Cuentos esenciales (102 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

HAUTOT PADRE E HIJO
*

I

Delante de la puerta de la casa, medio alquería, medio casa de campo, una de esas viviendas rurales mixtas que fueron casi señoriales y que ocupan hoy grandes terratenientes, los perros, atados a los manzanos del patio, ladraban y aullaban al ver los morrales que traían el guarda y unos chiquillos. En la gran sala que hacía las veces de cocina comedor, Hautot padre, Hautot hijo, el señor Bermont, el recaudador, y el señor Mondaru, el notario, estaban tomando un bocado y un vaso de vino antes de ir de caza, pues era el día que se levantaba la veda.

Hautot padre, orgulloso de cuanto poseía, ponderaba por adelantado la caza que encontrarían sus invitados en sus tierras. Era un normando alto, uno de esos hombres imponentes, sanguíneos, huesudos, que cargan sobre sus hombros carretadas de manzanas. Medio campesino, medio señor, rico, respetado, influyente, autoritario, había hecho cursar estudios, hasta tercero, a su hijo César Hautot, a fin de que recibiera instrucción, y había hecho que los interrumpiera entonces por temor a que se convirtiese en un señor indiferente a la tierra.

César Hautot, casi tan alto como su padre, pero más delgado, era un buen hijo, dócil, siempre contento de todo, lleno de admiración, respeto y deferencia a la voluntad y a las opiniones de Hautot padre.

El señor Bermont, el recaudador, un hombre achaparrado que mostraba en sus rojas mejillas una fina trama de venillas moradas semejantes a los afluentes y a los cursos tortuosos de los ríos en los mapas de geografía, preguntó:

—Y liebres, ¿las hay?…

Hautot padre respondió:

—Tantas como usted quiera, sobre todo en los terrenos bajos del Puysatier.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó el notario, un notario regalón, gordo y pálido, así como tripudo y embutido en un traje de caza recién estrenado, comprado la semana anterior en Ruán.

—Pues por ahí, por los terrenos bajos. Ojearemos a las perdices hasta el llano y luego caeremos sobre ellas.

Y Hautot padre se levantó. Todos le imitaron, cogieron sus escopetas de los rincones, examinaron el mecanismo, patearon en el suelo para ajustarse bien las botas algo duras, que no habían sido aún ablandadas por el calor de la sangre; luego salieron, y los perros, alzándose en el extremo de sus cadenas, lanzaron ladridos agudos mientras azotaban el aire con sus patas.

Se pusieron en camino hacia los terrenos bajos. Era un vallecito, o mejor dicho, una gran ondulación de tierras de mala calidad, que habían quedado yermas por esta razón, surcadas por torrenteras, cubiertas de helechos, excelente reserva de caza.

Los cazadores se espaciaron, Hautot padre por la derecha, Hautot hijo por la izquierda, y los dos invitados por en medio. El guarda y los que llevaban los morrales les seguían. Era el momento solemne en que se espera el primer escopetazo, en que el corazón golpetea un poco, mientras el dedo nervioso palpa en todo momento el gatillo.

De súbito, ¡se oyó un disparo! Hautot padre había hecho fuego. Todos se pararon y vieron una perdiz que, separándose del grupo que huía con raudo vuelo, caía en una hondonada dentro de una maleza espesa. El cazador, excitado, echó a correr, pasando por encima y arrancando las zarzas que le retenían, y desapareció a su vez en la espesura en busca de la pieza cobrada.

Casi al punto se oyó un segundo disparo.

—¡Ja, ja!, el muy tunante —exclamó el señor Bermont—, habrá levantado una liebre ahí abajo.

Todos esperaban con los ojos clavados en aquel montón de ramas impenetrables a la mirada.

El notario, haciendo bocina con las manos, vociferó: «¿Las tiene?». Pero Hautot padre no respondió; entonces, César, volviéndose hacia el guarda, le dijo:

—Vaya usted a echarle una mano, Joseph. Hay que caminar en línea. Nosotros esperaremos.

Y Joseph, un viejo tronco de hombre seco, nudoso, con todas las articulaciones llenas de protuberancias, se fue con paso tranquilo y bajó a la hondonada, buscando los boquetes practicables con precauciones de zorro. Luego, de inmediato, exclamó:

—Oh, vengan, vengan, ha ocurrido una desgracia.

Acudieron todos y se metieron por entre las zarzas. Hautot padre, caído de costado, desvanecido, se aguantaba con ambas manos el vientre del que brotaban a través de su chaqueta de tela desgarrada por el plomo unos largos hilillos de sangre sobre la hierba. Al dejar su escopeta para coger la perdiz muerta al alcance de su mano, había dejado caer el arma cuyo segundo disparo, saliendo por el impacto contra el suelo, le había reventado las entrañas. Le sacaron del hoyo, le desvistieron, y vieron una herida espantosa por la que se le salían las tripas. Entonces, tras hacerle una ligadura como pudieron, le llevaron a su casa y esperaron al médico al que se había mandado llamar, con un sacerdote.

En cuanto llegó el doctor, éste meneó la cabeza con aire grave y, volviéndose hacia Hautot hijo que sollozaba en una silla, le dijo:

—Mi pobre muchacho, esto no pinta nada bien.

Pero cuando hubieron terminado de vendarle, el herido movió los dedos, abrió la boca, luego los ojos, lanzó delante de sí unas miradas turbias, extraviadas, y a continuación pareció hurgar en su memoria, acordarse, comprender y murmuró:

—¡Rediós, esto se acabó!

El médico le sostenía la mano.

—No, no, unos pocos días de reposo y no será nada.

Hautot prosiguió:

—¡Se acabó! ¡Tengo el estómago reventado! Bien lo sé.

Luego de repente agregó:

—Quisiera hablar con mi hijo, si me da tiempo.

Hautot hijo, a su pesar, lloriqueaba y repetía como un niño pequeño:

—¡Papá, papá, pobre papá!

Pero el padre, con un tono más firme, dijo:

—Vamos, deja de llorar, no es éste el momento. Tengo que hablar contigo. Ponte aquí, muy cerca, acabaremos pronto, y yo me sentiré más tranquilo. Ustedes, déjennos un minuto, por favor.

Todos salieron dejando al hijo enfrente del padre.

Una vez que estuvieron solos, el padre dijo:

—Escucha, hijo, ya tienes veinticuatro años, y se te pueden decir las cosas. Y, además, en este tipo de asuntos el misterio somos nosotros quienes lo añadimos. Sabes que tu madre murió hace siete años, ¿no es cierto?, y que yo tengo actualmente cuarenta y cinco, pues me casé a los diecinueve. ¿No es así?

El hijo balbució:

—Sí, así es.

—Así pues, tu madre murió hace siete años y yo me quedé viudo. Pues bien, un hombre como yo no puede permanecer viudo a los treinta y siete años, ¿no es así?

El hijo respondió:

—Sí, así es.

El padre, jadeando, todo pálido y con el rostro crispado, continuó:

—¡Dios, cómo me duele! Lo comprendes, pues. No está el hombre hecho para vivir solo, pero yo no quería tomar otra mujer porque así se lo prometí a tu madre. Entonces…, ¿comprendes?

—Sí, padre.

—Así que tomé a una jovencita de Ruán, de la rue de l’Éperlan, número dieciocho, tercero, segunda puerta. Te doy esta información, no la olvides. Pero una jovencita que ha sido sumamente amable conmigo, amorosa, abnegada, una mujer de verdad. ¿Comprendes, muchacho?

—Sí, padre.

—Por tanto, si ha llegado mi hora, le debo algo, pero algo como Dios manda que la libere de la penuria, ¿entendido?

—Sí, padre.

—Te digo que es una buena chica, buena de verdad, y que de no haber sido por ti y por la memoria de tu madre, así como por la casa donde hemos vivido los tres juntos, me la habría traído aquí, y luego me habría casado con ella, seguro…, escucha…, escucha…, hijo mío…, habría podido hacer testamento…, pero no lo he hecho. No he querido…, porque estas cosas no deben ponerse por escrito…, estas cosas…, pues perjudican demasiado a los legítimos… y todo se complica además…, ¡y no es bueno para nadie! ¿Sabes?, olvídate del papel timbrado, no sirve para nada, no lo emplees jamás. Si yo soy rico es porque durante toda mi vida no lo he usado nunca. ¿Comprendes, hijo?

—Sí, padre.

—Escucha…, escúchame bien… Así que no he hecho testamento…, no he querido. Porque, además, te conozco, sé que tienes buen corazón, que no eres ni tacaño ni mezquino. Me dije que, al final de mis días, te lo contaría todo y te rogaría que no olvidaras a la pequeña: Caroline Donet, rue de l’Éperlan, número dieciocho, tercero, segunda puerta, no lo olvides. Y escucha también lo que te voy a decir. Ve enseguida apenas yo haya dejado este mundo y actúa de forma que no tenga un mal recuerdo de mí. Tú tienes lo suficiente. Puedes hacerlo, pues te dejo bastante… Escucha…, durante la semana no está nunca, porque trabaja con la señora Moreau, en la rue Beauvoisine. Ve un jueves. Es el día que me espera. Es mi día desde hace seis años. ¡Pobre pequeña, cuánto va a llorar!… Si te cuento todo esto es porque te conozco bien, hijo mío. No son cosas que se cuenten a la gente, ni al notario ni al cura. Se hacen, todos lo saben, pero que no se cuentan, salvo que sea necesario. Por eso no quiero que ningún extraño esté en el secreto, nadie que no sea de la familia, porque la familia son todos en uno, ¿entendido?

—Sí, padre.

—¿Me lo prometes?

—Sí, padre.

—¿Lo juras?

—Sí, padre.

—Hijo, te lo ruego, te lo suplico, no lo olvides. Es de suma importancia para mí.

—No, padre.

—Irás tú mismo. Quiero que te asegures de todo.

—Sí, padre.

—Y luego verás…, verás lo que ella te explica. Nada más puedo añadir. Lo has jurado.

—Sí, padre.

—Está bien, hijo mío. Dame un beso. Adiós. Voy a palmarla, estoy seguro. Diles a los otros que entren.

Hautot hijo dio un beso a su padre entre gemidos, luego, siempre dócil, abrió la puerta y apareció el cura, en roquete blanco, trayendo los sagrados óleos.

Pero el moribundo había cerrado los ojos y se negó a volver a abrirlos, se negó a responder, se negó a demostrar, mediante un signo siquiera, que comprendía.

Mucho había hablado aquel hombre, y no podía más. Se sentía, por otra parte, ahora con el corazón tranquilo, quería morir en paz. ¿Qué necesidad tenía de confesarse al delegado de Dios en la tierra, puesto que acababa de confesarse con su hijo, que era de la familia?

Recibió los sacramentos, fue purificado y absuelto en medio de sus amigos y de sus servidores postrados de rodillas, sin que un solo movimiento de su rostro revelase que seguía todavía con vida.

Murió hacia medianoche, tras cuatro horas de estremecimientos que indicaban unos dolores atroces.

II

Le enterraron el martes, tras haberse levantado la veda el domingo. Después de volver a su casa, una vez que había acompañado a su padre al cementerio, César Hautot se pasó el resto de la jornada llorando. Apenas si durmió a la noche siguiente y se sintió tan triste al despertar que se preguntaba cómo iba a poder seguir viviendo.

De todos modos, pensó hasta la noche una y otra vez que, si quería respetar las últimas voluntades de su padre, tenía que ir a ver al día siguiente a Ruán a esa muchacha Caroline Donet, que vivía en la rue de l’Éperlan, número 18, tercero, segunda puerta. Había repetido, muy bajito, como se murmura una oración, ese nombre y esa dirección un número incalculable de veces, a fin de no olvidarlos, y acabó por balbucearlos indefinidamente, sin poder parar o pensar en nada, de tanto como su lengua y su mente estaban poseídas por esta frase.

Así pues, al día siguiente hacia las ocho, ordenó enganchar a Graindorge al tílburi y partió al trote largo del pesado caballo normando por la carretera general de Ainville a Ruán. Llevaba puesta su levita negra y sus pantalones con trabillas e iba tocado con un gran sombrero de seda, y no había querido, dadas las circunstancias, ponerse encima de su bonito traje el sobretodo azul que se hincha al viento, protege la tela del polvo y de las manchas y se quita rápidamente a la llegada, tan pronto como se ha saltado del coche.

Entró en Ruán cuando daban las diez, se apeó como siempre en el Hôtel des Bons-Enfants de la rue des Trois-Mares, soportó los grandes abrazos del director, de su mujer y de sus cinco hijos, pues conocían la triste noticia; luego tuvo que dar detalles sobre el accidente, lo cual le hizo llorar, rehusar los servicios de toda esa gente, solícita porque sabían que era rico, y rechazar hasta su invitación a comer, cosa que les picó.

Tras haber quitado el polvo de su sombrero, cepillado la chaqueta y lustrado sus botines, se puso a buscar la rue de l’Éperlan, sin atreverse a preguntarle a nadie por temor a ser reconocido y a despertar sospechas.

Finalmente, como no daba con ella, al ver a un cura, fiándose de la discreción profesional de todo eclesiástico, le preguntó a él.

La tenía a sólo cien pasos, era justo la segunda calle a la derecha.

Entonces, vaciló. Hasta ese momento había obedecido como un manso cordero a la voluntad de su difunto padre. Pero ahora se sentía totalmente agitado, avergonzado, humillado ante la idea de encontrarse, él, el hijo, delante de esa mujer que había sido la amante de su padre. Toda la moral que subyace en nosotros, acumulada en el fondo de nuestros sentimientos durante siglos de enseñanza hereditaria, todo cuanto había aprendido desde el catecismo sobre las mujeres de mala vida, el desprecio instintivo que todo hombre siente por ellas, incluso si se casa con una, toda su honestidad estrecha de campesino, todo ello se agitaba en su interior, le retenía, le hacía avergonzarse y enrojecer.

Pero pensó: «Se lo prometí a mi padre. No puedo dejar de hacerlo». Entonces empujó la puerta entreabierta de la casa señalada con el número 18, descubrió una escalera oscura, subió tres pisos, vio una puerta, luego una segunda, encontró un cordón de campanilla y tiró de él.

El ding dong que resonó en la habitación vecina le provocó un estremecimiento. La puerta se abrió y se encontró delante de una joven señora muy bien vestida, morena, de tez colorada, que le miraba con ojos de pasmo.

No sabía qué decirle, y ella, que no sospechaba nada, y que esperaba al otro, no le invitaba a entrar. Se contemplaron así durante cerca de medio minuto. Finalmente ella preguntó:

—¿Qué desea, señor?

Él murmuró:

—Soy Hautot hijo.

Ella tuvo un sobresalto, palideció y balbució como si le conociera desde hacía tiempo:

—¿El señor César?

—Sí…

—¿Qué pasa?

—Tengo que hablar con usted de parte de mi padre.

Ella dijo:

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