Cronopaisaje (47 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #Ciencia Ficción

Toda la naturaleza no es más que arte, a tus ojos ignorado; Todo azar, orientación, que tú no puedes ver;

Todo discordia, armonía, que no puedes comprender, Todo maldad parcial o bondad universal;

Y pese al orgullo, pese a los extravíos de la razón, Una verdad es clara; sea como sea, todo es correcto.

Se echó a reír en el momento en que sonaba el teléfono.

—¿Hola, Ian? —La voz de Keffer era lejana y aguda.

—Me alegra oírle —dijo Peterson, con una cordialidad artificial.

—No creo que se sienta tan alegre dentro de un minuto.

—¿Oh? —Keffer no había respondido con la esperada jovialidad con la que normalmente abría las conversaciones profesionales.

—Hemos establecido el proceso fundamental de esa floración de diatomeas.

—Estupendo, entonces podrán combatirla.

—En principio, sí. El problema es que se está volviendo incontrolable. El proceso está entrando en una fase en la que está tomando la envoltura del plancton y transformándola en las moléculas originales del pesticida base.

Peterson se sentó muy rígido y pensó intensamente.

—Como un movimiento religioso —dijo, por decir algo.

—¿Eh?

—Convirtiendo a los gentiles en apóstoles.

—Bueno… sí. El asunto es que eso hace que se extienda muy rápidamente. Nunca vi algo como esto. Ha preocupado a gran número de los chicos del laboratorio.

—¿No pueden encontrar ningún… antídoto?

—Con un poco de tiempo, probablemente sí. El problema es que no tenemos mucho tiempo. El proceso es exponencial.

—¿Cuánto tiempo?

—Meses. En un término de meses se esparcirá por todos los demás océanos.

—Cristo.

—Sí. Mire, no sé en qué medida puede hacer usted algo ahí, pero me gustaría que esos resultados llegaran directamente a la cumbre.

—Yo me encargo, por supuesto.

—Estupendo. Tengo aquí un informe técnico en clave. Se lo transmito a continuación, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Tengo preparado el receptor.

—Estupendo. Ahí va.

Fue sir Martin quien vio la relación. Había muy poca transferencia de vapor desde la superficie del océano hasta las formaciones nubosas. Pero supongamos que las impurezas en la floración podían transformar las envolturas celulares en microorganismos vivos independientes. A partir de ahí una pequeña cantidad de esa materia con tiempo suficiente, podía diseminarse a través de las nubes. El transporte a través del aire era rápido. Evidentemente mucho más rápido que a través del contacto con la zona interfacial biológica, en la superficie de interacción entre la floración y la vida marina.

Peterson se abrió camino en la penumbra que prevalecía dentro del restaurante. O al menos se llamaba a sí mismo restaurante; todo lo que podía ver era a gente sentada en el suelo. El incienso ascendía en volutas hacia su nariz, haciéndole sentir deseos de estornudar.

—¡Ian! ¡Aquí!

La voz de Laura le llegó desde algún lugar a su izquierda. Tanteó el camino hasta que pudo distinguirla, sentada sobre almohadones y sorbiendo algo lechoso con una pajita. Una música oriental flotaba por la estancia. Había sabido tan pronto como había dicho que sí que era un error acudir al encuentro de una chica con la que se había acostado una vez, simplemente porque ella estaba atravesando alguna especie de crisis. Las noticias de California y la agitación que habían causado en el Consejo lo habían mantenido clavado a su escritorio durante toda la noche. Los tipos del departamento técnico estaban histéricos. Algunos de los altos mandos habían hecho resaltar el hecho de que los técnicos ya se habían alarmado muchas veces antes, y se habían equivocado por completo. Esta vez Peterson no estaba seguro de que esta lógica fácil tuviera algún sentido.

—Hola. Realmente hubiera preferido que nos encontráramos en mi club. Quiero decir, esto está bien, pero…

—Oh, no, Ian. Yo deseaba verte en un lugar que yo conociera. No en algún club lleno de hombres.

—Realmente es muy agradable, no está lleno en absoluto. Podemos ir a dar una vuelta y cenar algo ligero…

—Pero quería mostrarte el lugar donde trabajo.

—¿Tú trabajas aquí? —Miró incrédulo a su alrededor.

—Hoy es mi día libre, por supuesto. Pero es un trabajo, ¡y un buen paso hacia mi independencia!

—Oh. La independencia.

—Sí, eso es exactamente lo que tú me dijiste que hiciera. ¿Recuerdas? Me he ido de casa de mis padres. He dejado Bowes & Bowes, y he venido a Londres. Y he conseguido un trabajo. La semana próxima empezaré mis clases de arte dramático.

—Oh. Oh, eso es estupendo.

Un camarero se materializó de la penumbra.

—¿Qué desea, señor?

—Oh, sí. Whisky. Y algo de comida, supongo.

—Los curries de aquí son muy buenos.

—Ternera, entonces.

—Lo siento, señor, no tenemos platos de carne.

—¿No tienen carne?

—Este es un restaurante vegetariano, Ian. Realmente estupendo. Todo es fresco, traído el mismo día. Pruébalo.

—Oh, Cristo. Un biryani, entonces. Con huevo.

—Ian, quiero contártelo todo acerca de mí, de mi marcha de mis padres, y de mis planes. Y deseo tu consejo respecto a convertirme en actriz. Estoy segura de que tú conoces a mucha, mucha gente que sabe cómo conseguirlo.

—Realmente no. Estoy en el gobierno, ya sabes.

—Oh, pero debes conocerla, estoy segura de que la conoces. Si simplemente piensas un poco, estoy segura… —Y mientras seguía hablando, Peterson decidió que realmente había cometido un error. Había sentido la necesidad de romper la tensión en el centro del Consejo, y la llamada telefónica de Laura había llegado en el momento preciso para tentarle. Había permitido que aquel instante dominara su buen juicio. Ahora se veía obligado a comer alguna comida horrible en un restaurante mantenido casi a oscuras porque no deseaban que uno viera toda la suciedad, y al mismo tiempo se veía arrastrado por aquella pequeña vendedora. Peterson hizo una mueca, seguro de que ella no se daría cuenta de su gesto bajo aquella luz. Bueno, al menos iba a comer algo; un poco de combustible para el trabajo que estaba seguro iba a venir a continuación. Y necesitaba apartar un poco sus pensamientos de sir Martin.

—¿Vives cerca de aquí? —preguntó.

—Sí, en Banbury Road. Pero me temo que el apartamento es poco menos que un armario.

—Estoy seguro de que no me importará. —Sonrió en la oscuridad.

31

Markham esparció sus papeles de trabajo sobre la estrecha tablilla abatible del asiento delantero del avión. Tenía la perspectiva de varias horas de aburrimiento cruzando el Atlántico, encajonado allí en el lado de la ventanilla. Las ecuaciones de Cathy Wickham se extendían ante él, los índices tensores pidiendo ser situados de esa o de esa otra manera, densas anotaciones cargadas de promesas.

—El almuerzo, señor —murmuró la profesionalmente inexpresiva azafata.

Aceptó educadamente una cajita de cartón y la depositó sobre la tablilla con un murmullo inconcreto de agradecimiento. Abrió los bordes doblados de la cajita. Una lluvia de paquetitos cayó entre sus papeles. Eran las ahora universales y cómodas (para ellos) unidades modulares de comida. Desenvolvió una, y se encontró con el obligatorio y correoso pollo. Dio un reluctante mordisco. Pastoso y agrio. Lo único que salvaba todo aquello era la ausencia de una envoltura de plástico, pensó. El bombardeo de los campos petrolíferos saudíes hacía varios años había puesto un brusco fin a la era del plástico, y un regreso al humilde cartón. La pulposa superficie gris de la caja le recordaba sus años de muchacho, antes de que los hidrocarburos dominaran el mundo. El lado humano de los contenedores de papel era el simple hecho de que aceptaban el contacto de una pluma, podían recibir un mensaje; la hoja de plástico rechazaba incluso la huella de sus usuarios temporales. Ociosamente, garabateó las nuevas ecuaciones cuánticas de campo en la caja de la comida. Las elegantes épsilones y deltas pronto rodearon marcialmente las letras de imprenta de la UNITED AIRLINES. Masticó con aire ausente. Pasó el tiempo. Markham vio un camino para separar los elementos tensores en varias ecuaciones reducidas. A golpes de reducciones emparejó las componentes del campo. Realizó unos cuantos cálculos colaterales para comprobar su trabajo. Los demás pasajeros se agitaban en la distancia. En un instante las cinco nuevas ecuaciones se alinearon en la acanalada superficie de la caja de la comida. Sospechó que tres de ellas eran viejas amigas: las ecuaciones de Einstein, con modificaciones para los efectos cuánticos cuando la escala de longitud era lo suficientemente pequeña. Las tres eran bien conocidas. Las otras dos parecían implicar más. Una acentuación de los efectos cuánticos añadía un nuevo término aquí, una mezcla de tensores allí. Parecía no haber forma de reducir más el sistema. Markham tambaleó sobre ellas con su pluma, frunciendo el ceño.

—¡Hey, mire eso! —exclamó de pronto el hombre que estaba a su lado. Markham miró por su ventanilla. Una inmensa nube, de un color amarillo sulfuroso y veteada de naranja, colgada frente a ellos—. Es la primera vez que la veo —dijo el hombre excitadamente. Markham se preguntó si el piloto iba a volar a través de ella. En unos segundos la ventanilla se vio velada por jirones de nubes, y Markham se dio cuenta de que estaban pasando ya a través de un segmento inferior de la masa amarillenta que gravitaba sobre sus cabezas. Un peso inesperado tiró de su estómago hacia abajo; el avión estaba ascendiendo.

—Directamente frente a ustedes, amigos, tienen una de esas nubes de las que todos hemos oído hablar. Estoy llevándoles hasta encima de ella, para que puedan verla mejor.

Aquella explicación le pareció diáfanamente falsa a Markham. Los pilotos no variaban su altitud por una cosa así. La nube parecía grávida, de alguna forma mucho más sólida que los algodonosos cúmulos blancos que la rodeaban. Rizados filamentos de un color oscuro emergían de su parte superior, formando como una especie de domo.

Markham murmuró algo y volvió a sus papeles. Copió las nuevas ecuaciones de la caja de cartón en una hoja y las estudió, intentando aislar el agudo lamento de los motores. En una ocasión, un ingeniero le había dicho que la nueva generación de motores superrápidos chillaban a niveles insoportables. La Rockwell International había tenido que gastar mucho dinero en investigación para paliar un poco aquel terrible sonido que se clavaba como lanzas en los oídos. Habían sido necesarios seis meses para envolver el aullido en una sábana de tranquilizador sonido bajo, de modo que los seres de sangre caliente que habían pagado por sus billetes y que iban en su interior pudieran viajar ofuscadamente tranquilos en aquel metálico abrazo. Bueno, aquello no servía de nada para él. Siempre había sido muy sensible al ruido. Encontró los tapones para los oídos en el compartimiento elástico frente a él y se los puso. Una bendita pantalla lo aisló. El único remanente del chillido de los motores era un temblor acústico que trepaba por sus piernas y se asentaba en sus dientes.

Pasó una hora comprobando las nuevas ecuaciones. Proporcionaban soluciones coherentes a los problemas límite que conocía. Limitando la longitud de la escala y dejando a un lado los efectos gravitatorios, encontró las ecuaciones estándar de la teoría relativista de partículas. El trabajo de Einstein emergió fácilmente, con unos cuantos trazos fáciles de la pluma. Pero cuando las ecuaciones de Wickham eran contempladas de frente, sin ningún paso lateral hacia un terreno más familiar, se presentaban opacas.

Estudió con ojos entrecerrados las cortas y gruesas anotaciones. Si cortaba por la mitad ese amasijo de términos aquí, y simplemente los dejaba a un lado… pero no, eso no era correcto. No podía limitarse a dar una desapasionada vuelta de manivela. Debía proceder con habilidad y buen juicio, para seguir avanzando con el impulso adquirido. Más allá de los estándares lógicos, estaban las cuestiones estéticas. Los nuevos desarrollos en física siempre te proporcionaban, primero, una estructura lógica que era más elegante. Segundo, una vez la comprendías, la estructura no era solamente elegante, sino que era más simple. Tercero, de la estructura surgían consecuencias que eran más complejas que antes. La omnipresente trampa en buscar nuevos caminos era invertir los pasos. Era difícil explicarle eso a un filósofo; había algo en el arte de las matemáticas que lo eludía a uno, a menos que lo buscaras. Platón había sido un gran filósofo, y había decidido que deseaba que los planetas se movieran en conjuntos de círculos, todos ellos interrelacionados entre sí para que dieran las órbitas observadas. Pero como descubrió Tolomeo, las leyes necesarias para conseguir esos círculos preestablecidos eran horriblemente complejas. Eso significaba leyes complejas conduciendo a consecuencias sencillas, el camino equivocado. De modo que todos los esfuerzos de Tolomeo dieron como resultado una teoría que chirriaba y gemía, con esferas cristalinas dando vueltas gracias a una compleja maquinaria llena de piñones y de ruedas y de cadenas transmisoras crujiendo y zumbando.

Por otra parte, la teoría de Einstein era lógicamente más elegante que la de Newton. Sutil, pero simple. Sus consecuencias eran mucho más difíciles de definir, lo cual era el camino correcto. Markham se rascó con aire ausente la barba. Si uno tenía esto en cuenta, podía desechar muchas propuestas antes incluso de empezar, sabiendo que a fin de cuentas terminarían en fracaso. En realidad, no había elección entre belleza y verdad. Uno tenía que aceptar las dos. En arte, la elegancia era como una mujer fácil, a la que cada generación de críticos daba una imagen distinta. En física, sin embargo, había una frágil lección que aprender de los milenios pasados. Las teorías eran más elegantes si podían ser transformadas matemáticamente a otras formulaciones por otros observadores. Una teoría que permanecía invariable bajo la transformación más general era la más hábil, la más cercana a una forma universal. La simetría SU(3) de Gell-Mann había alineado las partículas en hileras universales. El grupo de Lorentz; el isospín; el catálogo de propiedades etiquetadas Peculiaridades y Color y Atractivo… todo ello transformaba unos guarismos inconcretos en una cosa concreta. Así, para ir más allá de Einstein, uno debía seguir las simetrías.

Markham garabateó ecuaciones en un bloc de papel amarillo, buscando. Había pretendido pasar su tiempo elaborando su táctica con FNC, pero la política era basura comparada con la ciencia. Intentó distintas aproximaciones, retorciendo la compacta notación tensorial, escrutando el laberinto matemático. Tenía un principio guía: a la naturaleza parecían gustarle las ecuaciones expresadas en formas diferenciales covariantes. Encontrar las expresiones correctas…

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