Fue el inicio de la locura.
—¡Ya!
Sólo había una puerta, y la masa la integraban muchos, demasiados. Los primeros se abalanzaron contra la persiana metálica, la destrozaron, abrieron el hueco por el que introducir sus manos y la arrancaron. Los de atrás empujaron, en su fiebre por entrar los primeros, temerosos de que, después de todo, hubiera menos comida de la imaginada y ellos se quedaran sin nada. El tapón en la puerta se convirtió en la primera angustia.
—¡Cuidado!
—¡No empujéis!
Nadie hizo caso. La puerta engulló a los primeros. Los más pequeños se colaban entre las piernas de los mayores, lejos de la protección de sus madres, aunque algunas los enviaban al matadero creyendo que ellos conseguirían pasar mejor. Miquel Mascarell no podía moverse. Lo miraba todo desde la acera de enfrente. El primer niño pisoteado tendría unos seis o siete años. Quiso echar a correr, hacer algo, pero sabía que era imposible. Ni con veinte o treinta años menos habría conseguido nada. Una mujer se precipitó para rescatar al pequeño y también cayó bajo las piernas del resto. Los gritos de ánimo se fueron convirtiendo en gritos de dolor.
Pero nadie hacía caso de ellos.
Con los rostros desencajados, los asaltantes inundaron el almacén y la calle acabó convertida en un pandemonium. Los primeros que salieron del interior no podían ni siquiera con el peso de lo que cargaban: sacos de legumbres, patatas, bidoncitos de aceite, latas, cajas… Tropezaban, caían, trataban de retener lo robado. Si alguien del exterior se aprovechaba, el caído o la caída se levantaba dispuesta a matar por su tesoro. Y llegaban más gentes por todas las calles, dispuestas a lo que fuera. Mujeres en delantal, con bata, algunas con los pies desnudos, ancianos enarbolando sus bastones como guadañas, niños y niñas que habían perdido su condición de tales. Todos aquellos ojos gritaban lo que sus voces no podían ya exhalar. Gritaban «¡Basta!».
Ahora, del almacén salían ya más personas de las que entraban.
Todas cargadas hasta los topes.
Corrían en múltiples direcciones, como hormigas a la desbandada, temerosos de que llegaran más soldados. Del que vigilaba la puerta ya no había ni rastro. Quizás estuviese dentro, o yendo a informar de lo que sucedía. El primer niño aplastado continuaba en el suelo, con su madre llorando al lado. No era el único. Otros tres o cuatro cuerpos, un anciano, otro niño, algunas mujeres, yacían como una alfombra rota en torno a la puerta. En el interior, el griterío era absoluto. A veces se escuchaba un derrumbe, como si una montaña de cajas se viniera abajo, sepultando a los desesperados. La puerta los iba vomitando, incesantes, tropezando, ciegos, llevándose lo que habían podido.
Miquel Mascarell se encontró con una mujer casi encima. Corría de una forma tan enloquecida en su dirección que ni reparó en su inmovilidad. Al verle se asustó, perdió la concentración, tropezó con el bordillo y se cayó. La reacción del policía no tuvo nada que ver con su hambre. Sólo fue la reacción de una persona civilizada ante otra en apuros. Quiso agacharse para ayudarla. Puro instinto. Se encontró con una cara atenazada por una expresión de odio brutal y su alarido:
—¡Quieto o le mato!
Tendría unos cuarenta y tantos. Estaba sola. Y aun así hablaba de matarle.
Miquel Mascarell se quedó quieto.
La mujer recogió lo que había robado, sin perderlo de vista, crispada y temblorosa. Sus movimientos eran irregulares. Para su desgracia la comida se había diseminado en un par de metros a la redonda tras su tropiezo. No se dio cuenta de lo que había ido a parar más lejos, al amparo del bordillo. Cuando creyó tenerlo todo se incorporó y echó a correr de nuevo, llevándose con ella su expresión de enloquecido desvarío.
Como una bestia.
Miquel Mascarell vio entonces las dos latas de conservas, el pedazo de jamón curado y también el paquete de galletas.
Estaba solo. La película se desarrollaba en la otra acera, en el almacén, en sus entrañas de vida y muerte.
Se agachó, recogió las dos latas, una de sardinas en escabeche y otra de atún, el pedazo de jamón curado y el paquete de galletas. Se lo guardó en su abrigo mientras miraba a derecha e izquierda sin que nadie reparara en él.
Después se apartó del tumulto.
No lloró hasta sentirse a salvo, sin testigos cercanos, calle abajo.
No comió algo hasta que la última de sus lágrimas se hubo secado en su rostro, bastante después.
La fábrica de los Niubó estaba cerrada, sin el menor rastro de actividad. Era uno de tantos complejos, industriales o no, que hacían del Poble Nou un enclave peculiar en su configuración. Casas bajas, sensación de aislamiento, paz. Los incidentes del almacén, pese a su proximidad, parecían allí lejanos. Algunas personas todavía eran capaces de sentarse a las puertas de sus edificios, despreciando el frío, mirando las calles, viendo pasar la vida, como habían hecho siempre y seguirían haciendo sucediera lo que sucediese con la guerra. En los rostros de los más viejos se adivinaba aquella sensación de falsa eternidad que hacía de sus arrugas una senda ya explorada y de sus ojos un testigo imparable del tiempo.
Miquel Mascarell rodeó el edificio por tres de sus lados, hasta encontrar lo más parecido a una vivienda formando parte de él. Tal vez fuera la de un portero o celador, porque en modo alguno era lujosa o de calidad. Se trataba de una construcción baja, de dos plantas. Intentó abrir la puerta y se la encontró cerrada. Sin embargo dos de las ventanas superiores estaban abiertas. No los cristales, sino los postigos interiores y las contraventanas exteriores. En una de ellas creyó ver un reflejo.
Volvió a la puerta y llamó con la aldaba.
Medio minuto después repitió su gesto, con ella y con los nudillos.
A la tercera la golpeó con el puño.
—¡Abran!
Tenía el sabor de las sardinas en escabeche en la boca, el del jamón curado y las galletas. Una mezcla extraña. Ojalá pudiera retenerlo todo en su estómago. Lo necesitaba. Había guardado la lata de atún, la mitad del paquete de jamón y la mitad de las galletas para Quimeta. Ahora el bolsillo derecho de su abrigo abultaba sospechosamente.
Escuchó el sordo rumor al otro lado, un cuchicheo, nervios y susurros. Decidió mostrar sus cartas.
—¡Soy policía, sólo quiero hacerles unas preguntas!
Contó hasta diez.
Y la puerta se abrió.
La mujer que apareció en el quicio tendría unos pocos años más de la barrera de los cincuenta. Era redondita, toda ella, cabeza, pecho, caderas, brazos y piernas. Los ojos, de tan asustados, también eran circulares. Pese a su estado de crispación, no parecía una empleada, ni la esposa de un celador. Tenía el sello inequívoco de una calidad que ni la guerra le había arrebatado, y mucho menos el hambre que no conocía. Lo miró como si fuera a degollarla y su voz tembló angustiada al preguntarle:
—¿Qué… quiere?
—Inspector Mascarell —se presentó sin necesidad de mostrar su credencial—. Lamento molestarla, y no tema, que no pasa nada. ¿Es usted la señora Niubó?
—Sí.
—Sólo quería hablar con su marido.
—¿Mi… marido?
—Por favor.
—No está —dijo demasiado rápida.
—Mire, señora. —Se sentía al límite de su paciencia—. Voy a entrar igualmente, ¿entiende? Preferiría que colaborase.
—No, escuche, nosotros… —Pareció a punto de echarse a llorar—. La guerra ya se acaba. Por favor… No se lo lleve…
El último comentario lo desarmó.
—¡No voy a llevarme a nadie, lo único que quiero es hablar con él!
—Por favor, por favor… —gimió la mujer, sin escucharle, atenazada con sus propios sentimientos.
El hombre surgió a su espalda, algo mayor que ella, quizás ya en los sesenta. Apenas un poco de cabello en su cabeza, un bigote delgado, las orejas abiertas y los labios muy secos. La mirada resultaba extraviada, pero el tono de su voz se mantuvo mucho más firme que el de su compañera. Restos de un tiempo en el que nadie hubiera osado discutirle una palabra.
Ernest Niubó.
—¿Quién es usted?
Su esposa impidió cualquier respuesta.
—¡Ha venido a llevársete!, ¿no lo ves? ¡Por todos los santos, no quiero que muera!
—¡Cállate, Marta!
—¡No…! —gimió ella abrazándose a sí misma.
—Me llamo Miquel Mascarell, soy inspector de policía. Quería hablar con usted, sólo eso. No he venido a llevarme a nadie.
—¿Por qué quiere verme?
Las lágrimas de la mujer no atendían a razones. Entre los dos hombres no era más que un nervio al desnudo, fuera de sí, con la mente secuestrada por el miedo.
Miquel Mascarell evocó al hijo de la carbonera, Oriol. La misma escena. Una madre implorante. Recordó de nuevo que apenas unos días antes, el 15 de enero, se habían llamado a las quintas de 1919, 1920 y 1921, pero con escaso éxito.
Oriol quería ir a combatir, a morir por la República.
El hijo de los Niubó todo lo contrario. Y a él sí le tocaba.
—Tienen a su hijo escondido, ¿verdad?
Marta Niubó estuvo a punto de desmayarse. Su marido tuvo que sujetarla. El último de sus gemidos se quebró en su pecho y pareció al límite, como si fuera a darle un ataque.
—No vengo a llevarme a su hijo, señora. —La obligó a mirarlo—. Se lo repito: lo único que quiero es hablar con su marido. ¿De acuerdo?
Esperó a que ella asintiese, con la misma expresión extraviada. Poco a poco pareció relajarse. Las manos de su esposo seguían sosteniéndola.
—¿De qué quiere hablar, inspector? —preguntó él.
Tuvo que arriesgarse y decirlo en voz alta, en presencia de ella. Se sentía inquieto y no quería perderlos, o que se refugiaran en su mutuo contacto.
—Patro Quintana.
El rostro de Ernest Niubó cambió de color. Mejor dicho, el color desapareció de sus facciones y se convirtió en un copo de nieve sucia. Los ojos temblaron, el labio inferior se descolgó lo mismo que la mandíbula desencajada. Fue como si un kilo de su masa facial se evaporara de golpe, porque de pronto se le marcaron mucho más los pómulos, acentuando la delgadez de sus rasgos.
Miquel Mascarell sostuvo su mirada.
—Déjanos solos, ¿quieres, cariño? —le pidió a su mujer dejando de sostenerla.
—Pero… —se resistió ella.
—Ya ves que no pasa nada —quiso tranquilizarla—. Vuelve adentro y estate tranquila. Hablo con este señor y ya está.
—Entonces…
—Marta, basta ya, ¿de acuerdo?
Le acarició el rostro. No hubo amor en su gesto, sólo un atisbo de ternura y cansancio. Después la empujó con suavidad hacia el interior de la casa e hizo ademán de ir a cerrar la puerta.
—Hace frío… —le recordó su mujer—. Deberías…
—Sólo será un minuto.
Cerró la puerta a su espalda hasta entornarla y no se quedó en su proximidad. El hermetismo de su rostro mostraba una intensa actividad mental que él contenía a flor de piel. La calle estaba vacía, así que dio tres pasos hacia la derecha y se detuvo. Sí hacía frío, porque se estremeció y se abrazó a sí mismo al detenerse y apoyarse en la pared.
Se miraron los dos, mecidos por un silencio que rompió de nuevo el policía.
—Patro Quintana —le recordó.
—No sé quién…
—Escuche, señor Niubó. —Le puso una mano por delante—. Ni me haga perder el tiempo ni me tome por idiota.
El dueño de la conservera ya no se amilanó. Presentía que, por fin, podía dejar de hacerlo. No daba la impresión de ser un hombre fuerte, o de mucho carácter, pero los burgueses, los empresarios, y más los que emergían de la oscuridad de la guerra, no olvidaban sus raíces, el arte de mandar, no de ser mandados. Para Miquel Mascarell fue igual que si una mano fantasma le separara de su persona.
—No, escuche usted —dijo Ernest Niubó—. ¿A qué viene esto? No hay una sola autoridad en Barcelona. ¿Qué es lo que quiere?
—Estoy investigando un caso. Un asesinato.
—¿Qué? —mostró aún más su incredulidad.
—¿Dónde está Patro Quintana?
—¡No conozco a ninguna Patro Quintana!
—Acaba de ponerse pálido al escuchar su nombre. ¿Quiere que se lo pregunte otra vez delante de su esposa, y de paso le hable de lo que pienso?
—¡Está loco!
—Muy bien.
Dio un paso en dirección a la puerta de la casa.
—No, espere. —El hombre lo agarró del brazo.
Volvió a hundir sus ojos más acerados en él. Su mirada de policía.
—Patro Quintana, dieciocho años, guapa. Usted le da comida de la que tiene escondida. La misma comida de la que come ese hijo suyo que lleva desde el inicio de la guerra oculto en su casa o donde fueran a refugiarse cuando empezaron los tiros, para no defender a la República.
—Mi comida ha alimentado a los soldados de la República —le recordó con un atisbo final de furia.
—Patro Quintana —pronunció el nombre por enésima vez.
Ernest Niubó se hundió, bajó la cabeza. Pero sus ojos se movieron a uno y otro lado con vértigo. La guerra estaba ahora en su interior. Otra clase de guerra civil.
—No es lo que piensa. —Suspiró.
—Me da igual. Necesito hablar con ella.
—No sé dónde está.
—¿Quiere que me lo crea?
—¡No lo sé, se lo juro!
—¿Cómo se ponían en contacto? —Ahora gritaba.
Soltó un bufido. La guerra civil se decantaba por el lado de su ira.
—¿Cómo se ponían en contacto?
—¡Me daba pena, nada más, sola y con dos hermanas…!
—¡¿Cómo se ponían en contacto?!
—Mi mujer va casi cada tarde a casa de su madre, que se resiste a dejar su piso. Entonces ella venía aquí al lado, a la fábrica, y nos veíamos entonces.
—Según la hermana de Patro, María, ella pasaba muchas noches fuera de casa.
—No conmigo —respondió demasiado rápido.
—Traía la comida después de eso, sus latas de conservas. Hay bastantes en el piso de las tres chicas.
—Dios… —expulsó otra larga bocanada de aire.
—¿Se quedaba a dormir aquí?
Hora de rendirse.
—Sí, en la fábrica, en un altillo. Tenía una llave y entraba cuando quería. Yo iba a verla cuando mi mujer dormía.
—¿Está ella ahora ahí?
—No.
—No le creo.
—Entonces venga.
Caminaron junto a la pared de la conservera. No demasiado. A unos quince metros estaba la puerta, de madera, pequeña, discreta. Ernest Niubó la abrió con una llave que extrajo del bolsillo de su pantalón. Se encontraron en unas oficinitas vacías, con polvo, señal de que nadie trabajaba en ellas desde hacía algún tiempo. El frío allí era mayor, mucho más acentuado. Frío y humedad. El propietario de la fábrica le precedió por unas escaleras de madera que conducían a un piso superior, una pequeña sala con el techo inclinado y abierta al piso inferior. Lo único que había allí era un viejo sofá.