—La madre no sé, pero ellas… Ya no son tan crías. Ésta no me lo ha parecido, pese a la edad.
No quiso mostrarle la fotografía que llevaba en el bolsillo izquierdo del abrigo. La mantuvo oculta. Era como si quisiera preservarla. Tampoco quería dar más explicaciones.
—¿Cuándo la han traído?
—A primera hora de la tarde, sin ningún papel encima.
Iba a preguntar de qué había muerto pero ya no tuvo tiempo. Bartomeu Claret le franqueó la puerta del depósito y entraron en el reino del silencio final. La cámara estaba mucho más fría que el resto de las dependencias hospitalarias. En ella contó media docena de cuerpos, todos cubiertos con sábanas. El médico se acercó al del extremo de la izquierda y, sin mediar ninguna otra palabra, retiró el embozo, liberando el rostro del cadáver de su encierro para que su compañero pudiera verlo.
Miquel Mascarell soltó el aire que había retenido sin darse cuenta en sus pulmones.
Mercedes Expósito era todavía más hermosa que en la foto. Ni siquiera la muerte le había podido arrebatar, todavía, aquella luz juvenil y la frescura que exhalaba su rostro. Con los ojos cerrados, los labios bellamente dibujados y el cabello desparramado en torno a su cabeza, parecía estar durmiendo. La piel rezumaba blancura. Un mármol en vías de extinción, porque con el paso de las horas todo aquello desaparecería, se convertiría en un recuerdo borroso.
La muerte alienta, construye y mima aquello que después ha de llevarse.
—¿Es ella? —preguntó Bartomeu Claret ante su silencio.
—Sí.
—Lo siento.
—Yo más. —No podía apartar sus ojos de aquella cerámica única.
—¿Quieres ver el resto?
—No. Dímelo tú.
—No te gustará.
—Adelante.
El médico le cubrió la cara de nuevo y se quedaron solos. Ya lo estaban, pero ahora era como si lo estuvieran más.
—La golpearon. Tiene varios hematomas por el cuerpo, sobre todo en el pecho, el abdomen y las piernas. También se aprecian marcas en las muñecas, como si la hubieran atado. Pero no murió a consecuencia de eso, sino de la pérdida de sangre que le ocasionó el desgarro vaginal.
—¿Violación?
—Parece. Y en cualquier caso, múltiple. Fue algo muy sádico.
Miquel Mascarell se apoyó en la mesa sobre la que reposaba el cuerpo de Merche.
Ya no tenía nada que vomitar, pero su estómago volvió a agitarse.
—¿Tienes idea de cuándo…?
—Por el estado del cuerpo diría que hace dos o tres días.
—La noche que desapareció, o el día siguiente como mucho.
—El hecho de que haya estado haciendo tanto frío ha ayudado a conservar el cadáver todavía en buen estado. Lo dejaron a la intemperie, en un descampado.
—¿Dónde?
—Por la avenida del Tibidabo.
—Eso no está muy lejos del paseo de la Bonanova.
—¿Y?
—No, nada. ¿Quién la ha encontrado?
—Unos niños, jugando. Estaba relativamente oculta, entre unas matas y medio tapada por unos cascotes.
—¿Iba vestida?
—Sí, pero sin la ropa interior.
—Ya.
—¿Crees que la golpearon antes de forzarla o durante el acto?
—Pienso que durante el acto, pero sin hacerle una autopsia… Y no me pidas que se la haga porque sabes que ahora mismo es más importante ocuparse de los vivos que de los muertos. Bastante insólito es que hayamos podido traerla hasta aquí, pero en eso sí ha habido suerte. Lo ha hecho una pequeña camioneta que hoy se ha dedicado a recoger muertos.
Siguió mirando el cuerpo oculto bajo la sábana. El blanco lienzo silueteaba sus formas, el pecho aplastado, la masa púbica formando un leve promontorio central, la dimensión de las piernas hasta la elevación de los pies. Pensó que tal vez fuera la última víctima inocente de una guerra absurda.
—¿Estás bien?
—Sí —mintió el policía.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Claro.
—Esa otra mujer de la que hablabas antes, la madre de la chica. Has dicho que ha muerto esta mañana.
—Sí.
—¿Dónde?
—En Gràcia.
Bartomeu Claret dio un solo paso. Se detuvo junto a otro de los cadáveres del depósito, el que estaba situado al lado del de Mercedes. Sin decir nada retiró también de él la parte superior de la sábana que lo cubría.
Reme.
—Es ella —suspiró Miquel Mascarell.
—Después de todo, se han reunido, ¿no te parece?
No era un comentario sarcástico, únicamente una realidad.
Pero se le antojó de lo más triste.
Era hora de volver a casa.
Le despertó el mismo silencio con el que se había arropado la noche anterior. Silencio de espera. Silencio de contención. Por él supo que ellos todavía no habían entrado en la ciudad. Por él supo que disponía de unas horas más, porque desde luego, si no había combates, aparecerían en pleno día, con luz, para hacer una entrada triunfal. Ningún conquistador irrumpe en la tierra ganada de noche, bajo las sombras. Siempre es a plena luz.
Y en caso de que hubiera combates…
Quimeta dormía a su lado, plácida. Un milagro. La penumbra confería a su rostro una blancura espectral. La respiración era acompasada. Quizás el dolor se contuviera en aquellas horas inciertas, o quizás lo contuviera ella. Lo cierto es que apenas si recordaba haber abierto los ojos durante la noche, pese a sus pesadillas, y eso era debido a que su mujer tampoco lo había hecho. Arropados bajo las mantas, unidos, cualquier gesto se transmitía del uno al otro.
Contempló su rostro extrañamente bello y sereno.
Quimeta siempre había sido una mujer especial.
Tanta energía, tanto amor, tanto entusiasmo por las pequeñas cosas de la vida, a la que únicamente había pedido justo lo que la vida le había negado: salud y ver crecer a su hijo. Casi era un desperdicio. Si la palabra injusticia tenía un sentido, ella era la prueba de su sinrazón.
Los Cortacans salían de sus agujeros y las Quimetas del final de la guerra se disponían a desaparecer sin rastro.
La veía dormir, con aquella sensación de paz, atrapado por la magia del momento, cuando se interpuso la imagen de Merche en su camilla del depósito del Clínic y todo cambió.
Otra clase de paz.
La eterna.
Alguien la había forzado hasta reventarla.
Quiso acariciar a Quimeta, tocarla, por propia necesidad anímica, pero se contuvo. Quiso apartarle el mechón de cabello gris que le caía por encima de la frente y no lo hizo. Temió que un simple roce la despertara y la condujera de regreso a la realidad. Si soñaba debía de hacerlo con algo muy agradable. Por lo tanto se movió despacio, muy despacio, para tratar de salir de la cama sin alterar aquella calma. Lo logró al precio de dejar de respirar y moverse a cámara lenta. Cuando puso los pies en el frío suelo se estremeció y estuvo a punto de estornudar. Buscó las viejas zapatillas y se las calzó, aunque prefirió arrastrar los pies a caminar y hacer ruido con ellas.
Después recogió su ropa y salió de la habitación.
Se vistió primero, para no coger frío, y luego fue a orinar al minúsculo retrete del piso. Últimamente le costaba hacerlo por las mañanas. La próstata. No se forzó; esperó un rato y consiguió evacuar un chorrito muy poco espectacular y algunas gotas de complemento. Como remate se lavó la cara con agua en la cocina y eso lo despejó por completo. Vomitar la parca cena la noche anterior le había vuelto a dejar vacío, así que el hambre hizo acto de presencia estremeciendo su estómago.
Necesitaban comida.
¿Por qué no abrían de una vez los almacenes? Por lo menos que las tropas franquistas no se encontraran con una ciudad famélica a la que poder humillar todavía más. Y con los malditos almacenes llenos, según se decía. Si no comía algo, tal vez acabase desmayado en cualquier esquina. Comer. La Gran Utopía. Con un dinero que ya nadie quería porque no serviría de nada, lo único que quedaba era la desesperación. La gente hervía lo que podía, cuanto pudiera darle un sabor. Había oído decir que en la Barceloneta usaban la arena de la playa, hasta que los dolores de estómago y las diarreas acabaron con ello.
Registró la cocina, por si habían olvidado algo en algún rincón. Pasó la mano por los fondos de las latas y los botes, en busca de migajas. Revolvió por los armarios vacíos y se contentó con un pedazo de pan tan duro como una piedra. Pero entre perder un diente o desfallecer aún más, escogió lo primero. Roer el pan hacía tanto ruido que se fue al balcón.
Cuando se asomó al exterior el día ya llevaba un buen rato clareando bajo un cielo azul, pero la mañana todavía no había hecho acto de presencia. Desde las alturas de su casa miró la calle, tan vacía de automóviles, carros o bicicletas como los últimos días, pero con los primeros caminantes moviéndose ya de un lado a otro.
Lo peor de aquella cuenta atrás era la incertidumbre.
Sólo faltaba el cuándo.
Contempló la ciudad apagada y silenciosa. Ningún bombardeo. Ningún estallido que denotara combates cercanos o lejanos. Era igual que vivir en una burbuja.
A punto de explotar.
Mercedes Expósito ya se había instalado en su mente. Ella y su madre aguardaban. Ella y su madre le pesaban como si sus cuerpos fueran de plomo y los llevara encima de la cabeza. Pensaba que la culpa era un invento religioso, para controlar a los humanos, para someterlos y confundirles con el miedo. Las religiones impedían la felicidad porque incluso para vivir había que pedir perdón y llorar. Y sin embargo ahora sentía esa culpa. La suya. Le aplastaba. Cuando salió del Clínic la noche anterior quería gritar y echar a correr y no hizo ninguna de las dos cosas, porque no podía y porque eran absurdas. Y aun sabiendo que nada habría cambiado de haber escuchado dos días antes a Reme, la duda le atenazaba.
El último policía de Barcelona.
Un nuevo día, una realidad no muy distinta a la del anterior, pero tras una noche de sueño denso y pesadillas ocultas, después de su visita al depósito de cadáveres, lo que menos quería era resignarse a sentir el gélido impacto de sus cuerpos como una cuña hundida en su cabeza.
Merche y Reme estarían ahí hasta que averiguara la verdad.
Y en el caso de la chica, entre la imagen de ella muerta y la foto que conservaba en el bolsillo de su abrigo, viva en un tiempo ya olvidado, mediaba un abismo.
Se retiró del balcón. Recogió el abrigo, alcanzó la puerta del piso y la abrió a cámara lenta. Hizo lo mismo al cerrarla, con la llave en la cerradura, para que no chascara el pestillo. Luego bajó la escalera peldaño a peldaño, regresando a la última Barcelona posible.
En el entresuelo se encontró con una de sus vecinas, la señora Hermínia, que regresaba ya de la calle. Una buena mujer. Ayudaba a Quimeta en lo que podía, que no era poco. Ella también estaba sola. A su marido la guerra lo había sorprendido en «la otra España», la rebelde y facciosa. No sabía nada de él desde entonces.
—Buenos días, señor Mascarell.
—Buenos días.
—¿Se va?
—Tengo trabajo, sí.
Lo miró con tristeza no exenta de respeto.
—Hasta el último momento, ¿no?
—Así es.
—Tranquilo, que yo me ocuparé de ella.
—Gracias.
—Hoy habrá «píldoras del doctor Negrín» —mencionó sin ánimo de burla refiriéndose a las lentejas—, o al menos eso dicen. Si su mujer se anima podemos bajar juntas.
—Ojalá.
—Tranquilo, no se preocupe. —Le sonrió con aliento.
—Si ella no pudiera o no quisiera bajar, ya sabe dónde está la cartilla de racionamiento.
—Yo la animo.
Entonaron el «buenos días» final y llegó hasta la calle sin más contratiempos, aunque no pasó del portal.
El hombre, joven, veintipocos, uniformado, casi tropezó con él. Llevaba barba de dos o tres días, la huella del sueño pegada a los ojos y el barro de otras tierras aún más pegado a la ropa y a las botas militares. No era muy alto, así que la delgadez le confería un aspecto espectral. La delgadez y el uniforme. Las cejas, pobladas, cabalgaban sobre el arco facial igual que un seto separando dos horizontes. Por un lado la frente, amplia, y por el otro el resto, apretado, ojos, nariz y boca, sin apenas barbilla. El uniforme parecía venirle grande, una o dos tallas. Quizás el suyo se hubiera deteriorado demasiado, desgarrado o ensangrentado, y llevase el de un compañero muerto.
Porque venía del frente, o de lo que pudiera llamarse frente en aquellas circunstancias.
Su mirada lo taladró.
—Buenos días —saludó intentando pasar por su lado.
El aparecido le retuvo sujetándolo del brazo con una mano.
—Perdone…
—¿Sí?
—¿El señor Mascarell? ¿Miquel Mascarell?
Ya no continuó su avance. Se quedó quieto, delante de él, los dos a un lado de la puerta de la calle. La mirada del soldado cambió de raíz. Era como si lo reconociera aun antes de que él le respondiera.
—Sí, soy Miquel Mascarell.
—Claro, está usted igual.
—¿Igual que qué?
—Igual que en la foto, la que llevaba Roger de usted y de su esposa.
El nombre de su hijo lo atravesó de lado a lado, pero dejó un campo de minas en su cuerpo.
Su palidez activó la alarma del joven.
—Perdone, señor… —No supo de qué forma seguir.
—¿Estuvo… con mi hijo en el frente?
—Sí.
—¿Hasta…?
No hizo falta terminar de formular la pregunta.
—Sí.
Lo único que sabían era que estaba muerto. Nada más. Incluso desconocían el lugar en que estaban sus restos, si había sido enterrado. El caos de la batalla del Ebro había sido absoluto y por mucho que preguntaron no hubo forma de saber nada más concreto. La notificación les llegó de forma casi velada, a traición. Un anochecer que se convirtió en el peor de su vida. Por lo menos fue en persona. Alguien asoció los apellidos. No mandaron a un pobre desgraciado, sino a un oficial. El mensaje era espantosamente lacónico. Jerga de consuelo envuelta en un panegírico de frases huecas, «muerto en acto de servicio…», «defensa de la legalidad y los valores…», «junto a otros valerosos combatientes por la libertad…». Frases y palabras como «heroico», «orgullo», «honor»…
La muerte de un hijo no requiere de ninguna componenda.
Es el golpe definitivo en sí mismo.
Tuvo que apoyarse en la pared, mareado. El mismo hambre se agigantó tanto que le vació por dentro, de pies a cabeza, aunque lejos de sentirse liviano se sintió pesado, hecho de plomo.