Cuentos esenciales (23 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

UN HIJO
*

A René Maizeroy

Dos viejos amigos paseaban por un jardín totalmente florido, en el que la alegre primavera despertaba de nuevo la vida.

El uno era senador, el otro miembro de la Academia Francesa, ambos serios, dados a los razonamientos muy lógicos pero solemnes, personas de respeto y de calidad.

Primero hablaron de política, intercambiaron pareceres, no ya sobre ideas sino sobre hombres: en esta materia las personalidades priman siempre sobre la razón. A continuación, evocaron algunos recuerdos; luego se callaron, siguieron andando lado a lado, tonificados por la tibieza del aire.

Un gran macizo de alhelíes exhalaba unos aromas dulzones y delicados; flores de mil especies y de mil colores expandían sus olores en la brisa, mientras que un cítiso revestido de racimos amarillos esparcía al viento su fino polvillo, humo de oro que olía a miel y que llevaba su simiente bienoliente, semejante a los voluptuosos polvos de los perfumeros, a través del espacio.

El senador se detuvo, aspiró la nube fecundadora que flotaba, observó el árbol amoroso que resplandecía como un sol y cuyos gérmenes se iban volando. Y dijo:

—¡Y pensar que estos átomos imperceptibles y fragantes crearán vida a cientos de leguas de aquí, harán estremecerse las fibras y las savias de los árboles hembra y producirán seres con raíces, nacidos de un germen como nosotros, mortales como nosotros, y que serán sustituidos por otros seres de la misma esencia, como nosotros y para siempre!

Luego, plantándose delante del cítiso radiante que a cada estremecimiento del aire esparcía en torno sus aromas vivificadores, el senador agregó:

—Ah, truhán, si tuvieras que llevar la cuenta de todos los hijos que tienes, te verías en un buen aprieto. Tú sí que los haces fácilmente, los abandonas sin ningún remordimiento y no te preocupas por ellos.

El académico dijo:

—También nosotros hacemos otro tanto, amigo mío.

—Oh, sí, no lo niego —dijo el senador—, algunas veces los abandonamos, pero al menos lo sabemos y en esto radica nuestra superioridad.

El otro meneó la cabeza:

—No, no me refería a eso; verá, mi querido amigo, no existe hombre que no tenga hijos que desconoce, esos que se dicen «de padre desconocido», hechos casi de modo inconsciente, como se reproduce este árbol.

»Si tuviéramos que contar las mujeres que hemos tenido, ¿no es cierto que nos veríamos en un buen compromiso, como se vería el árbol al que usted se ha dirigido si tuviera que enumerar a toda su descendencia?

»En fin, de los dieciocho a los cuarenta años, incluyendo en la lista los encuentros fugaces, los contactos de una hora, se puede perfectamente decir que se ha tenido… relaciones íntimas con doscientas o trescientas mujeres.

»Ahora bien, amigo mío, ¿puede estar seguro de que en ese número no ha fecundado al menos a una y que por tanto no tiene andando por ahí, o en la cárcel, a un ganapán de hijo que roba y mata a gente honesta, o sea, a nosotros; o bien a una hija en un lugar de mala nota, o tal vez, si ha tenido la suerte de haber sido abandonada por su madre, cocinera en alguna familia?

»Piense, además, que casi todas las mujeres que llamamos
públicas
tienen uno o dos hijos cuyo padre no saben quién es, hijos engendrados en el azar de los abrazos a diez o veinte francos. En todos los oficios hay que cuantificar los beneficios y las pérdidas. Esos vástagos representan las «pérdidas» de su profesión. ¿Y quién los ha engendrado? ¡Usted, yo, todos nosotros, los hombres llamados
respetables
! Son la consecuencia de nuestras alegres comidas con amigos, de las noches de francachela, de las horas en que nuestra carne satisfecha nos empuja a ayuntamientos fortuitos.

»Los ladrones, los vagabundos, todos los miserables, en una palabra, son hijos nuestros. Y menos mal que no somos nosotros hijos suyos, ¡porque también esos pillastres se reproducen!

»Mire, yo por mi parte, tengo sobre mi conciencia una historia muy desagradable, que quisiera contarle. Para mí es un remordimiento continuo, es más, una duda continua, una inagotable incertidumbre que a veces me tortura de forma terrible.

*

A los veinticinco años emprendí un viaje a Bretaña, a pie, con un amigo, hoy consejero de Estado.

Al cabo de quince o veinte días de loca marcha, después de haber visitado las Côtes-du-Nord y una parte del Finistère, llegamos a Douarnenez, y de ahí, en una etapa, ganamos la punta salvaje de Raz a través de la bahía de los Trépassés, e hicimos noche en una aldea como tantas, cuyo nombre terminaba en
of
; pero, cuando se hizo de día, un extraño cansancio retuvo a mi compañero en la cama. Digo en la cama por costumbre, porque nuestra yacija estaba formada simplemente de dos gavillas de paja.

Imposible caer enfermo en aquel lugar. Así que le obligué a levantarse y a eso de las cuatro o las cinco de la tarde llegamos a Audierne.

Al día siguiente se sentía un poco mejor y reanudamos el viaje; pero por el camino le entraron unos dolores insoportables, y sólo a fuerza de un gran esfuerzo conseguimos llegar a Pont-Labbé.

Al menos allí había una posada. Mi amigo se metió en cama y el médico, al que hicimos venir de Quimper, comprobó que tenía una fiebre muy alta, sin especificar el motivo.

¿Conoce Pont-Labbé? ¿No? Pues bien, es la ciudad más bretona de toda esa Bretaña bretañizante que va desde la punta del Raz hasta el Morbihan, de esa región en la que se encuentra la esencia de las costumbres, de las leyendas, de los usos bretones. Todavía hoy aquel rincón de tierra casi no ha cambiado. Digo «todavía hoy» porque ahora, por desgracia, ¡voy allí todos los años!

Un viejo castillo baña el pie de sus torres en un gran embalse, tristísimo, sobre el que vuelan unas aves salvajes. De él nace un río que los barcos de cabotaje remontan hasta la ciudad. Y en sus estrechas calles, de casas antiguas, los hombres llevan sombrero alto, chaleco bordado y las cuatro casaquillas superpuestas: la primera, grande como una mano, apenas si cubre los omóplatos, la última les llega justo a la altura de los calzones.

Las muchachas, altas, bellas, lozanas, llevan el pecho aplastado por un chaleco de paño que es como una coraza, oprimiéndolas, sin dejar adivinar siquiera su poderoso y martirizado pecho; y van tocadas de extraño modo: dos alas bordadas de colores encuadran el rostro en las sienes, aprietan los cabellos que caen en cascada sobre la nuca para, subiendo de nuevo, recogerse en lo alto de la cabeza bajo una extraña toca entretejida a menudo de oro o de plata.

La moza de nuestra posada debía de tener dieciocho años a lo sumo, los ojos de un celeste claro picados por los dos puntitos negros de las pupilas; y los dientes pequeños, apretados, que enseñaba sin cesar al reír, parecían hechos para moler granito.

No sabía una palabra de francés, sólo hablaba bretón como la mayor parte de sus paisanos.

Mientras tanto mi amigo no mejoraba y, aunque no se manifestaba ninguna enfermedad, el médico le prohibía partir, ordenándole guardar reposo absoluto. De manera que yo pasaba los días a su lado y la joven moza no hacía más que entrar y salir, trayendo ya la cena para mí, ya la tisana.

Yo bromeaba un poco con ella, y parecía que eso la divertía, pero naturalmente no hablábamos nunca porque era imposible entenderse.

Una noche que me había quedado hasta muy tarde con el enfermo, al volver a mi habitación me crucé con la muchachita que regresaba a la suya. Estaba justo a la altura de mi puerta abierta; y he aquí que bruscamente, sin pensar lo que hacía, en plan de broma más que otra cosa, la cogí por la cintura y antes de que ella hubiera podido recuperarse del asombro, la había empujado y encerrado en mi cuarto. Ella me miraba espantada, enloquecida, aterrada, sin atreverse a gritar por temor a armar un escándalo, a que la pusieran de patitas en la calle primero sus amos sin duda, y luego tal vez su padre.

Yo lo había hecho todo por simple broma; pero cuando ella estuvo en mi habitación me entraron ganas de poseerla. Fue como una lucha larga y silenciosa cuerpo a cuerpo, como los atletas, con los brazos extendidos, crispados, contorsionados, la respiración entrecortada, la piel sudorosa. ¡Oh!, ella forcejeó valientemente; y a veces nos dábamos contra un mueble, un tabique, una silla; entonces, enlazados en todo momento, nos quedábamos inmóviles varios segundos con el temor de que el ruido hubiera despertado a alguien; luego reanudábamos nuestra encarnizada batalla, yo atacándola, ella resistiendo.

Agotada al fin, sucumbió; y yo la poseí brutalmente en el suelo, sobre el piso.

En cuanto se hubo levantado, corrió hacia la puerta, descorrió el cerrojo y salió huyendo.

Apenas si me la encontré los días siguientes. No me dejaba acercarme a ella. Luego, como mi compañero estaba curado y teníamos que reanudar nuestro viaje, la vi entrar, la víspera de nuestra partida, a medianoche, descalza, en camisón, en mi habitación a la que yo acababa de retirarme.

Ella se echó en mis brazos, me estrechó apasionadamente, luego, hasta que fue de día, me besó, me acarició, llorando, sollozando, dándome, en fin, todas las muestras de afecto y de desesperación que nos puede dar una mujer cuando no conoce siquiera una palabra de nuestra lengua.

Ocho días después había olvidado aquella aventura, normal y frecuente cuando se viaja, dado que las mozas de posada están generalmente destinadas a distraer de este modo a los viajeros.

Pasaron treinta años sin que pensara de nuevo en ello, y sin volver a Pont-Labbé.

En 1876 pasé casualmente por allí, durante una excursión por Bretaña que había emprendido para documentar un libro mío, y para compenetrarme con esos paisajes.

No me pareció que hubiera cambiado nada. El castillo seguía bañando sus muros grisáceos en el embalse, a la entrada de la pequeña ciudad; y la posada era la misma, pero arreglada, remozada, de aspecto más moderno. Al entrar, fui recibido por dos jóvenes bretonas de dieciocho años, lozanas y amables, acorazadas en el estrecho chaleco de paño, con la toca plateada y las grandes alas bordadas a la altura de las orejas.

Serían cerca de las seis de la tarde. Me senté a la mesa para la cena y mientras el posadero mismo se apresuraba a servirme, fue sin duda la fatalidad la que me hizo decir: «¿Conoció usted a los viejos propietarios de esta casa? Pasé aquí un par de semanas, hace de eso treinta años. Hablo de cosas lejanas».

Él respondió: «Eran mis padres, señor».

Entonces le conté en qué circunstancias había hecho una parada allí, retenido por la indisposición de un compañero. No me dejó terminar.

«Sí, lo recuerdo perfectamente. Tenía yo por entonces quince o dieciséis años. Usted dormía en la habitación del fondo y su amigo en esa que ahora es la mía, la que da a la calle.»

Sólo en aquel momento me asaltó muy vivo el recuerdo de la joven sirvienta. Pregunté: «¿Se acuerda de una graciosa sirvienta que tenía entonces su padre, con unos bonitos ojos azules y unos dientes sanos?».

«Sí, señor —respondió—. Murió de parto al poco.»

Y alargando la mano hacia el patio, donde un hombre flaco y cojo estaba removiendo el estiércol, agregó: «Ése es su hijo».

Me eché a reír. «No es lo que se dice guapo, y no se parece en nada a su madre. Sin duda ha salido a su padre.»

«Es posible —dijo el posadero—. Pero no se ha sabido nunca quién fue. Murió sin revelar nada y nadie sabía aquí que tuviera un enamorado. Fue una gran sorpresa cuando nos enteramos de que estaba encinta. Nadie se lo quería creer.»

Tuve una especie de desagradable estremecimiento, uno de esos penosos encogimientos de corazón que son como la premonición de una gran desgracia. Miré al hombre del patio. Estaba sacando agua para los caballos y llevaba los dos cubos cojeando, con un esfuerzo doloroso de la pierna más corta. Era un andrajoso, iba horriblemente sucio, con los cabellos rubios y largos tan enredados que le caían sobre las mejillas como si fueran cuerdas.

El posadero añadió: «No sirve para gran cosa, lo hemos mantenido en casa por caridad. Quizá habría salido mejor de haberse criado como todo el mundo. Pero ¿qué quiere, caballero? ¡Ni padre, ni madre, ni dinero! Mis padres se compadecieron de él, pero no era hijo suyo, usted ya me entiende».

No respondí nada.

Dormí en mi antigua habitación; y durante toda la noche no hice más que pensar en aquel horrendo mozo de cuadra, repitiéndome: «¿Y si fuera hijo mío? ¿Será posible que yo matara a esa muchacha y engendrara a ese ser?». Era posible, después de todo.

Decidí hablar con aquel hombre y enterarme de la fecha exacta de su nacimiento. Una diferencia de dos meses podría sacarme de dudas.

Al día siguiente lo mandé llamar. Pero tampoco él hablaba francés. Parecía no entender nada, además, y cuando una de las mozas le preguntó de mi parte cuántos años tenía no supo qué responder. Permaneció delante de mí con aire de idiota, revolviéndose el pelo entre las zarpas nudosas y asquerosas, riendo estúpidamente, con algo de la antigua risa de su madre en las comisuras de los labios y de los ojos.

Había venido entretanto el posadero, que fue a buscar la partida de nacimiento del pobre miserable. Éste había venido al mundo ocho meses y veintiséis días después de mi paso por Pont-Labbé, porque yo recordaba perfectamente haber llegado a Lorient el 15 de agosto. La partida de nacimiento llevaba la indicación: «Padre desconocido». La madre se llamaba Jeanne Kerradec.

Entonces mi corazón se puso a latir aceleradamente. No conseguía ya hablar de tan sofocado como me sentía; y miraba a ese bruto cuyos largos cabellos rubios parecían un estercolero más mugriento que el de los animales; y el pordiosero, incómodo por mi mirada, dejaba de reír, volvía la cabeza, trataba de irse.

Durante todo el día estuve deambulando por la orilla del riachuelo, enfrascado en dolorosos pensamientos. Pero ¿de qué me servía pensar? No conseguía concentrarme en nada. Durante horas y horas sopesé todas las razones a favor y en contra de mi paternidad, extenuándome en conjeturas inextricables, que infaliblemente me devolvían a la misma horrible incertidumbre y luego a la convicción, más atroz aún, de que aquel hombre era hijo mío.

No pude cenar y me fui a mi habitación. Permanecí bastante rato sin pegar ojo; finalmente pude conciliar un sueño lleno de pesadillas insoportables. Veía a aquel palurdo que se reía en mi cara, me llamaba «papá» y luego se convertía en perro y me mordía en las pantorrillas, y por más que yo trataba de ponerme a salvo, él me perseguía incansablemente y, en vez de ladrar, hablaba, insultándome; luego comparecía delante de mis colegas de la Academia reunidos para decidir si yo era su padre; y uno de ellos exclamaba: «¡Es indudable! Miren cómo se le parece». Y, en efecto, yo me daba cuenta de que aquel monstruo se me parecía. Y me desperté con esta idea metida en la cabeza y con el deseo loco de volver a ver al hombre para decidir si, sí o no, teníamos rasgos comunes.

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