lo antiguo de sus súbditos babilonios y egipcios. Su deplorable política consistía en identificar a los aqueménidas con cualquier dinastía extinguida de alguna importancia. Excepto Jerjes, todos sus sucesores persistieron en esa locura. Durante más de veinte años, una docena de Magos se esforzó, en una recóndita habitación del palacio de Susa, por inventar genealogías plausibles para Darío. Finalmente, Darío quedó emparentado con todo el mundo, desde Zeus hasta Amón-Ra, y siempre en línea directa.

Darío se sentó. Jerjes permaneció de pie a su lado. Nos pusimos todos de pie, con las manos ocultas en nuestras mangas, y las cabezas respetuosamente inclinadas. El sacerdote babilonio canturreó los títulos del Gran Rey. Luego hubo una danza erótica de las mujeres del templo de Ishtar. La ceremonia en su conjunto era muy poco persa.

Con unas listas en la mano, el chambelán de la corte susurraba al oído de Darío las cosas que debía saber. Como Darío estaba por entonces bastante sordo, había bastantes confusiones. Con frecuencia se otorgaba a la persona equivocada el mando de un puesto fronterizo inexistente. Sin embargo, Darío insistía en hacer personalmente todos los nombramientos, a diferencia de Jerjes, quien cedía a la cancillería todas las tareas de rutina. Como resultado, Darío nunca perdió el control de una máquina de gobierno que Jerjes no logró dominar.

Darío habló luego de temas generales. De vez en cuando pronunciaba mal alguna palabra sencilla, lo que es característico de quienes han sufrido una parálisis parcial o total del lado izquierdo. Demócedes me dijo en una ocasión que nada se puede hacer cuando ocurre eso. Pero si el paciente es un hombre fuerte y voluntarioso, se pueden prescribir ciertos apósitos de hierbas, puesto que «no le causarán prácticamente ningún daño». Demócedes era un médico muy extraño.

Todo marchaba bien en las fronteras del norte, dijo Darío. Las tribus estaban en paz. Había habido desobediencia civil en Armenia. El Gran Rey le había puesto fin. Las alarmas habituales en Egipto. Pero Egipto era como Babilonia: estaba lleno de fanáticos religiosos, locos y aventureros. El Gran Rey había restaurado la tranquilidad.

Mientras Darío hablaba, yo miraba a los griegos. Hipias y Demarato encabezaban conjuntamente un grupo de unos veinte exiliados. Con excepción de Hipias, no había ya tiranos en la corte. Aquella era había concluido. Los griegos eran en su mayoría decepcionados generales, almirantes, magistrados, que se sentían —muchas veces con razón— maltratados por las democracias. Los atenienses eran los más amargados. Pero era natural: la asamblea ateniense era particularmente inicua. Cualquier ciudadano podía verse obligado a embalar sus posesiones si una mayoría de la asamblea de la ciudad, corrompida en ocasiones, pero siempre frívola, votaba el ostracismo. Tarde o temprano, todos los hombres distinguidos del estado eran desterrados. Demócrito cree que exagero, pero no es así. Un día eliminarán al general Pericles simplemente porque les aburre.

—En lo que se refiere al oeste —Darío cruzó sus brazos; el cetro y el loto cambiaron de lado, como la vara curva y el mayal cuando el faraón de Egipto desea representar su dominio sobre el doble reino—; estamos satisfechos de nuestro sobrino Mardonio. Ha acabado con las antiguas formas del poder de los griegos. Los tracios nos han enviado agua y tierra, en reconocimiento de nuestra soberanía. El rey Alejandro de Macedonia ha enviado también el agua y la tierra. Es nuestro esclavo desde ahora en adelante. El problema de los griegos de occidente ha sido resuelto. No habrá campaña de primavera.

Aunque Jerjes estaba obligado a mantenerse inexpresivo como una estatua detrás de su padre, pude ver cómo sus labios se entreabrían en un esbozo de sonrisa.

No hubo sonrisas entre los griegos. El Gran Rey había hablado desde el trono. Los griegos sólo podían discutir el tema en audiencias privadas, y sin duda lo harían. Darío no tendría un invierno apacible.

El Gran Rey recorrió el salón con la vista. Cuando me vio, hizo un gesto con su cabeza.

—Recibiremos ahora a nuestro embajador ante los dieciséis reinos situados más allá del río Indo. Congratulamos a Ciro Espitama por haber abierto una ruta comercial entre nuestra satrapía de la India y los países de…

Darío y el chambelán de la corte intercambiaron murmullos. El chambelán no podía pronunciar con facilidad las palabras Magadha y Koshala, y, de todos modos, Darío no las podía oír. Irritado, Darío hizo callar al chambelán con un golpecito del cetro.

—… y los dieciséis países —concluyó Darío, con firmeza—. La primera caravana llegó a Bactra justamente antes de la luna llena, con un gran cargamento de hierro fundido. El año próximo recibiremos metales, textiles y joyas de… de esos lejanos países. Acércate, Ciro Espitama.

Dos ujieres se acercaron. Me escoltaron hasta el trono.

Me prosterné ante el taburete dorado.

—Desde ahora en adelante, serás mi ojo —dijo Darío.

El canciller me había anunciado ya que sería designado ojo del rey. Eso significaba que, como alto funcionario del estado, recibiría un considerable salario del tesoro. Podría además residir en cualquiera de los palacios reales y viajar a donde quisiera, a costa del gobierno, acompañado por un guardia ceremonial y un heraldo cuya voz «¡Paso al ojo del rey!» era suficiente para hacer que media población del imperio se arrojara al suelo aterrorizada. A intervalos regulares, un ojo del rey investigaba cada una de las satrapías. Las quejas que pudiera tener cualquier ciudadano contra el sátrapa y su administración eran formuladas al ojo del rey, que tenía autoridad para resolver en el acto. Durante el tiempo que permanece en su cargo, el ojo del rey es el vicario del monarca. Como muchas satrapías son enormemente ricas y complejas, por ejemplo, en particular, Egipto, Lidia y la India, un ojo del rey corrompido muere rico. Por supuesto, yo no fui jamás enviado a una provincia rica. Hice una inspección de rutina en las ciudades de Jonia, donde no hay mucha riqueza, y otra en Bactria, que es pobre.

Expresé mi gratitud al Gran Rey y al Sabio Señor, que lo había inspirado. Finalmente, Darío me dio un amable puntapié en el hombro. Ya había oído bastante acerca de mi gratitud. Cuando me puse de pie, observé que su rostro estaba muy demacrado. Sin embargo, los ojos parecían vivaces e incluso maliciosos.

—Al oriente del oriente —anunció el Gran Rey—, hay una tierra llamada Catay. —Darío, evidentemente, se estaba divirtiendo a expensas de los griegos, que no tenían el menor interés en mi embajada. Era curioso que también la mayoría de los nobles persas fuese indiferente a la atracción de nuevos mundos por conquistar. Pensaban que Persia era ya lo bastante grande. Siempre han carecido de curiosidad—. Ese remoto país está lleno de ríos y ciudades, de oro y de vacas. —Ahora, Darío hablaba para su propia diversión y quizá para la mía—. Sus habitantes descienden de un dios amarillo, y residen a ambos lados de un río amarillo que jamás se seca. En una época, tuvieron un gobernante enviado por el cielo. Pero desde que murió, los nobles no han hecho otra cosa que disputar entre sí, como se acostumbraba hacer también entre nosotros. Lo que fue una vez un solo y opulento reino, es ahora un infeliz conjunto de pequeños estados turbulentos necesitados de un gran rey que pueda protegerlos y darles una moneda sólida y una justicia perfecta. El señor de uno de esos países, al este del este, está dispuesto a ofrecernos el agua y la tierra, y nos ha enviado un embajador.

Todo esto era bastante poco exacto, para decir lo menos. Fan Ch'ih era titular de una misión comercial, no de una embajada. Pero Darío sabía muy bien lo que hacía. Quería avivar el interés de los clanes. Deseaba convencerlos de un hecho del que jamás había dudado: el futuro de Persia se hallaba al oriente, y al oriente del oriente.

Afortunadamente, Fan Ch'ih no entendía una palabra de persa, y yo solamente traduje lo que deseaba que él oyera. Luego le dije al Gran Rey lo que él quería oír. Como ninguno de los presentes comprendía el dialecto indio que usábamos Fan Ch'ih y yo, pude hacer una versión perfectamente libre.

Fan Ch'ih se prosternó ante el Gran Rey. Por lo menos, nuestra corte, que sólo se miraba a sí misma, se asombró ante su apariencia. Todo el mundo lo contempló. Aunque hay hombres amarillos en todas las ciudades persas importantes, ningún noble había visto uno de cerca, a menos que se dedicara al comercio; y esto era muy poco probable porque un noble persa no puede comerciar ni tomar dinero en préstamo. Al menos, en teoría. La gente amarilla de Catay era sólo un rumor en la corte, como los africanos de dos cabezas que Escílax afirmaba haber visto.

Fan Ch'ih estaba cubierto de tela roja de Catay de pies a cabeza. Era un hombre bien parecido, aproximadamente de mi edad. De la clase de los guerreros, había servido en el ejército de una de las familias principales del ducado de Lu. A diferencia de la mayoría de los jóvenes de su raza y clase, deseaba ver mundo. Para eso había propuesto el comercio con el oeste como pretexto para un viaje a la India y a Persia.

Fan Ch'ih dijo:

—Me inclino con reverencia ante el Gran Rey. —Yo cambié «Gran Rey» por «monarca universal».

Fan Ch'ih agregó:

—He venido a reabrir la ruta terrestre entre Persia y Catay.

Traduje esto exactamente. Y añadí:

—He venido como embajador del duque de Lu, una tierra tan grande y rica como Lidia. Mi señor ha dicho que si vienes con tus ejércitos, te ofrecerá la tierra y el agua y se someterá a ti como tu esclavo.

Esto causó cierta conmoción en la sala de las columnas, excepto entre los griegos. Para los griegos, si algo no es griego, no existe.

Darío parecía muy feliz.

—Di a tu señor que iré hacia él con mis ejércitos. Dile que cogeré con mis propias manos la tierra y el agua que me ofrece. Dile que lo haré luego sátrapa de… todo Catay. —Darío era magnifico. No tenía la menor idea de lo que era Catay, como tampoco yo. Podríamos haber estado hablando de la luna. Pero, ante la corte, se mostraba sereno, conocedor, todopoderoso.

Fan Ch'ih parecía obviamente asombrado ante semejante intercambio de palabras, considerablemente más largo que su humilde solicitud de apertura de una ruta comercial. Le dije:

—El Gran Rey protegerá todas las caravanas que vayan de Persia a Catay. Te encomienda que le prepares una lista de los productos que tu país desee cambiar por el oro persa, o por otras especies.

—Di al Gran Rey que obedeceré su orden. Dile que ha respondido a todos mis deseos.

Me dirigí al Gran Rey:

—Si vienes a Lu, responderás al mayor deseo de su jefe, que te promete servir lealmente como sátrapa de todo Catay.

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