—Sigue.
—Por Dios —exhaló—. Me duele tanto… —Se llevó una mano al pecho.
—Has de confiar en mí.
Se debatía entre la última cautela y el hecho de que él le acabase de salvar la vida. El policía intentó transmitirle serenidad. Sus rasgos de hombre mayor siempre habían sido los de un caballero, una persona tranquila, de ojos tristes, expresión pacífica. Sin embargo ella seguía siendo una niña muy asustada.
—Escucha —intentó reconducirla él—. Ernest Niubó ha venido a verte, preocupado después de que yo le hablara de las muertes de Merche y de su madre.
—Sí.
—¿Qué más te ha dicho?
—Que no me preocupara de nada, que él me protegería y no dejaría que me sucediera ninguna cosa mala, que lo de Merche y su madre no iba conmigo y que lo único que tendría que hacer yo sería callar. Me ha dicho que hablaría con el señor Cortacans.
—¿Es quien manda en todo esto?
—Es el más poderoso, sí.
—¿Le has creído?
—Pues claro, ¿por qué no iba a hacerlo? Don Ernest es la mejor persona que he conocido en estos años. Se lo debo todo. —Cayó en la cuenta de algo evidente y levantó la cabeza para hundir en él sus ojos negros—. Aunque si han querido matarme a mí, sabiendo que le importo y me protege, él también puede que esté en peligro…
Miquel Mascarell sostuvo su mirada.
La idea la atravesó.
—¡Don Ernest! —se alarmó la muchacha.
No quería decírselo. Hubiera preferido esperar. Comprendió que ella no se abriría del todo si todavía confiaba en el cuidado de su mentor, o si temía por su vida creyéndole vivo.
Necesitaba acorralarla.
—Ernest Niubó ha muerto, Patro.
El primer disparo, el de su arma, fue seco y le había volado la cabeza a Fernando. El segundo, verbal, penetró como una masa blanda en la de la muchacha. Una vez en su interior, cuando la verdad se esparció por ella, la sacudió.
—¡No…! —gimió con un hilito de voz.
—Lo ha matado al salir de aquí, después de estar contigo. Por eso he regresado tan rápido. El objetivo eras tú, por lo que sabes o puedas contar, aunque él también podía ser un peligro una vez muerta, por si perdía la cabeza, así que mejor no dejar cabos sueltos. Y todavía quedo yo. Fernando habría ido por mí para completar el trabajo. Todo por mera precaución antes de que entren en la ciudad.
—No… no… Por favor… no… —Se aferró a su desesperación sin escucharle.
Entonces sí se vino abajo y tuvo que sostenerla, abrazarla, dejar que llorase para vaciarse y limpiarse, la mente, el corazón, el alma. La apretó con ternura y se olvidó de su desnudez anterior. Ahora era una niña. Volvía a ser el producto de una guerra. Sin su «don Ernest» estaba sola.
—Llora —le sugirió.
Sintió cómo las manos de la muchacha se aferraban a su abrigo, y cómo hundía su rostro en el hombro, apretándoselo con fuerza. Además de las lágrimas y los gemidos moqueó y babeó hasta empaparlo. Pero no le importó. La escena se congeló un minuto, dos, tal vez tres, hasta que ella recuperó un leve atisbo de serenidad. Al separarse de él su rostro era un cuadro. Miquel Mascarell se sacó el pañuelo del bolsillo trasero del pantalón. Él mismo la limpió, primero los labios, después la nariz. Acabó tendiéndoselo por si quería utilizarlo para rematar su obra.
Tenía ya una primera idea aproximada acerca de qué iba todo, pero aun así se lo preguntó.
—¿Qué sucedía en casa de Cortacans, o donde tuvieran lugar esas fiestas entre él y sus amigos?
—¿De verdad quiere saberlo? —Rehuyó sus ojos con vergüenza.
—Voy a ir a por él.
—No, no lo hará.
—¿Por qué no?
—Porque la guerra está acabada y perdida, y ellos han vuelto, están saliendo de sus escondites, vuelven a ser fuertes.
—Cuéntamelo desde el principio —la invitó.
—Como quiera. —Se encogió de hombros, ya tan rendida como la República y a merced de él—. Yo estaba sola, con mis hermanas, pasando hambre, ¿sabe? ¿Ha pasado usted hambre?
—Sí, como todos.
—Pero usted no tiene a dos niñas pequeñas a su cargo, me apuesto lo que quiera. —Ante la aprobación de su silencio continuó—: Entonces apareció Jaume Cortacans; se interesó en mí. Era distinto, tenía comida…
—¿Se interesó o se enamoró?
—Es lo mismo, ¿no cree?
—Tú tenías novio: Lluís.
—Sabe muchas cosas de mí.
—Bastantes.
—Exactamente no éramos… —vaciló insegura—. Aunque… bueno, sí, podía llamársele novio. Lluís es un buen chico. Pero Jaume era lo que necesitaba en esos días. ¿Qué quería que hiciese?
—No te estoy juzgando, Patro.
Volvió a mirarle a los ojos.
—Jaume y yo empezamos a vernos. Para mí fue una suerte, una bendición. Me veía ridícula a su lado, por su defecto, pero no me habría importado nada seguir con él. La necesidad obliga. —Fue categórica, y lo dijo como una vieja experta, no como una joven con poca experiencia de la vida—. Lo malo era su carácter depresivo, su cinismo, la manera en que hablaba de todo, su pesimismo constante, lo agrio de cada una de sus palabras. Era como si odiase al mundo entero, que lo culpara de su cojera, empezando por su propio padre, y también haciéndolo responsable del desenlace de la guerra o del futuro. A veces llegaba a ser… aborrecible.
—¿Jaume Cortacans te llevó a su casa?
—Sí, de manera discreta. Hasta que un día conocí a su padre.
—¿Qué pasó?
—Pasó que Pasqual Cortacans se fijó en mí, no precisamente como futuro suegro, sino como hombre, y como hombre poderoso y sin escrúpulos, porque para él yo no era una amiga de su hijo, ni siquiera alguien a quien respetar, sino una mujer necesitada, un pedazo de carne bonito y nada más. No tuvo que andarse con rodeos. Fue muy directo. Oh, sí. —Sonrió con amargura—. A ninguna de nosotras le hizo falta comprarnos muy caro. —Por un instante pareció que se perdía, que se anclaba en el recuerdo—. Me sorprendió una tarde que su hijo no estaba presente y me propuso formar parte de su pequeño club de amigos. Dijo que si yo era lista le haría caso y, además, me callaría. Dijo que me iría bien, muy bien… Y yo estaba desesperada, ¿comprende? Me habría aferrado a lo que fuera. Jaume no era nada comparado con su padre.
—¿Sabes si llevaba ya mucho tiempo en Barcelona?
—No, puede que desde cuando los que ocupaban esa casa se marcharon, no lo sé. Por lo visto habían estado todos fuera de Barcelona y ya iban regresando a la ciudad, aprovechando el final previsible de la guerra después de lo del Ebro. Todos ellos fascistas encubiertos, quintacolumnistas… —lo dijo con tanto asco que tuvo que pasarse la lengua por los labios, ahora secos—, pero a fin de cuentas la clase de gente con la que convenía estar a bien, y más yo, sola, con María y Raquel. No quería volver a pasar hambre. Sé lo que los hombres quieren, y es fácil dárselo.
—No hables así.
—Es la verdad —lo desafió.
—¿Qué clase de club tiene Pasqual Cortacans?
—Una vez a la semana llevan a unas chicas y… —Soltó un leve bufido—. Son hombres poderosos. Y están ávidos. Yo nunca había comprendido la palabra orgía.
—¿Hacen… orgías con chicas jóvenes?
—Por supuesto —le retó con una mirada dura—, aunque ellos las llaman fiestas —agregó con sorna—. Jóvenes y bonitas. ¿Para qué conformarse con menos? Tienen comida, bebida, prometen cosas para mañana, y pasado, y más allá. Por lo que les he oído hablar, creo que ya lo hacían antes de la guerra. La alegre vida de los adinerados. Misa diaria, sexo semanal. Para ellos, recuperar sus aficiones era igual que recuperar sus señas de identidad, su manera de ser y de vivir. Ninguna de nosotras es profesional. Ninguna es prostituta. Nos quieren limpias. Y ellos, en el fondo, son caballeros. Sólo sexo, juegos, una fiesta dentro del horror de la guerra. A cambio, comida, seguridad…
—¿Quiénes son los amigos?
—No hay nombres, aunque a veces se les escapa alguno, pero era fácil conocerlos o reconocerlos después, a poco que se hiciera memoria o se preguntara por ahí. Pomaret, Sallent, Villar, Creixell…
Miquel Mascarell tragó saliva.
—¿Siempre los mismos?
—Sí. Lo que cambian son las chicas. Y nunca faltan candidatas. Las que se salen, las que acaban sintiendo asco, las que no quieren seguir a pesar de todo, por inseguridad o por tener novios que sospechan; las que ya no gustan, porque la variedad es lo que cuenta, son sustituidas y en paz. Ellos por su parte también quieren ver caras nuevas constantemente. Todas tenemos a una prima, una amiga, alguien dispuesto a cambio de un pedazo de pan. El sexo forzado sólo da asco la primera vez. Después te acostumbras.
—Patro…
—¿Le escandalizo?
—No es eso.
—Usted es una buena persona, ¿verdad?
—No lo sé.
—Sí lo sabe, y sí lo es. Por eso sigue aquí, tratando de cumplir con su deber, buscando asesinos cuando ya no hay nada que hacer.
—Sigo aquí porque si hubiera escuchado a Reme el primer día tal vez ella continuara con vida.
La muchacha recuperó su halo de tristeza, abandonó el desprecio con que se había expresado durante los últimos instantes. Su mirada se hizo interior, acompañó sus pensamientos como un marco acompaña a un retrato.
—Pobre Merche…
—¿Tú la llevaste a ella?
—Sí.
—¿La conocías desde hacía mucho?
—No, no demasiado, unos pocos meses. Pero intimamos muy rápido a pesar de la diferencia de edad, porque era muy madura para la suya. Yo no le hablé de las fiestas hasta mucho después, cuando le pedía ropa prestada o me preguntaba de dónde sacaba la comida.
—¿Se ofreció a intervenir?
—Sí.
—¿Y hablaste con Niubó o con Cortacans?
—Con el señor Cortacans —musitó.
—¿Cómo fue?
—Don Ernest se fijó en mí desde el primer día que nos conocimos y me había pedido que lo dejara, que sólo fuera para él. Ya nos veíamos bastante al margen de las fiestas, y en ellas estábamos juntos siempre, aunque a alguno de los otros eso le molestaba porque yo… era de las más guapas —manifestó lo último bajando la voz hasta casi el límite de lo audible—. Así que Merche iba a ser casi como mi sustituta. Lo hablamos y ya está. Desde la primera vez que estuve con don Ernest me di cuenta de que era distinto. Me trataba con respeto, lloraba al hacer… bueno, ya sabe —no quiso expresarlo con palabras—. Decía que yo era un regalo, su último tren. Parecía un gran niño feliz. Me prometió que no me faltaría de nada, me enseñó este piso, para vernos y estar juntos, solos los dos, me juró que se ocuparía de mis hermanas. Al señor Cortacans no le hizo mucha gracia, se rió de don Ernest, porque fue como si tuviera que pedir permiso a los demás. Pero a fin de cuentas a él le daba igual yo u otra. Cuando le presenté a Merche sé que le gustó, y mucho. Aún era virgen. Lo que prefería ese hombre.
Miquel Mascarell apretó los puños.
—¿Virgen? —preguntó superando el efecto de sus palabras.
—Sí.
—Pero cuando registré el piso de Merche encontré mucha ropa, y también dinero. Pensé que ya antes había tenido alguna experiencia.
—No —afirmó Patro—. Salió con algunos, sí, pero sin llegar a lo último. Le pesaba el pasado de su madre y se sentía traumatizada por él. Ella no quería acabar en la prostitución. Lo de las fiestas no se le antojó que lo fuera, y si lo pensó es que al final aceptó la realidad y tiró la toalla. No me dijo nada. Creo que imaginó que una cosa era hacerlo cada día con hombres distintos y cobrando que tomar parte en unas… reuniones de amigos, gente de bien, de confianza, con garantías y seguridad. En cuanto a lo de la ropa, fue porque salió con un joven cuyo padre tenía una tienda y había muerto. El muchacho le hizo regalos para tratar de conquistarla. A mí me prestó muchas cosas. No era nada egoísta. Ella se dejaba querer por todos. Era muy dulce. Cualquiera desearía mimarla, acariciarla… Sabía cómo sacarles cosas a los demás sin dar apenas nada, una sonrisa, un beso… Nadaba y guardaba la ropa. También tuvo un medio novio que trabajaba en una perfumería. Se los buscaba adecuadamente. En este sentido he de reconocer que era lista, aunque en el fondo también un poco ingenua. A veces no se puede controlar todo, por guapa que seas.
—A mí lo de la ropa me despistó —reconoció el policía—. ¿Y el dinero?
—El dinero sí se lo dio el señor Cortacans cuando se la presenté y la aprobó, para que se comprara algo y se lavara antes de regresar. No servía de nada, pero ella dijo que eso no se sabía, que era mejor tenerlo. Dinero y comida.
—No tuviste que convencerla, ¿verdad?
—No. Le dije lo que se hacía allí y nada más. Se interesó enseguida. Encima, muchos de esos viejos apenas si podían ya con lo suyo. Si una era lista, jugaba y poco más. —Dejó de hablar unos segundos al darse cuenta de su tono, casi orgulloso.
—¿Y después?
—¿Después de qué? —Suspiró resignada.
—Después de presentársela.
—Ya no fue cosa mía.
—¿La dejaste allí o regresó el día de su primera fiesta?
—Ya le he dicho que nos fuimos juntas.
—¿Cuándo regresó?
—Al día siguiente, el sábado, pero no para una fiesta. Iba a estar sola con el señor Cortacans. Una especie de ritual de iniciación. Ya le he dicho que él se interesó mucho por ella. Se le notaba la avidez.
—¿Así que fue él?
No le respondió a la pregunta. Dejó que el silencio los arropara.
—¿Y Jaume Cortacans? —continuó Miquel Mascarell—. ¿También está metido en ese club?
—No, él no. —Fue terminante—. Ni siquiera sé si sabe todo esto. Cuando su padre me prohibió comentar nada con nadie, creí que iba por su hijo. Yo jamás le hablé de ello, ni me dijo nunca una palabra al respecto.
—¿No piensas que es muy raro que no lo supiera, estando en la misma casa?
—No lo sé. Tal vez. Jaume vive arriba, en una buhardilla, y las fiestas eran en el sótano. La casa tiene dos o tres accesos.
—Has dicho que estaba siempre amargado.
—Pensé que era por su padre, un odio que viene de mucho atrás.
—Los hombres como Pasqual Cortacans desprecian la inferioridad, a los débiles.
—Jaume no es débil, pero sí se siente… perdido, y en estos últimos días abatido, sin esperanzas.
—¿No luchó por ti?
—¿Qué quiere decir?
—¿No vio que desaparecías de su vida después de conocer a su padre?
—Le vi menos desde que pasé a formar parte del club y aún más desde que me quedé con don Ernest. Jaume no quería comprarme, ni intentó nada. Sólo estar a mi lado, sentirme cerca. Era una relación… extraña. En el fondo es tímido, inseguro. Una vez me dijo que tuviera cuidado con su padre. Nada más. Me dijo que era el diablo, y que no se podía luchar contra él.