Cuentos de amor de locura y de muerte (3 page)

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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

—Sí —repuso Nébel abriendo los ojos—. La señora de Arrizabalaga…

Ella vio la sorpresa de Nébel, y sonrió con aire de vieja cortesana, que trata aún de parecer bien a un muchacho.

De ella —cuando Nébel la había conocido once años atrás— sólo quedaban los ojos, aunque muy hundidos, y ya apagados. El cutis amarillo, con tonos verdosos en las sombras, se resquebrajaba en polvorientos surcos. Los pómulos saltaban ahora, y los labios, siempre gruesos, pretendían ocultar una dentadura del todo cariada. Bajo el cuerpo demacrado se veía viva a la morfina corriendo por entre los nervios agotados y las arterias acuosas, hasta haber convertido en aquel esqueleto a la elegante mujer que un día hojeó la
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a su lado.

—Sí, estoy muy envejecida… y enferma; he tenido ya ataques a los riñones… Y usted —añadió mirándolo con ternura—, ¡siempre igual! Verdad es que no tiene treinta años aún… Lidia también está igual.

Nébel levantó los ojos.

—¿Soltera?

—Sí… ¡Cuánto se alegrará cuando le cuente! ¿Por qué no le da ese gusto a la pobre? ¿No quiere ir a vernos?

—Con mucho gusto… —murmuró Nébel.

—Sí, vaya pronto; ya sabe lo que hemos sido para usted… En fin, Boedo 1483, departamento 14… Nuestra posición es tan mezquina…

—¡Oh! —protestó él, levantándose para irse. Prometió ir muy pronto.

Doce días después Nébel debía volver al ingenio, y antes quiso cumplir su promesa. Fue allá —un miserable departamento de arrabal—. La señora de Arrizabalaga lo recibió, mientras Lidia se arreglaba un poco.

—¡Conque once años! —observó de nuevo la madre—. ¡Cómo pasa el tiempo! ¡Y usted que podría tener una infinidad de hijos con Lidia!

—Seguramente —sonrió Nébel, mirando a su rededor.

—¡Oh! ¡No estamos muy bien! Y sobre todo como debe de estar puesta su casa… Siempre oigo hablar de sus cañaverales… ¿Es ése su único establecimiento?

—Sí… En Entre Ríos también…

—¡Qué feliz! Si pudiera uno… ¡Siempre deseando ir a pasar unos meses en el campo, y siempre con el deseo!

Se calló, echando una fugaz mirada a Nébel. Éste, con el corazón apretado, revivía nítidas las impresiones enterradas once años en su alma.

—Y todo esto por falta de relaciones… ¡Es tan difícil tener un amigo en esas condiciones!

El corazón de Nébel se contraía cada vez más, y Lidia entró.

Ella estaba también muy cambiada, porque el encanto de un candor y una frescura de los catorce años no se vuelve a hallar más en la mujer de veintiséis. Pero bella siempre. Su olfato masculino sintió en su cuello mórbido, en la mansa tranquilidad de su mirada, y en todo lo indefinible que denuncia al hombre el amor ya gozado, que debía guardar velado para siempre el recuerdo de la Lidia que conoció.

Hablaron de cosas muy triviales, con perfecta discreción de personas maduras. Cuando ella salió de nuevo un momento, la madre reanudó:

—Sí, está un poco débil… Y cuando pienso que en el campo se repondría enseguida… Vea, Octavio: ¿me permite ser franca con usted? Ya sabe que lo he querido como a un hijo… ¿No podríamos pasar una temporada en su establecimiento? ¡Cuánto bien le haría a Lidia!

—Soy casado —repuso Nébel.

La señora tuvo un gesto de viva contrariedad, y por un instante su decepción fue sincera; pero enseguida cruzó sus manos cómicas:

—¡Casado, usted! ¡Oh, qué desgracia, qué desgracia! ¡Perdóneme, ya sabe!… No sé lo que digo… ¿Y su señora vive con usted en el ingenio?

—Sí, generalmente… Ahora está en Europa.

—¡Qué desgracia! Es decir… ¡Octavio! —añadió abriendo los brazos con lágrimas en los ojos—: A usted le puedo contar, usted ha sido casi mi hijo… ¡Estamos poco menos que en la miseria! ¿Por qué no quiere que vaya con Lidia? Voy a tener con usted una confesión de madre —concluyó con una pastosa sonrisa y bajando la voz—: Usted conoce bien el corazón de Lidia, ¿no es cierto?

Esperó respuesta, pero Nébel permanecía callado.

—¡Sí, usted la conoce! ¿Y cree que Lidia es mujer capaz de olvidar cuando ha querido?

Ahora había reforzado su insinuación con una lenta guiñada. Nébel valoró entonces de golpe el abismo en que pudo haber caído antes. Era siempre la misma madre, pero ya envilecida por su propia alma vieja, la morfina y la pobreza. Y Lidia… Al verla otra vez había sentido un brusco golpe de deseo por la mujer actual de garganta llena y ya estremecida. Ante el tratado comercial que le ofrecían, se echó en brazos de aquella rara conquista que le deparaba el destino.

—¿No sabes, Lidia? —prorrumpió la madre alborozada, al volver su hija—. Octavio nos invita a pasar una temporada en su establecimiento. ¿Qué te parece?

Lidia tuvo una fugitiva contracción de cejas y recuperó su serenidad.

—Muy bien, mamá…

—¡Ah! ¿No sabes lo que dice? Está casado. ¡Tan joven aún! Somos casi de su familia…

Lidia volvió entonces los ojos a Nébel, y lo miró un momento con dolorosa gravedad.

—¿Hace tiempo? —murmuró.

—Cuatro años —repuso él en voz baja. A pesar de todo, le faltó ánimo para mirarla.

Invierno

I

No hicieron el viaje juntos, por un último escrúpulo de Nébel en una línea donde era muy conocido; pero al salir de la estación, subieron todos en el
brec
de la casa. Cuando Nébel quedaba solo en el ingenio, no guardaba a su servicio doméstico más que a una vieja india, pues —a más de su propia frugalidad— su mujer se llevaba consigo toda la servidumbre. De este modo presentó a sus acompañantes a la fiel nativa como una tía anciana y su hija, que venían a recobrar la salud perdida.

Nada más creíble, por otro lado, pues la señora decaía vertiginosamente. Había llegado deshecha, el pie incierto y pesadísimo, y en sus facies angustiosa la morfina, que había sacrificado cuatro horas seguidas a ruego de Nébel, pedía a gritos una corrida por dentro de aquel cadáver viviente.

Nébel, que cortara sus estudios a la muerte de su padre, sabía lo suficiente para prever una rápida catástrofe; el riñón, íntimamente atacado, tenía a veces paros peligrosos, que la morfina no hacía sino precipitar.

Ya en el coche, no pudiendo resistir más, la dama había mirado a Nébel con transida angustia:

—Si me permite, Octavio… ¡No puedo más! Lidia, ponte delante.

La hija, tranquilamente, ocultó un poco a su madre, y Nébel oyó el crujido de la ropa violentamente recogida para pinchar el muslo.

Los ojos se encendieron, y una plenitud de vida cubrió como una máscara aquella cara agónica.

—Ahora estoy bien… ¡Qué dicha! Me siento bien.

—Debería dejar eso —dijo duramente Nébel, mirándola de costado—. Al llegar, estará peor.

—¡Oh, no! Antes morir aquí mismo.

Nébel pasó todo el día disgustado, y decidido a vivir cuanto le fuera posible sin ver en Lidia y su madre más que dos pobres enfermas. Pero al caer la tarde, y a ejemplo de las fieras que empiezan a esa hora a afilar las garras, el celo de varón comenzó a relajarle la cintura en lasos escalofríos.

Comieron temprano, pues la madre, quebrantada, deseaba acostarse de una vez. No hubo tampoco medio de que tomara exclusivamente leche.

—¡Huy! ¡Qué repugnancia! No la puedo pasar. ¿Y quiere que sacrifique los últimos años de mi vida, ahora que podría morir contenta?

Lidia no pestañeó. Había hablado con Nébel pocas palabras, y sólo al fin del café la mirada de éste se clavó en la de ella; pero Lidia bajó la suya enseguida.

Cuatro horas después Nébel abría sin ruido la puerta del cuarto de Lidia.

—¡Quién es! —sonó de pronto la voz azorada.

—Soy yo —murmuró apenas Nébel.

Un movimiento de ropas, como el de una persona que se sienta bruscamente en la cama, siguió a sus palabras, y el silencio reinó de nuevo. Pero cuando la mano de Nébel tocó en la oscuridad un brazo fresco, el cuerpo tembló entonces en una honda sacudida.

Luego, inerte al lado de aquella mujer que ya había conocido el amor antes que él llegara, subió de lo más recóndito del alma de Nébel el santo orgullo de su adolescencia de no haber tocado jamás, de no haber robado ni un beso siquiera, a la criatura que lo miraba con radiante candor. Pensó en las palabras de Dostoievski, que hasta ese momento no había comprendido: «Nada hay más bello y que fortalezca más en la vida que un recuerdo puro». Nébel lo había guardado, ese recuerdo sin mancha, pureza inmaculada de sus dieciocho años, y que ahora yacía allí, enfangado hasta el cáliz, sobre una cama de sirvienta.

Sintió entonces sobre su cuello dos lágrimas pesadas, silenciosas. Ella a su vez recordaría… Y las lágrimas de Lidia continuaban una tras otra, regando, como una tumba, el abominable fin de su único sueño de felicidad.

II

Durante diez días la vida prosiguió en común, aunque Nébel estaba casi todo el día afuera. Por tácito acuerdo, Lidia y él se encontraban muy pocas veces solos; y aunque de noche volvían a verse, pasaban aun entonces largo tiempo callados.

Lidia misma tenía bastante que hacer cuidando a su madre, postrada al fin. Como no había posibilidad de reconstruir lo ya podrido, y aun a trueque del peligro inmediato que ocasionara, Nébel pensó en suprimir la morfina. Pero se abstuvo una mañana que, entrando bruscamente en el comedor, sorprendió a Lidia que se bajaba precipitadamente las faldas. Tenía en la mano la jeringuilla, y fijó en Nébel su mirada espantada.

—¿Hace mucho tiempo que usas eso? —le preguntó él al fin.

—Sí —murmuró Lidia, doblando en una convulsión la aguja.

Nébel la miró aún y se encogió de hombros.

Sin embargo, como la madre repetía sus inyecciones con una frecuencia terrible para ahogar los dolores de su riñón que la morfina concluía de matar, Nébel se decidió a intentar la salvación de aquella desgraciada, sustrayéndole la droga.

—¡Octavio! ¡Me va a matar! —clamó ella con ronca súplica—. ¡Mi hijo Octavio! ¡No podría vivir un día!

—¡Es que no vivirá dos horas si le dejo eso! —contestó Nébel.

—¡No importa, mi Octavio! ¡Dame, dame la morfina!

Nébel dejó que los brazos se tendieran a él inútilmente, y salió con Lidia.

—¿Tú sabes la gravedad del estado de tu madre?

—Sí… Los médicos me habían dicho…

Él la miró fijamente.

—Es que está mucho peor de lo que imaginas.

Lidia se puso blanca, y mirando afuera, ahogó un sollozo mordiéndose los labios.

—¿No hay médico aquí? —murmuró.

—Aquí no, ni en diez leguas a la redonda; pero buscaremos.

Esa tarde llegó el correo cuando estaban solos en el comedor, y Nébel abrió una carta.

—¿Noticias? —preguntó Lidia inquieta, levantando los ojos a él.

—Sí —repuso Nébel, prosiguiendo la lectura.

—¿Del médico? —volvió Lidia al rato, más ansiosa aún.

—No, de mi mujer —repuso él con la voz dura, sin levantar los ojos.

A las diez de la noche, Lidia llegó corriendo a la pieza de Nébel.

—¡Octavio! ¡Mamá se muere!…

Corrieron al cuarto de la enferma. Una intensa palidez cadaverizaba ya el rostro. Tenía los labios desmesuradamente hinchados y azules, y por entre ellos se escapaba un remedo de palabra, gutural y a boca llena:

—Pla… pla… pla…

Nébel vio enseguida sobre el velador el frasco de morfina, casi vacío.

—¡Es claro, se muere! ¿Quién le ha dado esto? —preguntó.

—¡No sé, Octavio! Hace un rato sentí ruido… Seguramente lo fue a buscar a tu cuarto cuando no estabas… ¡Mamá, pobre mamá! —cayó sollozando sobre el miserable brazo que pendía hasta el piso.

Nébel la pulsó; el corazón no daba más, y la temperatura caía. Al rato los labios callaron su pla… pla, y en la piel aparecieron grandes manchas violetas.

A la una de la mañana murió. Esa tarde, tras el entierro, Nébel esperó que Lidia concluyera de vestirse mientras los peones cargaban las valijas en el carruaje.

—Toma esto —le dijo cuando ella estuvo a su lado, tendiéndole un cheque de diez mil pesos.

Lidia se estremeció violentamente, y sus ojos, enrojecidos, se fijaron de lleno en los de Nébel. Pero él sostuvo la mirada.

—¡Toma, pues! —repitió sorprendido.

Lidia lo tomó y se bajó a recoger su valijita. Nébel entonces se inclinó sobre ella.

—Perdóname —le dijo—. No me juzgues peor de lo que soy.

En la estación esperaron un rato y sin hablar, junto a la escalerilla del vagón, pues el tren no salía aún. Cuando la campana sonó, Lidia le tendió la mano, que Nébel retuvo un momento en silencio. Luego, sin soltarla, recogió a Lidia de la cintura y la besó hondamente en la boca.

El tren partió. Inmóvil, Nébel siguió con la vista la ventanilla que se perdía.

Pero Lidia no se asomó.

La muerte de Isolda

Concluía el primer acto de
Tristán e Isolda
. Cansado de la agitación de ese día, me quedé en mi butaca, muy contento de mi soledad. Volví la cabeza a la sala, y detuve enseguida los ojos en un palco bajo.

Evidentemente, un matrimonio. Él, un marido cualquiera, y tal vez por su mercantil vulgaridad y la diferencia de años con su mujer, menos que cualquiera. Ella, joven, pálida, con una de esas profundas bellezas que más que en el rostro —aun bien hermoso—, reside en la perfecta solidaridad de mirada, boca, cuello, modo de entrecerrar los ojos. Era, sobre todo, una belleza para hombres, sin ser en lo más mínimo provocativa; y esto es precisamente lo que no entenderán nunca las mujeres.

La miré largo rato a ojos descubiertos porque la veía muy bien, y porque cuando el hombre está así en tensión de aspirar fijamente un cuerpo hermoso, no recurre al arbitrio femenino de los anteojos.

Comenzó el segundo acto. Volví aún la cabeza al palco, y nuestras miradas se cruzaron. Yo, que había apreciado ya el encanto de aquella mirada vagando por uno y otro lado de la sala, viví en un segundo, al sentirla directamente apoyada en mí, el más adorable sueño de amor que haya tenido nunca.

Fue aquello muy rápido: los ojos huyeron, pero dos o tres veces, en mi largo minuto de insistencia, tornaron fugazmente a mí.

Fue asimismo, con la súbita dicha de haberme soñado un instante su marido, el más rápido desencanto de un idilio. Sus ojos volvieron otra vez, pero en ese instante sentí que mi vecino de la izquierda miraba hacia allá, y después de un momento de inmovilidad por ambas partes, se saludaron.

Así, pues, yo no tenía el más remoto derecho a considerarme un hombre feliz, y observé a mi compañero. Era un hombre de más de treinta y cinco años, de barba rubia y ojos azules de mirada clara y un poco dura, que expresaba inequívoca voluntad.

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