Cronopaisaje (48 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #Ciencia Ficción

Elaboró las ecuaciones que gobernaban a los taquiones en un espacio-tiempo plano, realizando el ejercicio como un caso límite. Asintió. Allí estaban las familiares ecuaciones de onda de mecánica cuántica, sí. Sabía a dónde conducían. Los taquiones podían ocasionar una onda de probabilidades que se reflejara hacia delante y hacia atrás en el tiempo. Las ecuaciones hablaban de cómo actuaba esta función ondulatoria, del pasado al futuro, del futuro al pasado, un desconcertado viajero. Crear una paradoja significaba que la onda no tenía fin, sino que al contrario formaba una especie de esquema de onda estacionaria, como las olas de un océano en torno a un espigón, creando sus valles y crestas pero siempre regresando, un orden impuesto al inexpresivo rostro del agitado mar. La única forma de resolver la paradoja era penetrar en ella, romper el esquema, como una barca cortando las olas, dejando una agitada estela detrás. La barca era el observador clásico. Pero ahora Markham añadía los términos de Wickham, haciendo las ecuaciones simétricas bajo el intercambio de taquiones. Rebuscó en su maletín el artículo de Gott que Cathy le había dado. Allí estaba: Una cosmología de taquiones, antimateria, materia y simetría temporal. Arduo y difícil de aprehender. Pero las soluciones de Gott estaban allí, ante sus ojos, luminosas. Las fuerzas Wheeler-Feynman estaban también allí, mezclando las soluciones de los taquiones adelantados y retardados con las sumas no euclidianas. Markham parpadeó. En su aislado silencio algodonoso, se sentó muy envarado, sus ojos recorriendo línea tras línea, su imaginación saltando hacia delante para ver dónde las ecuaciones se abrían y apartaban para mostrar nuevos efectos.

Las ondas seguían allí, enigmáticamente confusas. Pero no había ningún papel para la barca, para el observador clásico. La vieja idea de la mecánica cuántica convencional había sido dejar que el resto del universo fuera el observador, dejarle que obligara a las ondas a colapsarse. En estos nuevos términos tensoriales, sin embargo, no había ninguna forma de regresión, ninguna forma de dejar que el universo en su conjunto fuera un lugar estable desde el cual todas las cosas podían ser medidas. No, el universo estaba firmemente emparejado. El campo de taquiones unía cada fragmento de materia con todos los demás. Incluir más partículas en la red lo único que hacía era empeorar las cosas. Los viejos teóricos cuánticos, desde Heisenberg y Bohr, habían llegado a alcanzar la metafísica en este punto, recordó Markham. La función ondulatoria se colapsaba, y éste era el hecho irreductible. La probabilidad de alcanzar una solución cierta era proporcional a la amplitud de dicha solución dentro de la totalidad de la onda, de tal modo que al final únicamente se conseguía una estimación estadística de lo que podía resultar de un experimento. Pero con los taquiones este toque metafísico tenía que desaparecer. Los términos de Wickham…

Un repentino movimiento llamó su atención. Un pasajero en la siguiente fila de asientos se aferraba a una azafata, con ojos vidriosos. Su rostro estaba crispado por el dolor. Una boca contorsionada, unos labios pálidos, unos dientes marrones. Sus mejillas estaban salpicadas de manchas rosas. Markham se quitó los tapones de los oídos. Un agudo grito le sobresaltó. La azafata consiguió que el hombre se tendiera en el suelo en medio del pasillo y sujetó sus frenéticas y engarfiadas manos.

—¡No… puedo… respirar! —La azafata murmuró algo tranquilizador. El hombre se agitó como presa de un ataque, sus ojos girando alocadamente. Entre dos azafatas lo arrastraron hasta más allá de Markham. Notó un olor agrio procedente del hombre enfermo y frunció la nariz, echando hacia arriba sus gafas. El hombre jadeaba a la esmaltada luz. Markham volvió a colocarse sus tapones.

Se sumergió de nuevo en la embalsamada quietud, consciente tan sólo del tranquilizador zumbido de los motores. Sin picos y valles de sonido, el mundo proporcionaba una sensación amortiguada, esponjosa, como si el clásico éter de Maxwell fuera una realidad, pudiera ser captado por las yemas de los dedos. Markham se relajó por un momento, pensando en lo mucho que le gustaba aquel estado. La concentración en un problema intrincado podía sumergirlo a uno en una aislada y densa perspectiva. Había muchas cosas que uno solamente podía ver desde un cierto distanciamiento. Desde su infancia había buscado esa sensación de libre deslizamiento, de sentirse suavemente alejado del comprometido agitarse del mundo. Había utilizado su oblicuo humor para distanciarse de la gente, sí, para mantenerse seguramente apartado del centro de donde vivía. Incluso de Jan, a veces. Uno tenía que formarse un lenguaje lúcido para el mundo, para superar el asalto de la experiencia, para reemplazar el dolor y la dureza y las debilidades de la vida cotidiana con… no, no con una seguridad, sino con una ignorancia con la que uno pudiera vivir. Una profunda ignorancia, pero pese a todo de un tipo que conociera sus propios límites. Los límites eran cruciales. Los cubos de Galileo deslizándose por encima del mármol de los salones italianos, su suave resbalar obedeciendo a la inercia de la mano que los lanzaba… eran realmente caricaturas del mundo. Aristóteles había comprendido en sus entrañas el horrible hecho de que la fricción era la que lo gobernaba todo, todas las cosas se arrastraban hacia su detención. Ése era el mundo del hombre. Sólo el juego infantil de los planos infinitos y de los cuerpos lisos, la realidad sin aristas, proyectaba una trama de consolador orden, de trayectorias infinitas, de armónica vida. Era preciso alejarse constantemente de ese mundo caricaturesco, desplegar estimulantes vuelos de estilo deductivo, respetable. Pero eso no significaba, cuando los artículos científicos aparecían bajo su disfraz de abstracciones y manierismos germánicos, que uno no hubiera estado en otro lugar, el lugar del que uno raramente hablaba.

Hizo una pausa en el sosegado silencio, y luego siguió adelante.

Se preguntó distantemente si su primera intuición habría sido la correcta; esas nuevas ecuaciones de la Wickman no permitían ningún escape a la paradoja, puesto que todo el universo estaba englobado en el experimento. La consecuencia de dar estabilidad a la onda era enviar a los taquiones hacia delante y hacia atrás en el tiempo, sí, pero también esparcirlos a velocidades superiores a la de la luz a través de todo el universo. En un instante, cada ápice de materia en el universo sabía de la paradoja. La estructura global del espacio-tiempo se entrelazaba en una sola unidad, instantáneamente. Ése era el elemento nuevo con los taquiones; hasta su descubrimiento, la física asumía que los trastornos en la métrica del espacio-tiempo tenían que propagarse hacia el exterior a la velocidad de la luz.

Markham se dio cuenta de que había permanecido mucho rato inclinado hacia delante, garabateando representaciones matemáticas de aquellas ideas. Su espalda le dolió como si tuviera clavados infinidad de pequeños cuchillos al rojo. La mano con la que había estado escribiendo protestó con un suave dolor. Se echó hacia atrás, reclinándose en su asiento. Bajo él vio la grisácea llanura del mar como si fuera una enorme pizarra para que Dios escribiera en ella sus ociosas ecuaciones. Un carguero dejaba tras él una estela que se curvaba con las corrientes, plata bajo el sol. Estaban descendiendo hacia el Dulles International en una suave y larga parábola.

Markham sonrió con serena fatiga. Los problemas te atrapan y te conducen a lo largo de impensadas corrientes. ¿Había alguna forma de resolver la paradoja? Sabía intuitivamente que allí estaba el núcleo de la física, la forma de demostrar de una manera rigurosa que podía alcanzarse el pasado. La lacónica nota en la caja fuerte del banco de Peterson probaba que había ocurrido algo, pero ¿qué?

Markham se agitó incómodo, irritado por el angosto asiento. El viaje en avión se estaba convirtiendo de nuevo en la forma de viajar privilegiada de los hombres ricos, sólo que esta vez sin alharacas. Luego volvió a alejar de su mente aquellos recuerdos pasados del inexorable mundo real. El problema aún no estaba resuelto, y todavía quedaba algo de tiempo.

¿Pero es posible decidir la existencia de la paradoja?, pensó. El matemático alemán Gódel había demostrado que incluso los sistemas aritméticos sencillos contenían cosas que eran ciertas, pero imposibles de probar. De hecho, uno ni siquiera podía demostrar que la propia aritmética fuera consistente… es decir que no contuviera paradojas. Gódel había obligado a la aritmética a describirse en su propio lenguaje. La había atrapado en su propia caja, la había prohibido probarse a sí misma mediante referencias a cosas exteriores a ella misma. ¡Y esto con la aritmética, el más simple de los sistemas lógicos conocidos! ¿Qué ocurriría con el universo, con los taquiones yendo de un lado para otro, tejiendo la trama del espacio-tiempo? ¿Cómo podían todos los garabatos de todos los blocs de papel amarillo del mundo atrapar ese enorme tramado en las antiguas cajas del sí / no, verdadero / falso, pasado/futuro? Markham se relajó en su rebosante entusiasmo. El avión hizo clunk, y se inclinó hacia el suelo.

El punto que seguía desconcertándole era por qué Renfrew necesitaba enviar un mensaje, crear una paradoja. Los taquiones eran producidos constantemente por la colisión natural de las partículas de alta energía… así era como habían sido descubiertos.

¿Por qué esos taquiones naturales no producían alguna paradoja en algún lugar? Frunció el ceño. El avión hundió más el morro, dando la impresión de estar asomándose al borde de un pozo, con las piernas colgando. Los taquiones naturales… la respuesta tenía que ser que se necesitaba un impulso mínimo para desencadenar una paradoja. Algún volumen crítico de espacio-tiempo tenía que ser retorcido, y entonces la alteración se propagaba instantáneamente hacia fuera, con la suficiente amplitud como para ser apreciable. Uno podía cambiar el pasado a voluntad, siempre que no creara paradojas que tuvieran la suficiente amplitud. Una vez se franqueaba el umbral, la onda de taquiones tenía un impacto significativo en todo el universo. Pero si era así, ¿cómo podía uno decir que eso había ocurrido realmente? ¿Cuál era su firma? ¿Cómo hallaba el universo una forma de resolver la paradoja? Sabían que habían alcanzado el pasado… Peterson lo había probado. ¿Pero qué más podía ocurrir?

Markham sintió un súbito aguijonazo de percepción. Si el universo era un sistema completamente entramado sin ningún mítico observador clásico para colapsar la función de onda, entonces la función de onda no tenía por qué colapsarse en absoluto. Y entonces…

Un golpe dislocante. Markham alzó la vista sorprendido, y vio el suelo girar bruscamente. Delante estaban los pacíficos campos verdes de Maryland. Un grupo de árboles se deslizaba bajo las alas. En la cabina, un maremágnum de voces. Gritos. Un resonante zumbido. El bosque estaba cada vez más cerca. Los árboles se destacaban nítidos, precisos, con la claridad de las grandes ideas. Los observó pasar velozmente mientras el avión se convertía en algo ligero, aéreo, una telaraña de metal que caía con él, materia muda atrapada por la curva geométrica de la gravedad. Schriiiiii. Los árboles eran pálidas varillas en la oblicua luz, cada uno de ellos con una bola verde estallando en la copa. Pasaban más y más aprisa, y Markham pensó en un universo con una función de onda, diseminándose en nuevos estados de existencia a medida que una nueva paradoja se estaba formando en su interior como la semilla de una idea… Si la función de onda no se colapsaba… Había mundos ante él, y mundos detrás. Hubo un seco crac, y repentinamente vio lo que hubiera debido ser.

32

Peterson despertó lentamente. Mantuvo los ojos cerrados. Su cuerpo le dijo que no se moviera, pero no podía recordar por qué. Había un murmullo de movimiento a su alrededor, voces apagadas, un rumor metálico en algún lugar distante. Abrió brevemente los ojos, vio paredes blancas, una barra cromada. Sintió vértigo. Recordó entonces dónde estaba. Cautelosamente, palpó su cuerpo. Tenía una sensación de torpor, como si todo él estuviera hecho de algodón. Un dolor frío y penetrante. La barra a un lado de una cama se hizo más nítida. Giró la cabeza, dando un respingo de dolor, y vio una botella suspendida sobre él. Intentó seguir los tubos con sus ojos, pero no pudo. Tenía algo metido en la nariz. Un tubo conectado a su brazo le ocasionó una punzada de dolor cuando intentó moverlo. Quiso llamar a la enfermera. Lo único que consiguió fue emitir un ronco gruñido.

De todos modos, ella le oyó. Un rostro redondo con gafas y un gorro blanco entró en su campo de visión.

—Oh, ¿se ha despertado? Estupendo. Pronto estará bien de nuevo.

—Frío… —Cerró los ojos. Sintió que arreglaban las sábanas a su alrededor. Quitaron la sonda de su nariz.

—¿Puede mantener un termómetro en su boca? —dijo la enérgica voz—. ¿O probamos el otro extremo?

La miró de reojo, sintiendo un repentino odio.

—Boca… —Su lengua parecía peluda y enorme. Algo frío se deslizó dentro de su boca. Unos fríos dedos sujetaron su muñeca en busca del pulso.

—Bien, se está recuperando estupendamente. Es usted de los afortunados, de veras. Conseguimos darle algo de Infalaithin-G antes de que le afectara realmente.

Frunció el ceño.

—¿Hay… otros?

—Oh, sí —dijo ella alegremente—. Estamos desbordados. No quedan camas en ningún lado. Ahora los están poniendo en urgencias. Pero pronto eso estará repleto también, se lo aseguro. Usted tiene una habitación particular, pero tendría que oírlos quejarse y gemir en la sala E. Sesenta camas han metido allí. Todos a causa de lo que han comido, como usted. Aunque la mayoría de los casos son peores. Como le he dicho, usted es de los afortunados. Ahora es preciso que le demos un poco de comida.

—¿Comida? —dijo horrorizado. El recuerdo de su última cena con Laura lo abrumó con una náusea—. ¡Enfermera!

—¿Quiere vomitar? —Sonaba tan alegre como siempre. Deslizó diestramente una palangana en forma de riñón bajo su barbilla y sujetó su cabeza. Peterson vomitó miserablemente. Una baba verduzca se deslizó por su barbilla y dejó un sabor amargo en su boca. El estómago le dolía como un infierno.

—¿Lo ve?, no tiene nada dentro. Así que tiéndase tranquilamente y no vuelva a excitarse, ¿de acuerdo?

—Dijo usted comida —acusó él rasposamente.

Ella se echó a reír.

—Bueno, sí, lo dije, pero no quería decir exactamente comida. Hay que cambiarle la botella de suero, eso es todo…

El volvió a cerrar los ojos. Su cabeza pulsaba dolorosamente. La oyó ajetrearse por la habitación. Luego la puerta se cerró. En la distancia, a través de las dobles ventanas, oía el zumbido del tráfico de Londres. ¿Dónde estaba? ¿En el hospital Guy, quizás? Ahora recordaba más claramente. Le había ocurrido de pronto. Se había sentido bien al volver a casa. Se había despertado tras apenas una hora de sueño, sintiendo una vaga náusea, y se había levantado de la cama. La terrible parálisis se había apoderado de él apenas dar unos cuantos pasos. Recordaba haber permanecido tendido, enroscado en el suelo de su dormitorio, incapaz de gritar, sin atreverse apenas a respirar. Sarah, por supuesto, estaba fuera. Imaginó que podía haber muerto si aquélla hubiera sido también la noche libre de la criada.

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