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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (37 page)

—Mamá,
¿ande
vas? —grita Kindra—. ¡Tengo hambre!

—Me voy a casa de Aibileen. Mamá necesita
está
con alguien que no la agobie
tol
rato.

En las escaleras del porche me encuentro a Sugar sentada.

—Sugar, prepárale algo de
desayuná
a Kindra.

—¡Pero si no hace ni media hora que ha
comío!

—Bueno, pues tiene hambre otra vez.

Camino las dos manzanas que me separan de casa de Aibileen, atravieso Tick Road y entro en Farish Street. Aunque cae un sol de justicia y el asfalto reverbera, hay niños en la calle que juegan a la pelota, dan patadas a las latas y saltan a la comba.


¡Güenas,
Minny! —me saluda alguien cada cinco pasos.

Les devuelvo el saludo con un gesto, pero no tengo ganas de charlar. Hoy no.

Atajo por el jardín de Ida Peek. La puerta trasera de Aibileen está abierta. Encuentro a mi amiga sentada en la cocina leyendo uno de esos libros que le saca Miss Skeeter de la biblioteca para blancos. Levanta la vista de su lectura cuando escucha el golpe que le pego a la mosquitera. Supongo que se habrá dado cuenta de que estoy cabreada.

—¡El
Señó
nos pille
confesaos!
¿Quién te ha puesto así?

—Celia Rae Foote, esa blanca ha
sío
—le digo, y me siento frente a ella.

Aibileen se levanta y me sirve un café.

—¿Qué te ha hecho?

Le cuento lo de las botellas. No sé por qué no se lo dije hace una semana y media, cuando las encontré. Quizá no quería que se enterara de algo tan vergonzoso sobre Miss Celia. Igual me sentía mal porque Aibileen fue quien me consiguió el trabajo. Pero ahora estoy tan cabreada que lo suelto todo.

—...y después me despidió.

—¡Ay, Dios, Minny!

—Dice que encontrará a otra criada, pero ¿quién va a
trabajá pa
esa loca? Alguna negra de pueblo que viva en el campo y que no tenga ni idea de
serví
en casas de gente fina.

—¿Has
pensaó
en pedirle disculpas? Igual puedes ir el lunes y
hablá
con...

—¡No pienso pedirle disculpas a una borracha! Nunca se las pedí a mi padre, y mucho menos voy a hacerlo con esa
mujé.

Nos quedamos en silencio. Me tomo el café de un trago y observo un tábano que zumba tras la mosquitera, golpeándola con su asquerosa cabezota, toc, toc, toc, hasta que se cae al suelo y empieza a girar sobre sí mismo enloquecido.

—No puedo
dormí.
Ni
comé.

—La
verdá
es que esa Miss Celia parece la
peó
de
toas
las mujeres
pa
las que has
servío.


Toas
son malas, pero ésta es la
peo.

—Es
verdá. ¿T'acuerdas
de aquella vez que Miss Walter te hizo
pagá
por esa figurita de vidrio que se te rompió? ¡Te descontó diez dólares del sueldo! Y luego descubriste que en Cárter las vendían a tres dólares.


Pos
sí.

—¡Ah! ¿Y
t'acuerdas
del loco de Mister Charlie, ese que te llamaba negra a la cara y se pensaba que era
divertío?
¿Y su
mujé,
esa que te obligaba a
comé
en el porche incluso en pleno enero? ¡Hasta aquella vez que nevó!

—Me entra frío sólo de acordarme.

—¿Y qué... —Aibileen se carcajea, intentando hablar al mismo tiempo—, qué me dices de Miss Roberta? ¿Recuerdas aquella vez que te sentó a la mesa de la cocina y probó en ti su nuevo tinte
pal
pelo? —Aibileen se seca las lágrimas de los ojos—. ¡Señor! Nunca he vuelto a ver una negra con el pelo azul. Leroy dijo que parecías un extraterrestre.

—Eso no fue
divertío.
Me costó tres semanas y
veintisinco
dólares
recuperá
el
coló
natural de mi pelo.

Aibileen mueve la cabeza, suelta un «ajá» lleno de sentido y da un sorbo a su café.

—Sin embargo, esta Miss Celia —prosigue—, ¿has visto cómo te trata? ¿Cuánto te paga pa que tengas que
aguantá
lo de Mister Johnny y las clases de cocina? ¡Seguro que ni la mitad que las otras!

—Sabes que me paga el doble.

—Ah, es
verdá.
Se me había
olvidao.
Bueno, pero con
toas
esas amigas que la visitan
tol
rato, tendrás que pasarte
tol
día limpiando detrás de ellas.

Me quedo en silencio, mirándola.

—Y luego esos diez hijos que tiene. —Aibileen se lleva la servilleta a los labios, ocultando su sonrisa—. Deben de volverte loca,
tol
día gritando y poniendo patas arriba ese enorme caserón.

—Aibileen, ya he
pillao
lo que quieres decirme.

Aibileen sonríe y me da unas palmaditas en el hombro.

—Lo siento, cariño, pero eres mi
mejó
amiga y creo que
tiés
algo
mu
bueno allá en el campo. ¿Qué más da si esa
mujé
se echa unos traguitos
pa pasá
el día? El lunes, ve a
hablá
con ella.

Siento que se me arruga la cara.

—¿Piensas que me volverá a
cogé?
¿Después de
to
lo que le dije?

—No va a
encontrá
a otra criada dispuesta a
serví
en esa casa, y lo sabe.


Pos
sí —suspiro—. Es tonta, pero no
pa
tanto.

Regreso a casa. No le cuento a Leroy lo que me preocupa, pero sigo todo el día y el resto del fin de semana dándole vueltas al tema. Me han despedido más veces que dedos tengo en las manos. Rezo para que pueda recuperar mi trabajo el lunes.

Capítulo 18

El lunes por la mañana, mientras conduzco hacia la casa de Miss Celia, ensayo las frases que tengo que decir: «Sé que me fui de la lengua...», en cuanto entre en la cocina; «Sé que lo que dije estaba fuera de lugar...», mientras dejo el bolso en la silla; «Y... y...», ésta es la parte más difícil, «Y lo siento».

Ya en la casa, me preparo mientras oigo a Miss Celia que arrastra los pies. No sé lo que va a pasar, si estará cabreada, si me tratará con indiferencia, o si simplemente volverá a decirme que estoy despedida. Lo único que sé es que tengo que hablar yo primero.

—Buenos días —me saluda.

Miss Celia todavía está en camisón. No se ha peinado, y tampoco se ha puesto el pringue con el que se maquilla todas las mañanas.

—Miss Celia, tengo que decirle algo...

Suelta un gemido y se lleva la mano al estómago.

—¿Se... encuentra bien?

—No es nada.

Pone una tostada y algo de jamón en un plato, pero luego lo aparta todo.

—Miss Celia, quería decirle que...

Sale y me deja con la palabra en la boca. Parece que estoy metida en un buen lío.

Me pongo a hacer mi trabajo. Puede que esté loca por actuar como si no me hubieran despedido y seguramente no me paguen por lo que haga hoy, pero me encargo de las labores de la casa como si nada hubiera pasado. Después del almuerzo, enciendo la tele y miro el culebrón de Miss Christine,
As the World Turns,
mientras plancho. Por lo general, Miss Celia se sienta a verlo conmigo, pero hoy no lo hace. Cuando termina el programa, la espero un rato en la cocina, pero tampoco se presenta para su lección. La puerta de su dormitorio sigue cerrada y a eso de las dos no me queda otra cosa por hacer que limpiar su cuarto. El miedo se me agarra al estómago. Ojalá le hubiera dicho lo que tenía que decirle esta mañana, cuando tuve la oportunidad.

Me dirijo a la parte trasera de la casa y observo la puerta cerrada de su dormitorio. Llamo pero no me contesta. Finalmente, me arriesgo y abro.

La cama está vacía. Ahora tengo que lidiar con otra puerta cerrada, la del cuarto de baño.

—¡Voy a
hacé
el dormitorio! —grito.

No hay respuesta, aunque sé que está dentro. La noto detrás de esa puerta. Estoy sudando, quiero hablar con ella y terminar de una vez con esta maldita historia.

Recorro la habitación con la bolsa de la colada y meto la ropa sucia de todo el fin de semana. La puerta del cuarto de baño sigue cerrada y no se oye nada detrás. Supongo que el lavabo estará hecho un asco. Escucho a ver si hay algo de vida mientras estiro las sábanas sobre la cama. La almohada es la cosa más sucia que he visto nunca y está aplastada en las puntas como un enorme perrito caliente amarillento. La sacudo sobre el colchón y coloco la colcha.

Limpio el polvo de la mesita de noche de la señorita y de la pila de números de la revista
Look
que amontona en el suelo, junto al libro de bridge que encargó. Ordeno los libros de la mesita de Mister Johnny. Este hombre lee un montón. Veo que tiene
Matar a un ruiseñor
y me fijo en la portada.

—¡Vaya! Mira lo que tenemos aquí —murmuro en voz baja.

Un libro que habla de negros. Me pregunto si algún día veré el libro de Miss Skeeter en alguna mesita de noche. Por supuesto, sin que aparezca mi verdadero nombre.

De repente, oigo un ruido. Algo ha chocado contra la puerta del baño.

—¡Miss Celia! —grito de nuevo—. Estoy aquí. Sólo
pa
que lo sepa.

Pero no recibo respuesta.

«No es de mi incumbencia lo que suceda ahí dentro», pienso para mis adentros. Luego, vuelvo a gritar ante la puerta:

—Voy a
terminá
mi trabajo y me marcho antes de que llegue Mister Johnny con la pistola.

Espero que esto la saque de su encierro, pero no.

—Miss Celia, queda algo de reconstituyente debajo del lavabo. Tómeselo y salga
pa
que pueda
limpiá
ahí dentro.

Finalmente, me callo y me quedo mirando la puerta. ¿Estoy despedida o no? En caso de que no lo esté, ¿será que esta mujer está tan bebida que no me oye? Mister Johnny me pidió que la cuidara. No creo que dejarla inconsciente en la bañera sea precisamente a lo que se refería.

—Miss Celia, diga algo
pa sabé
por lo menos que sigue viva.

—Estoy bien.

Su voz no suena nada bien.

—Son casi las tres —digo mientras espero de pie en medio del dormitorio—. Mister Johnny no tardará en
llegá.

Tengo que saber qué está pasando. Quiero ver si está borracha y tirada ahí dentro. Y, si no estoy despedida, tengo que limpiar ese cuarto de baño para que Mister Johnny no piense que la criada que tiene en secreto es una vaga y me despidan por segunda vez en una semana.

—Vamos, Miss Celia. ¿Qué le pasa? ¿Se ha hecho otra vez un estropicio con el tinte del pelo? La última vez le ayudé a arreglarlo,
¿s'acuerda?
No se preocupe, volverá a quedarle bonito.

De repente, el pomo se gira y la puerta se abre lentamente. Miss Celia está sentada en el suelo, a la derecha de la puerta. Tiene las rodillas dobladas bajo el camisón.

Me acerco un poco. De perfil, veo que tiene la cara del color del suavizante: azul lechoso.

También veo que hay sangre en el retrete. Mucha sangre.

—¿Está con el periodo, Miss Celia? —susurro.

Se me abren las fosas nasales.

Miss Celia no se da la vuelta para mirarme. Hay una línea de sangre en el dobladillo de su blanco camisón, como si hubiera estado metido en el retrete.

—¿Quiere que llame a Mister Johnny? —le pregunto.

Aunque intento evitarlo, no puedo dejar de mirar esa taza llena de sangre. Hay algo que flota. Algo que parece... sólido.

—¡No! —niega Miss Celia, con la vista clavada en la pared—. Acércame... mi agenda de teléfonos.

Corro a la cocina, busco el cuadernito y regreso a toda prisa. Cuando intento dárselo, Miss Celia lo rechaza con un gesto de la mano.

—Por favor, llama tú —dice—. Busca en la T: doctor Tate. Yo no puedo.

Paso las delgadas páginas. Conozco a ese doctor Tate, es el médico de casi todas las blancas para las que he servido. También sé que cada martes, mientras su esposa está en la peluquería, le da un «tratamiento especial» a Elaine Fairley. «Taft... Taggert... Tann.» ¡Por fin, alabado sea el Señor!

Me tiemblan las manos mientras marco los números. Una mujer blanca contesta. «Celia Foote, en la carretera veintidós, en el
condao
de Madison», digo lo mejor que puedo sin vomitar en el suelo. «Sí, señora. Sangra mucho, mucho. ¿Sabe cómo
llegá
hasta aquí?» Me responde que, por supuesto, conoce el camino, y cuelga.

—¿Va a venir? —pregunta Celia.

—Sí, va a
vení
—respondo.

Me entran náuseas otra vez. No creo que pueda volver a limpiar ese retrete sin que me den arcadas.

—¿Quiere una coca-cola? Le traeré una coca-cola.

En la cocina, saco una botella del frigorífico. Regreso al baño, la dejo en el suelo y me aparto lo más posible de esa taza llena de rojo, pero sin dejar sola a Miss Celia.

—Igual debería meterse en la cama, Miss Celia. ¿Cree que
pué
levantarse?

Miss Celia se inclina hacia delante e intenta incorporarse. Me acerco para ayudarla y veo que tiene toda la parte de atrás del camisón empapada y que el suelo está manchado con algo que parece un moco rojo, que se ha incrustado en las rendijas que hay entre las baldosas. No será fácil limpiarlo.

Cuando consigo que se ponga en pie, Miss Celia resbala en un charquito de sangre y se agarra al borde del inodoro para no caerse.

—Déjame quedarme... Quiero quedarme aquí.

—Como
usté
quiera —digo, y salgo al dormitorio—. El
doctó
Tate no tardará en
llegá.
Le han
llamao
a su casa.

—Quédate conmigo, Minny, por favor.

De ese retrete sale un olor pestilente, a algo fresco y horrible. Tras pensármelo un poco, me siento en el suelo, con la mitad de mi trasero en el cuarto de baño y la otra mitad fuera. Ahora que lo tengo a la altura de los ojos, puedo olerlo mejor. Huele a carne, como las hamburguesas descongelándose en la encimera. Me entra un escalofrío ante esta idea.

—Vamos fuera
mejó,
Miss Celia. Necesita que le dé el aire...

—No puedo manchar la alfombra... Johnny se enteraría.

Las venas de sus brazos parecen muy negras bajo su piel paliducha. Su rostro está cada vez más blanco.

—Se le está poniendo mala cara. Beba un poco de coca-cola.

Da un sorbo a la botella y dice:

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