Crimen En Directo (28 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #novela negra

—...

—¿Interrogarla de nuevo? Sí, por supuesto. Avisaré a Hanna e iremos a buscarla. Cuenta con ello.

Martin se despidió con un simple «adiós», colgó y se quedó pensando un rato, hasta que fue a buscar a Hanna.

Media hora más tarde, exactamente, se hallaban de nuevo en la sala de interrogatorios, con Jonna sentada al otro lado de la mesa. No tuvieron que ir muy lejos para dar con ella, pues se encontraba en su puesto de trabajo, en Hedemyrs, justo enfrente de la comisaría.

—Verás, Jonna, ya estuvimos hablando contigo de la noche del viernes, pero ¿hay algo que quisieras añadir al respecto?

Martin vio con el rabillo del ojo que Hanna clavaba la mirada en Jonna. Tenía la capacidad de adoptar una expresión tan severa que incluso él sentía deseos de confesarle todos sus posibles pecados. Martin esperaba que surtiese el mismo efecto sobre la muchacha que ahora tenían delante. Pero Jonna apartó la vista, se concentró en la mesa y emitió un murmullo apenas audible por toda respuesta.

—¿Qué has dicho, Jonna? Tendrás que hablar más claro, ¡no hemos oído lo que has dicho! —exclamó Hanna apremiante. Martin se percató de que Jonna se sintió obligada a levantar la vista ante la crudeza de su colega. Resultaba imposible no obedecer las órdenes de Hanna.

En voz baja, aunque ya con más claridad, Jonna se avino a responder.

—Ya he dicho todo lo que sé sobre la noche del viernes.

—No lo creo —replicó Hanna con una voz tan cortante como las cuchillas que Jonna usaba para herirse—. No creo que hayas contado ni una mínima parte de lo que sabes.

—No sé qué insinúa —insistió Jonna tironeándose de las bocamangas de forma compulsiva y nerviosa. Martin se estremeció al atisbar las cicatrices bajo el jersey. Sencillamente, no lo entendía. Se le escapaba por completo que alguien fuese capaz de autolesionarse de aquel modo.

—¡No nos mientas! —Hanna elevó el tono de voz y el propio Martin dio un respingo en la silla. Joder, qué dura era Hanna.

Su colega continuó, aunque en un tono más bajo e insidioso.

—Jonna, sabemos que mientes. Tenemos pruebas que indican que mientes. Date una oportunidad y cuéntanos lo que ocurrió.

Una sombra de duda recorrió el semblante de Jonna, que no cesaba de tirarse del gran jersey de lana. Tras unos segundos de vacilación, la joven declaró:

—No tengo ni idea de lo que dicen.

La mano de Hanna aporreó contundente la superficie de la mesa.

—¡Deja de mentir! Sabemos que le cortaste las muñecas.

Los ojos de Jonna buscaron inquietos los de Martin, que, con un tono de voz más apacible, la animó a que hablase.

—Jonna, si sabes algo más, deberíamos tener conocimiento de ello. La verdad suele salir a la luz tarde o temprano de todos modos y, si nos das una explicación de lo ocurrido, lo tendrás mucho más fácil.

—Pero es que... —Jonna miraba a Martin angustiada, pero finalmente, se vino abajo—. Sí, le corté las muñecas con una cuchilla —dijo en voz muy baja—. Cuando discutimos, antes de que echara a correr.

—¿Y por qué lo hiciste? —preguntó Martin sereno, alentándola a continuar.

—Pues... pues... En realidad, no lo sé. Estaba tan cabreada. Ella había ido diciendo un montón de cosas sobre mí, porque me cortaba y eso, y quería que supiera lo que se sentía.

La joven miraba alternativamente a Martin y a Hanna.

—No comprendo por qué... Bueno, es que yo no me enfado nunca de ese modo, pero había bebido bastante y... —guardó silencio y bajó la vista.

Todo su ser parecía hundido y deprimido hasta el punto de que Martin tuvo que reprimirse para no acercarse a la joven y darle un abrazo. Pero se recordó a sí mismo que estaban interrogándola por un caso de asesinato y que si empezaban a repartir abrazos espontáneos entre los sospechosos, daría lugar a algún que otro malentendido. Miró a Hanna de soslayo. Tenía una expresión rígida e inaccesible, como si no sintiese la menor compasión por la muchacha.

—¿Qué ocurrió después? —preguntó con acritud.

Jonna respondió sin levantar la vista de la mesa.

—Entonces fue cuando llegaron ustedes. Usted se puso a discutir con los otros y usted a hablar con Barbie —dijo Jonna mirando a Hanna.

Martin se dirigió a la colega.

—¿Tú la viste sangrar?

Hanna hizo memoria, pero al cabo de un rato, meneó la cabeza.

—No, admito que se me escapó ese detalle. Estaba oscuro y la chica se rodeaba el cuerpo con los brazos, así que no resultaba fácil de ver. Y luego salió corriendo y desapareció.

—¿Hay algo más que no nos hayas contado? —preguntó Martin en tono amable, al que Jonna respondió con una mirada sumisa y llena de gratitud.

—No, nada. Lo prometo. —Subrayó sus palabras negando vehementemente con la cabeza y un mechón de su larga melena le cayó en la cara. Cuando fue a retirárselo, vieron el mapa de cicatrices que era su brazo. Martin quedó sobrecogido sin remedio. ¡Dios santo! ¡Cuánto dolor le habrían causado aquellas heridas! Él apenas era capaz de quitarse una tirita siquiera y la idea de cortar su propia piel... no, jamás se atrevería.

Tras lanzar una mirada inquisitiva a Hanna, que respondió negando en silencio, recogió los documentos que tenía sobre la mesa.

—Creo que volveremos a hablar contigo, Jonna —repuso al fin—. No creo que haga falta decir que haber ocultado información en una investigación de asesinato no te favorece lo más mínimo. Confío en que si recuerdas u oyes algo más, vengas a comunicárnoslo voluntariamente.

La joven asintió despacio.

—¿Puedo irme ya?

—Sí, ya puedes marcharte —respondió Martin—. Yo te acompaño.

Cuando salía, Martin se volvió a mirar a Hanna, que estaba trajinando con la grabadora. Su colega parecía serena.

Tuvo que dar algunas vueltas hasta encontrar la dirección en Boras. Le habían explicado cómo llegar a la comisaría, pero, una vez en la ciudad, nada parecía encajar con las instrucciones. Gracias a la ayuda de varios viandantes oriundos de la ciudad, logró por fin encontrar lo que buscaba. Aparcó fuera y, tras una breve espera en recepción, salió a recibirlo el comisario Jan Gradenius, quien lo condujo a su despacho. Patrik aceptó agradecido una taza de café y se sentó en una de las sillas para las visitas, mientras que Gradenius ocupaba su lugar detrás del escritorio. El comisario lo miraba lleno de curiosidad.

—Sí —comenzó Patrik dando un sorbo del café, que estaba realmente bueno—. Verás, es que se nos ha presentado un caso un tanto extraño en Tanumshede.

—¿Aparte del asesinato de la chica del programa televisivo?

—Exacto —respondió Patrik—. Resulta que nos avisaron de un accidente de tráfico justo la semana anterior al asesinato de Lillemor Persson. Una mujer se había salido de la carretera, cayó por una pendiente y chocó contra un árbol. En un principio, se trataba de un accidente con un solo vehículo implicado y con resultado de muerte, hipótesis que se veía reforzada por el hecho de que la mujer parecía haber bebido una barbaridad.

—Ajá, ¿pero no era así? —preguntó Gradenius, inclinándose lleno de curiosidad. A juzgar por su aspecto, el comisario rondaba los sesenta años, era alto y musculoso y lucía una frondosa cabellera gris que, seguramente, habría sido rubia en su juventud. Patrik no pudo por menos de comparar su incipiente barriga con el vientre plano que exhibía su colega, y pensó que, si la cosa no evolucionaba en otro sentido, cuando alcanzase la edad de Gradenius se parecería más bien a Mellberg. Suspiró para sus adentros y tomó otro trago de café, antes de responder a la pregunta del colega.

—No, la primera señal de que algo no encajaba fue que todas las personas del entorno de la víctima aseguraban que jamás probaba el alcohol. —Patrik vio que, por alguna razón, Gradenius enarcaba una ceja, pero continuó con su explicación sin más, pensando que luego le tocaría el turno al comisario—. Esa declaración unánime constituyó una señal de alarma innegable. Más tarde, cuando la autopsia aportó evidencias de ciertas circunstancias extrañas... bueno, al final llegamos a la conclusión de que la víctima había muerto asesinada. —El propio Patrik oyó lo árido e impersonal que sonaba el lenguaje policial a la hora de describir lo que, en el fondo, era una tragedia. Sin embargo, era el lenguaje que ambos dominaban y cuyos matices captaban a la perfección.

—Y ¿qué evidencias aportó la autopsia? —preguntó Gradenius sin apartar la vista de Patrik y como si ya conociese la respuesta.

—Que la víctima tenía una tasa del seis coma uno por ciento de alcohol en sangre, aunque gran parte se hallaba en los pulmones. Además, presentaba lesiones y contusiones en el interior de la boca y en la garganta y, también alrededor de la boca, restos de cinta adhesiva. Además, tenía marcas en las muñecas y en los tobillos, lo que indica que la tuvieron atada.

—Sí, me suena todo eso que dices —aseguró Gradenius sacando una carpeta que tenía sobre la mesa—. Pero ¿cómo llegaste a mí con esa historia?

Patrik rió de buena gana.

—Exceso de celo en el archivo de la documentación, según uno de mis colegas. Tú y yo asistimos al seminario celebrado en Halmstad hace un par de años. Uno de los talleres consistía en presentar y discutir en cada grupo un caso dudoso. Algún caso con respecto al cual quedasen cuestiones sin resolver y que no se hubiese podido seguir investigando. Tú presentaste entonces el caso que me recordó al que ahora nos ocupa a nosotros. Además, había conservado las notas que tomé entonces, de modo que, antes de llamarte, comprobé que la memoria no me engañaba.

—Vaya, he de decir que no está nada mal que te acordaras de aquello. Y es una suerte para ti y para nosotros. Se trata de un caso que lleva años atormentándome, pero la investigación se estancó por completo. Puedes disponer de toda la información que tenemos y viceversa, quizá.

Patrik asintió y cogió la carpeta que le ofrecía Gradenius.

—¿Puedo llevarme estos documentos?

—Por supuesto, son copias —aseguró Gradenius—. ¿Quieres que lo repasemos todo juntos?

—Antes quisiera estudiarlo por mi cuenta. Luego puedo llamarte por teléfono, si te parece. Lo más seguro es que tenga un montón de preguntas que hacerte. Y me encargaré de que te envíen lo antes posible una copia de nuestro material. Intentaré que salga mañana mismo.

—Me parece bien —convino Gradenius poniéndose en pie—. Sería estupendo poder ponerle fin a esto. La madre de la víctima estaba... destrozada. Y supongo que, en cierto modo, aún lo está. Todavía me llama de vez en cuando y sería perfecto disponer de alguna información que darle.

—Haremos todo lo que podamos —respondió Patrik estrechándole la mano. Con la carpeta bien pegada al pecho, se encaminó a la salida. No veía el momento de llegar a casa y ponerse a leer aquella documentación. Tenía el presentimiento de que aquello supondría un giro en la investigación. Tenía que ser así.

Lars se derrumbó en el sofá y puso los pies sobre la mesa que tenía delante. Llevaba un tiempo sintiéndose tan cansado... Siempre oprimido por ese cansancio paralizante que lo embargaba negándose a ceder. También las cefaleas se presentaban cada vez con más frecuencia. Era como si cada uno tuviese su origen en el otro: el cansancio en el dolor de cabeza, el dolor de cabeza en el cansancio, en una espiral interminable que lo abatía cada vez más. Se masajeó despacio las sienes y la presión mitigó el dolor levemente. De pronto sintió las manos frescas de Hanna sobre las suyas. Lars las dejó caer sobre sus rodillas, se retrepó y cerró los ojos. Los dedos de ella siguieron masajeándole la cabeza. Hanna había practicado tanto últimamente que sabía muy bien lo que tenía que hacer.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó con dulzura mientras movía los dedos.

—Bien —respondió Lars, sintiendo cómo la inquietud de Hanna se infiltraba en su pecho y se quedaba allí, irritante. No quería que Hanna se preocupase. Detestaba que Hanna se preocupase.

—Pues no lo parece —objetó Hanna acariciándole la frente. La caricia en sí fue muy agradable, pero a Lars le resultaba imposible relajarse, ya que sentía flotar en el aire las preguntas que ella no formulaba. Irritado, le apartó las manos y se levantó.

—Te digo que estoy bien. Sólo un poco cansado. Será la primavera.

—La primavera... —dijo Hanna con una risa tan amarga como irónica—. ¿Culpas a la primavera? —preguntó sin moverse de detrás del sofá.

—Pues sí, ¿a qué demonios le voy a echar la culpa si no? Bueno, quizá a que llevo un tiempo trabajando como una máquina, no sólo con el libro, sino también intentando que los imbéciles de la granja no se desmadren.

—Vaya, ¡qué manera más respetuosa de hablar de tus clientes! O de tus pacientes... Y a ellos, ¿les has explicado que te parecen unos imbéciles? Me imagino que eso facilita la terapia un montón.

Hablaba presa de una crispación manifiesta, que dirigió contra Lars con la intención de que sintiera su aguijón. Él no comprendía por qué Hanna actuaba así. ¿Por qué no podía dejarlo en paz? Lars estiró el brazo en busca del mando del televisor y se sentó de nuevo en el sofá, de espaldas a Hanna. Tras cambiar varias veces de canal, se detuvo en el programa
Jeopardy,
para medir sus conocimientos con los participantes. Hasta ahora, siempre había sabido las respuestas.

—Y ¿de verdad tienes que trabajar tanto? Y además, ¡con eso! —añadió Hanna. Todo lo que no decían cargaba de tensión el ambiente.

—Bueno, supongo que no tengo ninguna obligación —respondió Lars con el íntimo deseo de que Hanna guardase silencio por fin. A veces se preguntaba si Hanna lo comprendía siquiera. Si entendía todo lo que hacía por ella. Se volvió y dirigió la mirada hacia su mujer—. Hanna, hago lo que tengo que hacer. Como siempre. Y tú lo sabes.

Sus miradas se cruzaron un instante. Luego, Hanna se dio media vuelta y se marchó. Él la siguió con la mirada. Un minuto después, oyó que salía y cerraba la puerta.

El programa
Jeopardy
seguía haciendo sus preguntas en la televisión.

—«¿Qué es
El viejo y el mar?»
—oyó preguntar al presentador. Eran unas preguntas demasiado fáciles.

—Bueno, ¿y qué os está pareciendo el programa, chicas? —preguntó Uffe al tiempo que abría unas cervezas para las muchachas, que las aceptaron entre risitas.

—Divino —dijo la rubia.

—De puta madre —opinó la de cabello castaño.

Calle se dijo que, precisamente aquella noche, no tenía ninguna gana. Uffe se había llevado dentro a dos de las chicas que andaban merodeando delante de la granja y ahora desplegaba con ellas su gran ofensiva de seducción... en la medida de sus posibilidades. La seducción no era su fuerte, precisamente.

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