Read Crónica de una muerte anunciada Online
Authors: Gabriel García Márquez
—Luisa Santiaga —le gritó—: dónde está su ahijado.
Mi madre se volvió apenas con la cara bañada en lágrimas.
—¡Ay, hijo —contestó—, dicen que lo mataron!
Así era. Mientras Cristo Bedoya lo buscaba, Santiago Nasar había entrado en la casa de Flora Miguel, su novia, justo a la vuelta de la esquina donde él lo vio por última vez. «No se me ocurrió que estuviera ahí —me dijo— porque esa gente no se levantaba nunca antes de medio día.» Era una versión corriente que la familia entera dormía hasta las doce por orden de Nahir Miguel, el varón sabio de la comunidad. «Por eso Flora Miguel, que ya no se cocinaba en dos aguas, se mantenía como una rosa», dice Mercedes. La verdad es que dejaban la casa cerrada hasta muy tarde, como tantas otras, pero eran gentes tempraneras y laboriosas. Los padres de Santiago Nasar y Flora Miguel se habían puesto de acuerdo para casarlos. Santiago Nasar aceptó el compromiso en plena adolescencia, y estaba resuelto a cumplirlo, tal vez porque tenía del matrimonio la misma concepción utilitaria que su padre. Flora Miguel, por su parte, gozaba de una cierta condición floral, pero carecía de gracia y de juicio y había servido de madrina de bodas a toda su generación, de modo que el convenio fue para ella una solución providencial. Tenían un noviazgo fácil, sin visitas formales ni inquietudes del corazón. La boda varias veces diferida estaba fijada por fin para la próxima Navidad.
Flora Miguel despertó aquel lunes con los primeros bramidos del buque del obispo, y muy poco después se enteró de que los gemelos Vicario estaban esperando a Santiago Nasar para matarlo. A mi hermana la monja, la única que habló con ella después de la desgracia, le dijo que no recordaba siquiera quién se lo había dicho. «Sólo sé que a las seis de la mañana todo el mundo lo sabía», le dijo. Sin embargo, le pareció inconcebible que a Santiago Nasar lo fueran a matar, y en cambio se le ocurrió que lo iban a casar a la fuerza con Ángela Vicario para que le devolviera la honra. Sufrió una crisis de humillación. Mientras medio pueblo esperaba al obispo, ella estaba en su dormitorio llorando de rabia, y poniendo en orden el cofre de las cartas que Santiago Nasar le había mandado desde el colegio.
Siempre que pasaba por la casa de Flora Miguel, aunque no hubiera nadie, Santiago Nasar raspaba con las llaves la tela metálica de las ventanas. Aquel lunes, ella lo estaba esperando con el cofre de cartas en el regazo. Santiago Nasar no podía verla desde la calle, pero en cambio ella lo vio acercarse a través de la red metálica desde antes de que la raspara con las llaves.
—Entra —le dijo.
Nadie, ni siquiera un médico, había entrado en esa casa a las 6.45 de la mañana. Santiago Nasar acababa de dejar a Cristo Bedoya en la tienda de Yamil Shaium, y había tanta gente pendiente de él en la plaza, que no era comprensible que nadie lo viera entrar en casa de su novia. El juez instructor buscó siquiera una persona que lo hubiera visto, y lo hizo con tanta persistencia como yo, pero no fue posible encontrarla. En el folio 382 del sumario escribió otra sentencia marginal con tinta roja:
La fatalidad nos hace invisibles
. El hecho es que Santiago Nasar entró por la puerta principal, a la vista de todos, y sin hacer nada por no ser visto. Flora Miguel lo esperaba en la sala, verde de cólera, con uno de los vestidos de arandelas infortunadas que solía llevar en las ocasiones memorables, y le puso el cofre en las manos.
—Aquí tienes —le dijo—. ¡Y ojalá te maten!
Santiago Nasar quedó tan perplejo, que el cofre se le cayó de las manos, y sus cartas sin amor se regaron por el suelo. Trató de alcanzar a Flora Miguel en el dormitorio, pero ella cerró la puerta y puso la aldaba. Tocó varias veces, y la llamó con una voz demasiado apremiante para la hora, así que toda la familia acudió alarmada. Entre consanguíneos y políticos, mayores y menores de edad, eran más de catorce. El último que salió fue Nahir Miguel, el padre, con la barba colorada y la chilaba de beduino que trajo de su tierra, y que siempre usó dentro de la casa. Yo lo vi muchas veces, y era inmenso y parsimonioso, pero lo que más me impresionaba era el fulgor de su autoridad.
—Flora —llamó en su lengua—. Abre la puerta.
Entró en el dormitorio de la hija, mientras la familia contemplaba absorta a Santiago Nasar. Estaba arrodillado en la sala, recogiendo las cartas del suelo y poniéndolas en el cofre. «Parecía una penitencia», me dijeron. Nahir Miguel salió del dormitorio al cabo de unos minutos, hizo una señal con la mano y la familia entera desapareció.
Siguió hablando en árabe a Santiago Nasar. «Desde el primer momento comprendí que no tenía la menor idea de lo que le estaba diciendo», me dijo. Entonces le preguntó en concreto si sabía que los hermanos Vicario lo buscaban para matarlo. «Se puso pálido, y perdió de tal modo el dominio, que no era posible creer que estaba fingiendo», me dijo. Coincidió en que su actitud no era tanto de miedo como de turbación.
—Tú sabrás si ellos tienen razón, o no —le dijo—. Pero en todo caso, ahora no te quedan sino dos caminos: o te escondes aquí, que es tu casa, o sales con mi rifle.
—No entiendo un carajo —dijo Santiago Nasar.
Fue lo único que alcanzó a decir, y lo dijo en castellano. «Parecía un pajarito mojado», me dijo Nahir Miguel. Tuvo que quitarle el cofre de las manos porque él no sabía dónde dejarlo para abrir la puerta.
—Serán dos contra uno —le dijo.
Santiago Nasar se fue. La gente se había situado en la plaza como en los días de desfiles. Todos lo vieron salir, y todos comprendieron que ya sabía que lo iban a matar, y estaba tan azorado que no encontraba el camino de su casa. Dicen que alguien gritó desde un balcón: «Por ahí no, turco, por el puerto viejo». Santiago Nasar buscó la voz. Yamil Shaium le gritó que se metiera en su tienda, y entró a buscar su escopeta de caza, pero no recordó dónde había escondido los cartuchos. De todos lados empezaron a gritarle, y Santiago Nasar dio varias vueltas al revés y al derecho, deslumbrado por tantas voces a la vez. Era evidente que se dirigía a su casa por la puerta de la cocina, pero de pronto debió darse cuenta de que estaba abierta la puerta principal.
—Ahí viene —dijo Pedro Vicario.
Ambos lo habían visto al mismo tiempo. Pablo Vicario se quitó el saco, lo puso en el taburete, y desenvolvió el cuchillo en forma de alfanje. Antes de abandonar la tienda, sin ponerse de acuerdo, ambos se santiguaron. Entonces Clotilde Armenta agarró a Pedro Vicario por la camisa y le gritó a Santiago Nasar que corriera porque lo iban a matar. Fue un grito tan apremiante que apagó a los otros. «Al principio se asustó —me dijo Clotilde Armenta—, porque no sabía quién le estaba gritando, ni de dónde.» Pero cuando la vio a ella vio también a Pedro Vicario, que la tiró por tierra con un empellón, y alcanzó al hermano. Santiago Nasar estaba a menos de 50 metros de su casa, y corrió hacia la puerta principal.
Cinco minutos antes, en la cocina, Victoria Guzmán le había contado a Plácida Linero lo que ya todo el mundo sabía. Plácida Linero era una mujer de nervios firmes, así que no dejó traslucir ningún signo de alarma. Le preguntó a Victoria Guzmán si le había dicho algo a su hijo, y ella le mintió a conciencia, pues contestó que todavía no sabía nada cuando él bajó a tomar el café. En la sala, donde seguía trapeando los pisos, Divina Flor vio al mismo tiempo que Santiago Nasar entró por la puerta de la plaza y subió por las escaleras de buque de los dormitorios. «Fue una visión nítida», me contó Divina Flor. «Llevaba el vestido blanco, y algo en la mano que no pude ver bien, pero me pareció un ramo de rosas.» De modo que cuando Plácida Linero le preguntó por él, Divina Flor la tranquilizó.
—Subió al cuarto hace un minuto —le dijo.
Plácida Linero vio entonces el papel en el suelo, pero no pensó en recogerlo, y sólo se enteró de lo que decía cuando alguien se lo mostró más tarde en la confusión de la tragedia. A través de la puerta vio a los hermanos Vicario que venían corriendo hacia la casa con los cuchillos desnudos. Desde el lugar en que ella se encontraba podía verlos a ellos, pero no alcanzaba a ver a su hijo que corría desde otro ángulo hacia la puerta. «Pensé que querían meterse para matarlo dentro de la casa», me dijo. Entonces corrió hacia la puerta y la cerró de un golpe. Estaba pasando la tranca cuando oyó los gritos de Santiago Nasar, y oyó los puñetazos de terror en la puerta, pero creyó que él estaba arriba, insultando a los hermanos Vicario desde el balcón de su dormitorio. Subió a ayudarlo.
Santiago Nasar necesitaba apenas unos segundos para entrar cuando se cerró la puerta. Alcanzó a golpear varias veces con los puños, y en seguida se volvió para enfrentarse a manos limpias con sus enemigos. «Me asusté cuando lo vi de frente —me dijo Pablo Vicario—, porque me pareció como dos veces más grande de lo que era.» Santiago Nasar levantó la mano para parar el primer golpe de Pedro Vicario, que lo atacó por el flanco derecho con el cuchillo recto.
—¡Hijos de puta! —gritó.
El cuchillo le atravesó la palma de la mano derecha, y luego se le hundió hasta el fondo en el costado. Todos oyeron su grito de dolor.
—¡Ay mi madre!
Pedro Vicario volvió a retirar el cuchillo con su pulso fiero de matarife, y le asestó un segundo golpe casi en el mismo lugar. «Lo raro es que el cuchillo volvía a salir limpio —declaró Pedro Vicario al instructor—. Le había dado por lo menos tres veces y no había una gota de sangre.» Santiago Nasar se torció con los brazos cruzados sobre el vientre después de la tercera cuchillada, soltó un quejido de becerro, y trató de darles la espalda. Pablo Vicario, que estaba a su izquierda con el cuchillo curvo, le asestó entonces la única cuchillada en el lomo, y un chorro de sangre a alta presión le empapó la camisa. «Olía como él», me dijo. Tres veces herido de muerte, Santiago Nasar les dio otra vez el frente, y se apoyó de espaldas contra la puerta de su madre, sin la menor resistencia, como si sólo quisiera ayudar a que acabaran de matarlo por partes iguales. «No volvió a gritar —dijo Pedro Vicario al instructor—. Al contrario: me pareció que se estaba riendo.» Entonces ambos siguieron acuchillándolo contra la puerta, con golpes alternos y fáciles, flotando en el remanso deslumbrante que encontraron del otro lado del miedo. No oyeron los gritos del pueblo entero espantado de su propio crimen. «Me sentía como cuando uno va corriendo en un caballo», declaró Pablo Vicario. Pero ambos despertaron de pronto a la realidad, porque estaban exhaustos, y sin embargo les parecía que Santiago Nasar no se iba a derrumbar nunca. «¡Mierda, primo —me dijo Pablo Vicario—, no te imaginas lo difícil que es matar a un hombre!» Tratando de acabar para siempre, Pedro Vicario le buscó el corazón, pero se lo buscó casi en la axila, donde lo tienen los cerdos. En realidad Santiago Nasar no caía porque ellos mismos lo estaban sosteniendo a cuchilladas contra la puerta. Desesperado, Pablo Vicario le dio un tajo horizontal en el vientre, y los intestinos completos afloraron con una explosión. Pedro Vicario iba a hacer lo mismo, pero el pulso se le torció de horror, y le dio un tajo extraviado en el muslo. Santiago Nasar permaneció todavía un instante apoyado contra la puerta, hasta que vio sus propias vísceras al sol, limpias y azules, y cayó de rodillas.
Después de buscarlo a gritos por los dormitorios, oyendo sin saber dónde otros gritos que no eran los suyos, Plácida Linero se asomó a la ventana de la plaza y vio a los gemelos Vicario que corrían hacia la iglesia. Iban perseguidos de cerca por Yamil Shaium, con su escopeta de matar tigres, y por otros árabes desarmados y Plácida Linero pensó que había pasado el peligro. Luego salió al balcón del dormitorio, y vio a Santiago Nasar frente a la puerta, bocabajo en el polvo, tratando de levantarse de su propia sangre. Se incorporó de medio lado, y se echó a andar en un estado de alucinación, sosteniendo con las manos las vísceras colgantes.
Caminó más de cien metros para darle la vuelta completa a la casa y entrar por la puerta de la cocina. Tuvo todavía bastante lucidez para no ir por la calle, que era el trayecto más largo, sino que entró por la casa contigua. Poncho Lanao, su esposa y sus cinco hijos no se habían enterado de lo que acababa de ocurrir a 20 pasos de su puerta. «Oímos la gritería —me dijo la esposa—, pero pensamos que era la fiesta del obispo.» Empezaban a desayunar cuando vieron entrar a Santiago Nasar empapado de sangre llevando en las manos el racimo de sus entrañas. Poncho Lanao me dijo: «Lo que nunca pude olvidar fue el terrible olor a mierda». Pero Argénida Lanao, la hija mayor, contó que Santiago Nasar caminaba con la prestancia de siempre, midiendo bien los pasos, y que su rostro de sarraceno con los rizos alborotados estaba más bello que nunca. Al pasar frente a la mesa les sonrió, y siguió a través de los dormitorios hasta la salida posterior de la casa. «Nos quedamos paralizados de susto», me dijo Argénida Lanao. Mi tía Wenefrida Márquez estaba desescamando un sábalo en el patio de su casa al otro lado del río, y lo vio descender las escalinatas del muelle antiguo buscando con paso firme el rumbo de su casa.
—¡Santiago, hijo —le gritó—, qué te pasa!
Santiago Nasar la reconoció.
—Que me mataron, niña Wene —dijo.
Tropezó en el último escalón, pero se incorporó de inmediato. «Hasta tuvo el cuidado de sacudir con la mano la tierra que le quedó en las tripas», me dijo mi tía Wene. Después entró en su casa por la puerta trasera, que estaba abierta desde las seis, y se derrumbó de bruces en la cocina.
FIN