—¿Aquí? —preguntó Miquel Mascarell.
—Sí.
—¿En este sofá?
—Se convierte en una cama.
Mentía. Nadie podía dormir allí, con aquel frío. Servía para un rato, pero no toda la noche. Era el peor nido de amor jamás imaginado. Patro nunca había estado allí, ni él se levantaría a media noche para hacérselo con una jovencita con su esposa al lado. Sin embargo le bastó con fijarse un poco más en su anfitrión para darse cuenta de que le había perdido y no iba a lograr mucho más. Ernest Niubó tenía las manos en los bolsillos y la mirada rabiosa de un niño sorprendido con las manos en la masa. Había en él un deje de infelicidad patético, en su aspecto pequeño, falto de la fuerza y el carisma de un Pasqual Cortacans, pero no por ello menos fiero cuando necesitaba sacar su genio. Se decía que los bajitos tenían mucho peor humor y mucha más mala leche, y que eso los hacía temibles.
—Escuche, señor Niubó —lo intentó de forma más directa—. Puede que Patro esté en peligro.
—¿Por qué?
—Han matado a una amiga suya.
—¿Una… amiga?
—Mercedes Expósito. Merche.
De nuevo el golpe, la palidez, las rodillas manteniéndole erguido de forma milagrosa. La vacilación sin embargo volvió a ser mínima.
—Veo que la conocía —dijo Miquel Mascarell.
—Un poco.
—¿Sólo un poco?
—La vi una vez, con Patro. Una joven… espléndida.
—Una niña —le recordó.
—¿Dice que… la han matado?
—A ella y a su madre.
Parpadeó. La guerra civil de su interior lo mantenía muy quieto, pero la sangre corriendo por sus venas de forma acelerada se escuchaba desde cualquier distancia. Un torrente incontrolado. Su corazón también latía con fuerza.
—¿Cuándo…?
—Ella hace unos días, dos, tres. Su madre ayer por la mañana. A la chica la destrozaron por dentro. —Dejó que el efecto de sus palabras lo trastornara—. Fue forzada a conciencia, ¿sabe?
Tragó saliva.
Tembló.
—¿Sabe usted de qué va todo esto, señor Niubó?
—No, por Dios.
—¿Seguro?
—¿Cómo quiere que se lo diga? En estos días…
—Todo es posible, ¿no?
—Supongo. —Se llevó una mano a la cara y se la frotó.
—Un asesinato es un asesinato, con o sin Generalitat, con o sin República —suspiró él.
—¿Cree que no lo sé?
Iba a entrar a fondo, a preguntarle por Pasqual y Jaume Cortacans, dispuesto a todo y sin ocultar su furia, porque el conservero seguía pálido y aturdido por la noticia, pero no lo hizo. Ernest Niubó miró su reloj. Un gesto imprevisto, natural. Una reacción y una muestra de intenciones. Miquel Mascarell lo leyó como si fuera un libro abierto.
Ya no eran necesarias más preguntas.
El dueño de la fábrica, ahora, tenía prisa.
—De acuerdo, gracias por su colaboración —inició la retirada el policía.
—¿Es… todo?
—¿Tiene algo más que decirme?
—No.
—Entonces sí, es todo.
Se le quitó un peso de encima.
—Lamento no haberle sido de más ayuda —se rindió por fin de manera rápida—. Patro sólo venía cuando necesitaba comida y yo… bueno… Éstos han sido tiempos difíciles, ¿sabe?
—No se preocupe. Lo entiendo.
—Sé que es así.
Descendieron por las escaleras de madera, llegaron a la puerta que daba a la calle, salieron al exterior y Ernest Niubó cerró con llave mientras repetía su estremecimiento ante el frío. Miquel Mascarell no quiso darle la mano. Dio dos pasos para alejarse de su lado. En unos días aquel hombre recuperaría su pequeño imperio. Otro quintacolumnista.
Pasqual Cortacans, él…
¿Cuántos más?
Y Patro, Merche…
¿Cuántas más?
—Gracias —lo despidió el conservero.
—No hay de qué. Siento haberle alarmado.
—Cuando acabe todo, pásese por aquí. Necesitará amigos.
Las ratas volvían a la cloaca.
Cerró los puños y apretó las mandíbulas.
Sin responderle echó a andar calle arriba.
Se ocultó en la esquina superior, de manera discreta. Una lagartija pegada a la pared. Lo único que asomó a la calle fue un ojo y el extremo de su nariz, imposible de tapar. No tuvo que esperar demasiado. Conocía las señas de identidad de las personas atrapadas y no habituadas a dar explicaciones o a mentir; los rasgos familiares que delataban procesos de angustia interior y los gestos que traicionaban las respuestas convencionales. Ernest Niubó se los había mostrado todos en su breve entrevista.
El conservero salió de la pequeña vivienda adosada a la fábrica a los tres minutos.
Tenía prisa.
Vestía un abrigo negro y llevaba sombrero, como si con él recuperara de antemano un signo de identidad burguesa. Nadie llevaba sombrero desde julio del 36. La vivienda adjunta a la fábrica en la que se habían refugiado a su regreso a Barcelona o en la que, quizás, hubieran vivido de forma sencilla durante los últimos tiempos, venía a ser el penúltimo paso de la recuperación de sus privilegios. Un hijo escondido completaba el cuadro. Jaume Cortacans habría querido pelear con la República. Su padre se aprestaba a levantar su mano en cuanto se sintiera libre, haciendo el saludo faccioso. El hijo de Ernest Niubó había sido protegido para no tener que pelear al lado de la democracia. Incluso entre todos ellos surgían diferencias.
Miquel Mascarell tuvo que ocultarse en un portal abierto porque el dueño de la conservera se dirigió justo hacia la parte de arriba de la calle, a la misma esquina desde la que le espiaba. Entre las sombras, cuando lo vio pasar, contó hasta diez, asomó de nuevo un ojo por el portal y, al localizarlo ya a una distancia considerable, salió tras él tratando de que sus pasos no lo alteraran. No podía acercarse demasiado, pero tampoco darle tanto margen como para que pudiera escabullírsele en un recoveco de la ciudad.
La persecución se hizo larga.
Ernest Niubó no bajó su ritmo frenético. A veces, incluso, sus pies se alzaron de la marcha habitual para convertirse en incipiente carrera. Su perseguidor se empleó a fondo, jadeó, agradeció tener el estómago lleno, porque de lo contrario se habría desmayado, y en ningún momento le perdió de vista. Su objetivo no volvió la cabeza ni una sola vez. Paso a paso, calle a calle, dejaron atrás el Poble Nou y se acercaron a la Barcelona del Ensanche. El perseguido rebasó la calle Marina, con la silueta de las dos torres de la Sagrada Familia ya visible desde allí. Después rodeó la Estación del Norte, atravesó el Arco del Triunfo y llegó a la calle Trafalgar. Por el camino las escenas de la Barcelona aplastada por la derrota se hicieron de nuevo manifiestas. Salía humo de las ventanas de los últimos edificios oficiales, tras la quema de sus archivos o la destrucción de los documentos que no habían podido ser salvados. Las tiendas estaban cerradas, las prisas de los rezagados contrastaban con la quietud de los que no tenían a dónde ir. Una oleada de mentes envueltas en la parálisis o la locura dominaba el ambiente. No se había bombardeado en aquellos últimos dos días. Toda una señal.
El destino de Ernest Niubó fue, finalmente, la calle Lluís el Piadós, cerca de la plaza de Sant Pere.
Miquel Mascarell se detuvo en la esquina, con el corazón a mil, porque, cada vez que Niubó doblaba una, lo que más temía era no encontrárselo al llegar él y tener que esperar a que saliera de la casa en la que pudiera haber entrado. Por los pelos lo vio introducirse en una, del lado izquierdo. Sus siguientes pasos fueron mucho más cautos, una aproximación lenta y gradual, pegado a la pared, con la cabeza baja, por si el conservero salía antes de lo previsto.
La casa era muy sencilla y antigua, sin nada de relieve en su fachada plana, ventanas cerradas, ningún balcón. Pese a todo, se encontró con una mujer en el diminuto vestíbulo. Llevaba un delantal y una escoba en la mano. La puerta de su vivienda, que era también la portería, estaba abierta y quedaba justo en frente, al lado de la escalera.
No quiso perder el tiempo. Le mostró su credencial.
—El hombre que acaba de entrar, ¿a qué piso ha ido?
La mujer desorbitó un poco los ojos ante la placa.
—Salgo ahora de mi casa. —Señaló la puerta de su vivienda—. No he visto…
La dejó atrás y llegó al primer piso, el entresuelo. Dos puertas. Aplicó el oído a la primera. El silencio le hizo trasladarse a la segunda, donde se encontró con lo mismo. Subió al siguiente piso, el principal. Detrás de la primera puerta escuchó el llanto de un niño y el de una mujer tratando de calmarlo. En la de enfrente, oyó una radio. Tardó unos segundos en convencerse de que Ernest Niubó no estaba allí, a no ser que no hablara. En el primero había otras dos puertas silenciosas. En el segundo, correspondiente a la cuarta planta, empezó a temer por el éxito de su iniciativa. La persecución lo había agotado, y la subida, sin pausas, dominando la agitación de su respiración…
Entonces escuchó al conservero.
A él y a una mujer.
La voz de Ernest Niubó sonaba preocupada, pero también tranquilizadora, tratando de infundir calma. La de ella era asustada, rozando la histeria. A veces le era difícil captar más allá de una palabra o dos, «¡Tranquila!», «… acabará pronto», «¡Me estaba volviendo loca!». Otras elevaban tanto sus tonos que podía escuchar un diálogo entero: «¡Es peligroso! ¡No te enfrentes a él!», «¡No sé qué pudo suceder, pero yo te protegeré! ¡Ahora todo cambiará!», «¡Mis hermanas están solas! ¡Tengo miedo!»…
Tenía dos opciones. Esperar a que el hombre se fuera y actuar después, o llamar a la puerta y sorprenderlos a ambos juntos, para matar dos pájaros de un tiro. Las calibró sin prisas, mientras las voces se amortiguaban de nuevo, y decidió que la mejor alternativa era la primera.
Patro sola.
Mucho más vulnerable.
A fin de cuentas Niubó podía ser peligroso si es que estaba involucrado en todo aquello.
Ya no se escuchaban gritos. De hecho no se oía nada. Miquel Mascarell se imaginó a los dos besándose, o haciendo el amor, y la imagen le hizo daño. El dinero, o la comida frente al hambre, todavía podían comprar la voluntad y la juventud de una Patro o de todas las Patros dispuestas a entregarse para sobrevivir. Se retiró del rellano para subir un tramo más de escaleras y se sentó en la penumbra, dispuesto para la espera.
Cinco minutos después bajó y aplicó por segunda vez su oído a la madera.
Nada.
¿Y si Ernest Niubó pasaba horas allí?
Toda la tarde, hasta la noche.
Se dio quince minutos de margen. Pasado este tiempo llamaría y se enfrentaría a ambos. Esta vez sin embargo no regresó a su último peldaño para sentarse. En cada rellano había una ventana con un cristal opaco, tan oscuro que la luz apenas si penetraba en el interior de la escalera. Abrió la de aquel segundo piso un poco y miró al otro lado. Desde allí, además del patio interior, se veían dos de las ventanas del piso donde se encontraban ellos. No había cortinas, así que la visión era perfecta. Las dos ventanas daban a una sala espaciosa, vacía, al otro lado de la cual se abría la galería por la que penetraba la luz del día. Ernest Niubó y Patro Quintana se hallaban en otra parte del piso, fuera de su alcance.
—¿Cuántos pisos tenéis para vuestras historias? —musitó sintiéndose impotente.
Entornó la ventana, regresó a la puerta, intentó escuchar algo sin éxito y subió hasta el piso superior, dispuesto a mantener la vigilia.
Quince minutos. Ni uno más.
A los diez, medio amodorrado inesperadamente debido a la calma y el silencio, la puerta se abrió y él tensó los músculos recuperando la concentración de golpe.
Escuchó la voz del conservero, concluyendo lo que estaba diciendo en ese instante.
—… por lo que tú tranquila. ¿De acuerdo, gatita? No temas. Yo me ocuparé de todo.
El tono de ella era implorante.
—¿Estás seguro?
—Confía en mí. ¿Cuándo te he fallado, cariño?
Se asomó un poco. No vio a Patro. Se mantenía en el interior del piso, fuera de su visión. Ernest Niubó se acercó a ella y la besó. Las manos de la joven aparecieron por la espalda del hombre debido al abrazo. Fueron los últimos cinco segundos de silencio, antes de que él se despidiera y comenzara a bajar la escalera.
—¡No te olvides! —le despidió la voz de la muchacha.
—No, tranquila.
—¡Y trae algo, no queda nada!
—De acuerdo, de acuerdo. Cierra. Hace frío.
El hombre se perdió en las profundidades de la escalera, de regreso a la calle y a su casa. La puerta del piso se cerró y el silencio volvió a dominarlo todo. Miquel Mascarell ya no perdió más tiempo. El justo para sentirse seguro. Bajó los peldaños, despacio, y tomó aire al detenerse frente a su destino.
Golpeó la puerta con la aldaba y esperó.
La cara de Patro Quintana cambió al verle. De creer que se trataba de Ernest Niubó, que regresaba por haberse dejado algo o para decirle cualquier cosa, a encontrarse con su inesperado visitante medió un abismo. Pasó de la sonrisa al susto, y de este al miedo, exactamente lo mismo que había sucedido en la mercería de la señora Anna. Miquel Mascarell apenas si tuvo tiempo de verla con calma, admirar sus facciones de niña convertida en mujer o apreciar la parcial desnudez con que mostraba su cuerpo. La reacción de la joven fue tratar de empujarle y pasar por su lado, para correr escaleras abajo, aunque sólo llevaba una bata y unas zapatillas demasiado grandes para sus pies.
El policía casi cedió ante su ímpetu.
—Quieta… —Logró retenerla—. ¡Quieta, maldita sea!
—¡Déjeme! —La voz se convirtió en pánico—. ¡Por favor, déjeme! ¡Yo no he hecho nada!
La retuvo por la cintura. La bata se abrió con el forcejeo y la carne que tocaron sus dedos fue la de una piel tersa y dura, suave y cálida. Por segunda vez en menos de un momento pensó en el hombre que la poseía a cambio de comida y se sintió incómodo.
Porque lo odió.
—¿Quieres estarte quieta? —la tuteó obligándola a retroceder hacia el interior del piso.
—¡Voy a gritar! —lo amenazó ella.
—¡Sólo quiero hablar contigo! ¡No te haré nada, no me obligues a detenerte y a llevarte a rastras a comisaría!
Pareció disuasorio. Las fuerzas de Patro Quintana menguaron. Aun así, él no perdió la concentración ni su posición de fuerza. Ella era más joven, más ágil. Ya lo había sorprendido en la mercería. Su único recurso era el poder que ejercía sobre su persona y el hecho de sentirse atrapada.