Los Cortacans siempre habían despertado sospechas.
Pero no se les tocó, ni un pelo, aunque por precaución abandonaron la ciudad, como la mayoría que pudo permitírselo por tener segundas residencias en el campo o familia en algún pueblo cercano.
Si los burgueses de primera fila regresaban era porque allí ya no había ley ni orden, y mucho menos peligro para ellos.
¿Qué edad tendría el joven Cortacans?
«Ni idea —jadeó—. ¿Tú qué sabes de esas cosas?».
La única vez que había visto a Pasqual Cortacans fue en una recepción a la que acudió como invitado de casualidad. No era su mundo, ni su gente. Pero allí estaba él, con su mejor traje y su peor cara de circunstancias, llevando del brazo a una Quimeta resplandeciente. Eso había sido cuatro, cinco… no, siete años antes, en las fiestas de la Mercè del 32. Una eternidad. Lo recordaba porque Roger se había roto un brazo jugando al fútbol y su madre no quería dejarlo solo en casa. Le dijo que no iba a ir sin ella, porque no sabría de qué hablar ni con quién, y finalmente la convenció. Mejor dicho, la convenció Roger, insistiendo en que no pasaba nada, que no era más que un brazo, que fueran a divertirse.
Y fueron.
Pasqual Cortacans era uno de los centros y focos de atención. No se lo presentaron. ¿Para qué? Un empresario prominente y un simple inspector de policía eran mundos divergentes. Pero no hacía falta una presentación. Se hacía notar. Hablaba de la expansión del mercado, del papel de España en Europa, de las amistades internacionales que convenía tener y no tener, de las bonanzas del capitalismo en sintonía con los nuevos poderes emergentes de Alemania e Italia en contra de la ferocidad depredadora de la nueva Rusia, de la pérdida de potencial en los países de habla hispana de América del Sur y del mundo en general. Y lo hacía con aplomo, con la seguridad de los triunfadores y bajo la carpa de admiraciones, sonrisas y halagos de no pocos acólitos cuyos ojos brillaban bajo su luz. Entonces rondaría los cuarenta y cinco años.
Tras eso, lo único que sabía era lo que decían de tanto en tanto los periódicos.
Influencia, riqueza…
Orinó antes de llegar a la calle Balmes, en un árbol, ausente de miradas aviesas. El hambre le hizo crujir el estómago a la altura de la Via Augusta; el sonoro vacío de su estómago se repitió un poco más arriba, antes de llegar a la Bonanova. Ni siquiera miró el reloj para saber lo que invertía en la larga caminata. A uno y otro lado, los campos salpicados por viejas villas ofrecían un aspecto de abandono y miseria. Todo lo que antes se hubiera plantado en ellos había dejado de crecer hacía mucho, por falta de casi todo. Algunos pequeños grupos de personas que hablaban y callaban al verle pasar, lo mismo que algún transeúnte perdido y de paso apresurado, siguieron con los ojos su marcha lenta y envuelta en cavilaciones. Hablaba solo, se hacía preguntas y las respondía. No era un mal sistema. Pero en aquellas circunstancias resultaba casi patético. Desde lejos parecía lo que era: un viejo solitario, al borde de la senilidad, hablando solo; ni más ni menos. Con un bastón en la mano el cuadro habría sido completo.
¿Tendrían en cuenta eso los vencedores, a la hora de decidir sobre él?
¿Lo fusilarían, con su orgullo a cuestas?
Se encontraba ya en la plaza de la Bonanova, coronado el leve ascenso hacia las faldas del Tibidabo. El paseo quedaba a su izquierda, llano y recto hasta Sarrià. Recuperó fuerzas apoyado en un árbol, imaginándose en la nueva España fascista. Se vio saludando, brazo en alto, y se le revolvió el estómago con un efecto peor que el del hambre.
¿Alguien que se denominaba a sí mismo Caudillo y Generalísimo iba a gobernar el país?
«Vete a casa».
Dejó el árbol y enfiló el paseo de la Bonanova.
«Tozudo metomentodo».
La zona parecía deshabitada, muerta, con las mansiones más o menos señoriales brotando en el horizonte, atrapadas en sus jardines y amparadas por sus muros de piedra. Pero no se oía nada, y menos disparos, aunque ya hacia las afueras, por Sarrià, todo era posible, incluso que se hubiera instalado un puesto defensivo para proteger la ciudad por allí y evitar que el enemigo coronara la montaña desde la cual podría bombardear el casco urbano.
Por lo que recordaba, los Cortacans vivían un poco más abajo del Monestir de l’Inmaculada, en la calle de las Escoles Pies con el mismo paseo de la Bonanova. Un par de servicios le habían llevado por la zona antes de la guerra. Incluso recordaba la casa.
Una mansión de las de antes. De las de siempre.
Todas aquellas residencias señoriales habían sido expropiadas entre julio y agosto del 36. Todas habían pasado a manos «del pueblo». Ahora el pueblo las había abandonado y el rastro era el de la miseria y el dolor, la devastación y la tristeza. Muros caídos, puertas abiertas, la estremecedora sensación del vacío, como si un huracán lo hubiera arrasado todo. Allí incluso hacía más frío.
Se subió las solapas del abrigo.
Si no comía algo, a lo peor se desmayaba.
La torre de los Cortacans mantenía su regia prestancia a pesar del envite de los tiempos. Parecía vacía. Ignoraba quiénes se apoderaron de ella con la victoria popular y republicana sobre los fascistas en julio del 36, pero desde luego, fuesen quienes fueran, se habían ido a toda prisa hacía bastante. Días. A diferencia de otras, sin embargo, no tenía las puertas y ventanas abiertas, sino cerradas.
Así como la cancela exterior.
Miquel Mascarell la observó desde la calle. Siguió su hermosa línea, la firmeza de su estructura a prueba de revoluciones, el diseño de viejo palacio situado fuera del tiempo, la calidad de los materiales que se habían empleado en su construcción. Tenía un edificio central, rectangular, dos plantas, dos alas laterales cuadradas, techo inclinado por delante y por detrás y ventanas sobresaliendo de él. A pesar de lo descuidado del jardín delantero, abatido además por el frío invernal, se le antojó que su contorno era hermoso, diseñado por una mano que amaba la naturaleza. Un jardín que reverdecería con unos pocos cuidados en la inminente primavera.
Una vez comprobado que la puerta de la cancela exterior estaba cerrada, rodeó el muro por la parte de la izquierda, la menos céntrica, hasta dar con lo que buscaba: un punto que le permitiese el acceso al interior. En aquel lugar el muro había sido derruido de forma parcial, por una explosión o por alguien que quiso irrumpir en la finca. Pese a sus años no tuvo que esforzarse mucho para salvarlo. Le bastó con afianzar los pies, sujetarse con las manos y dar un pequeño salto final. Sus pies se hundieron en una grava que crepitó bajo su contacto.
«¿Qué estás haciendo?».
Si el joven Cortacans estaba en Barcelona, como daban a entender los indicios y su relación con Patro Quintana, lo más seguro es que viviera en otra parte, en un piso secreto, o tal vez oculto en casa de un familiar o un amigo.
Salvo que su familia tuviera prisa en recuperar sus posesiones entre la desbandada republicana y la llegada de los facciosos.
Caretas fuera.
Caminó hasta la puerta principal y se aseguró de que estaba cerrada. Después rodeó la mansión como acababa de hacer con el muro, a la búsqueda de un resquicio por el que colarse. La lógica le decía que se marchara. Su instinto no.
Sobre todo porque la lógica había dejado de tener carta de naturaleza en aquellos momentos y al amparo de aquellos días irreales.
Encontró lo que buscaba en el ala de la derecha, al resguardo de miradas ajenas desde la calle o la parte delantera del jardín, una ventana cerrada pero de acceso fácil, porque detrás de ella no había ni contraventanas ni otra protección que la del precario cristal que la cubría. Bastaría con una piedra para romperla.
No las había de gran tamaño, pero sí pequeñas: la grava que cubría los caminos, los accesos a los parterres o el entorno de la formidable villa. Se agachó, tomó tres con la mano izquierda y se dispuso a echar la primera.
Su gesto murió antes de iniciarse.
—¡Quieto!
Lo atrapó el susto, el miedo, la sensación de peligro capaz de paralizarlo mientras todo su cuerpo se adentraba en un gélido océano. El hombre había aparecido por su lado derecho, y llevaba una escopeta de caza de dos cañones. Suficiente para volarle la cabeza o atravesarle el pecho. Sabía lo bastante de armas para darse cuenta de que con aquélla no se cazaban conejos, sino elefantes.
—No dispare. —Dejó caer las tres piedras al suelo.
—¿Por qué no iba a hacerlo si no es más que un maldito ladrón?
—Soy policía.
—¿Qué?
—Inspector Mascarell. Miquel Mascarell. Si me permite…
Hizo los gestos lo más despacio que pudo. Bajar la mano, extraer su credencial, abrirla, mostrársela al hombre. Era un tipo joven, unos treinta años, ojos pequeños, labios rectos. Todo en él era más frío que el ambiente.
—De acuerdo, es policía, ¿y qué?
—No va a matar a un policía.
—¿Por qué no?
Se guardó la credencial, tan despacio como la había extraído. Recordó que llevaba su arma reglamentaria. Con dos balas. Estuvo tentado de echarse a reír. Dos balas de pistola contra dos cañonazos procedentes de la escopeta de su interlocutor.
—¿Quién es usted? —le preguntó.
—No, el que pregunta soy yo. ¿Qué está haciendo aquí? ¡Todas las fuerzas vivas de la ciudad se han largado, por Dios!
—Es un asunto oficial.
—¿Oficial? ¿Aquí? ¡Pero si esta casa ha estado vacía estas últimas dos o tres semanas!
El arma subió un poco más. No era necesario que apuntara, pero lo hizo.
—He de ver a Jaume Cortacans —lo detuvo pensando que, pese a todo, iba a disparar—. Ésta era la casa de los Cortacans, ¿no? Sólo venía para asegurarme de que… —Se sintió más y más estúpido—. Bueno, quiero decir que pensaba que tal vez…
La escena quedó detenida en el tiempo.
Su inquietud frente a la firmeza del aparecido.
Los ojos del hombre de la escopeta fueron de él a un punto situado a su espalda.
Como si allí hubiese algo, o alguien.
No se volvió.
El silencio se prolongó por espacio de unos pocos segundos más.
—¿Para qué quiere ver a mi hijo?
La segunda voz provenía de su espalda.
Así pues, sí había alguien allí.
Volvió la cabeza y le vio como si fuera la primera vez. Entonces le reconoció. Los años de guerra no le habían cambiado demasiado desde aquel lejano 1932, cuando su imagen era más o menos habitual en algunos medios de comunicación. Fotos en la prensa, en actos sociales, inauguraciones, acontecimientos de cualquier índole antes del 36. Vestía con la misma sobriedad que el hombre de la escopeta: ropas sencillas, discretas, con aire de usadas, pero aun con ellas no perdía el punto de elegancia y clase, la dignidad de la que siempre se había revestido. La misma que no se perdía ni se ganaba con una guerra, porque iba pegada a la piel y al carácter como un sello de poder. La delgadez contrastaba con la dureza de sus facciones. El revólver de su mano derecha hacía juego con la escopeta del otro hombre, probablemente alguien a su servicio.
Pasqual Cortacans.
—Buenas tardes. —Quiso ser cortés.
—Le he hecho una pregunta. —Movió la mano armada.
—No es nada importante. —Trató de que su voz sonara lo más sincera posible—. Por lo que parece y me han contado, su hijo Jaume conoce a una joven que a su vez conoce a otra a la que estoy buscando.
—¿Está buscando a una mujer? —Pareció no creerle.
—Así es.
—¿Aquí, en Barcelona, ahora?
—Soy policía.
Se lo dijo con naturalidad, como si fuera una evidencia situada más allá de cualquier otra razón. Y comprendió que, policía o no, si le disparaban allí nadie se enteraría de su muerte. Su cadáver podía aparecer en pleno paseo de la Bonanova para servir de alfombra a las botas de las tropas nacionales.
—¿Está su hijo con usted, señor Cortacans? —se atrevió a preguntar ante el silencio de los dos hombres armados.
—No.
—¿Podría…?
—Por Dios, cállese ya. —Pasqual Cortacans bajó la pistola—. Hace frío, ¿sabe? Será mejor que entremos y nos sentemos.
Fue el primero en dar media vuelta, hacia la parte de atrás de la mansión, esperando que lo siguiera. Miquel Mascarell tardó todavía un poco en reaccionar.
Miró a su espalda y vio que el hombre de la escopeta no había bajado la guardia.
Seguía apuntándole con ella.
Entonces sí echó a andar tras los pasos del dueño de la casa.
Entraron en la mansión por la puerta posterior. Pasqual Cortacans abría la marcha. Le seguía él, a unos cinco pasos de distancia. Y cerraba la comitiva el acompañante del primero, servidor, sirviente o lo que fuera aquel hombre de ojos y labios gélidos. Miquel Mascarell sentía casi el impacto de los cañones del arma en su piel. Una presencia que se le antojaba espantosa y humillante.
El interior de la casa parecía haber sufrido el paso de un ciclón. Un vendaval humano que había diseminado por el suelo papeles y más papeles, archivos de cartón, libretas rotas y documentos inservibles. Y no era algo reciente. Había polvo en los rincones. Pasaron por encima de ellos, atravesando estancias desiertas, hasta alcanzar una habitación de reducidas dimensiones. No era extraño que la utilizaran para refugiarse, porque era cálida. Las paredes, de madera, ofrecían confort. También había algunas sillas, dos butacas, un sofá. En la chimenea el fuego estaba apagado, por precaución. El frío se combatía con ropa y mantas.
—Siéntese.
Más que una invitación fue una orden.
La obedeció.
—Gracias, Fernando.
El hombre de la escopeta se había detenido en la puerta, todavía con ella amenazante.
—¿Quiere que me quede, señor?
—No creo que sea necesario, aunque no se vaya lejos. —Pasqual Cortacans escrutó a su visitante—. Si el inspector está… trabajando —lo dijo con intención—, sólo habrá venido a hablar, ¿no es cierto?
Miquel Mascarell asintió con la cabeza, en forma leve, una, dos, tres veces.
El dueño de la casa ocupó una butaca enfrente de la suya. Sus gestos eran firmes, secos, casi violentos. Gestos de dominio. Cruzó la pierna derecha sobre la izquierda. A él se le antojó premonitorio sin saber el porqué de tan peregrina asociación. Luego dejó que lo observara con descarada minuciosidad, prescindiendo de si era grosero o no. Pasqual Cortacans lo taladró de arriba abajo. Al terminar su examen le hundió los ojos en los suyos y se mantuvo así por espacio de otros cuatro o cinco segundos.