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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (7 page)

Ninguna de las dos abre la boca.

—Vamos, Miss Celia. ¿Cuánto le ha dicho su
marío
que puede pagarme?

Dirige la vista al robot de cocina, que estoy convencida de que no sabe utilizar, y dice:

—Johnny no lo sabe.

—Bueno, entonces pregúntele esta noche cuánto está dispuesto a
pagá.

—No. Johnny no sabe que quiero contratar una asistenta.

Agacha la cabeza hasta que la barbilla toca con el pecho.

—¿Qué quiere
decí
con eso de que no lo sabe?

—Que no voy a decírselo —comenta, abriendo mucho los ojos azules, como si le tuviera un miedo mortal a su marido.

—¿Y qué va a
hacé
Mister Johnny si vuelve a casa y se encuentra a una
mujé
de
coló
en su cocina?

—Lo siento, es que no puedo...

—Le diré lo que va a
hacé
su
marío
: agarrará la pistola de su abuelo y le pegará un tiro a Minny aquí mismo, sobre este suelo de vinilo.

Miss Celia sacude la cabeza y añade:

—¡Pero si no voy a contárselo!

—Entonces es
mejó
que me marche —digo.

¡Mierda! Sabía que algo iba a salir mal. Desde que entré por esa puerta me di cuenta de que esta mujer estaba chiflada.

—Yo no quiero mentirle a mi marido, pero necesito una asistenta...

—¡Claro que necesita una asistenta! Porque seguro que a la última que tuvo, su
marío
le pegó un tiro...

—Él nunca vuelve a casa durante el día. Sólo tienes que hacer las tareas de limpieza más pesadas y enseñarme a preparar la cena. No serán más que unos meses...

Un olor a quemado me invade la nariz. Veo una humareda que sale del horno.

—Y luego, ¿qué? Cuando pasen esos meses, ¿va a despedirme?

—Después... después se lo contaré a mi marido —dice, pero sólo de pensarlo frunce el ceño—. Por favor, quiero que piense que soy capaz de llevar la casa yo sola. Quiero que piense... que todas las molestias que le causo merecen la pena.

—Miss Celia —meneo la cabeza, sin creerme que ya estoy discutiendo con esta mujer y no llevo ni dos minutos trabajando para ella—, creo que se le está quemando la tarta.

Agarra un trapo, se dirige a todo correr al horno e intenta sacar como puede el postre que estaba preparando.

—¡Ayyy! ¡Me cago en la leche!

Dejo el bolso y la aparto de en medio.

—Miss Celia, no se
pué agarrá
una fuente caliente con un trapo mojado.

Con un paño seco, saco la tarta quemada a la calle, posándola en las escaleras de cemento.

Miss Celia mira la quemadura que se ha hecho en la mano.

—Miss Walter dice que eres una cocinera muy buena.

—Esa señora se come un par de judías y dice que ya está llena. No pude
conseguí
que comiera
na.

—¿Cuánto te pagaba?

—Un dólar la hora —contesto, sintiéndome un poco avergonzada: cinco años trabajando para ella y ni siquiera me pagaba el salario mínimo.

—Te pagaré dos dólares.

Siento que me quedo sin aire.

—¿A qué hora sale de casa Mister Johnny por las mañanas? —pregunto, limpiando la barra de mantequilla que se derrite sobre la encimera, pues ni siquiera tiene un plato debajo.

—A las seis. No aguanta quedarse mucho tiempo vagueando en casa. A eso de las cinco de la tarde vuelve de su oficina en la agencia inmobiliaria.

Hago mis cálculos e incluso aunque sean menos horas de trabajo, está muy bien pagado. Claro que si me pegan un tiro, no podré cobrar.

—Entonces, me marcharé a las tres, así tengo dos horas de margen
pa
asegurarme de que no me lo encuentro en el camino.

—¡Muy bien! —exclama ella—. Más vale prevenir.

En las escaleras de afuera, Miss Celia mete la tarta quemada en una bolsa de papel.

—Tendré que enterrar esto en el fondo del cubo de la basura para que no se entere de que se me ha vuelto a quemar algo.

Le arrebato la bolsa.

—Mister Johnny no verá
na.
Ya la tiro yo en mi casa.

—¡Caray! ¡Gracias!

Miss Celia mueve la cabeza como si se tratara de la cosa más amable que alguien haya hecho por ella nunca. Salgo hacia el coche y la dejo en la mesa, feliz, apoyando la barbilla sobre los puños.

Me encajo en el hundido asiento del Ford por el que Leroy todavía paga doce dólares semanales a su jefe. Me siento aliviada. Por fin he encontrado un trabajo. No tendré que mudarme al Polo Norte. ¡Santa Claus se va a llevar un chasco!

—Sienta tu trasero aquí, Minny, porque voy a enseñarte las reglas de oro
pa trabajá
en casa de una señorita blanca.

En aquel entonces yo tenía catorce años. Me senté a la mesita de madera de la cocina de mi mamita y miraba cómo una tarta de caramelo se enfriaba en una bandeja, esperando el momento de meterla en la nevera. Mi cumpleaños era el único día del año en el que me permitían comer todo lo que quisiera.

Estaba a punto de abandonar la escuela y empezar mi primer trabajo de verdad. Mi mamita quería que continuara estudiando hasta llegar a noveno. A ella le habría gustado ser maestra en lugar de pasarse la vida sirviendo en casa de Miss Woodra. Pero con el problema de corazón de mi hermana y con el borracho de mi padre, sólo quedábamos ella y yo. Ya había aprendido a hacer las tareas de la casa. Al volver de la escuela, me encargaba de cocinar y limpiar. Pero, ahora que iba a ir a trabajar en casa de otras personas, ¿quién se iba a ocupar de la nuestra?

Mi madre me rodeó por los hombros y me giró para que la mirara a ella y no a la tarta. Mamá era una negrera, pero era muy noble, nunca se llevaba nada de nadie. Movió el dedo tan cerca de mi cara que me hizo bizquear.

—La primera regla cuando trabajas
pa
una señorita blanca, Minny:
Na
es de tu incumbencia. No metas las narices en los problemas de la blanca ni vayas a llorarle con los tuyos... ¿Que no te llega
pa pagá
la factura de la luz? ¿Que te duelen los pies? ¡Te callas! Recuerda una cosa: los blancos no son tus amigos. No les interesa
escuchá
tus penas. Y si una señorita blanca sorprende a su
marío
con la vecina, no se te ocurra meterte por medio, ¿me oyes?

»Regla número dos: Nunca dejes que la señorita blanca te pille utilizando su cuarto de baño. No importa si
tiés
tantas ganas de
meá
que se te va a
salí
el pis por las orejas. Si no hay un retrete
pal
servicio en el jardín, te aguantas hasta que la señorita no esté en casa y entonces utilizas el lavabo que ella no use habitualmente.

»Regla número tres. —Mamá me giró la barbilla para que volviera a mirarla porque la tarta me había hipnotizado de nuevo—. Regla número tres: Cuando estés cocinando
pa
los blancos, prueba la comida con una cuchara diferente. Si te llevas a la boca la cuchara y no hay nadie mirando, puedes devolverla a la cazuela, pero lo
mejó
es tirarla al fregadero.

»Regla número cuatro: Usa la misma taza, el mismo
tenedó
y el mismo plato
tos
los días. Guárdalos en un armario
separao
y dile a la señorita blanca que son los que vas a
utilizá
de ahora en adelante.

»Regla número cinco: Come en la cocina.

»Regla número seis: No pegues a sus hijos. A los blancos les gusta dar ellos mismos las bofetadas.

»Regla número siete: Ésta es la última, Minny. ¿Me estás escuchando? No respondas nunca a una blanca.

—Mamá, ya sé cómo...

—Mira, cuando crees que no estoy escuchando, te oigo cómo murmuras si te mando
limpiá
la estufa o cómo protestas cuando a la pobre Minny le toca el trozo más pequeño de pollo. Si le respondes a una blanca, no tardarás en estar en la calle.

Había visto cómo actuaba mi madre cuando Miss Woodra la acercaba a casa, todos esos «Sí, señora», «No, señora», «¡Cómo se lo agradezco, señora!». ¿Por qué tenía yo que terminar así? Yo sé cómo plantarle cara a la gente.

—Ahora, ven aquí y dale un abrazo a tu mamita, que es tu cumpleaños. ¡Dios mío! Pesas casi tanto como una casa, Minny.

—No he comido
na
en todo el día, ¿cuándo me vas a dar mi tarta?

—No digas
«na»,
ahora tienes que hablar bien. No te he educado para que hables como una burra.

Mi primer día en casa de la señorita blanca, comí mi bocadillo de jamón en la cocina y puse el plato en el espacio reservado para mí en el armario. Cuando su maldita mocosa me robó el bolso y lo escondió en el horno, no le calenté el trasero. Pero cuando la señorita blanca dijo:

—Ahora quiero asegurarme de que primero lavas a mano toda la ropa y luego la pones en la lavadora para terminar la colada.

Le contesté:

—¿Por qué tengo que lavarla a mano si se puede
meté
en la lavadora? Es la mayor pérdida de tiempo que he oído en mi vida.

La señorita blanca me sonrió y, cinco minutos más tarde, me puso de patitas en la calle.

Con el trabajo para Miss Celia, podré ver a mis hijos marcharse a la escuela por la mañana y tener algo de tiempo para mí cuando vuelva a casa por la tarde. No me echo una siesta desde que nació Kindra en 1957, pero con este horario de ocho a tres podré dormir todos los días si me apetece. Como no hay ningún autobús que pase por casa de Miss Celia, tendré que usar el coche de Leroy.

—No te vas a
llevá
mi carro
tos
los días,
mujé.
¿Qué pasa si tengo turno de mañana y necesito...?

—Me van a
pagá
setenta dólares limpios
tos
los viernes, Leroy.

—Creo que podré
usá
la bici de Sugar.

El martes, el día después de la entrevista, aparco el coche en la cuneta de la carretera que lleva a casa de Miss Celia, detrás de una curva para que no quede a la vista. Recorro a paso ligero la calle vacía y el jardín sin cruzarme con otro coche.

—¡Ya estoy aquí, Miss Celia!

Asomo la cabeza a su dormitorio esa primera mañana y allí está ella, sentada en la cama, perfectamente maquillada y con su camisón ajustado de los viernes, a pesar de que hoy es martes. Lee esa mierda del
Hollywood Digest
como si fuera la Biblia.

—¡Buenos días, Minny! ¡Qué alegría verte! —contesta y se me eriza el pelo al escuchar a una mujer blanca siendo tan amable.

Echo un vistazo al dormitorio, calculando el trabajo que me espera. Es grande, con una alfombra de color crema, una cama de matrimonio amarilla con baldaquino y dos sillones del mismo color. Está todo muy ordenado: no hay ropas tiradas por el suelo, la colcha se encuentra bien puesta debajo de la señorita y la manta, perfectamente doblada sobre el sillón. Pero miro, observo y puedo sentirlo: hay algo que no encaja.

—¿Cuándo comenzamos con la primera lección de cocina? —me pregunta—. ¿Empezamos hoy?

—Supongo que dentro de unos días, cuando haya ido
usté
a la tienda y
comprao
lo que necesitamos.

Reflexiona unos momentos y replica:

—Quizá deberías ir tú, Minny, porque sabes mejor lo que hay que comprar y todo eso.

La contemplo. A casi todas las mujeres blancas les gusta hacer ellas mismas la compra.

—Está bien, haré la compra por la mañana.

Veo que ha colocado una alfombrilla rosa de pelo largo sobre la alfombra, junto a la puerta del cuarto de baño, un poco descentrada. No soy decoradora, pero sé que una alfombrilla rosa no encaja en una habitación amarilla.

—Miss Celia, antes de ponerme manos a la obra, quiero
sabé
cuándo piensa hablarle de mí a Mister Johnny.

Contempla la revista que tiene en sus rodillas y dice:

—Dentro de unos meses, supongo. Cuando sepa cocinar y todo eso...

—Pero con «unos meses», ¿se refiere a dos?

Se muerde el labio repleto de carmín y responde:

—Bueno, calculo que serán algo así como... cuatro.

¿Qué? No pienso trabajar durante cuatro meses como una fugitiva.

—¿No se lo va a
decí
hasta 1963? No, señora.
Tié
que hacerlo antes de
Navidá.

—Está bien. Pero justo antes —suspira.

Echo mis cuentas y digo:

—Eso son ciento... ciento dieciséis días.
Tié
que decírselo dentro de ciento dieciséis días.

Frunce el ceño, preocupada. Seguro que no se esperaba que la criada fuera tan buena con las matemáticas.

—De acuerdo —asiente por fin.

Después le pido que se vaya al salón para que yo pueda trabajar en este cuarto. Cuando ha salido, ojeo la habitación, que parece muy ordenada. Muy despacio, abro el armario y, tal como me suponía, cuarenta y cinco trastos me caen en la cabeza. Luego, miro debajo de la cama y veo tanta ropa sucia que apuesto a que no ha hecho la colada en varios meses.

Cada cajón es un desastre, hasta el rincón más escondido está lleno de ropa sucia y montañas de medias. Me encuentro quince cajas de camisas nuevas para que Mister Johnny no descubra que su esposa no sabe lavar y planchar la ropa. Por último, levanto esa peculiar alfombrilla rosa. Debajo hay una gran mancha del color del óxido. Me pongo a temblar.

Por la tarde, Miss Celia y yo hacemos una lista de lo que vamos a cocinar esa semana, y a la mañana siguiente hago la compra. Tardo el doble en llegar al trabajo, porque debo conducir hasta el supermercado Jitney Jungle en el centro de la ciudad al que van los blancos, en lugar de comprar en el Piggly Wiggly que queda cerca de mi casa. Me imagino que a la señorita no le agradará la comida de un supermercado de color, y la verdad es que no la culpo, conociendo esas patatas con brotes de un par de centímetros y la leche agria. Cuando llego a casa de Miss Celia, me preparo para recibir una bronca por el retraso, pero me encuentro a la señorita en la cama, igual que ayer, sonriendo como si no le importara nada. Se ha arreglado, aunque no va a salir. Se queda cinco horas ahí sentada leyendo revistas. Sólo la veo levantarse para tomarse un vaso de leche o para mear. Pero no hago preguntas, yo sólo soy la criada.

Después de limpiar la cocina, empiezo con el salón. Me detengo en la puerta y me quedo contemplando a ese oso pardo. Mide dos metros y enseña los dientes. Tiene unas garras largas y curvas, de aspecto aterrador. A sus pies hay un cuchillo de caza con el mango de hueso. Me acerco y compruebo que tiene el pelo enmarañado y lleno de polvo. Hay una telaraña entre sus colmillos.

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