Cronicas del castillo de Brass (44 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

Vio que el rostro de Oladahn se retorcía y sus ojos reflejaban aún el sobresalto; vio que Erekose fruncía el ceño y que Orland Fank se acariciaba el mentón. Vio el rostro sereno del niño. Vio a John ap-Rhyss, Emshon de Ariso y Brut de Lashmar, y comprendió que no habían visto nada de la escena que tanto había turbado a los otros tres.

—Se confirma dijo Erekose con voz profunda—. Esa cosa y la espada son lo mismo.

—A menudo —dijo el niño—. En ocasiones, no todo su espíritu reside en la espada. Kanajana no era toda la espada.

El chico hizo un movimiento.

—Mirad de nuevo.

—No —dijo Hawkmoon.

—Mirad otra vez —repitió el niño.

Otra estatua bajó al suelo.

El hombre era apuesto y tenía un sólo ojo, y una sola mano. Había conocido el amor, había conocido el dolor, y el amor le había ayudado a soportar el dolor. Sus rasgos eran serenos. En algún lugar, el mar rompió contra una orilla. Había vuelto a casa.

Hawkmoon se sintió de nuevo absorbido, al igual que Erekose. Corum Jhaelen Irsei, príncipe de la Túnica Escarlata, Ultimo de los Vadhagh, que se había negado a temer la belleza y había caído en sus manos, que se había negado a temer a su hermano y había sido traicionado, que se había negado a temer a un arpa y había sido asesinado por ella, que había sido expulsado de un lugar que no era el suyo, había vuelto a casa.

Salió de un bosque y se detuvo en la orilla del mar. La marea no tardaría en bajar y dejaría libre la calzada que conducía al monte de Moidel, donde había sido feliz con una mujer de la raza mabden, de vida tan corta, que había muerto dejándole desconsolado (no era frecuente que nacieran hijos de tales uniones).

El recuerdo de Medhbh ya se desvanecía, pero no así el recuerdo de Rhalina, margravina del Este.

La calzada apareció y empezó a caminar. El castillo del monte Moidel estaba desierto, sin duda. Se véía abandonado. El viento susurraba entre las torres, pero era un viento amigable.

Al otro lado de la calzada, de pie en la entrada al patio del castillo, vio a alguien que reconoció; un ser de pesadilla, de color azul verdoso, provisto de cuatro piernas rechonchas, cuatro brazos nervudos, bárbara cabeza sin nariz, con las fosas nasales abiertas en plena cara, una amplia sonrisa en la boca, repleta de dientes afilados, ojos facetados como los de una mosca. Llevaba espadas de extraño diseño al cinto. Era el Dios Perdido: Kwll.

—Saludos, Corum.

—Saludos, Kwll, asesino de dioses. ¿Dónde está vuestro hermano?

Le complacía ver a su antiguo y reticente aliado.

—Enfrascado en sus cosas. Nos aburríamos y decidimos marcharnos del multiverso. No hay lugar en él para nosotros, como tampoco para vos.

—Eso me han dicho.

—Estamos realizando uno de nuestros viajes, al menos hasta la próxima conjunción. —Kwll señaló al cielo—. Hemos de apresurarnos.

—¿Adónde vais?

—Existe otro lugar, un lugar evitado por aquellos que destruisteis aquí, un lugar donde los dioses aún tienen alguna utilidad. ¿Desea Corum acompañarnos? El Campeón debe quedarse, pero Corum puede venir.

—¿No son lo mismo?

—Son lo mismo, pero lo que no es lo mismo, lo que sólo es Corum puede venir con nosotros. Es una aventura.

—Estoy harto de aventuras, Kwll.

El Dios Perdido sonrió.

—Pensadlo bien. Necesitamos una mascota. Necesitamos vuestra fuerza.

—¿Qué fuerza es ésa?

—La fuerza del Hombre.

—Todos los dioses la necesitan, ¿no?

—Sí —reconoció Kwll, a regañadientes—, pero algunos la necesitan más que otros. Rhym y Kwll tienen a Kwll y Rhym, pero nos gustaría que vinierais.

Corum negó con la cabeza.

—¿No comprendéis que no podréis seguir viviendo después de la conjunción?

—Lo comprendo, Kwll.

—¿Y ya sabéis, supongo, que no fui yo quien destruyó en realidad a los Señores de la Ley y del Caos?

—Eso creo.

—Me limité a terminar el trabajo que habíais empezado, Corum.

—Sois muy amable.

—Digo la verdad. Soy un dios jactancioso, carezco de lealtades, salvo hacia Rhym, pero soy un dios sincero. Me voy y os dejo con la verdad.

—Gracias, Kwll.

—Adiós.

La bárhara figura desapareció.

Corum recorrió el patio, los polvorientos salones y pasillos del castillo, y subió a la torre del homenaje, desde donde podía ver el mar. Y supo que Lwym-an-Esh, aquel país adorable, estaba cubierto por las aguas, que tan solo algunos fragmentos se alzaban sobre las olas. Y suspiró, aunque no era desdichado.

Vio que una figura negra se acercaba hacia él, caminando sobre las olas, una figura sonriente de mirada insinuante.

—¿Corum? ¿Corum?

—Te conozco —dijo Corum.

—¿Me acogéis en vuestro castillo, Corum? Puedo seros de gran utilidad. Seré vuestro criado, Corum.

—Yo no necesito criados.

La figura se irguió sobre el mar y se balanceó al compás del oleaje.

—Dejadme entrar en vuestro castillo, Corum.

—No quiero invitados.

—Puedo devolveros a vuestros seres queridos.

—Ya están conmigo.

Corum se alzó sobre las almenas y se rió de la figura negra, que bufó y frunció el ceño. Y Corum saltó para que su cuerpo se estrellara contra las rocas situadas al pie del monte Moidel, para que su espíritu quedara libre.

Y la figura negra rugió de ira, frustración y, por fin, de temor.

—Ese era el último ser del Caos, ¿no? —preguntó Erekose cuando la escena se difuminó y la estatua de Corum volvió a su sitio.

—En ese aspecto, sí, pobre desgraciado —dijo el niño.

—Me lo había encontrado muchas veces —dijo Erekose—. A veces, obraba el bien…

—El Caos no es del todo maligno —dijo el niño—, ni la Ley del todo buena. Son divisiones primitivas, a lo sumo; sólo representan preferencias temperamentales de hombres y mujeres. Existen otros elementos…

—¿Hablas de la Balanza Cósmica? —preguntó Hawkmoon—. ¿Del Bastón Rúnico?

—¿Le llamas Conciencia? —dijo Orland Fank—. ¿Puedes llamarlo Tolerancia?

—Todos son primitivos —insistió el niño.

—¿Admites eso? —se sorprendió Oladahn—. ¿Qué cosa mejor podría reemplazarlos?

El niño sonrió, pero no contestó.

—¿Se os ocurre algo más? —preguntó a Hawkmoon y Erekose. Ambos sacudieron la cabeza.

—Esa figura negra nos intimida siempre —dijo Hawkmoon—. Planea nuestra destrucción…

—Necesita vuestras almas —dijo el niño.

—En los pueblos de Yel —intervino John ap-Rhyss—, corre una leyenda sobre un ser semejante. ¿No se llama Say-tunn?

El niño se encogió de hombros.

—Basta con darle un nombre para que su poder aumente. Negadle el nombre y su poder se debilitará. Yo le llamo Miedo. El peor enemigo de la humanidad.

—Pero es un buen amigo de aquellos que le utilizan —señaló Emshon de Ariso.

—Durante un tiempo —añadió Oladahn.

—Un amigo traicionero, incluso para aquellos a los que presta mayor ayuda —dijo el niño—. Arde en deseos de ser admitido en Tanelorn.

—¿No puede entrar?

—Sólo en esta época, porque viene a traficar.

—¿En qué comercia? —quiso saber Hawkmoon.

—En almas, como ya he dicho. En almas. Fijaos, le dejaré pasar.

Dio la impresión de que el niño experimentaba cierta agitación mientras movía el bastón.

—Viene desde el limbo.

4. Cautivos de la Espada

—Yo soy la Espada —dijo la figura negra. Abarcó con un ademán las estatuas que les rodeaban—. Una vez fueron míos. Era dueño del multiverso.

—Has sido desposeído —dijo el niño.

—¿Por ti? —sonrió la figura negra.

—No. Compartimos un destino, como bien sabes.

—No puedes devolverme lo que es mío. ¿Dónde está? —Miró a su alrededor—. ¿Dónde?

—Aún no la he convocado. ¿Dónde tienes…?

—¿Mis artículos? Los convocaré cuando sepa que tienes lo que necesito.

Dirigió una sonrisa de saludo a Hawkmoon y Erekose, y habló sin dirigirse a nadie en particular.

—Deduzco que todos los dioses han muerto.

—Dos han huido —puntualizó el niño—. Los demás han muerto.

—Sólo quedamos nosotros.

—Sí. La espada y el bastón.

—Creados en el principio —dijo Orland Fank—, después de la última conjunción.

—Pocos mortales lo saben —dijo la figura negra—. Mi cuerpo fue creado para servir al Caos, el suyo para servir a la Balanza, otros para servir a la Ley, pero todos han desaparecido.

—¿Qué les ha sustituido? —preguntó Erekose.

—Aún hay que decidirlo —replicó la figura negra—. Vengo a cambiar mi cuerpo; cualquier manifestación me valdrá, o las dos.

—¿Eres la Espada Negra?

El muchacho realizó otro movimiento con el bastón. Jhary-a-Conel apareció, con el sombrero ladeado y el gato sobre el hombro. Miró a Oladahn con aire meditabundo.

—¿Podemos estar los dos aquí?

—No lo sé, señor —contestó Oladahn.

—Entonces, no os conocéis bien, señor. —Jhary saludó a Hawkmoon con una reverencia—. Saludos. Creo que esto es vuestro, duque Dorian.

Sostenía algo en las manos y avanzó hacia Hawkmoon para dárselo pero el niño le detuvo.

—¡Quieto! Enséñaselo.

Jhary-a-Conel se paró con gesto teatral y miró a la figura negra.

—¿Enseñárselo al gimoteante? ¿Debo hacerlo?

—Enseñádmelo —lloriqueó la figura negra—. Por favor, Jhary-a-Connel.

Jhary-a-Conel acarició la cabeza del niño, como un tío cuando recibe a su sobrino favorito.

—¿Cómo te ha ido, primo?

—Enséñaselo —repitió el niño.

Jhary-a-Conel apoyó una mano sobre el pomo de la espada, extendió una pierna, extendió un codo, miró con aire pensativo a la figura negra y, con un veloz gesto de mago, mostró lo que encerraba en su palma.

La figura negra siseó. Sus ojos echaron chispas.

—¡La Joya Negra! —jadeó Hawkmoon—. Tenéis la Joya Negra.

—La Joya lo logrará —dijo la figura negra, ansiosa—. Aquí…

Dos hombres, dos mujeres y dos niños aparecieron. Cadenas de oro les sujetaban, eslabones de seda dorada.

—Les trato bien —dijo el que se hacía llamar Espada.

Uno de los hombres, alto y delgado, de ademanes lánguidos y elegante indumentaria, levantó sus muñecas esposadas.

—¡Oh, qué lujo de cadenas! —exclamó.

Hawkmoon reconoció a todos, excepto a uno. Y una fría cólera se apoderó de él.

—¡Yisselda! ¡Yamila y Manfred! ¡D'Averc! ¡Bowgentle! ¿Cómo es posible que seáis prisioneros de este ser?

—Es una larga historia… —empezó Huillam D'Averc, pero los gritos alegres de Erekose apagaron su voz.

—¡Ermizhad! ¡Mi Ermizhad!

La mujer, a la que Hawkmoon no había reconocido, era de una raza parecida a la Corum y Elric. A su modo, era tan hermosa como Yisselda. Muchos detalles de los rostros tan diferentes de ambas mujeres inducían un cierto parecido.

Bowgentle volvió su cara apacible de un lado a otro.

—De modo que por fin estamos en Tanelorn.

La mujer llamada Ermizhad tiraba de sus cadenas para acercarse a Erekose.

—Pensaba que estabais en poder de Kalan —dijo Hawkmoon, en medio de la confusión, a D'Averc.

—Yo también, pero diría que este caballero más bien chiflado interrumpió nuestro viaje a través del limbo…

D'Averc fingió pesar, mientras Erekose traspasaba con la mirada a la figura negra.

—¡Has de liberarla!

El ser sonrió.

—Primero, quiero la joya. Ella y los demás a cambio de la joya. Fue el trato que hicimos.

Jhary-a-Conel cerró sus dedos alrededor de la joya.

—¿Por qué no me la quitas? ¿No eres tan poderoso?

—Sólo un Héroe puede dársela —dijo el niño—. Y él lo sabe.

—En ese caso, yo se la daré —se ofreció Erekose.

—No —dijo Hawkmoon—. Si alguien tiene derecho, soy yo. La Joya Negra me convirtió en un esclavo. Ahora, al menos, podré utilizarla para proporcionar la libertad a mis seres queridos.

Una expresión ansiosa apareció en el rostro de la figura negra.

—Aún no —dijo el niño.

Hawkmoon no le hizo caso.

—Dadme la Joya Negra, Jhary.

Jhary-a-Conel miró primero a su supuesto "primo", y después a Hawkmoon. Vaciló.

—Es joya —dijo el niño en voz baja —es un aspecto de una de las dos cosas más poderosas que existen actualmente en el multiverso.

—¿Y la otra? —preguntó Erekose, mirando con anhelo a la mujer que había buscado durante toda la eternidad.

—La otra es esto, el Bastón Rúnico.

—Si la Joya Negra es el miedo, ¿qué es el Bastón Rúnico? —preguntó Hawkmoon.

—La justicia, el enemigo del miedo.

—Si ambos poseéis tanto poder —razonó Oladahn—, ¿por que nos habéis metido a nosotros en medio?

—Porque ninguno puede existir sin el Hombre —respondió Orland Fank—. Acompañan al Hombre a todas partes.

—Por eso estáis aquí —dijo el niño—. Nosotros somos vuestras creaciones.

—Sin embargo, controláis nuestros destinos. —Los ojos de Erekose no se habían apartado ni un segundo de Emirzhad—. ¿Cómo?

—Porque nos dejáis.

—Bien, "Justicia", demuéstrame que eres fiel a tu palabra —dijo el ser llamado Espada.

—Di mi palabra de que serías admitido en Tanelorn —respondió el niño—. No puedo hacer más. Debes discutir el trato con Hawkmoon y Erekose.

—La Joya Negra a cambio de tus cautivos. ¿No es ése el trato? —dijo Hawkmoon—. ¿Qué te proporcionará la joya?

—Le devolverá parte del poder que perdió durante la guerra entre los dioses —explicó el niño—, y ese poder le permitirá procurarse más poder y entrar con facilidad en el nuevo multiverso que existirá después de la conjunción.

—Un poder que estará a vuestro servicio —dijo la figura negra a Hawkmoon.

—Un poder que jamás hemos deseado —replicó Erekose.

—¿Qué perdemos si accedemos? —preguntó Hawkmoon.

—Mi ayuda, casi con certeza.

—¿Por qué?

—No pienso decirlo.

—¡Misterios! —exclamó Hawkmoon—. En mi opinión, una discreción equivocada, Jehamiah Cohnahlias.

—No diré nada porque te respeto —dijo el niño—, pero si se presenta la ocasión, utiliza el bastón para destrozar la joya.

Hawkmoon cogió la Joya Negra de la mano de Jhary. Carecía de vida, sin el pulso familiar, y supo que estaba muerta porque la cosa que la habitaba se encontraba en este momento ante él, en otra forma.

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