—Eso nunca puede darse por seguro.
—Jaume es el dolor, señor inspector. Y el Lluís que pueda volver de la guerra… Dios sabe cómo lo hará. Pero en ambos casos yo he estado con esa gente, en sus fiestas, y uno y otro me acabarían recordando el pasado aun sin saberlo.
Una vida nueva.
Quiso abrazarla, darle un beso en la mejilla para infundirle ánimos, pero no lo hizo. No necesitaba un padre, y su amante protector estaba muerto. Además seguía recordándola desnuda, pese a todo. Una imagen turbia, de inquietante y provocadora belleza incluso para sus años. No supo si se sentía humano o idiota, tan derrotado como todos o al límite de su resistencia. Fuera como fuese, Patro representaba el futuro.
Un extraño pensamiento.
—¿Por qué la mataría? —suspiró ella.
No tuvo que preguntarle de quién hablaba.
—Me has dicho que le gustaban jóvenes.
—Sí.
—No siempre resulta fácil, ni aun con hambre o desesperación. Puede que Merche se asustara en el último minuto y que eso lo enloqueciera y le hiciera perder el control. El poder somete a los débiles. Hay hombres que no admiten un no. Pudo transformarse en una bestia.
—Ya era una bestia. Alguna chica también me había comentado lo distinto que era hacerlo con el señor Cortacans. La forma casi cruel y salvaje…
—Entiendo.
—No, no creo que lo entienda —negó con la cabeza.
—¿Cuántas veces estuviste con Pasqual Cortacans?
—¿Quiere decir…?
—Sí.
Le dolió recordarlo.
—Dos.
—¿Qué pasó?
—Por favor…
—Necesito cerrar el cuadro y estar seguro de que mató a Merche. No es por morbosidad, te lo juro.
—¿Quién más pudo haberlo hecho?
Pensó en Jaume Cortacans una vez más, y en el hijo de la carbonera, Oriol, sin saber muy bien por qué.
No había más nombres.
—¿Te hizo daño?
—Hay muchas formas de hacer daño —consideró casi como si lo hiciera en voz alta para sí misma—. A mí exactamente… No sé, no puedo decir que fuera delicado ni amable, pero daño… Depende de lo que entienda por eso.
—¿Te pegó? ¿Te obligó a hacer cosas que tú no… querías hacer?
—Una se come el asco primero, señor. Después se lo quita en parte con la comida de verdad. Para hacerlo con Pasqual Cortacans tragué mucho asco. Quería que riera, que pareciera siempre feliz y contenta, deseosa y complaciente tanto como complacida. Me puso disfraces, ropas extrañas, se dejó llevar por fantasías, le gustaban las posturas raras, que yo maullara como una gata, que gritara de placer… —Se estremeció con repugnancia—. Don Ernest no era así, se lo aseguro. A él le gustaba mimarme, acariciarme… Pero con Cortacans…
—¿De haberte negado a satisfacerle…?
—Se habría enfadado mucho, eso seguro. Y puede que entonces sí me hubiese pegado, porque no admitía negativas. Mire… —Hizo un gesto de impotencia con la mano libre—. No había amor, ¿sabe? Sólo posesión, dominio… Le gustaban todas las formas del placer y a veces el placer incluye un poco de dolor, infringirlo, sentir su fuerza, el poder absoluto, sí, como acaba de decir. Los demás no eran como él; querían divertirse y punto, algo así como un grupo de niños grandes.
Niños grandes.
—¿Tenía favoritas?
—A veces.
—¿Le duraban mucho?
—Poco. Nunca se acostaba con la misma más allá de tres veces, eso como mucho. Actuaba casi como un rey, como si de hecho todas le pertenecieran. Los demás hacían lo que mandaba. Su voluntad era ley. A fin de cuentas, era su club. Las nuevas las probaba o estrenaba si le apetecía, y cambiaba como de camisa. Era el primero, siempre. Y, por supuesto, cuanto más jóvenes mejor. Ya le he dicho que Merche era virgen, o al menos eso me dijo ella, y yo la creí. No tenía por qué engañarme.
—Puede que no lo fuera y eso le molestara.
—Merche era muy especial, se lo juro.
—Sí, pura ambrosía —rezongó abatido.
—¿Qué es eso? —preguntó Patro.
—¿Sabes cuándo iba a tener lugar la próxima reunión? —obvió la respuesta.
—No, yo ya estaba fuera de eso, con don Ernest. Se lo he dicho antes.
Unos pocos pasos más, en silencio. La mano con la que ella se aferraba a su brazo a veces le hacía daño, por la crispación. Era más que un apoyo. Era un punto de contacto con el presente, a espaldas del pasado y lejos del futuro que volvía a ser incierto para ella.
—Irá a por Pasqual Cortacans, ¿verdad? —le preguntó de pronto.
—Sí —quiso sonar convincente pese a que no tenía ni idea de cómo hacerlo.
—Merche, don Ernest… —vaciló.
La vio apretar las mandíbulas, mirando al suelo, colgada de su brazo como si fueran una pareja regresando a casa en un día de paz después de haber ido al cine.
Una imagen cruel por fantástica.
—Sólo una pregunta más. —Le dolía exprimirla—. ¿Cómo se convocaban las fiestas?
—Ese hombre, el que usted ha matado, se encargaba de avisarnos y decirnos el lugar. Si una traía amigas nuevas esa noche, se llevaba un premio mayor, más comida o dinero o ropa o promesas para cuando la guerra acabase… Si se trataba de alguien especial, como lo era Merche, por ser tan joven y porque era virgen, había que avisar primero y el señor Cortacans siempre quería verla antes, en privado. Así que… —Ladeó la cabeza y lo cubrió con una mirada agotada—. Me parece que… en el fondo quien la mató fui yo, ¿verdad? La llevé allí y es como si…
—No pienses más en ello.
—¿Cómo quiere que no lo haga? —Volvió a llorar.
Habían muerto cuatro personas: una vieja ex prostituta, su hija adolescente, un hombre aferrado a su último sueño y el asesino de dos de ellas, aunque el inductor fuese su jefe y también el responsable de tanta locura. Un balance trágico. Y todo en los días en que la barbarie sustituía a la civilización en una ciudad sin ley.
—Las cosas suceden como suceden, Patro. Y no siempre somos responsables, y menos de los actos de los demás.
Su bajón anímico aumentó, y con él arreciaron sus nuevas lágrimas.
—No llores, por favor.
—No sé qué será de mí… —gimió.
—Has de encontrar un trabajo.
—Maldita guerra…
—Sí, maldita guerra —suspiró él.
Llegaron a casa de Patro no mucho después, apenas dos minutos más, envueltos finalmente en el silencio y cuando ya había oscurecido, llevando el día a las puertas de la noche. El suave desnivel de la ciudad entre el mar y las faldas del Tibidabo no era excesivo, pero sí para él, máxime después de haber pasado todo un día caminando de un lado a otro, subiendo escaleras a la carrera, dominando la rabia por lo que había descubierto y sometiendo sus miedos y sus últimas energías a una calma ficticia, falsa, porque todo lo que deseaba era ir a la mansión Cortacans y…
¿Y qué?
La guerra civil la tenía más y más en sí mismo.
Le dolía tanto el pecho desde su esfuerzo final, al subir la escalera para salvar a Patro.
—Por favor, suba conmigo —le pidió la muchacha.
La acompañó hasta su piso. Más escaleras. Ella extrajo las llaves y abrió la puerta con cautela. Ningún sonido provino del interior. Eso la hizo vacilar.
—¿María? —pronunció a media voz.
Miquel Mascarell rozó su arma con la mano. No fue necesario que la sacara. Patro le precedió por el lugar hasta la habitación en la que dormían las tres hermanas, juntas en la cama de matrimonio para darse calor. María y Raquel lo hacían hechas un ovillo, abrazadas, vestidas, con sus caritas de niña envueltas en una hermosa placidez.
Sus respiraciones eran acompasadas.
Patro Quintana se llevó una mano a los labios y se deshizo en lágrimas por última vez.
Ahora sí, el policía la abrazó.
Y ella se refugió bajo su corpachón, el tiempo suficiente como para conseguir algo más que serenarse.
La paz fue igual para ambos.
—Cuida de ellas —le dijo Miquel Mascarell.
—Cuídese usted también.
—Vendré a verte si puedo, para contarte cómo acaba esto.
—Gracias.
Ya no había más que decir.
Salvo separarse y regresar a casa.
Patro Quintana le dio un beso en la mejilla antes de cerrar la puerta.
No quería ir a ver a Pasqual Cortacans de noche.
Al menos sin saber qué hacer o decirle.
Ni siquiera estaba seguro de poder llegar hasta el paseo de la Bonanova, después de haber agotado todas sus fuerzas en un día tan duro.
Lo único que quería era llevarle a Quimeta las galletas, el jamón curado, la lata de atún.
Olvidar a su lado.
Ya no percibía el exacto peso de sus emociones. Tenía los sentidos embotados. Su mente era un caudal pero el paso de su razón se había convertido en un embudo. La fragilidad de Patro, la muerte de Ernest Niubó, la muerte de Fernando, aunque fuese una bestia, el descubrimiento de las orgías de algunos de los personajes más prominentes de la Barcelona eterna, el filo de la navaja por el que se movía, la espera final…
Demasiado.
Llegó a su piso, abrió la puerta y aunque lo hizo con su habitual silencio escuchó la voz de su mujer.
—¿Miquel?
Le dio por sonreír.
Y sin embargo era una pregunta dulce, habitual. Una forma de decir «ya estás aquí, qué bien, qué tranquilidad».
—Sí.
Se la encontró en el pasillo. Por su expresión supo que sucedía algo. De pronto se le antojó más fuerte que él pese a la enfermedad. Quedaron frente a frente, sin llegar a tocarse, besarse o abrazarse. Un mundo cómplice hacía que todo ello se produjera igual con sólo mirarse.
—Ha llamado Estanis por teléfono —le informó.
—¿Todavía funciona?
—Están volando puentes, pero sí, ya ves, el teléfono funciona. Puedes llamar a donde quieras.
No había ninguna parte a la que llamar.
—¿Qué quería el bueno de Estanis?
—Han cruzado el Llobregat. Salvo algunos brotes aislados, no hay resistencia alguna. Mañana estarán aquí.
El fin.
—¿Y él? —preguntó por decir algo.
—Sigue en su casa. Desde allí lo está viendo todo. Esto se termina.
—Mejor.
—Cállate.
No supo qué decirle, hasta que recordó lo que llevaba en los bolsillos del abrigo. La foto de Merche, la carta de Roger y el mapa de su tumba en el de la izquierda, y la comida, con las llaves del piso secreto de Niubó, en el de la derecha. Entonces la tomó de la mano y se la llevó a la cocina. La carta podía esperar. Un día. Una noche. O tal vez siempre. Dependía de cómo la viera y lo rápido que llegase el fin. La comida en cambio era inmediata.
La fue colocando sobre la repisa.
—¿Y eso?
—Han asaltado un almacén.
—¿Y tú…?
—No, yo estaba afuera —admitió—. Pero a una mujer se le ha caído esto al salir, mientras corría. Era imposible dejarlo allí. Me he comido la mitad.
—Yo he conseguido arroz, leche condensada y las dichosas lentejas.
—¿Leche condensada? —Le pareció asombroso—. ¿Quién está tirando la casa por la ventana?
—No he hecho preguntas.
Un prodigio.
La última cena sería un festín.
—¿Has ido tú a por ello?
—Sí, con la señora Hermínia.
—Ya veo que no has perdido el día.
—¿Y tú, qué has hecho tantas horas fuera de casa?
—Resolver un caso, creo.
—¿En serio?
—Ya ves.
—Bueno. —Le acarició la mejilla.
—Mañana…
Fue casi una burla. Pronunciar esa palabra y escucharse el estruendo de unas explosiones a lo lejos, hacia el sur, en la zona del Llobregat y un poco más arriba, en Collserola, fue todo uno.
Quimeta le rodeó con sus brazos y él le pasó el derecho por encima de los hombros.
No le dijo que había matado a un hombre.
Ella siempre había sido inocente.
—Este país no tiene remedio, ¿verdad? —susurró Quimeta.
—Seguirá, y dentro de unos años se revisará la historia y entonces vuelta a empezar —dijo él.
—Condenados al desacuerdo, porque siempre seremos los mismos, incapaces de entender nada, y menos a los que somos diferentes y que eso es lo que nos hace especiales.
—Habrías sido una buena
consellera
.
—¿De qué, de Cultura?
—O de lo que sea. —La besó en la frente.
Y al cerrar los ojos pensó en Patro.
En aquel otro beso en la mejilla.
—Mañana me iré temprano, pero volveré enseguida, te lo prometo —concluyó la frase abortada un poco antes a causa del lejano estruendo.
—Esta noche nadie va a dormir, Miquel.
Hubo otra tanda de explosiones, a modo de última palabra bélica. Quimeta se estremeció con ellas. Luego nada. Silencio.
No se movieron hasta que la presencia de la comida les hizo recordar el hambre que tenían.
La mansión Cortacans seguía igual que dos días antes. Hacía el mismo frío y tenía el mismo aspecto. La diferencia era que ahora sabía algo muy importante, por lo menos en relación a cuando se marchó de allí la vez anterior: que Fernando ya no aparecería nunca más con su escopeta.
Rodeó el muro por la parte de la izquierda y encontró el acceso al interior del jardín, tal como lo recordaba. Imitó también sus movimientos anteriores, puso los pies en los mismos salientes y las manos en los mismos asideros. Saltó desde la breve altura y los zapatos hicieron crepitar aquella grava señorial.
No se ocultó. Caminó hasta la puerta principal por la vía directa aun sabiendo que, de todas formas, la escopeta de dos cañones seguía allí dentro. Una vez frente a ella llamó con la mano.
Después empleó los nudillos y, finalmente, el puño.
—¡Cortacans!
Se cansó de esperar un minuto después y caminó en dirección al ala derecha, por si todavía podía romper aquella ventana que había localizado el primer día. Luego pensó que, por la misma razón, quizás debiera de inspeccionar primero la puerta posterior, por la que habían entrado Pasqual Cortacans, Fernando y él.
No tuvo que probar si estaba abierta.
El dueño de la casa le esperaba en ella, apoyado en el quicio, con las manos cruzadas sobre el pecho y el semblante atravesado por una expresión átona.
—Inspector —lo saludó de una forma inquietantemente desapasionada.
Miquel Mascarell no pudo evitar ser correcto. Quizás demasiado. Trataba de infundir calma y serenidad.