Cuentos esenciales (97 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

¿Quién podrá comprender mi espantosa angustia? ¿Quién podrá comprender la emoción de una persona sana de mente, totalmente despierta, en pleno uso de su razón, que mira aterrorizada, a través del cristal de la botella, un poco de agua desaparecida mientras dormía? Me quedé así hasta el amanecer, sin tener el valor de volver a la cama.

6 de julio
. Estoy enloqueciendo. Esta noche se han bebido de nuevo el agua de la botella, mejor dicho, me la he bebido.

¿Soy yo? ¿Yo? ¿O quién si no? ¡Dios mío! ¿Estoy enloqueciendo? ¿Quién me salvará?

10 de julio
. Acabo de hacer unas pruebas sorprendentes.

¡Estoy decididamente loco! ¡Y sin embargo!…

El 6 de julio, antes de acostarme, puse sobre mi mesa vino, leche, agua, pan y unas fresas.

Se bebieron, me bebí, toda el agua y un poco de leche. No tocaron ni el vino, ni el pan, ni las fresas.

El 7 de julio repetí la misma prueba, que dio el mismo resultado.

El 8 de julio suprimí el agua y la leche. No tocaron nada.

El 9 de julio, finalmente, puse de nuevo únicamente sobre mi mesa agua y leche, procurando envolver las botellas con unas telas de muselina blanca y atar los tapones con un cordel. Luego me froté los labios, la barba, las manos con grafito y me acosté.

Me dominó el mismo sueño invencible, seguido al cabo de poco del mismo atroz despertar. Yo no me había movido; mis sábanas no mostraban mancha alguna. Me fui hacia la mesa. Las telas que encerraban las botellas habían permanecido inmaculadas. Desaté los nudos, palpitando de miedo. ¡Se habían bebido toda el agua! ¡Se habían bebido toda la leche! ¡Ah! ¡Dios mío!…

Partiré hoy mismo hacia París.

12 de julio
. París. ¡Había perdido la cabeza en los últimos días! Me he convertido en el juguete de mi fantasía sobreexcitada, o bien seré realmente un sonámbulo, habré sido víctima de esos influjos verificados, pero inexplicables por el momento, llamados sugestiones. En cualquier caso, mi enloquecimiento estaba llegando a la demencia, y veinticuatro horas en París han bastado para devolverme la seguridad en mí mismo.

Ayer, después de ir de compras y de hacer unas visitas, que fueron como una bocanada de aire fresco y vivificador, acabé la velada en el Théâtre-Français. Representaban una obra de Alejandro Dumas hijo; y ese espíritu alerta y poderoso ha acabado de curarme. Ciertamente, la soledad es peligrosa para las inteligencias que trabajan. Necesitamos a nuestro alrededor hombres que piensen y que hablen. Cuando estamos solos largo tiempo, poblamos el vacío de fantasmas.

He vuelto muy alegre por los bulevares al hotel. Iba pensando, no sin ironía, al rozarme con la multitud, en mis terrores, en mis suposiciones de la semana pasada, pues llegué a creer, sí, llegué a creer que un ser invisible habitaba bajo mi tejado. ¡Qué débil es nuestra cabeza y cómo se asusta, no tarda en extraviarse, tan pronto como nos impresiona un hecho cualquiera incomprensible!

En vez de llegar a esta simple conclusión: «No comprendo por qué se me escapa la causa», enseguida nos imaginamos unos misterios espantosos y unas potencias sobrenaturales.

14 de julio
. Fiesta de la República. Me he paseado por las calles. Los petardos y las banderas me divirtieron como a un niño. Sin embargo, es una gran necedad gozar a fecha fija, por decreto del Gobierno. El pueblo es un rebaño imbécil, unas veces estúpidamente paciente y otras ferozmente rebelde. Se le dice: «Diviértete». Y él se divierte. Se le dice: «Vota por el Emperador». Y vota por el Emperador. Luego se le dice: «Vota por la República». Y vota por la República.

Y no menos necios son quienes lo dirigen; pero en vez de obedecer a unos hombres, lo hacen a unos principios, los cuales no pueden ser sino estúpidos, estériles y falsos, por el hecho mismo de ser principios, es decir, ideas reputadas como ciertas e inmutables, en este mundo en que no se está seguro de nada, pues la luz es una ilusión, así como también el ruido.

16 de julio
. Ayer vi cosas que me perturbaron mucho.

Cené en casa de una prima mía, la señora Sablé, cuyo marido está al mando del 76.º de Cazadores en Limoges. Me encontraba yo en su casa con unas jóvenes, una de las cuales está casada con un médico, el doctor Parent, especializado en enfermedades nerviosas y que se interesa por las manifestaciones extraordinarias a las que dan lugar actualmente las experiencias sobre la hipnosis y la sugestión.

Durante un buen rato nos estuvo contando los prodigiosos resultados obtenidos por unos sabios ingleses y por los médicos de la escuela de Nancy.
1

Se refirió a unos hechos que me parecieron tan extraños que le confesé mi absoluta incredulidad.

«Estamos —afirmaba— a punto de descubrir uno de los más importantes secretos de la naturaleza, quiero decir, uno de sus secretos más importantes en esta tierra, porque ciertamente habrá otros igual de importantes en los cielos, en las estrellas. Desde que el hombre piensa, desde que consigue expresar y escribir su pensamiento, se siente rozar por un misterio que sus groseros e imperfectos sentidos no consiguen penetrar, por lo que trata de suplir la impotencia de sus órganos mediante los esfuerzos de su inteligencia. Cuando esta inteligencia permanecía aún en estado rudimentario, la obsesión por los fenómenos invisibles adquirió formas estúpidamente espantosas. Ellas dieron origen a las creencias populares en lo sobrenatural, a las leyendas de los espíritus que merodean en torno a nosotros, de las hadas, de los gnomos, de los fantasmas y también a la leyenda de Dios, porque nuestra concepción del Sumo Hacedor, provenga de la religión que provenga, es la invención más mediocre, más estúpida e inadmisible nacida del cerebro asustado de los seres humanos. No hay nada más cierto que esta frase de Voltaire: “Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, pero el hombre le ha pagado con la misma moneda”.

»Y he aquí que, desde hace poco más de un siglo, parece que se presenta el acontecimiento de algo nuevo. Mesmer y algunos otros nos han situado en un camino impredecible y, sobre todo desde hace cuatro o cinco años, hemos logrado unos resultados extraordinarios».

Mi prima, también ella muy incrédula, se sonreía. El doctor Parent le dijo: «¿Quiere que trate de dormirla, señora?».

«Sí, no tengo inconveniente.»

Ella se sentó en un sillón y él se puso a mirarla fijamente fascinándola. Yo me sentí de repente un tanto turbado, con el corazón palpitándome y un nudo en la garganta. Veía entornarse los ojos de la señora Sablé, crisparse su boca y jadear su pecho.

Al cabo de diez minutos, estaba dormida.

«Póngase detrás de ella», dijo el médico.

Y yo me senté detrás de ella. Le puso en las manos una tarjeta de visita diciéndole: «Esto es un espejo; ¿qué ve en él?».

Ella respondió:

«Veo a mi primo».

«¿Qué está haciendo?»

«Retorcerse el bigote.»

«¿Y ahora?»

«Se saca una fotografía del bolsillo.»

«¿Qué fotografía es ésa?»

«Un retrato suyo.»

¡Era cierto! Y esa fotografía acababa de serme entregada, esa misma tarde, en el hotel.

«¿Cómo está en ese retrato?»

«De pie, con el sombrero en la mano.»

Así pues, veía en esa tarjeta, en esa cartulina blanca, como hubiera visto en un espejo.

Las jóvenes, espantadas, decían: «¡Ya basta! ¡Ya basta! ¡Ya basta!».

Pero el doctor ordenó: «Se levantará usted mañana a las ocho; luego irá a ver a su primo al hotel, y le suplicará que le preste cinco mil francos que le ha pedido su marido y que él le reclamará en su próximo viaje».

Luego la despertó.

Mientras volvía al hotel, me puse a pensar en esa curiosa sesión y me asaltaron dudas, no sobre la absoluta, la incuestionable buena fe de mi prima, a la que conocía como a una hermana desde mi infancia, sino sobre una posible superchería del doctor. ¿No disimularía en su mano un espejo que mostraba a la joven dormida, al mismo tiempo que su tarjeta de visita?

Volví, pues, y me acosté.

Ahora bien, esa mañana, hacia las ocho y media, mi ayuda de cámara me despertó y me dijo:

«Es la señora Sablé, quien pide hablar enseguida con el señor».

Me vestí a toda prisa y la recibí.

Ella se sentó muy alterada, con los ojos gachos, y, sin levantarse el velo, me dijo:

«Querido primo, tengo que pedirle un gran favor».

«¿Cuál, prima?»

«Me incomoda mucho decírselo, pero tengo que hacerlo. Necesito, imperiosamente, cinco mil francos.»

«Pero ¡cómo! ¿Usted?»

«Sí, yo, o mejor dicho, mi marido, que me ha encargado que viniera a verle.»

Yo estaba tan estupefacto que balbuceé mis respuestas. Me preguntaba si realmente no se estaba burlando de mí en complicidad con el doctor Parent, si no era aquello una simple broma preparada de antemano y muy bien representada.

Pero, al mirarla con atención, se disiparon todas mis dudas. Ella temblaba de angustia, tan dolorosa le resultaba la gestión, y comprendí que estaba a punto de ponerse a sollozar.

Yo sabía que era muy rica y proseguí:

«Pero ¡cómo! ¡Su marido no puede disponer de cinco mil francos! Vamos, reflexione. ¿Está segura de que le ha encargado que me los pida a mí?».

Ella dudó unos segundos como si hubiera hecho un gran esfuerzo por buscar en su memoria, luego respondió:

«Sí…, sí…, estoy segura».

«¿Le ha escrito?»

Ella dudó de nuevo, reflexionando. Intuí el esfuerzo torturador de su pensamiento. No lo sabía. Lo único que sabía era que tenía que pedirme prestados cinco mil francos para su marido. Así pues, se atrevió a mentir.

«Sí, me ha escrito.»

«¿Cuándo? Ayer no me dijo nada de ello.»

«He recibido una carta esta mañana.»

«¿Puede enseñármela?»

«No…, no…, no…, contenía cosas íntimas…, demasiado personales…, la he…, la he quemado.»

«Entonces, es que su marido tiene deudas.»

Ella dudó de nuevo, luego murmuró:

«No lo sé».

Yo manifesté bruscamente:

«Es que yo no puedo disponer de cinco mil francos en estos momentos, querida prima».

Ella lanzó una especie de grito de dolor.

«¡Oh!, ¡oh!, se lo suplico, encuéntrelos…»

¡Se exaltaba, juntaba las manos en ademán de súplica! La oía cambiar de tono su voz; lloraba y farfullaba, acosada, dominada por la orden irresistible que había recibido.

«¡Oh!, ¡oh!, se lo suplico…, si supiera cuánto sufro…, los necesito para hoy.»

Sentí lástima de ella.

«Los tendrá dentro de un rato, se lo juro.»

Ella exclamó:

«¡Oh!, ¡gracias, gracias! Qué bueno es usted».

Yo proseguí: «¿Recuerda lo que pasó ayer por la tarde en su casa?».

«Sí.»

«¿Recuerda que el doctor Parent la durmió?»

«Sí.»

«Pues bien, le ordenó que viniera a pedirme prestados esta mañana cinco mil francos, y usted obedece en este momento a esa sugestión.»

Ella reflexionó unos segundos y repuso:

«Es mi marido quien los pide».

Durante una hora, traté de convencerla, pero sin conseguirlo.

Cuando se hubo ido, corrí a casa del doctor. Él se disponía a salir, y me escuchó con una sonrisa. Luego dijo:

«¿Está convencido ahora?».

«Sí, me rindo a la evidencia.»

«Vayamos a casa de su pariente.»

Ella dormitaba en una tumbona, derrengada de cansancio. El médico le tomó el pulso, la miró un rato, con una mano levantada hacia sus ojos que ella fue cerrando poco a poco ante el esfuerzo insostenible de esa potencia magnética.

Una vez que ella estuvo dormida, dijo:

«Su marido no necesita cinco mil francos. Olvidará, pues, que le ha rogado a su primo que se los preste, y, si él le habla de ellos, no entenderá nada».

Luego la despertó. Yo me saqué el billetero del bolsillo:

«Aquí tiene, querida prima, lo que me pidió esta mañana».

Ella se quedó tan sorprendida que no me atreví a insistir. Traté, sin embargo, de refrescarle la memoria, pero negó con energía, creyó que me burlaba de ella, y poco faltó para que se ofendiese.

¡Heme aquí! Acabo de volver al hotel; y no he podido comer, de tanto como me ha trastornado esa experiencia.

19 de julio
. Muchas personas a las que les he contado esta aventura se han burlado de mí. Ya no sé qué pensar. El prudente dice: «Tal vez».

21 de julio
. Fui a cenar a Bougival, luego he pasado la velada en el baile de los remeros. Decididamente, todo depende de los lugares y de los ambientes. Creer en lo sobrenatural, en la isla de la Grenouillère, sería el colmo de la locura…, pero ¿y en la cima del Mont Saint-Michel?…, ¿y en las Indias? Acusamos horriblemente la influencia de lo que nos rodea. Volveré a mi casa la próxima semana.

30 de julio
. Regresé a casa ayer. Todo va bien.

2 de agosto
. Nada nuevo; hace un tiempo magnífico. Paso mis días viendo correr el Sena.

4 de agosto
. Disputas entre mis criados. Afirman que, por la noche, se rompen los vasos en los armarios. El ayuda de cámara acusa a la cocinera, que a su vez acusa a la costurera, quien acusa a los otros dos. ¿Quién es el culpable? Felicidades a quien lo adivine.

6 de agosto
. Esta vez no estoy loco. ¡Pues he visto…, he visto…, he visto!… No puedo ya dudar… ¡He visto!… ¡Todavía me dura el frío hasta en las uñas…, todavía tengo el miedo hasta en los tuétanos…, pues he visto!…

Me paseaba a las dos, a pleno sol, por mi arriate de rosales…, por la rosaleda de otoño que comienzan a florecer.

Al pararme a contemplar un
géant des batailles
,
2
que tenía tres hermosísimas flores, ¡vi, vi claramente, muy cerca de mí, doblarse el tallo de una de estas rosas, como si una mano lo hubiera torcido, luego romperse como si esta mano hubiera cogido la flor! Luego ésta se elevó, siguiendo la curva que habría descrito un brazo al llevársela a la boca, y permaneció suspendida en el aire diáfano, totalmente sola, inmóvil, espantosa mancha roja a tres pasos de mis ojos.

Fuera de mí, ¡me arrojé sobre ella para cogerla! Pero no encontré nada; había desaparecido. Entonces, me entró una ira furiosa contra mí mismo, pues no le está permitido a un hombre razonable y serio tener semejantes alucinaciones.

Pero ¿era una alucinación? Me volví para buscar el tallo, y lo encontré de inmediato sobre el arbusto, acabado de romper, entre las otras dos rosas que habían quedado en la rama.

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