Cuentos esenciales (94 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

EL VAGABUNDO
*

Llevaba caminando, en busca de trabajo por todas partes, desde hacía cuatro días. Había dejado su tierra, Ville-Avaray, en la Manche, porque allí no lo había. Carpintero de obra, de veintisiete años, buena persona, trabajador, se había quedado durante dos meses a cargo de su familia, él, el primogénito, teniendo que estarse de brazos cruzados por el paro general. En casa comenzaba a faltar el pan; las dos hermanas iban al jornal, pero ganaban poco; y él, Jacques Randel, el más fuerte, no hacía nada porque no tenía nada que hacer, y comía la sopa de los demás.

Entonces se informó en el Ayuntamiento; y el secretario le dijo que se encontraba trabajo en el centro de Francia.

Se había ido, pues, provisto de documentos y certificados, con siete francos en el bolsillo y, al hombro, en un pañuelo azul atado en la punta de su bastón, un par de zapatos de recambio, unos pantalones y una camisa.

Había caminado sin descanso, día y noche, por las interminables carreteras, bajo el sol y la lluvia, sin llegar nunca a ese lugar misterioso donde los obreros encontraban trabajo.

Primero se empecinó en la idea de que tenía que hacer sólo trabajos de carpintería, porque tal era su oficio. Pero en todos los astilleros en que se presentó le respondieron que habían tenido que despedir a parte del personal por falta de encargos, y entonces se decidió, ya sin un céntimo en el bolsillo, a aceptar cualquier trabajo que encontrara por el camino.

Hizo, pues, de jornalero en los desmontes, de mozo de cuadra, de picapedrero; cortó leña, podó árboles, abrió un pozo, mezcló mortero, ató gavillas, guardó cabras en el monte, todo ello por un mísero jornal, pues no conseguía más que, ocasionalmente, dos o tres días de trabajo ofreciéndose a un precio ínfimo para tentar la avaricia de patronos y campesinos.

Y, desde hacía una semana, ya no encontraba nada, ya no tenía nada, y comía un poco de pan gracias a la caridad de las mujeres a las que imploraba en el umbral de las puertas, a su paso por las carreteras.

Caía la noche, y Jacques Randel, agotado, con las piernas molidas, el estómago vacío, el ánimo dominado por el desaliento, caminaba descalzo por la hierba del borde del camino, para no gastar su último par de zapatos, pues el otro ya no existía desde hacía tiempo. Era un sábado, hacia finales de otoño. Las nubes grises corrían, pesadas y raudas, por el cielo, empujadas por las ráfagas de viento que soplaban entre los árboles. Amenazaba lluvia. El campo estaba desierto en aquel final de día, víspera de un domingo. A trechos se alzaban en los campos, semejantes a monstruosas setas amarillas, unos almiares; y las tierras, sembradas ya para el año siguiente, parecían desnudas.

Randel tenía hambre, un hambre canina, una de esas hambres que hacen lanzarse a los lobos sobre los hombres. Extenuado, alargaba las piernas para dar menos pasos y, con la cabeza pesada, la sangre pulsándole en las sienes, los ojos enrojecidos, la boca seca, apretaba en su mano el bastón con un vago deseo de golpear con toda su fuerza al primer caminante que encontrara de vuelta a su casa para tomarse las sopas.

Miraba a ambos lados de la carretera con la imagen en la mente de las patatas que habían quedado en la tierra removida. De haber encontrado alguna, habría recogido un poco de madera seca y hecho un pequeño fuego en la cuneta, y así habría cenado estupendamente con el tubérculo caliente y redondo, manteniéndolo primero, abrasador, entre sus manos frías.

Pero ya no era la temporada y tendría que contentarse, como la noche anterior, con roer una remolacha cruda, arrancada de un surco.

Hablaba solo desde hacía dos días y apretaba el paso obsesionado por sus ideas. No se había parado hasta entonces apenas a pensar, pues concentraba toda su energía mental, todas sus simples facultades, en sus tareas profesionales. Pero he aquí que la fatiga, esa búsqueda encarnizada de un trabajo inencontrable, el rechazo, los desaires, las noches pasadas en la hierba, el ayuno, el visible desprecio de los sedentarios por el vagabundo, esa pregunta que le hacían cada día: «¿Por qué no se ha quedado usted en su casa?», la tristeza de no poder hacer uso de sus brazos vigorosos que sentía llenos de energía, el recuerdo de sus padres que se habían quedado en casa y que tampoco tenían dinero, le iban cargando de una ira paulatina, acumulada día tras día, hora tras hora, minuto tras minuto y que se le escapaba involuntariamente de la boca en frases breves y amenazantes.

Al tropezar con las piedras que rodaban bajo sus pies desnudos, refunfuñaba: «¡Por una miseria…, una miseria…, hatajo de cerdos…, mira que dejar morir de hambre a un hombre…, a un carpintero…, hatajo de cerdos…, ni cuatro cuartos…, ni cuatro cuartos…, y ahora se pone a llover…, hatajo de cerdos!…».

Se indignaba por lo injusto de su sino y la emprendía con los hombres, con todos los hombres, porque la naturaleza, la gran madre ciega, es inicua, feroz y pérfida.

Repetía con los dientes apretados: «Hatajo de cerdos» mientras miraba el delgado hilo de humo gris que salía de los tejados, a esa hora de la cena. Y, sin pensar en esa otra injusticia, ésta humana, llamada violencia y hurto, ganas le daban de entrar en una de esas casas, matar a sus habitantes y sentarse a la mesa en su lugar.

Decía: «¡Ahora no tengo derecho a vivir…, pues dejan que me muera de hambre… y yo no pido más que trabajar…, hatajo de cerdos!». Y el dolor de sus miembros, el dolor de estómago, el dolor de su alma se le subían a la cabeza como una borrachera peligrosa y engendraban en su mente esta simple idea: «Tengo derecho a vivir, puesto que respiro y el aire es de todos. ¡No tienen derecho, por tanto, a dejarme sin pan!».

Caía una lluvia fina, recia, helada. Se detuvo y murmuró: «Pobre de mí…, aún me queda un mes de camino antes de llegar a mi casa…». Regresaba, en efecto, ahora a su hogar, tras comprender que le sería más fácil encontrar una ocupación en su ciudad natal, donde le conocían, haciendo cualquier cosa, que en las carreteras generales donde todo el mundo sospechaba de él.

Si no podía hacer de carpintero, haría de peón, de amasador, de terraplenador, de picapedrero. Aunque no ganara más que veinte sueldos diarios, siempre tendría para comer.

Se anudó en torno al cuello lo que le quedaba del último pañuelo, a fin de impedir que el agua le resbalara por la espalda y el pecho. Pero no tardó en sentir que calaba ya la fina tela de sus ropas y echó una mirada de angustia a su alrededor, de ser perdido que ya no sabe dónde guarecer su cuerpo, dónde reposar su cabeza, que no tiene un amparo en el mundo.

Caía la noche, cubriendo los campos de sombra. A lo lejos, en un prado, vio una mancha oscura en la hierba, era una vaca. Salvó la cuneta del camino y se dirigió hacia ella, sin saber muy bien lo que hacía.

Cuando estuvo cerca, y ella levantó la testuz hacia él, pensó: «Si al menos tuviera un cuenco, podría beber un poco de leche».

Miraba a la vaca; y la vaca le miraba a él. De golpe le soltó un puntapié en el costado:

—¡De pie! —dijo.

La bestia se enderezó lentamente, dejando pender debajo de ella su pesada ubre; entonces el hombre se tumbó de espaldas, entre las patas del animal, y bebió largamente, apretando con ambas manos la ubre henchida, cálida y olorosa a establo. Bebió hasta que ya no quedó leche en esa fuente viva.

Pero la lluvia helada arreciaba, y la llanura entera era una extensión sin refugio alguno. Tenía frío; y miraba una luz que brillaba entre los árboles, en la ventana de una casa.

La vaca se había vuelto a echar pesadamente. Él se sentó a su lado, acariciándole la cabeza, agradecido por haberle alimentado. El profuso y fuerte aliento de la bestia, saliendo de sus ollares como dos chorros de vapor en el aire del atardecer, rozaba la cara del obrero, que empezó a decir:

—Tú no tienes frío por dentro.

Ahora le pasaba las manos por el pecho, por las patas, en busca de calor. Entonces se le ocurrió tumbarse y pasar la noche al arrimo de aquella panza tibia. Trató de acomodarse y reposó la cabeza justo sobre la imponente ubre que poco antes le había dado de beber. Muerto de cansancio como estaba, se durmió de inmediato.

Pero se despertó varias veces, con la espalda o el vientre helados, según que pegara la una o el otro contra el costado del animal; entonces se daba la vuelta para calentarse de nuevo y secar la parte de su cuerpo que había quedado expuesta al aire de la noche; y no tardaba en volver a dormirse con un sueño pesado.

El canto de un gallo le puso en pie. Era casi el alba, ya no llovía, el cielo estaba despejado.

La vaca reposaba con el morro en tierra. Él se agachó, apoyándose en sus manos para besar ese gran hocico de carne húmeda y dijo:

—Adiós, hermosa…, hasta la próxima…, eres un animal bueno… Adiós…

Se puso los zapatos y se fue.

Caminó recto durante dos horas, siguiendo en todo momento el mismo camino; luego le dominó un cansancio tan intenso que se sentó en la hierba.

Se había hecho de día; repicaban las campanas de las iglesias, hombres en blusón azul, mujeres con gorritos blancos, a pie o montadas en carretas, comenzaban a transitar los caminos, yendo a los pueblos vecinos a festejar el domingo en casa de amigos o parientes.

Apareció un campesino gordo, acicateando delante de él a una veintena de corderos inquietos y baladores que un perro veloz mantenía agrupados en rebaño.

Randel se levantó y saludó:

—¿No tendría usted trabajo para un obrero que se muere de hambre? —preguntó.

El otro respondió lanzando al vagabundo una mirada malvada:

—Yo no tengo trabajo para la gente que encuentro por los caminos.

Y el carpintero volvió a sentarse en la cuneta.

Esperó largo rato, mientras miraba desfilar delante de él a los campesinos, y tratando de encontrar un rostro bondadoso, un rostro compasivo para volver a hacer su petición.

Eligió a una especie de burgués enlevitado, con la panza adornada con una cadena de oro.

—Busco trabajo desde hace dos meses —dijo—. No encuentro nada; y no tengo ya un céntimo en el bolsillo.

El señorón replicó:

—Hubiera tenido que leer usted el aviso que hay colgado a la entrada del pueblo. La mendicidad está prohibida en este término municipal. Sepa que yo soy el alcalde, y, si no se larga pronto de aquí, haré que le encierren.

Randel, a quien ganaba la cólera, murmuró:

—Hágame encarcelar si usted quiere, lo preferiría a esto, al menos así no me moriría de hambre.

Y volvió a sentarse en la cuneta.

Al cabo de un cuarto de hora, en efecto, aparecieron dos gendarmes en la carretera. Caminaban despacio, lado a lado, bien a la vista, relucientes al sol con sus sombreros acharolados, sus correajes amarillos y sus botones metálicos, como si quisieran espantar a los maleantes y ponerles en fuga de lejos, de muy lejos.

El carpintero comprendió enseguida que venían a por él; pero no se movió, presa de repente de unas sordas ganas de enfrentarse a ellos, de que le prendieran y de vengarse después.

Se acercaban sin dar la impresión de haber reparado en su presencia, andando con su paso militar, pesado y balanceado como los andares de las ocas. Pero de pronto, al pasar por delante de él, fingieron descubrirle, se detuvieron y se pusieron a mirarle de arriba abajo con mirada amenazadora y furiosa.

Y el cabo se adelantó preguntando:

—¿Qué hace usted aquí?

El hombre repuso tan tranquilo:

—Descanso.

—¿De dónde viene?

—Si tuviera que decir todos los pueblos por los que he pasado, no tendría bastante con una hora.

—¿Adónde va?

—A Ville-Avaray.

—¿Dónde está eso?

—En la Manche.

—¿Es su pueblo?

—Sí, lo es.

—¿Por qué se fue?

—Para buscar trabajo.

El cabo se volvió hacia el gendarme y, con el tono rabioso de la persona irritada por el consabido truco, dijo:

—Todos los tipos como él dicen lo mismo. Pero ya me los conozco.

Luego prosiguió:

—¿Tiene la documentación?

—Sí, por supuesto.

—Enséñemela.

Randel se sacó del bolsillo sus documentos, sus certificados, unos pobres papeles manoseados y sucios que se deshacían en pedazos, y se los alargó al agente.

El otro los hojeó deletreando y, tras haber visto que estaban en orden, se los devolvió con el aire descontento de quien se ha visto burlado por alguien más listo que él.

Tras haber reflexionado durante unos instantes, volvió a preguntar:

—¿Tiene dinero?

—No.

—¿Nada?

—Nada.

—¿Ni un céntimo?

—Ni un céntimo.

—¿Cómo se las apaña para sobrevivir?

—Vivo con lo que me dan.

—Entonces, ¿pide limosna?

Randel respondió con decisión:

—Sí, cuando puedo.

Pero el gendarme declaró:

—Le he cogido en flagrante delito de vagabundaje y de mendicidad, sin recursos y sin profesión, por el camino, y le ordeno que me siga.

—Como usted quiera —dijo.

Y, colocándose entre los dos agentes antes incluso de recibir la orden, añadió:

—Vamos, métanme en chirona. Al menos así tendré un techo bajo el que guarecerme cuando llueva.

Y se encaminaron hacia el pueblo, cuyos tejados se veían a través de los árboles desnudos, a un kilómetro aproximadamente.

Era la hora de misa cuando cruzaron el pueblo. La plaza estaba llena de gente y no tardó en formarse dos filas para ver pasar al malhechor, a quien seguía una cuadrilla de niños excitados. Campesinos y campesinas miraban a aquel detenido, entre dos gendarmes, con los ojos encendidos de odio, y ganas de tirarle piedras, de arrancarle la piel con sus uñas, de aplastarle bajo sus pies. Se preguntaban si había robado y si había matado. El carnicero, antiguo
spahi
, afirmó: «Es un desertor». El estanquero le reconoció como la persona que, esa misma mañana, le había endilgado una moneda falsa de cincuenta céntimos y el ferretero vio en él sin ningún tipo de dudas al inencontrable asesino de la viuda Malet, que la policía andaba buscando desde hacía seis meses.

En la sala de juntas del Ayuntamiento, donde sus guardianes le hicieron entrar, Randel se encontró de nuevo con el alcalde, sentado delante de la mesa de deliberaciones y flanqueado por el maestro.

—¡Ajá, ajá! —exclamó el magistrado—, usted de nuevo, jovenzuelo. Ya le dije que le metería en chirona. Vamos a ver, cabo, ¿de qué se trata?

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