Cuentos esenciales (107 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

La mujer escogió la lubina y, mientras se iba con ella, se volvió:

—¡Ah!, señor cura, ha venido por tres veces un hombre preguntando por usted.

Él inquirió con tono indiferente:

—¿Un hombre? ¿Qué tipo de hombre?

—Yo diría que uno de esos que no inspiran mucha confianza…

—Pero ¡cómo! ¿Un mendigo?

—Quizá, puede ser. Pero yo diría más bien un
maoufatan
.

Don Vilbois se echó a reír por aquel término provenzal que significa malhechor, vagabundo, conociendo la índole temerosa de Marguerite, que no podía estar en la casita sin imaginarse todo el santo día, y sobre todo de noche, que iban a ser asesinados.

Dio unas pocas monedas al marinero, que se fue, y, cuando decía, pues había conservado todas sus costumbres de aseo personal y de indumentaria de cuando era persona de mundo: «Voy a lavarme un poco la cara y las manos», Marguerite le gritó desde la cocina, donde estaba raspando a contrapelo, con un cuchillo, el dorso del pescado, cuyas escamas, algo manchadas de sangre, se separaban como moneditas de plata:

—¡Mírelo, ahí lo tiene!

El sacerdote se dio la vuelta hacia la carretera y vio, en efecto, a un hombre que, de lejos, le pareció bastante mal vestido y que se dirigía pasito a paso hacia la casa. Se quedó allí a esperarle, sonriéndose aún del terror de la criada y pensando: «Pues no le falta razón, tiene pinta de
maoufatan
».

El desconocido se acercaba con las manos en los bolsillos y los ojos clavados en el párroco, sin prisas. Era joven, llevaba una larga barba rubia totalmente rizada; y unos mechones de pelo en forma de bucles se le escapaban de un sombrero de fieltro blando, tan mugriento y abollado que nadie hubiera podido adivinar su color y forma primitivos. Llevaba un largo gabán pardo, pantalones desflecados en torno a los tobillos y calzaba alpargatas, lo cual imprimía a sus andares un ritmo pausado, silencioso, inquietante, con un paso imperceptible de merodeador.

Cuando estuvo a sólo unos metros del eclesiástico se quitó el andrajo que cubría su frente, descubriéndose con un gesto un tanto teatral y mostrando una cabeza marchita, algo crapulosa y hermosa, que empezaba a clarear en la coronilla, indicio de cansancio o de intemperancias precoces, pues aquel hombre tenía a lo sumo veinticinco años.

También el sacerdote se descubrió enseguida, intuyendo y presintiendo que no se trataba de un vagabundo cualquiera, del obrero desocupado o del apercibido por la justicia que anda de prisión en prisión y no conoce más lenguaje que el misterioso de la cárcel.

—Buenos días, señor cura —dijo el hombre.

El sacerdote se limitó a responder: «Buenos días nos dé Dios», ya que no quería llamar «señor» a aquel caminante sospechoso y andrajoso. Se miraban fijamente y el reverendo Vilbois, ante la mirada de aquel merodeador, se sentía turbado, emocionado como ante un enemigo desconocido, invadido por una de esas inquietudes extrañas que penetran en la carne y en la sangre haciéndolas estremecerse.

Al final, el vagabundo prosiguió:

—Bien, ¿me reconoce?

El sacerdote, muy asombrado, respondió:

—Pues no, no le conozco en absoluto.

—Ah, no me conoce. ¡Míreme mejor!

—Por más que le mire, no le he visto jamás.

—Eso es cierto —prosiguió el otro, irónico—, pero voy a enseñarle a alguien que conoce mejor que a mí.

Volvió a ponerse el sombrero y se desabrochó el gabán. Debajo había un torso desnudo. Un cinturón rojo, atado en torno a su flaco vientre, sujetaba su pantalón por encima de las caderas.

Sacó de su bolsillo un sobre, uno de esos increíbles sobres jaspeados de todas las manchas posibles, uno de esos sobres que sirven para guardar, en los forros de las ropas de los pordioseros errabundos, los papeles, verdaderos o falsos, robados o legítimos, que son los preciosos defensores de la libertad contra el gendarme que puede salir al paso. Sacó de él una fotografía, una de ésas en formato de cartulina bastante corrientes en otro tiempo, amarillenta, gastada, llevada largo tiempo a todas partes, calentada por el contacto con la carne de aquel hombre y desvaída por su calor.

Entonces, poniéndola a la altura de su rostro, preguntó:

—¿Y a éste le conoce?

El reverendo dio dos pasos para ver mejor y se quedó pálido, trastornado, pues era su propio retrato, hecho por Ella en la época lejana de su amor.

No respondía nada, sin entender.

El vagabundo repitió:

—¿A éste le reconoce?

Y el sacerdote balbució:

—Sí.

—¿Quién es?

—Soy yo.

—¿Está seguro de que es usted?

—Pues sí.

—Bien, mírenos a los dos ahora, a su retrato y a mí.

Había visto ya al miserable hombre, había visto que aquellos dos seres, el de la cartulina y el que reía a su lado, se parecían igual que dos hermanos, pero seguía sin entender, y farfulló:

—¿Qué quiere usted de mí, a fin de cuentas?

Entonces, el pordiosero, con voz malvada, dijo:

—Quiero ante todo que usted me reconozca.

—¿Quién es usted, pues?

—¿Que quién soy? Pregúntele a cualquiera que pase por el camino, pregúntele a su criada, vayamos a preguntárselo al alcalde del pueblo si quiere, enseñándole esto; y bien que se va a reír, ya se lo digo yo. ¡Ah!, ¿no quiere usted reconocer que soy su hijo, papá cura?

Entonces, el anciano, levantando sus brazos en un gesto bíblico y desesperado, gimió:

—No es cierto.

El hombre se acercó a él, casi cara a cara:

—¡Ah!, así que no es cierto. ¡Ah!, reverendo, tiene que dejar de mentir, ¿entendido?

Tenía una expresión amenazadora y los puños apretados, y hablaba con un convencimiento tan vehemente que el sacerdote, retrocediendo en todo momento, se preguntaba cuál de los dos estaba equivocado en ese momento.

Una vez más, sin embargo, afirmó:

—Yo no he tenido ningún hijo.

El otro rebatió:

—¿Y acaso tampoco ninguna amante?

El anciano pronunció resueltamente una sola palabra, una orgullosa confesión:

—Sí.

—¿Y esa amante no estaba embarazada cuando usted la echó?

De repente, la vieja ira, ahogada veinticinco años antes, ahogada no, sino contenida en el fondo del corazón del amante, rompió las esclusas de la fe, de la devoción resignada, de la renuncia a todo, que había construido sobre ella, y, fuera de sí, exclamó:

—La eché porque me engañó y llevaba en su seno al hijo de otro, sin lo cual la habría matado, señor, y a usted con ella.

El joven dudó, sorprendido a su vez por el arrebato sincero del párroco; luego replicó más suavemente:

—¿Quién le dijo que yo era hijo de otro?

—Pues ella, ella misma, en actitud de desafío.

Entonces, el vagabundo, sin responder a esta afirmación, concluyó con un tono indiferente de granuja que juzga una causa:

—Pues bien, mamá se equivocó al decírselo cuando le provocó, eso es todo.

Al haber recuperado un cierto dominio de sí, tras aquel arranque de furia, el reverendo preguntó a su vez:

—¿Y quién le ha dicho a usted que es hijo mío?

—Ella, al morir, señor cura… ¡y luego esto!

Y alargó, ante los ojos del sacerdote, la pequeña fotografía.

El anciano la cogió, y lenta, largamente, con el corazón embargado de angustia, comparó a aquel ser errátil desconocido con su antigua imagen, y ya no le cupo ninguna duda de que era su hijo.

Una sensación de angustia embargó su alma, una emoción inexplicable, terriblemente penosa, como el remordimiento de un antiguo crimen. Comprendía un poco, intuía el resto, volvía a ver la escena brutal de la separación. Había sido con el fin de salvar su vida, amenazada por el hombre ultrajado, por lo que la mujer, la traicionera y pérfida hembra, le había soltado aquella mentira. Y la mentira había logrado su propósito. Y un hijo suyo había nacido, crecido y se había convertido en aquel sórdido correcaminos, que olía a vicio como un chivo huele a bestia.

Murmuró:

—¿Quiere andar un poco conmigo para explicarnos mejor?

El otro se echó a reír sarcásticamente.

—Por Dios, si he venido precisamente para eso.

Se fueron juntos, lado a lado, por el olivar. El sol se había puesto. El gran fresco de los crepúsculos del Sur extendía sobre los campos un frío manto invisible. El reverendo se estremecía y, alzando de repente la vista, en un impulso habitual de celebrante, vio por todas partes en torno a sí, temblando contra el cielo, el pequeño follaje grisáceo del árbol sagrado que había albergado bajo su débil sombra el mayor de los dolores, el único desfallecimiento de Cristo.

Una súplica brotó de sus adentros, breve y desesperada, pronunciada con esa voz interior que no rebasa la boca y con la que los creyentes imploran al Señor: «¡Dios mío, auxíliame!».

Luego, volviéndose hacia su hijo, manifestó:

—¿Así que su madre ha muerto?

Una nueva pena se despertó en él, encogiéndole el corazón, mientras pronunciaba las palabras: «Su madre ha muerto» y una extraña miseria de la carne del hombre que nunca ha olvidado del todo, y un cruel eco del tormento sufrido, pero más aún quizá, puesto que ella había muerto, un estremecimiento de esa delirante y breve felicidad juvenil de la que ahora no quedaba nada más que la herida de su recuerdo.

El joven respondió:

—Sí, señor cura, mi madre ha muerto.

—¿Hace mucho?

—Sí, hará ya tres años.

Una nueva duda asaltó al sacerdote.

—¿Y cómo es que no vino a verme antes?

El otro dudó.

—No pude. Me surgieron impedimentos… Pero, perdone que interrumpa estas confidencias que ya le haré más tarde, todo lo detalladas que usted quiera, para decirle que no he comido nada desde ayer por la mañana.

Un repentino sentimiento compasivo se apoderó del anciano, y, tendiendo de repente las dos manos, exclamó:

—¡Oh!, pobre hijo mío.

El joven recibió esas grandes manos tendidas, que envolvieron sus dedos, más delgados, tibios y febriles.

Luego respondió con ese aire bromista que ya no abandonaba nunca sus labios:

—Pues bien, la verdad, empiezo a creer que acabaremos por entendernos.

El párroco echó a andar.

—Vamos a cenar —dijo.

Y de súbito pensó, en un impulso de alegría instintiva, confusa y extraña, en el bonito pez que había pescado, que, junto con el pollo con arroz, sería una comida excelente para aquel joven desventurado.

La arlesiana, preocupada, estaba ya refunfuñando, esperando delante de la puerta.

—Marguerite —exclamó el sacerdote—, retira la mesa y llévala a la sala, pero rápido, y prepárala para dos, pero rápido.

La criada estaba espantada sólo de pensar que su amo comería con aquel maleante.

Entonces, el reverendo Vilbois se puso él mismo a retirar la mesa y a trasladar, a la única estancia de la planta baja, el cubierto preparado para él.

Cinco minutos después estaba sentado enfrente del vagabundo, delante de la sopera llena de sopa de col, que desprendía, entre los dos rostros, una nubecilla de hirviente vapor.

III

Una vez llenos los platos, el vagabundo empezó a zamparse la sopa ávidamente con rápidas cucharadas. El reverendo no tenía ya hambre, y sorbía con lentitud tan sólo el sabroso caldo de col, dejando el pan en el fondo del plato.

De repente preguntó:

—¿Cómo se llama usted?

El hombre rió, satisfecho de poder saciar su hambre.

—Padre desconocido —dijo—, sin otro apellido que el de mi madre, que probablemente no ha olvidado aún. En cambio, tengo dos nombres, que, dicho sea entre paréntesis, no cuadran en absoluto conmigo, Philippe-Auguste.

El sacerdote palideció y preguntó con un nudo en la garganta:

—¿Por qué le pusieron estos dos nombres?

El vagabundo se encogió de hombros.

—Debería usted adivinarlo. Después de haber dejado a mamá, le quiso hacer creer a su rival que yo era hijo suyo y él se lo creyó, más o menos, hasta que cumplí los quince años. A esa edad empecé a parecerme demasiado a usted y él, ese canalla, renegó de mí. Me habían puesto sus dos nombres de pila, Philippe-Auguste; y si hubiera tenido la fortuna de no parecerme a nadie, o bien la de ser hijo de un tercer seductor que no se hubiera dado a conocer, hoy sería el vizconde Philippe-Auguste de Pravallon, hijo reconocido tardíamente del conde del mismo nombre, senador. Por eso yo me puse el apodo de Malafortuna.

—¿Cómo sabe usted todo esto?

—Porque él tuvo, por supuesto, unas explicaciones conmigo, y unas duras explicaciones, no se vaya a creer. Ay, de esas que te enseñan lo que es la vida…

El sacerdote se sentía oprimido por algo que era más penoso y atormentador que lo que había sentido y sufrido desde hacía media hora. Era como una especie de ahogo que empezaba, iba a ir en aumento y acabaría finalmente con él, provocado, no tanto por las cosas que oía, sino por la manera en que éstas eran dichas y por el rostro de crápula del granuja que las pronunciaba. Entre aquel hombre y él, entre su hijo y él, empezaba ahora a percibir ese sumidero de inmundicias morales que son, para algunas almas, venenos letales. ¿Era ése su hijo? Todavía no podía creerlo. Quería todas las pruebas, todas; saberlo todo, oírlo todo, escucharlo todo, sufrirlo todo. Pensó de nuevo en los olivos que rodeaban su casita de campo y murmuró por segunda vez: «¡Oh, Dios mío, auxíliame!».

Philippe-Auguste se había acabado la sopa. Preguntó:

—¿No hay nada más para comer, reverendo?

Como la cocina se hallaba en el exterior de la casa, en un edificio anejo, y Marguerite no podía oír la voz de su cura, la llamaba dando unos golpecitos en un gong chino colgado de la pared que tenía a sus espaldas.

Cogió la maza de cuero y golpeó varias veces la redonda placa metálica. Primero se oyó un sonido débil, luego aumentó, se acentuó, vibrante, agudo, sobreagudo, desgarrador, horrible lamento de cobre herido.

Apareció la criada. Tenía un semblante crispado y lanzaba miradas furiosas al
maoufatan
como si hubiera comprendido con su instinto de perro fiel el drama que se le había venido encima a su amo. Sostenía en sus manos la lubina asada que desprendía un sabroso olor a mantequilla derretida. El reverendo hendió el pescado con una cuchara de un extremo al otro y, tras ofrecer el filete del lomo al hijo de su juventud, dijo con un resabio de orgullo que aún le quedaba en medio de su desazón:

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