Todo su pobre ser había temblado, vibrado, desfallecido. Yo l o sabía. Ella se fue sin que hubiera dicho una palabra, dejándome sorprendido como ante un milagro, y desolado como si hubiera cometido un crimen.
No regresé para comer. Me fui a dar una vuelta por el borde del acantilado, con ganas tanto de llorar como de reír, pareciéndome la aventura cómica y deplorable, sintiéndome ridículo y considerándola a ella desgraciada hasta el punto de poder volverse loca.
Me preguntaba qué debía hacer.
Consideré que no me quedaba más remedio que irme, y me decidí enseguida.
Tras haber estado vagando hasta la hora de cenar, un tanto triste, un tanto soñador, volví a la hora de la cena.
Nos sentamos a la mesa como de costumbre. Miss Harriet estaba allí, comía con expresión seria, sin hablar con nadie ni levantar los ojos. Tenía, por otra parte, su aspecto y sus modales habituales.
Esperé a que terminara la cena, luego me volví hacia la posadera:
—Bien, señora Lecacheur, no tardaré en dejarla.
La buena mujer, sorprendida y apenada, exclamó con su voz tonante:
—Pero ¿qué habla usted, señor mío, de dejarnos? ¡Pero si estamos tan acostumbrados a usted!
Miré con el rabillo del ojo a miss Harriet; su rostro permanecía impasible. Pero Céleste, la joven moza, acababa de alzar los ojos hacia mí. Era una gorda muchacha de dieciocho años, coloradota, lozana, robusta como un caballo, y aseada, cosa rara. La besaba algunas veces por los rincones, por costumbre de frecuentador de posadas; nada más.
Terminó la cena.
Me fui a fumar en pipa bajo los manzanos, paseando adelante y atrás de un extremo al otro del patio. Todas mis reflexiones durante el día, el extraño descubrimiento de la mañana, ese amor grotesco y apasionado por mí, los recuerdos que se habían sucedido a raíz de esta revelación, recuerdos encantadores y turbadores, tal vez también esa mirada de moza levantada hacia mí al anuncio de mi marcha, todo ello mezclado y combinado me había puesto en el cuerpo un ardor, un prurito de besos en los labios y, en las venas, esa cosa inexplicable que empuja a hacer tonterías.
Caía la noche, insinuando sus sombras bajo los árboles, y vi a Céleste que iba a cerrar el gallinero por el lado opuesto del cercado. Me lancé a toda prisa, corriendo con paso tan ligero que ella no oyó nada, y, cuando se alzaba tras haber cerrado la puertecita por la que entraban y salían las gallinas, la cogí entre los brazos, haciendo caer sobre su rostro ancho y mofletudo una lluvia de besos. Ella se debatía, riendo a pesar de todo, acostumbrada a ello.
¿Por qué la dejé de golpe? ¿Por qué me volví de repente? ¿Cómo presentí que había alguien detrás de mí?
Era miss Harriet que entraba, y nos había visto, y que permanecía inmóvil como ante un espectro. Luego desapareció en la noche.
Volví adentro avergonzado, turbado, más disgustado por haber sido sorprendido de aquel modo que si me hubiera visto cometer una acción criminal.
Dormí mal, nervioso en exceso, acosado por tristes pensamientos. Me pareció oír llorar. Sin duda me equivocaba. También varias veces creí que alguien andaba por la casa y que abrían la puerta exterior.
Hacia el amanecer, muerto de cansancio, el sueño me venció. Me desperté tarde y no bajé hasta la hora de comer, confuso aún e inseguro acerca de cómo comportarme.
No habían visto a miss Harriet. La esperamos; no apareció. La tía Lecacheur entró en su habitación, la inglesa se había ido. Debía de haber salido al amanecer, como hacía a menudo, para ver la salida del sol.
Nadie se asombró y nos pusimos a comer en silencio.
Hacía calor, mucho calor, era uno de esos días abrasadores y pesados en los que no se mueve ni una hoja. Se había sacado la mesa afuera, bajo un manzano; y de vez en cuando Zapador iba a llenar a la bodega la jarra de sidra, de tanto como se bebía. Céleste traía los platos de la cocina, un guiso de cordero con patatas, un conejo salteado y una ensalada. Luego nos puso delante un plato de cerezas, las primeras de la temporada.
Como yo quería lavarlas y refrescarlas, le rogué a la joven moza que fuera a sacar un cubo de agua muy fría.
Volvió a los cinco minutos declarando que el pozo estaba seco. Tras dejar descender toda la cuerda, el cubo había tocado fondo, subiendo luego vacío. La tía Lecacheur quiso cerciorarse por sí misma de ello, y fue a mirar por la boca del pozo. Regresó anunciando que se veía algo extraño al fondo de su pozo. Seguramente algún vecino había echado dentro una gavilla de paja por venganza.
También yo quise mirar, esperando poder distinguir mejor y me incliné sobre el borde. Percibí vagamente un objeto blanco. Pero ¿qué era? Entonces se me ocurrió la idea de introducir una linterna atada en el extremo de una cuerda. El resplandor amarillo bailaba en las paredes de piedra, hundiéndose paulatinamente. Estábamos los cuatro inclinados sobre la abertura. Zapador y Céleste se habían unido a nosotros. La linterna se detuvo encima de una masa indistinta, blanca y negra, singular, incomprensible. Zapador exclamó:
—Es un caballo. Veo la pezuña. Se habrá caído esta noche tras haber escapado del prado.
Pero de repente me estremecí hasta los tuétanos. Acababa de reconocer un pie, luego una pierna levantada; el cuerpo entero y la otra pierna desaparecían debajo del agua.
Balbuceé, muy bajito, y temblando tan fuerte que la linterna bailaba como loca encima del zapato:
—Es una mujer lo que…, que…, que hay aquí dentro…, es miss Harriet.
Zapador fue el único que ni pestañeó. ¡Había visto otros casos parecidos en África!
La tía Lecacheur y Céleste se pusieron a lanzar agudos gritos y huyeron a todo correr.
Hubo que repescar a la muerta. Até firmemente al mozo por la cintura y a continuación lo descendí por medio de la polea, muy lentamente, viéndole hundirse en lo oscuro. Mantenía en mis manos la linterna y otra cuerda. Pronto su voz, que parecía provenir del centro de la tierra, exclamó: «Pare»; y vi que repescaba alguna cosa en el agua, la otra pierna, luego ató los dos pies juntos y exclamó de nuevo: «Tire».
Le ayudé a subir; pero me sentía los brazos rotos, los músculos flojos, temía que se me soltara la cuerda y dejarle caer. Cuando apareció la cabeza a la altura del brocal le pregunté: «¿Qué?» como si esperase noticias de la que había allí al fondo.
Subimos los dos sobre el reborde, uno enfrente del otro, e, inclinados sobre la oquedad, comenzamos a tirar del cuerpo hacia arriba.
La tía Lecacheur y Céleste nos espiaban a distancia, escondidas detrás del muro de la casa. Cuando vieron, saliendo de la boca del pozo, los zapatos negros y las medias blancas de la ahogada, desaparecieron.
Zapador la aferró por los tobillos y la sacamos fuera, a la pobre y casta soltera, en la postura más inmodesta. La cabeza estaba espantosa, negra y rasguñada; y sus largos cabellos grises, sueltos, lisos para siempre, pendían, goteantes y fangosos. Zapador dijo con tono despectivo:
—¡Por Dios, qué flaca está!
La llevamos a su habitación, y, como las dos mujeres no reaparecían, el mozo de cuadra y yo preparamos a la muerta.
Yo lavé su triste cara descompuesta. Bajo la presión de mi dedo, un ojo se abrió un poco, que me miró con esa mirada pálida, esa mirada fría, esa mirada terrible de los cadáveres, que parece venir de más allá de la vida. Arreglé como pude sus alborotados cabellos, y, con mis manos inhábiles, compuse sobre su frente un peinado nuevo y singular. Luego le quité sus ropas empapadas de agua, descubriendo un poco, con vergüenza, como si cometiera una profanación, sus hombros y su pecho, y sus largos brazos delgados como ramas.
Luego fui a buscar unas flores, amapolas, acianos, margaritas y hierbas frescas y aromáticas, con las que cubrí su lecho fúnebre.
A continuación tuve que llevar a cabo las formalidades de rigor, al ser el único que la conocía. En una carta encontrada en uno de sus bolsillos, escrita en el último momento, pedía ser enterrada en aquel pueblo donde había pasado sus últimos días. Un pensamiento espantoso me encogió el corazón. ¿No habría sido yo la causa de que ella quisiera quedarse en aquel lugar?
Hacia la noche, las comadres del vecindario vinieron para ver a la difunta; pero yo impedí que entrasen; quería permanecer solo a su lado; y la velé toda la noche.
Contemplé al resplandor de las velas a aquella miserable mujer desconocida de todos, muerta tan lejos, tan lastimosamente. ¿Dejaba amigos, parientes en alguna parte? ¿Qué infancia y vida había tenido? ¿De dónde provenía, tan sola, errabunda, perdida como un perro expulsado de su casa? ¿Qué secreto sufrimiento y desesperación guardaba en ese cuerpo poco agraciado, en ese cuerpo llevado, como una tara vergonzosa, durante toda su vida, ridícula envoltura que había mantenido alejado de ella cualquier afecto o amor?
¡Qué desdichadas pueden ser las personas! ¡Yo sentía pesar sobre esa criatura humana la eterna injusticia de la implacable naturaleza! ¡Para ella todo había terminado, sin que, quizá, hubiera tenido nunca lo que sostiene a los más desheredados, la esperanza de ser amada una vez! Pues ¿por qué se ocultaba así, huía de los demás? ¿Por qué amaba con una ternura tan apasionada todas las cosas y todos los seres vivos que no fuesen hombres?
Comprendía que creyera en Dios y hubiera esperado en otro mundo la compensación a su miseria. Ahora estaba a punto de descomponerse, y convertirse a su vez en planta. Florecería al sol, sería pacida por las vacas, llevada en semilla por los pájaros, y, carne de las bestias, volvería a convertirse en carne humana. Pero lo que llamamos el alma se había apagado en el fondo del pozo oscuro. Ya no sufría. Había trocado su vida por otras vidas que nacerían de ella.
Pasaban las horas en aquel estar a solas siniestro y mudo. Una pálida luz anunció el alba; luego un rayo rojo llegó hasta el lecho, imprimiendo una barra de fuego sobre la sábana y las manos de ella. Era la hora que tanto le gustaba. Los pájaros, despertados, cantaban entre los árboles.
Abrí de par en par la ventana, descorrí las cortinas para que el cielo entero nos viese e, inclinándome sobre el cadáver helado, cogí entre las manos esa cabeza desfigurada y lentamente, sin miedo ni repugnancia, deposité un largo beso en aquellos labios que no habían recibido nunca ninguno…
Léon Chenal calló. Las mujeres lloraban. Se oía al conde de Étraille, en su asiento, sonarse una y otra vez. Sólo el cochero dormitaba. Y los caballos, al no sentir ya el látigo, habían demorado la marcha y tiraban débilmente. La pequeña diligencia apenas si avanzaba, vuelta pesada de repente, como si estuviese cargada de tristeza.
A Edgar Courtois
La fachada de la notaría daba a la plaza. En la trasera, se extendía un bonito jardín bien cultivado hasta el callejón de las Piques, siempre desierto, del que lo separaba un muro.
En el fondo de aquel jardín, la mujer del notario Moreau había dado cita por primera vez al capitán Sommerive, que la cortejaba desde hacía tiempo.
El marido se había ido por ocho días a París. Se encontraba, pues, libre durante toda la semana. El capitán se lo había rogado tanto, le había implorado con tan dulces palabras, y ella estaba convencida de que la quería con locura, y se sentía tan sola, incomprendida y desatendida, en medio de los contratos que constituían la única ocupación del notario, que se había dejado ganar su corazón sin siquiera preguntarse si un día le haría más concesiones.
Luego, tras meses de amor platónico, de manos apretadas, de rápidos besos robados tras una puerta, el capitán había declarado que dejaría inmediatamente la ciudad pidiendo un cambio de destino si no conseguía una cita, una verdadera cita, a la sombra de los árboles, durante la ausencia del marido.
Ella había cedido; se lo había prometido.
Ahora le esperaba, acurrucada contra el muro, con el corazón palpitándole, estremeciéndose al menor ruido.
De repente oyó que escalaban el muro, y estuvo a punto de salir corriendo. ¿Y si no era él? ¿Si era un ladrón? Pero no; una voz llamaba dulcemente «Mathilde». Ella respondió: «Étienne». Y un hombre se dejó caer en el caminito con un ruido de chatarra.
¡Era él! ¡Qué beso!
Permanecieron largo rato de pie, enlazados, con los labios unidos. Pero de pronto se puso a lloviznar, y las gotas, deslizándose de hoja en hoja, producían en la sombra un temblor acuoso. Ella se estremeció cuando recibió la primera gota en el cuello.
Él le decía:
—Mathilde, querida mía, adorada mía, amiga mía, ángel mío, entremos en su casa. Es medianoche, no hay nada que temer. Vayamos a su casa; se lo suplico.
Ella respondía:
—No, querido, tengo miedo. ¿Quién sabe lo que puede ocurrirnos?
Pero él la tenía apretada en sus brazos y le murmuraba al oído:
—Sus criados están en el tercer piso y sus aposentos dan a la plaza. Su habitación se halla en el primero y da al jardín. Nadie nos oirá. La amo, quiero amarte libremente, por entero, de pies a cabeza.
Y la estrechaba con violencia, cubriéndola de besos.
Ella se resistía aún, aterrada, incluso avergonzada. Pero él la cogió por la cintura, la levantó y se la llevó bajo la lluvia que empezaba a arreciar.
La puerta había quedado abierta; subieron a tientas la escalera; luego, una vez dentro de la habitación, ella echó el cerrojo, mientras él encendía un fósforo.
Pero cayó desfallecida en un sillón. Él se había puesto de rodillas y, lentamente, la desvestía, tras haber comenzado por los botines y las medias, para besar sus pies.
Ella decía, jadeando:
—¡No, no, Étienne, se lo suplico, déjeme seguir siendo honesta, pues luego le guardaría rencor! ¡Es una cosa tan fea, tan grosera! ¿Es que no se puede amar sólo con las almas?…, Étienne.
Con una destreza digna de una camarera y una rapidez de hombre impaciente, él desabrochaba, desanudaba, desprendía los corchetes, desataba los lazos sin descanso. Y cuando ella quiso levantarse y huir para escapar a sus audacias, salió bruscamente de su vestido, de sus faldas y de su ropa interior totalmente desnuda, como una mano sale de un manguito.
Espantada, corrió hacia la cama para esconderse detrás de las cortinas. Era un refugio peligroso. Él la siguió. Pero, con las prisas por alcanzarla, su sable, desprendido demasiado deprisa, cayó sobre el parqué con resonante ruido.
Inmediatamente un grito agudo, un lamento quejumbroso y continuo, un llanto de niño, llegó de la habitación contigua, cuya puerta había quedado entreabierta.
—Ha despertado a André —murmuró ella—. Ahora no voy a conseguir que se duerma de nuevo.
Su hijo tenía quince meses y dormía cerca de ella, a fin de poder vigilarle en todo momento.
El capitán, enardecido, no hacía caso.
—¿Qué importa?, ¿qué importa? Te amo; eres mía, Mathilde.
Pero ella se debatía, desolada, espantada.
—¡No!, ¡no! Escucha cómo grita; va a despertar a la nodriza. Si ella viene, ¿qué haremos? ¡Estaríamos perdidos! Étienne, escucha, cuando hace eso, por la noche, su padre le trae a nuestra cama para calmarle. Se calla enseguida, enseguida, no hay otra manera. Deja que le coja, Étienne…
El niño berreaba, lanzaba esos clamores agudos que atraviesan las paredes más espesas, que se oyen desde la calle al pasar cerca de las casas.
El capitán, consternado, se enderezó, y Mathilde se fue presurosa a buscar al pequeño, al que trajo a su cama. Éste se calló.
Étienne se sentó a horcajadas en una silla y se lió un pitillo. Al cabo de apenas cinco minutos, André dormía. La madre murmuró:
—Ahora voy a dejarle de nuevo.
Y fue a poner de nuevo al niño en su cuna con precauciones infinitas.
Cuando volvió, el capitán la esperaba con los brazos abiertos.
La abrazó, loco de amor. Y ella, vencida al fin, balbuceaba mientras la estrechaba:
—¡Étienne…, Étienne…, amor mío! ¡Oh!, si tú supieras… cómo…
André se puso a berrear de nuevo. El capitán, furioso, juró:
—¡Demonio de niño! ¡No va a callarse este mocoso!
No, no se callaba el mocoso, sino que bramaba.
Mathilde creyó oír que se movían arriba. Era la nodriza que venía, sin duda. Se apresuró, cogió a su hijo, y se lo trajo a su cama de nuevo. Enmudeció al punto.
Tres veces seguidas volvieron a acostarle en su cuna. Tres veces seguidas hubo que ir a cogerle de nuevo.
El capitán Sommerive partió una hora antes del alba, echando pestes.
Pero, para calmar su impaciencia, Mathilde le había prometido recibirle de nuevo, esa misma noche.
Llegó, como la víspera, pero más impaciente, más encendido, enfurecido por la espera.
Tuvo buen cuidado de dejar su sable con suavidad sobre los dos brazos de un sillón; se quitó las botas como un ladrón, y habló tan bajito que Mathilde ni le oía. Finalmente, iba a ser feliz, completamente feliz, cuando el parqué o algún mueble, o, quizá, la cama misma, crujió. Fue un ruido seco como si algún soporte se hubiera roto; y, enseguida un grito, primero débil pero luego sobreagudo, respondió. André se había despertado.
Gañía como un zorro. De continuar así, ciertamente, todos en la casa se levantarían.
La madre, enloquecida, se apresuró a ir a buscarle y lo trajo. El capitán no se levantó. Rabiaba. Entonces, muy suavemente, alargó la mano, cogió entre dos dedos un poco de carne de la criatura, sin importar de dónde, del muslo o bien del trasero, y le dio un pellizco. El niño se debatió, aullando a voz en grito. Entonces el capitán, fuera de sí, pellizcó más fuerte, por todas partes, con furia. Cogía con fuerza la molleja y la retorcía apretándola violentamente, luego la soltaba para coger otra en otra parte, luego otra más lejos, y luego otra más.
El niño chillaba como una gallina a la que degüellan o un perro que es azotado. La madre, bañada en lágrimas, le besaba, le acariciaba, trataba de calmarle, de ahogar sus gritos con los besos. Pero André se ponía morado como si fuera a tener una convulsión, y agitaba sus piececitos y manitas de manera espantosa y lastimosa.
El capitán dijo con dulce voz:
—Trate de llevarle de nuevo a su cuna; tal vez se tranquilice.
Y Mathilde se fue hacia la otra habitación con su hijo en brazos.
Apenas hubo salido de la cama de su madre, gritó menos fuerte; y tan pronto como ésta le metió en la suya, se calló, con algunos sollozos ocasionales.
El resto de la noche fue tranquila; y el capitán fue feliz.
A la noche siguiente, volvió de nuevo. Como hablaba un poco fuerte, André se volvió a despertar y se puso a chillar. Su madre fue enseguida a buscarle; pero el capitán le pellizcó tan bien, tan fuerte y prolongadamente que el crío se sofocó, con los ojos revirados y echando espumarajos por la boca.
Le pusieron en su cuna. Se calmó enseguida.
Al cabo de cuatro días, ya no lloraba por ir al lecho materno.
El notario regresó el sábado por la noche. Volvió a ocupar su sitio en el hogar y en el dormitorio conyugal.
Se acostó temprano, pues estaba cansado del viaje; luego, una vez que hubo reanudado sus costumbres y cumplido escrupulosamente con todos sus deberes de hombre honesto y metódico, se asombró:
—Vaya, esta noche André no llora. Ve a buscarle un momentito, Mathilde, pues me gusta sentirle entre nosotros dos.
La mujer se levantó al punto y fue a coger al niño, pero en cuanto se vio en aquella cama donde tanto le gustaba dormir sólo unos días antes, la espantada criatura se retorció y se puso a gritar tan furiosamente que hubo que devolverle a su cuna.
Al señor Moreau no le cabía en la cabeza:
—Tiene gracia. Pero ¿qué le pasa esta noche? ¿Tendrá sueño?
Su mujer respondió:
—Ha reaccionado siempre así en tu ausencia. No he podido cogerlo una sola vez.
Por la mañana, el niño despierto se puso a jugar y a reír agitando sus manitas.
El notario, enternecido, fue a besar a su retoño, luego le levantó en brazos para llevarle al lecho conyugal. André reía, con ese asomo de sonrisa de las criaturas en las que el pensamiento es todavía vago. De repente vio la cama, a su madre dentro de ella; y su carita feliz se frunció, desencajada, mientras unos gritos furiosos salían de su garganta y se debatía como si le martirizasen.
El padre, asombrado, murmuró:
—Este niño tiene algo. —Y de un impulso natural le levantó la camisita.
Lanzó un «¡ah!» de estupor. Las pantorrillas, los muslos, la cintura, todo el trasero del pequeño estaban jaspeados de manchas azuladas, grandes como monedas de un sueldo.
El señor Moreau gritó:
—¡Mathilde, mira esto, es espantoso!
La madre, como loca, acudió corriendo. Cada una de las manchas parecía atravesada por una línea morada, donde se había coagulado la sangre. Era, sin duda, alguna enfermedad espantosa y rara, un principio de una especie de lepra, de una de esas afecciones extrañas en las que la piel se torna unas veces pustulosa como el dorso de los sapos, otras escamosa como la de los cocodrilos.
Pero Mathilde, más pálida que una muerta, contemplaba fijamente a su hijo tan manchado como un leopardo. Y de repente, lanzando un grito, un grito agudo, irreflexivo, como si hubiera visto a alguien que le provocara pavor, soltó:
—¡Oh!, ¡el miserable!…
El señor Moreau, sorprendido, preguntó:
—¿Eh? ¿De quién hablas? ¿Qué miserable es ése?
Ella enrojeció hasta los cabellos y balbució:
—Nada…, es…, ves…, intuyo…, es…, no hay que ir a buscar al médico…, seguramente es esa miserable nodriza que pellizca al pequeño para hacerle callar cuando grita.
El notario, exasperado, fue a buscar a la nodriza y poco faltó para que le atizara. Ella negó con aplomo, pero fue puesta de patitas en la calle.
Y su conducta, denunciada a la municipalidad, le impidió encontrar otros empleos.