Read Crónica de una muerte anunciada Online
Authors: Gabriel García Márquez
—Por el amor de Dios —murmuró Clotilde Armenta—. Déjenlo para después, aunque sea por respeto al señor obispo.
«Fue un soplo del Espíritu Santo», repetía ella a menudo. En efecto, había sido una ocurrencia providencial, pero de una virtud momentánea. Al oírla, los gemelos Vicario reflexionaron, y el que se había levantado volvió a sentarse. Ambos siguieron con la mirada a Santiago Nasar cuando empezó a cruzar la plaza. «Lo miraban más bien con lástima», decía Clotilde Armenta. Las niñas de la escuela de monjas atravesaron la plaza en ese momento trotando en desorden con sus uniformes de huérfanas.
Plácida Linero tuvo razón: el obispo no se bajó del buque. Había mucha gente en el puerto además de las autoridades y los niños de las escuelas, y por todas partes se veían los huacales de gallos bien cebados que le llevaban de regalo al obispo, porque la sopa de crestas era su plato predilecto. En el muelle de carga había tanta leña arrumada, que el buque habría necesitado por lo menos dos horas para cargarla. Pero no se detuvo. Apareció en la vuelta del río, rezongando como un dragón, y entonces la banda de músicos empezó a tocar el himno del obispo, y los gallos se pusieron a cantar en los huacales y alborotaron a los otros gallos del pueblo.
Por aquella época, los legendarios buques de rueda alimentados con leña estaban a punto de acabarse, y los pocos que quedaban en servicio ya no tenían pianola ni camarotes para la luna de miel, y apenas si lograban navegar contra la corriente. Pero éste era nuevo, y tenía dos chimeneas en vez de una con la bandera pintada como un brazal, y la rueda de tablones de la popa le daba un ímpetu de barco de mar. En la baranda superior, junto al camarote del capitán, iba el obispo de sotana blanca con su séquito de españoles. «Estaba haciendo un tiempo de Navidad», ha dicho mi hermana Margot. Lo que pasó, según ella, fue que el silbato del buque soltó un chorro de vapor a presión al pasar frente al puerto, y dejó ensopados a los que estaban más cerca de la orilla. Fue una ilusión fugaz: el obispo empezó a hacer la señal de la cruz en el aire frente a la muchedumbre del muelle, y después siguió haciéndola de memoria, sin malicia ni inspiración, hasta que el buque se perdió de vista y sólo quedó el alboroto de los gallos.
Santiago Nasar tenía motivos para sentirse defraudado. Había contribuido con varias cargas de leña a las solicitudes públicas del padre Carmen Amador, y además había escogido él mismo los gallos de crestas más apetitosas. Pero fue una contrariedad momentánea. Mi hermana Margot, que estaba con él en el muelle, lo encontró de muy buen humor y con ánimos de seguir la fiesta, a pesar de que las aspirinas no le habían causado ningún alivio. «No parecía resfriado, y sólo estaba pensando en lo que había costado la boda», me dijo. Cristo Bedoya, que estaba con ellos, reveló cifras que aumentaron el asombro. Había estado de parranda con Santiago Nasar y conmigo hasta un poco antes de las cuatro, pero no había ido a dormir donde sus padres, sino que se quedó conversando en casa de sus abuelos. Allí obtuvo muchos datos que le faltaban para calcular los costos de la parranda. Contó que se habían sacrificado cuarenta pavos y once cerdos para los invitados, y cuatro terneras que el novio puso a asar para el pueblo en la plaza pública. Contó que se consumieron 205 cajas de alcoholes de contrabando y casi 2.000 botellas de ron de caña que fueron repartidas entre la muchedumbre. No hubo una sola persona, ni pobre ni rica, que no hubiera participado de algún modo en la parranda de mayor escándalo que se había visto jamás en el pueblo. Santiago Nasar soñó en voz alta.
—Así será mi matrimonio —dijo—. No les alcanzará la vida para contarlo.
Mi hermana sintió pasar el ángel. Pensó una vez más en la buena suerte de Flora Miguel, que tenía tantas cosas en la vida, y que iba a tener además a Santiago Nasar en la Navidad de ese año. «Me di cuenta de pronto de que no podía haber un partido mejor que él», me dijo. «Imagínate: bello, formal, y con una fortuna propia a los veintiún años.» Ella solía invitarlo a desayunar en nuestra casa cuando había caribañolas de yuca, y mi madre las estaba haciendo aquella mañana. Santiago Nasar aceptó entusiasmado.
—Me cambio de ropa y te alcanzo —dijo, y cayó en la cuenta de que había olvidado el reloj en la mesa de noche—. ¿Qué hora es?
Eran las 6.25. Santiago Nasar tomó del brazo a Cristo Bedoya y se lo llevó hacia la plaza.
—Dentro de un cuarto de hora estoy en tu casa —le dijo a mi hermana.
Ella insistió en que se fueran juntos de inmediato porque el desayuno estaba servido. «Era una insistencia rara —me dijo Cristo Bedoya—. Tanto, que a veces he pensado que Margot ya sabía que lo iban a matar y quería esconderlo en tu casa.» Sin embargo, Santiago Nasar la convenció de que se adelantara mientras él se ponía la ropa de montar, pues tenía que estar temprano en El
Divino Rostro
para castrar terneros. Se despidió de ella con la misma señal de la mano con que se había despedido de su madre, y se alejó hacia la plaza llevando del brazo a Cristo Bedoya. Fue la última vez que lo vio.
Muchos de los que estaban en el puerto sabían que a Santiago Nasar lo iban a matar. Don Lázaro Aponte, coronel de academia en uso de buen retiro y alcalde municipal desde hacía once años, le hizo un saludo con los dedos. «Yo tenía mis razones muy reales para creer que ya no corría ningún peligro», me dijo. El padre Carmen Amador tampoco se preocupó. «Cuando lo vi sano y salvo pensé que todo había sido un infundio», me dijo. Nadie se preguntó siquiera si Santiago Nasar estaba prevenido, porque a todos les pareció imposible que no lo estuviera.
En realidad, mi hermana Margot era una de las pocas personas que todavía ignoraban que lo iban a matar. «De haberlo sabido, me lo hubiera llevado para la casa aunque fuera amarrado», declaró al instructor. Era extraño que no lo supiera, pero lo era mucho más que tampoco lo supiera mi madre, pues se enteraba de todo antes que nadie en la casa, a pesar de que hacía años que no salía a la calle, ni siquiera para ir a misa. Yo apreciaba esa virtud suya desde que empecé a levantarme temprano para ir a la escuela. La encontraba como era en aquellos tiempos, lívida y sigilosa, barriendo el patio con una escoba de ramas en el resplandor ceniciento del amanecer, y entre cada sorbo de café me iba contando lo que había ocurrido en el mundo mientras nosotros dormíamos. Parecía tener hilos de comunicación secreta con la otra gente del pueblo, sobre todo con la de su edad, y a veces nos sorprendía con noticias anticipadas que no hubiera podido conocer sino por artes de adivinación. Aquella mañana, sin embargo, no sintió el pálpito de la tragedia que se estaba gestando desde las tres de la madrugada. Había terminado de barrer el patio, y cuando mi hermana Margot salía a recibir al obispo la encontró moliendo la yuca para las caribañolas. «Se oían gallos», suele decir mi madre recordando aquel día. Pero nunca relacionó el alboroto distante con la llegada del obispo, sino con los últimos rezagos de la boda.
Nuestra casa estaba lejos de la plaza grande, en un bosque de mangos frente al río. Mi hermana Margot había ido hasta el puerto caminando por la orilla, y la gente estaba demasiado excitada con la visita del obispo para ocuparse de otras novedades. Habían puesto a los enfermos acostados en los portales para que recibieran la medicina de Dios, y las mujeres salían corriendo de los patios con pavos y lechones y toda clase de cosas de comer, y desde la orilla opuesta llegaban canoas adornadas de flores. Pero después de que el obispo pasó sin dejar su huella en la tierra, la otra noticia reprimida alcanzó su tamaño de escándalo. Entonces fue cuando mi hermana Margot la conoció completa y de un modo brutal: Ángela Vicario, la hermosa muchacha que se había casado el día anterior, había sido devuelta a la casa de sus padres, porque el esposo encontró que no era virgen. «Sentí que era yo la que me iba a morir», dijo mi hermana. «Pero por más que volteaban el cuento al derecho y al revés, nadie podía explicarme cómo fue que el pobre Santiago Nasar terminó comprometido en semejante enredo.» Lo único que sabían con seguridad era que los hermanos de Ángela Vicario lo estaban esperando para matarlo.
Mi hermana volvió a casa mordiéndose por dentro para no llorar. Encontró a mi madre en el comedor, con un traje dominical de flores azules que se había puesto por si el obispo pasaba a saludarnos, y estaba cantando el fado del amor invisible mientras arreglaba la mesa. Mi hermana notó que había un puesto más que de costumbre.
—Es para Santiago Nasar —le dijo mi madre—. Me dijeron que lo habías invitado a desayunar.
—Quítalo —dijo mi hermana.
Entonces le contó. «Pero fue como si ya lo supiera —me dijo—. Fue lo mismo de siempre, que uno empieza a contarle algo, y antes de que el cuento llegue a la mitad ya ella sabe cómo termina.» Aquella mala noticia era un nudo cifrado para mi madre. A Santiago Nasar le habían puesto ese nombre por el nombre de ella, y era además su madrina de bautismo, pero también tenía un parentesco de sangre con Pura Vicario, la madre de la novia devuelta. Sin embargo, no había acabado de escuchar la noticia cuando ya se había puesto los zapatos de tacones y la mantilla de iglesia que sólo usaba entonces para las visitas de pésame. Mi padre, que había oído todo desde la cama, apareció en piyama en el comedor y le preguntó alarmado para dónde iba.
—A prevenir a mi comadre Plácida —contestó ella—. No es justo que todo el mundo sepa que le van a matar el hijo, y que ella sea la única que no lo sabe.
—Tenernos tantos vínculos con ella como con los Vicario —dijo mi padre.
—Hay que estar siempre de parte del muerto —dijo ella.
Mis hermanos menores empezaron a salir de los otros cuartos. Los más pequeños, tocados por el soplo de la tragedia, rompieron a llorar. Mi madre no les hizo caso, por una vez en la vida, ni le prestó atención a su esposo.
—Espérate y me visto —le dijo él.
Ella estaba ya en la calle. Mi hermano Jaime, que entonces no tenía más de siete años, era el único que estaba vestido para la escuela.
—Acompáñala tú —ordenó mi padre.
Jaime corrió detrás de ella sin saber qué pasaba ni para dónde iban, y se agarró de su mano. «Iba hablando sola —me dijo Jaime—. Hombres de mala ley, decía en voz muy baja, animales de mierda que no son capaces de hacer nada que no sean desgracias.» No se daba cuenta ni siquiera de que llevaba al niño de la mano. «Debieron pensar que me había vuelto loca —me dijo—. Lo único que recuerdo es que se oía a lo lejos un ruido de mucha gente, como si hubiera vuelto a empezar la fiesta de la boda, y que todo el mundo corría en dirección de la plaza.» Apresuró el paso, con la determinación de que era capaz cuando estaba una vida de por medio, hasta que alguien que corría en sentido contrario se compadeció de su desvarío.
—No se moleste, Luisa Santiaga —le gritó al pasar—. Ya lo mataron.
Bayardo San Román, el hombre que devolvió a la esposa, había venido por primera vez en agosto del año anterior: seis meses antes de la boda. Llegó en el buque semanal con unas alforjas guarnecidas de plata que hacían juego con las hebillas de la correa y las argollas de los botines. Andaba por los treinta años, pero muy bien escondidos, pues tenía una cintura angosta de novillero, los ojos dorados, y la piel cocinada a fuego lento por el salitre. Llegó con una chaqueta corta y un pantalón muy estrecho, ambos de becerro natural, y unos guantes de cabritilla del mismo color. Magdalena Oliver había venido con él en el buque y no pudo quitarle la vista de encima durante el viaje. «Parecía marica —me dijo—. Y era una lástima, porque estaba como para embadurnarlo de mantequilla y comérselo vivo.» No fue la única que lo pensó, ni tampoco la última en darse cuenta de que Bayardo San Román no era un hombre de conocer a primera vista.
Mi madre me escribió al colegio a fines de agosto y me decía en una nota casual: «Ha venido un hombre muy raro». En la carta siguiente me decía: «El hombre raro se llama Bayardo San Román, y todo el mundo dice que es encantador, pero yo no lo he visto». Nadie supo nunca a qué vino. A alguien que no resistió la tentación de preguntárselo, un poco antes de la boda, le contestó: «Andaba de pueblo en pueblo buscando con quien casarme». Podía haber sido verdad, pero lo mismo hubiera contestado cualquier otra cosa, pues tenía una manera de hablar que más bien le servía para ocultar que para decir.
La noche en que llegó dio a entender en el cine que era ingeniero de trenes, y habló de la urgencia de construir un ferrocarril hasta el interior para anticiparnos a las veleidades del río. Al día siguiente tuvo que mandar un telegrama, y él mismo lo transmitió con el manipulador, y además le enseñó al telegrafista una fórmula suya para seguir usando las pilas agotadas. Con la misma propiedad había hablado de enfermedades fronterizas con un médico militar que pasó por aquellos meses haciendo la leva. Le gustaban las fiestas ruidosas y largas, pero era de buen beber, separador de pleitos y enemigo de juegos de manos. Un domingo después de misa desafió a los nadadores más diestros, que eran muchos, y dejó rezagados a los mejores con veinte brazadas de ida y vuelta a través del río. Mi madre me lo contó en una carta, y al final me hizo un comentario muy suyo: «Parece que también está nadando en oro». Esto respondía a la leyenda prematura de que Bayardo San Román no sólo era capaz de hacer todo, y de hacerlo muy bien, sino que además disponía de recursos interminables.
Mi madre le dio la bendición final en una carta de octubre. «La gente lo quiere mucho —me decía—, porque es honrado y de buen corazón, y el domingo pasado comulgó de rodillas y ayudó a la misa en latín.» En ese tiempo no estaba permitido comulgar de pie y sólo se oficiaba en latín, pero mi madre suele hacer esa clase de precisiones superfluas cuando quiere llegar al fondo de las cosas. Sin embargo, después de ese veredicto consagratorio me escribió dos cartas más en las que nada me decía sobre Bayardo San Román, ni siquiera cuando fue demasiado sabido que quería casarse con Ángela Vicario. Sólo mucho después de la boda desgraciada me confesó que lo había conocido cuando ya era muy tarde para corregir la carta de octubre, y que sus ojos de oro le habían causado un estremecimiento de espanto.
—Se me pareció al diablo —me dijo—, pero tú mismo me habías dicho que esas cosas no se deben decir por escrito.
Lo conocí poco después que ella, cuando vine a las vacaciones de Navidad, y no lo encontré tan raro como decían. Me pareció atractivo, en efecto, pero muy lejos de la visión idílica de Magdalena Oliver. Me pareció más serio de lo que hacían creer sus travesuras, y de una tensión recóndita apenas disimulada por sus gracias excesivas. Pero sobre todo, me pareció un hombre muy triste. Ya para entonces había formalizado su compromiso de amores con Ángela Vicario. Nunca se estableció muy bien cómo se conocieron. La propietaria de la pensión de hombres solos donde vivía Bayardo San Román, contaba que éste estaba haciendo la siesta en un mecedor de la sala, a fines de setiembre, cuando Ángela Vicario y su madre, atravesaron la plaza con dos canastas de flores artificiales. Bayardo San Román despertó a medias, vio las dos mujeres vestidas de negro inclemente que parecían los únicos seres vivos en el marasmo de las dos de la tarde, y preguntó quién era la joven. La propietaria le contestó que era la hija menor de la mujer que la acompañaba, y que se llamaba Ángela Vicario. Bayardo San Román las siguió con la mirada hasta el otro extremo de la plaza.