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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (9 page)

—Saque el codillo. Compruebe que hay suficiente agua. Está bien. Ahora suba el fuego. ¿Ve las burbujitas? Eso significa que el agua está contenta.

Miss Celia contempla la cazuela como si pudiera leer en ella su futuro.

—Minny, ¿tú eres feliz?

—¿Por qué me hace esas preguntas tan raras, señora?

—¿Lo eres?


¡Pos
claro que sí! Y
usté
también. Tiene una casa enorme con jardín y un
marío
que la cuida.

Frunzo el ceño y me aseguro de que Miss Celia puede verlo. ¡Estos blancos, todo el santo día preocupándose de si son felices!

Cuando Miss Celia quema las alubias por enésima vez, intento utilizar ese autocontrol que mi madre aseguraba que nunca tuve.

—Está bien —digo entre dientes—. Empezaremos otra vez antes de que Mister Johnny vuelva a casa.

Me habría encantado dar órdenes, aunque sólo fuera durante una hora, a cualquier otra señorita para las que he trabajado, a ver qué les parecía. Pero con Miss Celia y con esas miradas que me lanza con sus enormes ojos, como si yo fuera lo mejor que le ha pasado después de la laca en spray, casi prefiero que me estuviera dando órdenes, como se supone que debería hacer. Me empiezo a preguntar si el hecho de que se pase todo el santo día tirada en la cama no tendrá algo que ver con su negativa a hablarle a su marido de mí.

Supongo que puede ver la sospecha en mis ojos, porque un día aparece de repente y me dice:

—Tengo una pesadilla que se repite un montón de veces. Sueño que tengo que volver a vivir en Sugar Ditch. Por eso me paso el día tumbada —acompaña las palabras con un gesto muy rápido con la cabeza, como si lo hubiera estado practicando—, porque no puedo dormir bien por la noche.

Le dedico una sonrisa de boba, como si me lo hubiera tragado, y sigo limpiando los espejos.

—No te esfuerces mucho, deja algunas manchas —me dice.

Siempre hay que dejar algo: espejos, suelos, un vaso sucio en el fregadero o el cubo de la basura hasta el borde.

—Tenemos que hacerlo creíble —comenta, y termino fregando cien veces ese vaso sucio. Me gustan las cosas limpias y ordenadas.

—¡Ojalá pudiera cuidar de esas azaleas que tenemos ahí fuera! —me dice un día Miss Celia.

Ahora le da por tumbarse en el sofá mientras veo mis series favoritas en la tele, y me interrumpe todo el rato. Llevo veinticuatro años enganchada a
The Guiding Light,
desde que tenía diez años y la seguía en la radio de mamá.

La emisión se interrumpe con un anuncio de detergente Dreft, y Miss Celia contempla a través de la ventana que da al patio cómo el jardinero de color barre las hojas muertas con un rastrillo. Tiene tantos arbustos de azalea en el jardín que cuando llegue la primavera se parecerá al de
Lo que el viento se llevó.
No me gustan las azaleas y, por supuesto, la película tampoco. La esclavitud parecía una gran fiesta, todo el día felices. Si yo hubiera hecho el papel de Mammy, le habría dicho a la señorita Escarlata que se podía meter todos sus retazos verdes por su culito blanco y que se hiciera ella sola su maldito vestido atrapahombres.

—Y sé que podría hacer florecer de nuevo ese rosal podándolo bien —añade Miss Celia—. Pero lo primero que haría sería cortar ese árbol de mimosa.

—¿Qué le pasa a la mimosa? —pregunto mientras paso la punta de la plancha por el cuello de una camisa de Mister Johnny.

Nunca he tenido una mata, y mucho menos un árbol, en mi jardín.

—No me gustan esas flores peludas. —Se queda con la mirada perdida, como si se le hubieran reblandecido los sesos—. Me recuerdan al pelo de los bebés.

Me pone de los nervios cuando habla así.

—¿Sabe
usté
mucho de flores?

—Me encantaba ocuparme de mis flores en Sugar Ditch —contesta tras soltar un suspiro—. Aprendí a cultivarlas con la esperanza de poder maquillar un poco la fealdad de aquel lugar.


¡Pos
salga ahí fuera! —le digo, intentando que no se me note muy exasperada—. Haga algo de ejercicio, tome el aire.

«Salga de aquí y déjeme hacer mi trabajo en paz», pienso para mis adentros.

—No —se lamenta Miss Celia—. No puedo andar por ahí fuera. Tengo que quedarme aquí.

Me empieza a irritar que nunca abandone la casa y el modo en que sonríe cuando entro por la puerta, como si la llegada de su criada por la mañana fuera lo mejor que le sucede en todo el día. Es como un picor, cada día intento quitármelo pero no puedo rascármelo, y cada día pica más. Cada día Miss Celia sigue ahí, incordiando.

—Quizá debería salir
usté
un poco y hacer amigas —le aconsejo—. Hay un montón de señoritas de su edad en la
ciudá.

Frunce el ceño y me contesta:

—¡Ya lo he intentado! No te puedes imaginar cuántas veces he llamado a esas mujeres para ver si puedo ayudarlas con las colectas benéficas o hacer algo desde mi casa. Pero nunca me contestan. Ninguna.

Guardo silencio, porque la verdad es que no me sorprende. No hay más que ver sus tetas asomando por el escote y su cabello de color dorado.

—Entonces, salga de tiendas. Vaya a comprarse ropa nueva, a hacer lo que hacen las mujeres blancas cuando tienen a la criada en casa.

—No, creo que prefiero ir a descansar un rato —dice, y un par de minutos después oigo cómo arrastra los pies por las habitaciones vacías del piso de arriba.

Movida por el viento, una rama del árbol de mimosa golpea contra la ventana. Doy un respingo y me quemo el dedo. Cierro los ojos para tranquilizar mi corazón. Me quedan todavía noventa y cuatro días de tortura y no sé cómo aguantar un minuto más.

—Mami, hazme algo de
comé,
tengo hambre —me dijo anoche mi hija pequeña, Kindra, de seis años, con una mano en la cintura y un pie estirado.

Tengo cinco críos y me enorgullezco de haberles enseñado a decir «Sí, mamá» y «Por favor, mamá», antes incluso de que aprendieran a decir «galleta». A todos menos a ésta.

—No vas a
comé na
hasta la hora de la cena.

—¿Por qué eres tan mala conmigo? ¡Te «odio»! —me gritó y salió corriendo.

Miré al techo, porque no consigo acostumbrarme a estas respuestas, aunque he criado a cuatro antes que a ella. Cuando un hijo te dice que te odia, y todos pasan por esa etapa, es como si te dieran una patada en la boca del estómago.

Pero esta Kindra... ¡Ay, Señor! Empiezo a pensar que no es que esté pasando por una mala etapa. ¡Es que esta niña está saliendo como yo!

Estoy en la cocina de Miss Celia pensando en lo que pasó anoche, en Kindra y su lengua, en Benny y su asma, en mi marido Leroy, que la semana pasada volvió borracho a casa dos veces... Sabe que es lo único que no puedo soportar, después de haber tenido que aguantar las borracheras de mi padre durante dieciséis años. Mamá y yo partiéndonos la espalda para que no le faltara una botella que llevarse a la boca. Supongo que debería estar más enfadada con él, pero anoche, como para pedirme perdón, Leroy volvió a casa con una bolsa llena de ocra. Sabe que es mi comida favorita. Esta tarde pienso freirla rebozada en harina de maíz y comer como mi mamá nunca me dejó.

Ése no es el único lujo que pienso darme hoy. Es el primero de octubre y aquí estoy, pelando melocotones. La madre de Mister Johnny trajo dos cajas de México, melocotones grandes como pelotas de béisbol. Están maduros y son muy dulces. Su carne es tierna como la mantequilla. Nunca acepto las cosas que las señoritas blancas me ofrecen por caridad, porque sé muy bien que lo hacen para que les deba algo. Pero cuando Miss Celia me dijo que podía llevarme una docena de melocotones, no me lo pensé. Metí en una bolsa doce piezas. Cuando regrese a casa esta noche, voy a cenar ocra rebozada y de postre, pastel de melocotón.

Observo las mondas largas y aterciopeladas que se van acumulando en el fregadero de Miss Celia, sin prestarle atención a la entrada de la casa. Normalmente, cuando estoy en el fregadero de la cocina, planeo un modo de escapar de Mister Johnny. La cocina es el mejor lugar, porque desde la ventana se avista toda la calle. Los arbustos de azalea me mantienen oculta, pero puedo ver si alguien se acerca por detrás de ellos. Si viniera por la puerta principal, podría salir por la trasera y refugiarme en el garaje. Si apareciera por detrás, podría escaparme por la puerta de delante. Además, hay otra puerta en la cocina que da al salón, por si acaso. Pero con el jugo de los melocotones cayéndome por los brazos y medio ebria por el olor a mantequilla en la sartén, me encuentro como flotando en un sueño mientras pelo la fruta. No me doy cuenta de la camioneta azul que se acerca.

Cuando levanto la vista, el hombre ha recorrido ya la mitad del jardín. Puedo ver de reojo un trozo de camisa blanca de las que plancho todos los días y una pernera de unos pantalones color caqui como los que cuelgo en el armario de Mister Johnny. Ahogo un grito y el cuchillo se me cae en el fregadero.

—¡Miss Celia! —grito, mientras entro escopetada en su dormitorio—. ¡Mister Johnny ha
venío!

Miss Celia salta de la cama más rápido de lo que nunca la había visto moverse. Me pongo a andar en círculo como una idiota. ¿Dónde me meto?, ¿adonde voy?, ¿qué ha pasado con mi plan de huida? Tomo una decisión: ¡el cuarto de baño de invitados!

Me meto dentro y cierro el pestillo. Me subo a la tapa del inodoro y me pongo en cuclillas para que no vea mis pies por debajo de la puerta. Hace calor y está muy oscuro. Siento que me arde la cabeza. El sudor me resbala por la barbilla y cae al suelo. Me mareo con el olor a jabón de gardenia del lavabo.

Oigo pasos y contengo la respiración.

Los pasos se detienen. Mi corazón retumba como un gato dentro de una secadora. ¿Y si Miss Celia finge que no me conoce para evitarse problemas? ¿Y si hace como si yo fuera una ladrona? ¡Demonios, cómo la odio! ¡Odio a esa idiota!

Escucho, pero sólo puedo oír mi respiración agitada y el bum, bum en mi pecho. Me duelen y crujen los tobillos de sostenerme en esta posición.

Mi vista se agudiza en la oscuridad. Pasado un minuto, puedo verme reflejada en el espejo que hay sobre el lavabo. ¡En cuclillas, como una idiota, sobre el váter de una blanca!

¡Mírate, Minny Jackson! ¡Mira lo que tienes que hacer para ganarte la vida!

Miss Skeeter

Capítulo 5

Conduzco a toda velocidad el Cadillac de mi madre por la pista de gravilla que lleva a mi casa. Con todas las piedrecitas rebotando en la carrocería, casi no puedo oír a Patsy Cline en la radio. Sé que Madre se va a enfadar, pero piso un poco más el acelerador. No puedo dejar de pensar en lo que Hilly me ha dicho hoy durante la partida de bridge.

Hilly, Elizabeth y yo somos amigas íntimas desde que íbamos a la escuela Power. Mi fotografía preferida es una de cuando estábamos en secundaria, en la que salimos las tres sentadas en las gradas del campo de fútbol. Lo que hace especial esa imagen es que las gradas están completamente vacías, sólo aparecemos nosotras, sentadas bien juntitas, porque en aquella época éramos inseparables.

Cuando entramos a la universidad, Hilly y yo compartimos cuarto durante dos años. Después ella dejó la carrera para casarse y yo seguí hasta terminar los estudios. Cada noche, en la hermandad femenina Ji-Omega, le ponía trece rulos en el pelo. Pero hoy, esta misma Hilly me ha amenazado con expulsarme de la Liga de Damas. No es que me preocupe mucho esa asociación de mujeres, pero me ha dolido descubrir lo fácil que a mi amiga le resultaría echarme.

Tomo el camino que conduce hasta Longleaf, la plantación de algodón de mi familia. La gravilla deja paso a una arena suave y amarillenta y reduzco la velocidad para que Madre no pueda ver lo rápido que voy. Aparco frente a la casa y salgo del coche. Madre está en la mecedora del porche.

—Ven a sentarte conmigo, cariño —dice, indicándome la mecedora que tiene a su lado—. Pascagoula acaba de encerar los suelos, tenemos que esperar a que se sequen un poco.

—Está bien, mamá.

Le doy un beso en su empolvada mejilla, pero no me siento. Me apoyo en la barandilla del porche y contemplo los tres musgosos robles que tenemos en el jardín. Aunque estamos a apenas cinco minutos de la ciudad, mucha gente considera este lugar como el campo. Rodeando nuestro jardín se encuentran las cuatro mil hectáreas de cultivo de algodón que posee Padre, con plantas verdes y fuertes que me llegan por la cintura. A lo lejos, veo a una cuadrilla de hombres de color sentados en un cobertizo, refugiándose del calor. Todos esperan lo mismo: que se abran los capullos de algodón.

Reflexiono sobre cuánto han cambiado las cosas entre Hilly y yo desde que regresé de la universidad. Pero ¿quién es la que ha cambiado, ella o yo?

—¿No te lo he contado todavía? —me pregunta Madre—. ¡Fanny Peatrow se ha prometido!

—Me alegro por ella.

—No ha pasado ni un mes desde que encontró ese trabajo de contable en el Banco Rural.

—¡Qué bien, mamá!

—Pues sí. —Me giro hacia ella y puedo ver una de sus miradas de lámpara chisporroteante—. ¿Por qué no te acercas al banco a ver si necesitan más contables?

—No quiero trabajar de contable, mamá.

Madre suspira y mira con mala cara a
Shelby,
nuestro cocker spaniel, que se está lamiendo sus vergüenzas. Contemplo la puerta de casa, sintiendo la tentación de echar a perder los suelos recién encerados. Ya hemos mantenido esta conversación demasiadas veces.

—Mi hija se pasa cuatro años en la universidad... ¿y con qué vuelve? —pregunta Madre de forma retórica.

—¿Con un título?

—Sí, un bonito trozo de papel.

—Ya te lo he dicho. No conocí en la universidad a ningún chico con el que me apeteciera casarme.

Madre se levanta de la silla y se inclina para que pueda contemplar su hermoso rostro de piel tersa. Lleva un vestido azul marino que se ajusta a su delgada complexión. Como de costumbre, se ha pintado los labios. Cuando se acerca a mí y le da la brillante luz del atardecer, puedo ver que hay unas manchas oscuras, profundas y secas, en su ropa. Me fijo más en ellas, tratando de cerciorarme de que realmente son manchas.

—Mamá, ¿te encuentras bien?

—Si pusieras un poco más de interés, Eugenia...

—Tienes unas manchas en el vestido.

Madre se cruza de brazos y sigue con el mismo tema:

—Acabo de hablar con la madre de Fanny y me ha dicho que a su hija le llovían los pretendientes desde que consiguió el trabajo.

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