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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras

 

Skeeter, de veintidós años, ha regresado a su casa en Jackson, en el sur de Estados Unidos, tras terminar sus estudios en la Universidad de Misisipi. Pero como estamos en 1962, su madre no descansará hasta que no vea a su hija con una alianza en la mano. Aibileen es una criada negra. Una mujer sabia e imponente que ha criado a diecisiete niños blancos. Tras perder a su propio hijo, que murió mientras sus capataces blancos miraban hacia otro lado, siente que algo ha cambiado en su interior. Se vuelca en la educación de la pequeña niña que tiene a su cargo, aunque es consciente de que terminarán separándose con el tiempo. Minny, la mejor amiga de Aibileen, es bajita, gordita y probablemente la mujer con la lengua más larga de todo Misisipi. Cocina como nadie, pero no puede controlar sus palabras, así que pierde otro empleo. Por fin parece encontrar su sitio trabajando para una recién llegada a la ciudad que todavía no conoce su fama. A pesar de lo distintas que son entre sí, estas tres mujeres acabarán juntándose para llevar a cabo un proyecto clandestino que supondrá un riesgo para todas. ¿Y por qué? Porque se ahogan dentro de los límites que les impone su ciudad y su tiempo. Y, a veces, las barreras están para saltárselas.

Kathryn Stockett

Criadas y señoras

ePUB v1.2

Horus01
16.09.11

Correccion de erratas por Ichirikki y Enylu

Título original:
The Help

Fecha de publicación: 10 de febrero de 2009

Al abuelo Stockett, el mejor
narrador de historias de todos

Aibileen

Capítulo 1

Agosto de 1962

Mae Mobley nació una mañana de domingo en agosto de 1960. Un bebé de misa, como los llamamos nosotros. Me dedico a cuidar bebés de familias blancas, además de a cocinar y limpiar sus casas. A lo largo de mi vida, he criado diecisiete niños. Sé cómo conseguir que se duerman, que dejen de llorar y que se sienten en el orinal antes de que sus madres se levanten de la cama.

Sin embargo, nunca antes había visto a un bebé berrear tanto como a Mae Mobley Leefolt. El primer día que entré en esa casa allí estaba, colorada como un tomate y aullando debido a un cólico, luchando por quitarse de encima el biberón que le ofrecía su madre como si le estuvieran intentando meter en la boca un rábano podrido. Miss Leefolt contemplaba aterrorizada a su propia hija.

—¿Qué hago mal? ¿Por qué no consigo que esta cosa se calle?

«¿Esta cosa?» Ése fue el primer indicio que tuve de que había algo raro en esta historia.

Tomé a aquel bebé rosita y llorón entre mis brazos y lo puse sobre mi cadera para darle botecitos y removerle los gases. En menos de dos minutos, la pequeña dejó de llorar y me miró sonriente. Sin embargo, ese día Miss Leefolt no volvió a tener en brazos a su propia hija. He visto a un montón de mujeres con esa depresión que las asalta después de dar a luz, así que pensé que se trataría de eso.

Os contaré algo más sobre Miss Leefolt: además de estar todo el santo día de mala leche, es una flacucha. Tiene las piernas tan delgadas que parece que todavía está en edad de crecer. A sus veintitrés años, es desgarbada como una chavala de catorce. Hasta el pelo lo tiene delicado, de un marrón casi transparente. Aunque intenta cardárselo, sólo consigue que parezca más fino. Su rostro se parece a ese diablillo rojo que sale en las cajas de caramelitos de canela, incluida la barbilla puntiaguda. De hecho, todo su cuerpo está lleno de ángulos afilados y esquinas. Por eso no sabe calmar a la criatura. A los bebés les gusta la grasa, enterrar el rostro en tu sobaco y echarse a dormir. También les encantan las piernas grandes y gordas. Yo sé bastante de eso, ¡sí señor!

Con un año, Mae Mobley me seguía a todas partes. Al llegar las cinco en punto, la hora en la que termino de trabajar, se agarraba a mis zuecos y se arrastraba por el suelo, llorando como si me marchara para no volver nunca. Miss Leefolt me lanzaba una mirada de enojo, como si yo hubiera hecho algo malo, y me arrancaba de las piernas a la pequeña, que no paraba de berrear. Supongo que es el riesgo que corres cuando dejas que otra persona críe a tus retoños.

Mae Mobley tiene ahora dos años, unos ojazos marrones y tirabuzones de color miel. La calva que tiene detrás de la cabeza estropea un poco el conjunto. Cuando se enfurruña, le sale la misma arruga en el entrecejo que a su madre. Se parecen bastante, aunque Mae Mobley es más gordita. No creo que le den el premio a la niña más guapa del condado, y tengo la impresión de que esto molesta a Miss Leefolt, pero a mí me da igual. Mae Mobley es mi Chiquitina especial.

Perdí a mi propio hijo, Treelore, justo antes de entrar a servir en casa de Miss Leefolt. El pobre tenía veinticuatro años, estaba en la flor de la vida. ¡Era demasiado pronto para dejar este mundo!

Vivía en un pequeño apartamento en Foley Street y salía con una jovencita muy maja llamada Frances. Yo tenía esperanzas de que algún día se casaran, aunque él se tomaba este tema con calma. No es que tuviese buscando algo mejor, simplemente era de esos que meditan mucho las cosas antes de hacerlas. Llevaba unas gafas enormes y se pasaba todo el tiempo leyendo. Incluso había empezado a escribir un libro sobre la vida de un hombre negro que trabajaba en Misisipi. ¡Ay, Señor! ¡Qué orgullosa estaba de él! Pero una noche se quedó a trabajar hasta tarde en el molino de Scanlon-Taylor, cargando troncos en un camión, con astillas que le atravesaban los guantes y se le clavaban las manos. Era muy bajo para ese tipo de faenas, pero necesitaba el trabajo. Estaba cansado y no paraba de llover. Se resbaló de la plataforma y cayó a la carretera. El conductor del camión no lo vio y le aplastó el pecho antes de que tuviera tiempo de apartarse, cuando me lo contaron, ya estaba muerto.

Ese día, todo mi mundo se volvió negro: el aire era negro; el sol era negro; incluso, cuando me incorporaba un poco en la cama, veía que las paredes de mi casa eran negras. Minny se pasaba por casa todos los días para asegurarse de que yo todavía respiraba y me alimentaba para mantenerme con vida. Tardé tres meses en atreverme a mirar por la ventana para comprobar si el mundo seguía allí, y me sorprendí al descubrir que la Tierra no se había detenido porque mi hijo se hubiera muerto.

Cinco meses después del funeral, salí de la cama. Me puse mi uniforme blanco y mi crucecita de oro en el cuello y entré a servir en casa de Miss Leefolt, que acababa de tener una hija. No tardé en darme cuenta de que algo en mí había cambiado. Una amarga semilla se había plantado en mi interior, y ya no era tan comprensiva como antes.

—Arregla la casa y luego prepara una ensalada de pollo —me dice Miss Leefolt.

Es su día de partida de bridge, como todos los últimos miércoles de cada mes. Por supuesto, yo ya lo tengo todo preparado: la ensalada de pollo está lista desde esta mañana y los manteles los planché ayer. Miss Leefolt me vio hacerlo, pero, aunque no tiene más que veintitrés años, le gusta escucharse dándome órdenes.

Lleva puesto el vestido azul que le he planchado esta mañana, ese con sesenta y cinco pliegues en la cintura, tan diminutos que me dejo la vista cada vez que lo plancho. Hay pocas cosas que odie en esta vida, pero ese vestido y yo no nos llevamos muy bien.

—Asegúrate de que Mae Mobley no entra a molestarnos. Ya te he dicho que estoy muy enfadada con ella. Rasgó mi elegante papel para notas en mil pedazos y tengo que redactar quince cartas de agradecimiento para la Liga de Damas.

Arreglo esto y aquello para sus amiguitas. Saco la vajilla buena y la cubertería de plata. Miss Leefolt no prepara una mesita de cartas cualquiera, como las otras señoritas. Aquí se sientan en la mesa del comedor, que tengo que cubrir con un mantel para ocultar la enorme raja en forma de ele, y pongo el centro de flores sobre el aparador para esconder los arañazos que tiene en la madera. A Miss Leefolt le gusta quedar bien cuando tiene invitadas. Puede que lo haga para compensar que su casa es pequeña. No son gente rica, no señor. Los ricos no se toman tan en serio estas cosas.

Estoy acostumbrada a trabajar para matrimonios jóvenes, pero creo que ésta es la casa más pequeña en la que he servido. Sólo tiene una planta. El cuarto de la señora y de Mister Leefolt está en la parte de atrás y es bastante grande, pero la habitación de Chiquitina es muy pequeña. El comedor y el salón están como unidos. Sólo hay dos cuartos de baño, lo cual es un alivio, porque he servido en casas en las que había cinco o seis lavabos y tardaba todo un día en limpiar los servicios. Miss Leefolt sólo me paga noventa y cinco centavos la hora, el sueldo más bajo que me han pagado en años, pero después de la muerte de Treelore acepté lo primero que encontré. Mi casero no estaba dispuesto a esperar mucho más. De todos modos, aunque la casa es pequeña, Miss Leefolt intenta hacer que resulte lo más acogedora posible. Es bastante buena con la máquina de coser. Cuando no puede permitirse renovar un mueble, se agencia un trozo de tela y cose una cubierta.

Suena el timbre y abro la puerta.

—Hola, Aibileen —me saluda Miss Skeeter, porque es de las que habla con el servicio—. ¿Cómo estás?


Güenos
días, Miss Skeeter.
To
bien. ¡Buf, qué
caló
hace ahí fuera!

Miss Skeeter es muy alta y flacucha. Tiene el pelo rubio y se lo acaba de cortar por encima del hombro porque cuando le crece se le enmaraña un montón. Tendrá unos veintitrés años, como Miss Leefolt y las demás. Tras entrar, deja el bolso en la silla y se arregla un poco la ropa. Lleva una blusa de encaje blanca abotonada hasta el cuello como las monjas, zapatos sin tacón, supongo que para no parecer más alta, y una falda azul abierta en la cintura. Da la impresión de que Miss Skeeter se viste siguiendo las órdenes de alguien.

Oigo el claxon del coche de Miss Hilly y su madre, Miss Walter, que aparca enfrente de casa. Miss Hilly vive a dos pasos de aquí, pero siempre viene en coche. Le abro la puerta y pasa por mi lado sin pronunciar palabra. Creo que ha llegado la hora de despertar a Mae Mobley de la siesta.

En cuanto entro en su cuarto, Mae Mobley me sonríe y estira hacia mí sus bracitos gordezuelos.

—¿Ya estás despierta, Chiquitina? ¿Por qué no me has
avisao?

La pequeña se ríe y se alborota, esperando que la aupe. Le doy un fuerte abrazo. Supongo que cuando me marcho no le dan muchos achuchones como éste. Muy a menudo, cuando llego a trabajar, la encuentro berreando en la cuna mientras Miss Leefolt, ocupada en la máquina de coser, pone los ojos en blanco molesta, como si se tratara de un gato de la calle maullando tras la puerta y no de su hija. Ésta Miss Leefolt es de las que se arreglan todos los días y siempre se ponen maquillaje. Tiene casa con jardín, garaje y un frigorífico de dos puertas con congelador incorporado. La gente que la ve en el supermercado Jitney 14 nunca se imaginaría que es capaz de salir de casa y dejar a su hija llorando en la cuna de ese modo. Pero la criada lo sabe, ¡vaya si lo sabe! El servicio siempre se entera de todo.

De todos modos, hoy es un buen día. La niña sonríe.

—Aibileen —le digo.

—Ai-bi —me responde.

—Amor.

—A-mor.

—Mae Mobley.

—Ai-bi —dice ella, y rompe a reír sin parar.

Está muy contenta con sus primeras palabras. La verdad es que ya era hora. Treelore tampoco aprendió a hablar hasta los dos años. Sin embargo, cuando estaba en tercero, hablaba mejor que el presidente de Estados Unidos. Volvía de la escuela usando palabras como «conjugación» o «parlamentario». Cuando empezó la secundaria, teníamos un juego entre los dos: yo le daba una palabra sencilla y él tenía que buscar una parecida. Si le decía «gatito», él respondía «felino doméstico». Con «batidora», respondía «cuchillas con motor». Un día le dije
«Crisco»
[1]
y empezó a rascarse la cabeza. No podía creerse que le hubiera ganado con algo tan sencillo como el Crisco. Se convirtió en una broma secreta entre él y yo, algo cuyo significado nadie podría descubrir por mucho que lo intentara. Empezamos a llamar a su padre Crisco, porque no puedes guardarle respeto a un hombre que se dedicó toda su vida a machacar a su familia. Además, era el vago más grasiento que se pueda imaginar, así que el nombre le venía como anillo al dedo.

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