Read Crónica de una muerte anunciada Online
Authors: Gabriel García Márquez
—Quién no lo sabe, pendejo —le contestó de buen modo Pablo Vicario—. Sólo venimos a afilar los cuchillos.
Los afilaron en la piedra giratoria, y como lo hacían siempre: Pedro sosteniendo los dos cuchillos y alternándolos en la piedra, y Pablo dándole vuelta a la manivela. Al mismo tiempo hablaban del esplendor de la boda con los otros carniceros. Algunos se quejaron de no haber recibido su ración de pastel, a pesar de ser compañeros de oficio, y ellos les prometieron que las harían mandar más tarde. Al final, hicieron cantar los cuchillos en la piedra, y Pablo puso el suyo junto a la lámpara para que destellara el acero:
—Vamos a matar a Santiago Nasar —dijo.
Tenían tan bien fundada su reputación de gente buena, que nadie les hizo caso. «Pensamos que eran vainas de borrachos», declararon varios carniceros, lo mismo que Victoria Guzmán y tantos otros que los vieron después. Yo había de preguntarles alguna vez a los carniceros si el oficio de matarife no revelaba un alma predispuesta para matar un ser humano. Protestaron: «Cuando uno sacrifica una res no se atreve a mirarle los ojos». Uno de ellos me dijo que no podía comer la carne del animal que degollaba. Otro me dijo que no sería capaz de sacrificar una vaca que hubiera conocido antes, y menos si había tomado su leche. Les recordé que los hermanos Vicario sacrificaban los mismos cerdos que criaban, y les eran tan familiares que los distinguían por sus nombres. «Es cierto —me replicó uno—, pero fíjese que no les ponían nombres de gente sino de flores.» Faustino Santos fue el único que percibió una lumbre de verdad en la amenaza de Pablo Vicario, y le preguntó en broma por qué tenían que matar a Santiago Nasar habiendo tantos ricos que merecían morir primero.
—Santiago Nasar sabe por qué —le contestó Pedro Vicario.
Faustino Santos me contó que se había quedado con la duda, y se la comunicó a un agente de la policía que pasó poco más tarde a comprar una libra de hígado para el desayuno del alcalde. El agente, de acuerdo con el sumario, se llamaba Leandro Pornoy, y murió el año siguiente por una cornada de toro en la yugular durante las fiestas patronales. De modo que nunca pude hablar con él, pero Clotilde Armenta me confirmó que fue la primera persona que estuvo en su tienda cuando ya los gemelos Vicario se habían sentado a esperar.
Clotilde Armenta acababa de reemplazar a su marido en el mostrador. Era el sistema habitual. La tienda vendía leche al amanecer y víveres durante el día, y se transformaba en cantina desde las seis de la tarde. Clotilde Armenta la abría a las 3.30 de la madrugada. Su marido, el buen don Rogelio de la Flor, se hacía cargo de la cantina hasta la hora de cerrar. Pero aquella noche hubo tantos clientes descarriados de la boda, que se acostó pasadas las tres sin haber cerrado, y ya Clotilde Armenta estaba levantada más temprano que de costumbre, porque quería terminar antes de que llegara el obispo.
Los hermanos Vicario entraron a las 4.10. A esa hora sólo se vendían cosas de comer, pero Clotilde Armenta les vendió una botella de aguardiente de caña, no sólo por el aprecio que les tenía, sino también porque estaba muy agradecida por la porción de pastel de boda que le habían mandado. Se bebieron la botella entera con dos largas tragantadas, pero siguieron impávidos. «Estaban pasmados —me dijo Clotilde Armenta—, y ya no podían levantar presión ni con petróleo de lámpara.» Luego se quitaron las chaquetas de paño, las colgaron con mucho cuidado en el espaldar de las sillas, y pidieron otra botella. Tenían la camisa sucia de sudor seco y una barba del día anterior que les daba un aspecto montuno. La segunda botella se la tomaron más despacio, sentados, mirando con insistencia hacia la casa de Plácida Linero, en la acera de enfrente, cuyas ventanas estaban apagadas. La más grande del balcón era la del dormitorio de Santiago Nasar. Pedro Vicario le preguntó a Clotilde Armenta si había visto luz en esa ventana, y ella le contestó que no, pero le pareció un interés extraño.
—¿Le pasó algo? —preguntó.
—Nada —le contestó Pedro Vicario—. No más que lo andamos buscando para matarlo.
Fue una respuesta tan espontánea que ella no pudo creer que fuera cierta. Pero se fijó en que los gemelos llevaban dos cuchillos de matarife envueltos en trapos de cocina.
—¿Y se puede saber por qué quieren matarlo tan temprano? —preguntó.
—Él sabe por qué —contestó Pedro Vicario.
Clotilde Armenta los examinó en serio. Los conocía tan bien que podía distinguirlos, sobre todo después de que Pedro Vicario regresó del cuartel. «Parecían dos niños», me dijo. Y esa reflexión la asustó, pues siempre había pensado que sólo los niños son capaces de todo. Así que acabó de preparar los trastos de la leche, y se fue a despertar a su marido para contarle lo que estaba pasando en la tienda. Don Rogelio de la Flor la escuchó medio dormido.
—No seas pendeja —le dijo—, ésos no matan a nadie, y menos a un rico.
Cuando Clotilde Armenta volvió a la tienda los gemelos estaban conversando con el agente Leandro Pornoy, que iba por la leche del alcalde. No oyó lo que hablaron, pero supuso que algo le habían dicho de sus propósitos, por la forma en que observó los cuchillos al salir.
El coronel Lázaro Aponte se había levantado un poco antes de las cuatro. Acababa de afeitarse cuando el agente Leandro Pornoy le reveló las intenciones de los hermanos Vicario. Había resuelto tantos pleitos de amigos la noche anterior, que no se dio ninguna prisa por uno más. Se vistió con calma, se hizo varias veces hasta que le quedó perfecto el corbatín de mariposa, y se colgó en el cuello el escapulario de la Congregación de María para recibir al obispo. Mientras desayunaba con un guiso de hígado cubierto de anillos de cebolla, su esposa le contó muy excitada que Bayardo San Román había devuelto a Ángela Vicario, pero él no lo tomó con igual dramatismo.
—¡Dios mío! —se burló—, ¿qué va a pensar el obispo?
Sin embargo, antes de terminar el desayuno recordó lo que acababa de decirle el ordenanza, juntó las dos noticias y descubrió de inmediato que casaban exactas como dos piezas de un acertijo. Entonces fue a la plaza por la calle del puerto nuevo, cuyas casas empezaban a revivir por la llegada del obispo. «Recuerdo con seguridad que eran casi las cinco y empezaba a llover», me dijo el coronel Lázaro Aponte. En el trayecto, tres personas lo detuvieron para contarle en secreto que los hermanos Vicario estaban esperando a Santiago Nasar para matarlo, pero sólo uno supo decirle dónde.
Los encontró en la tienda de Clotilde Armenta. «Cuando los vi pensé que eran puras bravuconadas —me dijo con su lógica personal—, porque no estaban tan borrachos como yo creía.» Ni siquiera los interrogó sobre sus intenciones, sino que les quitó los cuchillos y los mandó a dormir. Los trataba con la misma complacencia de sí mismo con que había sorteado la alarma de la esposa.
—¡Imagínense —les dijo—: qué va a decir el obispo si los encuentra en ese estado!
Ellos se fueron. Clotilde Armenta sufrió una desilusión más con la ligereza del alcalde, pues pensaba que debía arrestar a los gemelos hasta esclarecer la verdad. El coronel Aponte le mostró los cuchillos como un argumento final.
—Ya no tienen con qué matar a nadie —dijo.
—No es por eso —dijo Clotilde Armenta—. Es para librar a esos pobres muchachos del horrible compromiso que les ha caído encima.
Pues ella lo había intuido. Tenía la certidumbre de que los hermanos Vicario no estaban tan ansiosos por cumplir la sentencia como por encontrar a alguien que les hiciera el favor de impedírselo. Pero el coronel Aponte estaba en paz con su alma.
—No se detiene a nadie por sospechas —dijo—. Ahora es cuestión de prevenir a Santiago Nasar, y feliz año nuevo.
Clotilde Armenta recordaría siempre que el talante rechoncho del coronel Aponte le causaba una cierta desdicha, y en cambio yo lo evocaba como un hombre feliz; aunque un poco trastornado por la práctica solitaria del espiritismo aprendido por correo. Su comportamiento de aquel lunes fue la prueba terminante de su frivolidad. La verdad es que no volvió a acordarse de Santiago Nasar hasta que lo vio en el puerto, y entonces se felicitó por haber tomado la decisión justa.
Los hermanos Vicario les habían contado sus propósitos a más de doce personas que fueron a comprar leche, y éstas los habían divulgado por todas partes antes de las seis. A Clotilde Arrnenta le parecía imposible que no se supiera en la casa de enfrente. Pensaba que Santiago Nasar no estaba allí, pues no había visto encenderse la luz del dormitorio, y a todo el que pudo le pidió prevenirlo donde lo vieran. Se lo mandó a decir, inclusive, al padre Amador, con la novicia de servicio que fue a comprar la leche para las monjas. Después de las cuatro, cuando vio luces en la cocina de la casa de Plácida Linero, le mandó el último recado urgente a Victoria Guzmán con la pordiosera que iba todos los días a pedir un poco de leche por caridad. Cuando bramó el buque del obispo casi todo el mundo estaba despierto para recibirlo, y éramos muy pocos quienes no sabíamos que los gemelos Vicario estaban esperando a Santiago Nasar para matarlo, y se conocía además el motivo con sus pormenores completos.
Clotilde Armenta no había acabado de vender la leche cuando volvieron los hermanos Vicario con otros dos cuchillos envueltos en periódicos. Uno era de descuartizar, con una hoja oxidada y dura de doce pulgadas de largo por tres de ancho, que había sido fabricado por Pedro Vicario con el metal de una segueta, en una época en que no venían cuchillos alemanes por causa de la guerra. El otro era más corto, pero ancho y curvo. El juez instructor lo dibujó en el sumario, tal vez porque no lo pudo describir, y se arriesgó apenas a indicar que parecía un alfanje en miniatura. Fue con estos cuchillos que se cometió el crimen, y ambos eran rudimentarios y muy usados.
Faustino Santos no pudo entender lo que había pasado. «Vinieron a afilar otra vez los cuchillos —me dijo— y volvieron a gritar para que los oyeran que iban a sacarle las tripas a Santiago Nasar, así que yo creí que estaban mamando gallo, sobre todo porque no me fijé en los cuchillos, y pensé que eran los mismos.» Esta vez, sin embargo, Clotilde Armenta notó desde que los vio entrar que no llevaban la misma determinación de antes.
En realidad, habían tenido la primera discrepancia. No sólo eran mucho más distintos por dentro de lo que parecían por fuera, sino que en emergencias difíciles tenían caracteres contrarios. Sus amigos lo habíamos advertido desde la escuela primaria. Pablo Vicario era seis minutos mayor que el hermano, y fue más imaginativo y resuelto hasta la adolescencia. Pedro Vicario me pareció siempre más sentimental, y por lo mismo más autoritario. Se presentaron juntos para el servicio militar a los 20 años, y Pablo Vicario fue eximido para que se quedara al frente de la familia. Pedro Vicario cumplió el servicio durante once meses en patrullas de orden público. El régimen de tropa, agravado por el miedo de la muerte, le maduró la vocación de mandar y la costumbre de decidir por su hermano. Regresó con una blenorragia de sargento que resistió a los métodos más brutales de la medicina militar, y a las inyecciones de arsénico y las purgaciones de permanganato del doctor Dionisio Iguarán. Sólo en la cárcel lograron sanarlo. Sus amigos estábamos de acuerdo en que Pablo Vicario desarrolló de pronto una dependencia rara de hermano menor cuando Pedro Vicario regresó con un alma cuartelaria y con la novedad de levantarse la camisa para mostrarle a quien quisiera verla una cicatriz de bala de sedal en el costado izquierdo. Llegó a sentir, inclusive, una especie de fervor ante la blenorragia de hombre grande que su hermano exhibía como una condecoración de guerra.
Pedro Vicario, según declaración propia, fue el que tomó la decisión de matar a Santiago Nasar, y al principio su hermano no hizo más que seguirlo. Pero también fue él quien pareció dar por cumplido el compromiso cuando los desarmó el alcalde, y entonces fue Pablo Vicario quien asumió el mando. Ninguno de los dos mencionó este desacuerdo en sus declaraciones separadas ante el instructor. Pero Pablo Vicario me confirmó varias veces que no le fue fácil convencer al hermano de la resolución final. Tal vez no fuera en realidad sino una ráfaga de pánico, pero el hecho es que Pablo Vicario entró solo en la pocilga a buscar los otros dos cuchillos, mientras el hermano agonizaba gota a gota tratando de orinar bajo los tamarindos. «Mi hermano no supo nunca lo que es eso —me dijo Pedro Vicario en nuestra única entrevista—. Era como orinar vidrio molido.» Pablo Vicario lo encontró todavía abrazado del árbol cuando volvió con los cuchillos. «Estaba sudando frío del dolor —me dijo— y trató de decir que me fuera yo solo porque él no estaba en condiciones de matar a nadie.» Se sentó en uno de los mesones de carpintero que habían puesto bajo los árboles para el almuerzo de la boda, y se bajó los pantalones hasta las rodillas. «Estuvo como media hora cambiándose la gasa con que llevaba envuelta la pinga», me dijo Pablo Vicario. En realidad no se demoró más de diez minutos, pero fue algo tan difícil, y tan enigmático para Pablo Vicario, que lo interpretó como una nueva artimaña del hermano para perder el tiempo hasta el amanecer. De modo que le puso el cuchillo en la mano y se lo llevó casi por la fuerza a buscar la honra perdida de la hermana.
—Esto no tiene remedio —le dijo—: es como si ya nos hubiera sucedido.
Salieron por el portón de la porqueriza con los cuchillos sin envolver, perseguidos por el alboroto de los perros en los patios. Empezaba a aclarar. «No estaba lloviendo», recordaba Pablo Vicario. «Al contrario —recordaba Pedro—: había viento de mar y todavía las estrellas se podían contar con el dedo.» La noticia estaba entonces tan bien repartida, que Hortensia Baute abrió la puerta justo cuando ellos pasaban frente a su casa, y fue la primera que lloró por Santiago Nasar. «Pensé que ya lo habían matado —me dijo—, porque vi los cuchillos con la luz del poste y me pareció que iban chorreando sangre.» Una de las pocas casas que estaban abiertas en esa calle extraviada era la de Prudencia Cotes, la novia de Pablo Vicario. Siempre que los gemelos pasaban por ahí a esa hora, y en especial los viernes cuando iban para el mercado, entraban a tomar el primer café. Empujaron la puerta del patio, acosados por los perros que los reconocieron en la penumbra del alba, y saludaron a la madre de Prudencia Cotes en la cocina. Aún no estaba el café.
—Lo dejamos para después —dijo Pablo Vicario—, ahora vamos de prisa.
—Me lo imagino, hijos —dijo ella—: el honor no espera.