Cuentos de un soñador (2 page)

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Authors: Lord Dunsany

Y el rey de Arizim dijo:

«Temo que sea terrible blasfemia, mas lo haré según lo decidisteis en Consejo.»

Y llegó la estación de los huertos floridos. Una noche, el rey de Arizim llamó a su hija para que saliese al balcón de mármol. Y la luna surgía, grande, redonda, sagrada, sobre los bosques oscuros, y todas las fuentes cantaban a la noche. Y la luna tocó los aleros del palacio de mármol, y resplandecieron sobre la tierra. Y la luna tocó las cimas de todas las fuentes, y las grises columnas se quebraron en luces de magia. Y la luna dejó los oscuros caminos del bosque e iluminó todo el blanco palacio y sus fuentes, y brilló en la frente de la princesa, y el palacio de Arizim ganó en resplandores, y las fuentes se trocaron en columnas de relucientes joyas y cantos. Y de la luna, al levantarse, salió una melodía, que no llegó del todo a oídos mortales. E Hilnaric estaba en pie, maravillada, vestida de blanco, con el brillo de la luna en la frente; y acechándola desde la sombra, en el terrado, estaban los reyes de Mondath y Toldees. Y dijeron:

«Es más hermosa que el nacer de la luna.»

Y otro día, el rey de Arizim hizo que su hija se asomara al amanecer, y ellos volvieron a situarse cerca del balcón. Y el sol salió sobre un mundo de huertos, y las nieblas marinas se retiraron de Poltarnees hacia el Mar; leves voces silvestres levantáronse de todos los matorrales, las voces de las fuentes comenzaron a desfallecer, y alzóse, en todos los templos de mármol, el cantar de las aves consagradas al Mar. E Hilnaric estaba en pie, resplandeciente aún del sueño celestial.

«Es más hermosa —dijeron los reyes— que el alba.»

Otra prueba impusieron aún a la hermosura de Hilnaric, porque la observaron en las terrazas a la puesta del sol, cuando ya los pétalos de los huertos estaban caídos y en toda la linde de los bosques vecinos florecían el rododendro y la azalea. Y el sol se puso tras la escarpada Poltarnees, y la niebla del Mar se vertió sobre su cumbre interior. Y los templos de mármol se levantaban claros en el atardecer, pero nubecillas de crepúsculo se extendían entre montaña y ciudad. Entonces, de la cornisa de los templos y del tejaroz de los palacios soltáronse atrevidamente los murciélagos, y desplegando las alas, flotaron arriba y abajo por las vías ya oscuras; empezaron a encenderse las luces en las doradas ventanas, los hombres se envolvieron en sus capas por temor a la niebla marina gris, levantóse el son de algunas cancioncillas, y el rostro de Hilnaric convirtióse en lugar de reposo de misterios y ensueños.

«Más que todo —dijeron los reyes— es hermosa; pero ¿quién puede saber si es más hermosa que el Mar?»

Tendido en un macizo de rododendros, en la linde de las praderas de palacio, había esperado un cazador a que el sol se pusiera. Cerca de él había un estanque profundo donde crecían los jacintos y en el que flotaban extrañas flores de anchas hojas; a él iban a beber los toros salvajes, a la luz de las estrellas, y en su acecho vio él Ja blanca forma de la princesa apoyada en el balcón. Antes de que brillaran las estrellas y se llegaran a beber los toros dejó él su escondrijo y se acercó al palacio para ver más próxima a la princesa. Cubiertas estaban las praderas de palacio de no hollado rocío y todo yacía en calma cuando él las cruzó, empuñando su luengo venablo. En el más escondido rincón de la terraza, los tres viejos reyes discutían acerca de la hermosura de Hilnaric y del destino de las Tierras Interiores. Caminando ligero, con paso de cazador, acercóse más el que acechaba junto al estanque, en la quietud del anochecer, sin que aún la princesa le viese. Así que la hubo visto de cerca, exclamó de súbito:

«Ha de ser más hermosa que el Mar.»

Volvióse la princesa, y en su porte y luengo venablo conoció que era un cazador de toros salvajes.

Cuando los tres reyes oyeron la exclamación del mozo, dijéronse por lo bajo:

«Este ha de ser el hombre.»

Mostráronsele luego, y le dijeron, con propósito de probarle:

«Señor, habéis blasfemado del Mar.»

Y el mancebo murmuro:

«Es más hermosa que el Mar.»

Y dijeron los tres reyes:

«Más viejos somos y más sabios que vos, y sabemos que nade existe más hermoso que el Mar.»

Y el mozo, destocado y postrado al ver que hablaba con los reyes, contestó, empero:

«Por este venablo; es más hermosa que el Mar.»

Y, entre tanto, la princesa le miraba, reconociéndole por un cazador de toros salvajes.

Dijo el rey de Arizim al que acechaba en el estanque:

«Si subes a Poltarnees y vuelves, como nadie volvió, y nos refieres qué atracción mágica tiene el Mar, te perdonaremos tu blasfemia, y tendrás a la princesa por esposa, y te sentarás en el Consejo de los reyes.»

Y el mozo al punto mostró su asentimiento con alegría. Y la princesa le habló y le preguntó su nombre. Y él le dijo que se llamaba Athelvok, y se llenó de gozo al oír la voz de ella. Y prometió a los tres reyes salir a tercero día para escalar la pendiente de Poltarnees y regresar, y éste fue el juramento con que le ligaron para que volviera:

«Juro por el Mar que arrastra los mundos, por el río de Oriathon, a quien los hombres llaman Océano, y por los dioses y su tigre, y por el sino de los mundos, que volveré a las Tierras Interiores después de haber contemplado el Mar.»

Y prestó con solemnidad el juramento aquella misma noche en uno de los templos del Mar; pero los tres reyes fiaron aún más en la hermosura de Hilnaric que en el poder del juramento.

Al otro día de mañana fue Athelvok al palacio de Arizim, cruzando las campiñas del Este desde el país de Toldees, e Hilnaric salió al balcón y se reunió con él en las terrazas. Y le preguntó si había matado algún toro salvaje, y él le dijo que tres, y luego le contó que había cazado el primero junto al estanque del bosque. Había cogido el venablo de su padre, se fue a la orilla del estanque, se tendió bajo las azaleas a esperar que las estrefias saliesen, porque a su primera luz van los toros salvajes a beber de aquellas aguas. Y fue muy temprano, y tuvo mucho que esperar, y el pasar de las horas se le hizo más largo de lo que era. Y todos los pájaros acudieron a aquel lugar en la noche. Y ya había salido el murciélago, y ningún toro se acercaba al estanque. Y Athelvok estaba persuadido de que ninguno se acercaría. Y tan pronto como su mente adquirió esta certidumbre, abrióse sin rumor la maleza y un enorme toro salvaje se presentó a sus ojos, a la orilla del agua, y sus largos cuernos surgían a los lados de su cabeza, encorvándose por los extremos, y medían cuatro pasos de punta a punta. Y no había visto a Athelvok, porque el enorme. toro estaba al otro extremo del reducido estanque, y Athelvok no podía ir arrastrándose hasta él por miedo de cortar el viento (pues los toros salvajes, que apenas ven en las selvas oscuras, se guardan por el oído y el olfato). Mas pronto se tramó el plan en su mente, mientras el toro erguía la cabeza a veinte pasos justos de donde estaba él, con el agua por medio. Y el toro olfateó con cautela el viento, se puso a escuchar, y luego bajó la cabeza hasta el estanque y bebió. En aquel punto saltó Athelvok al agua y atravesó rápidamente sus algosas profundidades, por entre los tallos de las extrañas flores que flotaban con sus anchas hojas en la superficie. Y Athelvok asestaba su venablo, recto, y mantenía rígidos y cerrados los dedos de la mano izquierda, sin salir a la superficie, de modo que la fuerza del salto le llevó adelante y le hizo pasar sin que se enredara por entre los tallos de las flores. Cuando saltó Athelvok al agua, el toro hubo de levantar la cabeza, se asustó al verse salpicado y luego debió de escuchar y ventear, y como no oyera ni olfateara peligro ninguno, hubo de quedarse rígido por unos instantes, porque en esta actitud le encontró Athelvok al surgir sin aliento a sus pies. Hiriendo de pronto, Athelvok le clavó la lanza en el cuello, antes de que pudiera bajar la cabeza y los cuernos terribles. Pero Athelvok se había colgado de uno de los cuernos y se vio arrastrado a tremenda velocidad por entre los matorrales de rododendros, hasta que el toro cayó, para levantarse de nuevo y morir de pie, luchando sin cesar, ahogado en su propia sangre.

Hilnaric escuchaba el relato como si un héroe de la antigúedad surgiese de nuevo ante sus ojos en toda la gloria de su legendaria juventud.

Mucho tiempo se pasearon por las terrazas, diciéndose lo que siempre se había dicho y se dijo luego, lo que repetirán labios aún por formarse. Y sobre ellos se erguía Poltarnees, mirando al Mar.

Y llegó el día en que Athelvok debía marcharse. E Hilnaric le dijo:

«¿Es cierto que volverás, luego que hayan mirado tus ojos desde la cumbre de Poltarnees?»

Athelvok repuso:

«Cierto que volveré, porque tu voz es más hermosa que el himno de los sacerdotes cuando cantan los loores del Mar; y aunque muchos mares tributarios fluyan hacia Oriathon y él y los otros viertan su hermosura en un estanque a mis pies, volvería jurando que tú eres más hermosa. »

E Hilnaric contestóle:

«La sabiduría del corazón me dice, o una antigua ciencia o profecía, o un raro saber, que nunca más he de oír tu voz. Y por ello te perdono.»

Pero él, repitiendo el juramento prestado, se fue, mirando muchas veces atrás, hasta que la pendiente se hizo tan empinada que su faz tocaba a la roca. Púsose en camino por la mañana y estuvo subiendo todo el día, con pequeño descanso, por los hoyos que había pulimentado el roce de muchos pies. Antes de llegar a la cima escondiósele el sol y fueron oscureciéndose cada vez más las Tierras Interiores. Apresuróse para ver, antes que fuere de noche, lo que había de mostrarle Poltarnees. Ya era profunda la oscuridad sobre las Tierras Interiores, y las luces de las ciudades chispeaban entre la niebla marina cuando llegó a la cumbre de Poltarnees, y el sol, de la otra parte, aún no se había retirado del firmamento.

Y a sus pies se fruncía el viejo Mar, sonriendo y murmurando cantares. Y daba el pecho a unos barcos chicos de velas deslumbradoras, y en las manos tenía los vetustos restos de naufragios tan echados de menos, y los mástiles todos tachonados de clavos de oro que desgajó en su cólera de los soberbios galeones. Y la gloria del sol reinaba en las olas que arrastraban a la deriva maderos de islas de especias, sacudiendo las cabezas doradas. Y las corrientes grises se arrastraban hacia el Sur, como solitarias serpientes enamoradas de algo lejano con amor inquieto, fatal. Y toda la llanura de agua resplandeciente al sol postrero, y las olas y las corrientes, y las velas blancas de los navíos, formaban, juntas, la faz de un extraño dios nuevo que mira a un hombre por primera vez a los ojos en el instante de su muerte; y Athelvok, mirando al maravilloso Mar, supo por qué no vuelven nunca los muertos: porque hay algo que los muertos sienten y conocen y los vivos no entenderán nunca, aunque los muertos vuelvan a contarles lo que han visto. Y el Mar le sonreía, alegre en la gloria del sol. Y había en él un puerto para las naves que regresaban, y junto a él una soleada ciudad, y la gente andaba por sus calles ataviada con las inconcebibles mercancías de las costas más lejanas.

Una fácil pendiente de roca suelta y menuda llevaba desde la cumbre de Poltarnees hasta la orilla del Mar.

Athelvok detúvose un largo rato lleno del pesar de lo perdido, dándose cuenta de que había entrado en su alma algo que no entenderían jamás los de las Tierras Interiores, porque sus pensamientos no iban más allá de los tres breves reinos. Luego, mirando los buques errantes, y las maravillosas mercancías de países remotos, y el color ignorado que ceñía la frente del Mar, volvió los ojos a las Tierras Interiores.

En aquel punto entonó el Mar un canto fúnebre al ocaso por todo el daño que causó en su cólera y por toda la ruina que acarreó a los navíos aventureros; y había lágrimas en la voz del tiránico Mar, porque amaba a las galeras hundidas, y llamaba a sí a todos los hombres y a todo lo viviente para disculparse, porque amaba los huesos que había desparramado. Y volviéndose, Athelvok puso un pie en la pendiente suelta, y otro después, y anduvo un poco para acercarse al Mar, y luego le sobrecogió un sueño y sintió que los hombres juzgaban mal del Mar, tan digno de ser amado, porque mostró alguna cólera, porque a veces fue cruel; sintió que reñían las mareas, porque el Mar había amado a las galeras fenecidas. Siguió andando, y las piedras menudas rodaban con él, y en el momento en que se desvaneció el ocaso y apareció una estrella, llegó él a la dorada costa, y siguió adelante hasta que las olas le tocaron las rodillas, y oyó las bendiciones, semejantes a las plegarias, del Mar. Mucho tiempo estuvo así, mientras iban saliendo estrellas y copiando su brillo en las olas; más estrellas salían, atorbellinándose en su carrera, del Mar; parpadeaban las luces en toda la ciudad del puerto, colgaban linternas de las naves y ardía la noche de púrpura; y la Tierra, ante los ojos de los dioses, que están sentados tan lejos de ella, refulgía como en una llama. Entonces entró Athelvok en la ciudad del puerto, en donde encontró a muchos que habían dejado antes que él las Tierras Interiores; ninguno deseaba volver al pueblo que no había visto el mar; muchos se habían olvidado de los tres breves reinos, y se susurraba que un hombre que una vez intentó volver halló imposible la subida por la pendiente movediza, deleznable.

Hilnaric no se casó jamás. Pero su dote se destinó a edificar un templo en que los hombres maldicen al Océano.

Una vez al año, con solemnes ritos y ceremonias, maldicen las mareas del Mar; y la luna se mira en él y los aborrece.

Blagdaross

En un descampado de las afueras de la ciudad sembrado de ladrillos caía el crepúsculo. Una o dos estrellas aparecían sobre el humo, y en ventanas distantes se encendían misteriosas luces. La quietud y la soledad se hacían cada vez más profundas. Entonces, todas las cosas desechadas que callan durante el día hallaron voces.

Un viejo corcho habló primero. Dijo: «Crecí en los bosques de Andalucía, mas nunca escuché los perezosos cantos de España. Crecí fuerte a la luz del sol, aguardando por mi destino. Un día los mercaderes llegaron y nos arrancaron; por la costa, apilados, a lomo de asno, nos llevaron a una ciudad orilla del mar, donde me dieron forma. Un día me enviaron al Norte, a Provenza, y allí cumplí mi destino. Porque me pusieron de guarda sobre el vino hirviente, y durante veinte años permanecí centinela fiel. Durante los primeros años, el vino que guardaba durmió en la botella soñando con Provenza; mas al transcurso del tiempo fue tomando fuerza, hasta que por fin, cuando quiera que un hombre pasaba, el vino me empujaba con todo su poder, diciéndome: «¡Déjame salir! ¡Déjame salir!" Y a cada ano su vigor aumentaba y acentuaba el vino su clamor siempre que el hombre pasaba; pero nunca logró arrojarme de mi lugar. Mas después de haberle contenido poderosamente durante veinte anos, le trajeron al banquete y me quitaron de mi puesto, y el vino saltó bullicioso y corrió por las venas de los hombres, y exaltó sus almas hasta que se alzaron de sus asientos y cantaron canciones provenzales. Pero a mí me arrojaron, a mí, que había sido su centinela veinte años y que estaba aún tan fuerte y macizo como cuando me pusieron de guarda. Ahora soy un despojo en una fría ciudad del Norte, yo, que he conocido los cielos de Andalucía y guardado muchos años los soles provenzales que arden en el corazón del vino regocijante.»

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