Cronopaisaje (46 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #Ciencia Ficción

—Podría ser.

—Esos nombres comerciales. DuPont y Springalgo.

—DuPont Analagan 58. Springfield AD45.

—¿Podría esto ser uno de ellos?

—Esos productos no existen, ya te lo he dicho.

—De acuerdo, de acuerdo. Pero ¿podría ser ese tipo de cosa?

—Quizá. Quizá. Mira, ¿por qué no vemos si puedo sacar algo en limpio de ello?

—¿Cómo?

—Bueno, intentando asignar átomos en los lugares adecuados de las cadenas. Ver si funciona.

—¿Del mismo modo que Crick y Watson hicieron el ADN?

—Bueno, sí, algo parecido.

—Estupendo. Quizás eso desentrañe algo de…

—No cuentes con ello. Mira, lo más importantes es el experimento. La pérdida de oxígeno, los peces. Hussinger y yo vamos a publicar eso inmediatamente.

—Sí, estupendo, y…

—¿No te importa?

—¿Eh? ¿Por qué?

—Quiero decir, Hussinger dice que cree que deberíamos publicarlo juntos. Si tú y yo deseamos hacer un artículo sobre el mensaje y su contenido, dice Hussinger, eso es otro…

—Oh, entiendo. —Gordon se reclinó en su silla. Se sentía cansado.

—Quiero decir, yo no estoy de acuerdo con él respecto a eso pero…

—No, no importa. A mí no me preocupa. Publícalo, por el amor de Dios.

—¿De veras no te importa?

—Todo lo que te dije fue oye, échale una ojeada a esto. De modo que tú le echaste una ojeada, y descubriste algo. Estupendo.

—Eso de Hussinger no ha sido idea mía.

—Lo sé.

—Bueno, gracias. De veras. Mira, seguiré adelante con ese dibujo de una cadena que acabas de traerme.

—Si es una cadena.

—Aja. Pero quiero decir, quizá podamos publicar eso. Tú y yo juntos.

—Oh, estupendo. Estupendo.

Las curvas de resonancia seguían siendo regulares. Sin embargo, el nivel de ruido continuaba ascendiendo. Gordon pasaba cada vez más tiempo en el laboratorio, intentando eliminar el chisporroteo electrónico. Había terminado ya la mayor parte de sus notas de clase para el curso superior de electromagnetismo clásico, de modo que estaba libre para proseguir sus investigaciones. Abandonó la preparación de muestras, sin embargo, en favor de más tiempo en el montaje de resonancia. Cooper seguía dirigiendo sus propios datos. El ruido no desaparecía.

30 - 1998

Cerró de un golpe tras él la puerta exterior de su oficina, y cruzó con resonante paso el viejo suelo de madera. Tenía una respetable y antigua oficina, justo al lado de Naval Row, pero a veces hubiera preferido tener menos madera aceitada y más aire acondicionado. Ian Peterson, regresando de una larga conferencia matutina, dejó caer un montón de papeles sobre su escritorio. Notaba los senos de su nariz inflamados, como si fueran de algodón. Aquellas reuniones le causaban invariablemente este efecto. Había sentido como si una suave neblina descendiera sobre su mente a medida que avanzaba la reunión, aislándole de muchos de los tediosos detalles y discusiones. Conocía el efecto a través de muchos años de experiencia; cansancio ante tanta charla, tantas frases revestidas de autoridad, tantos expertos cubriéndose el trasero con juicios cuidadosamente impersonales.

Echó a un lado su mal humor y pulsó el Sec sobre su escritorio. Primero una lista de llamadas, ordenadas según su prioridad. Peterson había anotado cuidadosamente listas de nombres, de modo que al responder el ordenador del Sec supiera si debía tomar en consideración la llamada o no. Las listas variaban semanalmente, a medida que pasaba de un problema a otro. La gente que en una ocasión había trabajado con él en un proyecto tenía una irritante tendencia a suponer que podían seguir llamándole acerca de cosas secundarias, meses e incluso años más tarde.

Segundo, los memorándums llegados, con fechas límite para su respuesta.

Tercero, los mensajes personales. Nada esta vez, excepto una nota de Sarah acerca de su maldita fiesta.

Cuarto, noticias de interés, convertidas en resúmenes. Finalmente, los detalles menores inclasificables. Hoy no había tiempo para ellos. Revisó la categoría Uno.

Hanschman, probablemente quejándose acerca del problema de los metales. Peterson lo trasladó a uno de sus ayudantes tecleando un símbolo de tres letras. Ellehlouh, el norteafricano, con una última y desesperada súplica de más envíos de ayuda a las nuevas regiones alcanzadas por la sequía. Lo trasladó a Opuktu. Era el oficial encargado de seleccionar a quién debía enviar los embarques de grano y azúcar; él se encargaría. Una llamada de aquel Kiefer de La Jolla, calificada urgente. Peterson tomó el teléfono y pulsó el número. Ocupado. Apretó la tecla de repetición y dijo «Doctor Kiefer», para que la cinta añadiera lo de «el señor Peterson del Consejo Mundial está intentando comunicarse urgentemente con usted», e intentar la comunicación con el número de Kiefer cada veinte segundos a partir de entonces.

Peterson pasó a los memorándums. Pulsó para proyección en pantalla su propio memorándum, que había dictado mientras conducía hacia su trabajo aquella mañana para que el ordenador lo pasara a máquina. Nunca antes había probado aquel sistema.

…¿seguro que es esto?… Oh, sí, veo que está
encendida / entendida
la luz verde, por Dios ¿por qué no ponen correctamente todas las indicaciones y así no
me haré / mearé
un lío? Seguro que no habrá espacio para
adscribir / escribir / inscribir
otra carta, está bien, ahí va, hay que pulsar este botón, no hay tecla de opción
contextual / con textual
, en fin, veamos. Resumen para sir Martin relativo a la Proposición Coriolis. El Comité está de acuerdo en que el sitio lógico para
desarrollar / des arrollar
, si, esto, desarrollar el sistema es en la Corriente del Golfo, espero que las mayúsculas salgan en su sitio, ya lejos de la costa Atlántica de Miami, punto y aparte, sí.

Ayuna / Hay una
corriente de oh, este es el botón especial de pronunciación, supongo, una corriente de cuatro nudos firme y segura. Esa corriente es la que puede hacer girar las hélices de las gigantescas turbinas, produciendo suficiente electricidad como para toda Florida. Las turbinas son enormes, hay que admitirlo, 500 metros de diámetro. Sin embargo, parafraseando la definición técnica, diré que básicamente se corresponden a una ingeniería victoriana. Grandes y sencillas. Su casco mide 345 metros de largo, y quedan suspendidas a 25 metros por debajo de la superficie. Esto es suficiente como para que los barcos que pasen por encima puedan hacerlo con toda seguridad. Los cables de anclaje deben sumergirse hasta cerca de tres kilómetros en algunos lugares. Esto es poco
con parado / comparado
, si, comparado con los cables que deberán traer la energía hasta tierra firme, pero los servicios técnicos dicen que probablemente no habrá efectos secundarios.

Según nuestras proyecciones, los candidatos más inmediatos —gas natural procedente de las algas y energía de conversión térmica del océano— se hallan terriblemente detrás de Coriolis. El nombre, como usted in dudablemente sabrá y yo no sabía, procede de un matemático francés que demostró por qué las corrientes oceánicas actúan como actúan. Los efectos de la rotación de la Tierra y todo lo demás.

Los obstáculos son obvios. Instalar 400 de estas turbinas frenando la Corriente del Golfo puede ser arriesgado. El clima de gran parte del océano Atlántico depende de esa corriente, que pasa junto a Estados Unidos y Canadá y luego se adentra en el mar y desciende hasta el Caribe, sí, con be. Una simulación numérica a escala en el ordenador omni, no, todo mayúsculas, OMNI, muestra un efecto registrable de un uno por ciento. Completamente seguro, según los parámetros actuales.

El impacto político negativo es mínimo. El destinar 40 gigavatios de producción a esa zona silenciará las posibles críticas por la interrupción de la pesca, creo. Me permito aconsejar por lo tanto una aprobación rápida. Sinceramente, etc.

Peterson sonrió. Notable. Incluso asignaba los homónimos más probables. Corrigió el texto y lo envió a través del laberinto electrónico a sir Martin. Los detalles y las menudencias del comité eran para los ayudantes; sir Martin reservaba su tiempo para las decisiones, el delicado acto de equilibrio por encima del flujo de información. Había enseñado mucho a Peterson, hasta los detalles más nimios tales como el modo en que debía hablar en un comité donde tus oponentes estaban aguardando al acecho. Sir Martin hacía una pausa y respiraba en mitad de sus frases, luego se pasaba rápidamente el punto y aparte y se metía de lleno en la frase siguiente. Nadie sabía cuándo interrumpir.

Peterson pidió una revisión a su Sec. Descubrió que la llamada a Kiefer aún seguía dando como respuesta comunicando, y que dos de sus subordinados habían dejado mensajes grabados que revisaría más tarde.

Se reclinó en su sillón y estudió la pared de su oficina. Bien decorada, sí. Diplomas en pseudopergamino de sus excelencias burocráticas. Fotos suyas al lado de varios carismáticos fabricantes de eslóganes con sus biblias de palabrería. Profesionales del liderazgo, sonriendo a la cámara.

La reunión del comité de aquella mañana había contado con buena parte de ellos, junto con dedicados bioquímicos y meteorólogos numéricos. Sus informes sobre la distribución de las nubes eran inquietantes pero vagos. Las nubes eran nuevos ejemplos de la «función biológico cruzada», un término válido para todo que significaba interrelaciones en las que nadie había pensado todavía. Aparentemente el vórtice de vientos circumpolar, que había derivado hacia el ecuador en los últimos años, estaba absorbiendo algo en la región cercana a la floración. Los agentes biológicos desconocidos que eran arrastrados por las nubes habían ocasionado el marchitamiento de las más recientes cosechas de la Revolución Verde. Además de proporcionar cosechas uniformemente abundantes, la Revolución Verde proporcionaba plantas uniformemente débiles. Si una de ellas enfermaba, todas enfermaban. Lo devastadoras que podían llegar a ser las extrañas nubes de color amarillo oscuro era algo que no se sabía todavía. Se estaba produciendo algo extraño en el biociclo, pero las investigaciones aún no habían podido poner en su sitio todas las piezas del rompecabezas. La reunión se había saldado con riachuelos de indecisión. Los biólogos belgas se habían enfrentado a los categóricos desastrólogos, sin que ninguno de ellos exhibiera pruebas concluyentes.

Peterson meditaba en lo que podía significar esto, mientras hojeaba algunos informes. Inventarios, evaluaciones, cálculos especulativos, verdades innegables. Algunos de ellos estaban escritos en recios caracteres cirílicos, o en las volutas de la escritura arábiga, o en las patas de mosca asiática, o en el cuadrado tipo de ordenador del moderno inglés. Un tracto del Erdwissenschaft convertía al hombre en una pequeña molestia estadística, un insecto deslizándose sobre un mundo reducido a nombres y números. Peterson se sentía a veces maravillado por la mezcla de mentes que existía en el Consejo Mundial, el poder enciclopédico que representaban. Voces, una babel de voces. Ahí estaba la furiosa energía de los alemanes; la austera y finalmente asfixiante lógica de la belle France; los japoneses, ahogados ahora en su exceso industrial; los extrañamente tristes americanos, aún fuertes pero cada vez más parecidos a un boxeador envejecido, lanzando puñetazos a unos contrincantes que ya no estaban allí; los brasileños, que acababan de entrar en el escenario del mundo y parpadeaban ante los focos, deslumbrados. Hacía varios años, Peterson había efectuado una gira por Etiopía con un cloqueante grupo internacional de prospectistas del futuro, y observado como sus cálculos colisionaban con la vida real. En las polvorientas gargantas de rojiza piedra había visto a los hombres atacando y destruyendo hormigueros para apoderarse de las migajas de grano almacenadas allí. Mujeres desnudas, del color del barro y con pechos que parecían escuálidos sacos, colgantes, trepando por las mimosas para recoger los brotes verdes con los que hacer una sopa. Niños recolectando brezos y zarzas que masticar en busca de algo de humedad. Arboles despojados de su corteza, roídos en sus raíces. Esqueletos vueltos blancos y quebradizos por el sol junto a pozos secos desde hacía tiempo.

Los metodologistas de la previsión habían palidecido y habían dado media vuelta. Cuando era un muchacho había contemplado los programas del National Geographic en la televisión, y había llegado a pensar en los casi míticos animales de África como en distantes amigos, jugueteando en el horizonte del mundo. Leones, enormes y perezosos. Jirafas, con sus largos cuellos balanceándose en la distancia. Había sentido un amor de adolescente hacia todos ellos. Ahora estaban a punto de desaparecer. Había aprendido una lección allí, en África. Pronto no habría nada más grande que un hombre en el planeta que no fuera un proveedor de carne o un animal doméstico. Sin los animales gigantes, la humanidad se hallaría sola, con las ratas y las cucarachas. Peor quizá, se hallaría sola consigo misma. Este incierto desenlace no había preocupado a los futurólogos. Se habían limitado a cloquear acerca de montañas de mantequilla aquí contra hambrunas allí, y habían rellenado sus propias recetas. Amaban más sus teorías que al mundo. Forrester, haciendo resonar sus fantasías numéricas como si fueran cuentas; Heilbroner, empujando a la humanidad hacia una prisión a fin de asegurar su sustento; Tinbergen, que creía que una buena crisis nos despertaría de nuestro letargo; Kosolapov, cuyo optimismo marxista permanecía pacientemente sentado esperando que el hacha de la historia cortara el ultimo lazo con el capitalismo, como si la pobreza fuera únicamente un resfriado de la humanidad, no una enfermedad; sus contrarios, los seguidores de Kahn, con la engreída seguridad de que unas cuantas guerras y algunas hambrunas no afectarían demasiado a la renta media per cápita; el discípulo de Schumacher, con su ingenua fe de que los cártels de los hidrocarburos decidirían que las pequeñas industrias eran lo mejor después de todo; y Remuloto, el partidario de la Tercera Revolución Industrial, viendo la salvación en nuestros satélites artificiales.

Peterson recordó con una sonrisa que el Departamento del Interior de Estados Unidos había hecho una minuciosa predicción de las tendencias en 1937, y había olvidado la energía atómica, los ordenadores, el radar, los antibióticos y la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, seguían probando una y otra vez, con sus simplistas extrapolaciones lineales que seguían siendo, pese a los bancos de ordenadores para pulir los números, simplemente una nueva forma de mostrar su estupidez a un gran coste. Y estaban llenos de recetas. Un poco más de espíritu solidario, decían, y todo irá mejor. Para sobrevivir ahora, el Hombre ha de ser más paciente, prefiriendo las soluciones racionales a largo plazo a los problemas globales y dejando a un lado las viejas e irracionales demandas de soluciones a corto plazo. Todos ellos contemplaban un sueño de futuro en cierto modo lockeano, una ley natural que determinara simultáneamente los derechos humanos y las obligaciones humanas. Una ley no escrita, pero alcanzable a través de la razón. Una mitología de estoica resistencia podría conseguirlo, podría sacarnos del apuro. ¿Pero quién podía vendérnosla? La fe secular en las soluciones tecnológicas se había ido perdiendo en favor de la astrología y de otras cosas peores. Los descendientes de Jefferson estaban royendo sus últimas libertades y dejando para la posterioridad un deteriorado cubo de la basura. ¡Au revoir, Etats-Unis! Comprueben su nublada visión a la salida. Peterson miró a lo único en su pared que estaba fuera de lugar, un cartel con un siglo de antigüedad:

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