Cuentos esenciales (20 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

EL PASTEL
*

Pongamos que se llamaba señora Anserre, para no revelar su verdadero nombre.

Era uno de esos meteoros parisinos que dejan tras de sí una cola de fuego. Escribía versos y novelas cortas, tenía un alma poética y era de una belleza arrebatadora. Recibía poco, tan sólo a personas de excepción, de esas a las que se llama comúnmente los príncipes de alguna cosa. Ser recibido en su casa constituía una patente, una verdadera patente de inteligencia; o al menos éste era el valor que se daba a sus invitaciones.

Su marido hacía el papel de oscuro satélite. Ser el marido de un astro no es cosa fácil. En cualquier caso, éste había tenido una buena idea, crear un Estado dentro del Estado, tener su mérito personal, aunque fuera un mérito de segundo orden; y por eso mismo, en los días en que su mujer recibía, recibía también él; tenía su público particular que le apreciaba, le escuchaba, le concedía más atención que a su brillante compañera.

Se había dedicado a la agricultura; a la agricultura de salón. Existen, en efecto, generales de salón —¿no lo son acaso todos los que nacen, viven, mueren en las oficinas del Ministerio de la Guerra?—, marineros de salón, véase en el Ministerio de la Marina, colonizadores de salón, etcétera, etcétera. Había estudiado agricultura y la había estudiado a fondo, en sus relaciones con las otras ciencias, con la economía política, con las artes —se mezcla a las artes con todas las salsas, dado que se llama «obras de arte» a los horribles puentes de los ferrocarriles—. En fin, había conseguido que se dijera de él: «Es un hombre entendido». Se le citaba en las revistas técnicas; su mujer había conseguido hacerle nombrar miembro de una comisión del Ministerio de Agricultura.

Aquella modesta gloria le bastaba.

Con la excusa de reducir gastos invitaba a los amigos el día que su mujer invitaba a los suyos, de manera que se mezclaban, o mejor dicho, se formaban dos grupos. La señora, con su escolta de artistas, de académicos, de ministros, ocupaba una especie de galería, amueblada y decorada en estilo Imperio. El señor de ordinario se retiraba con sus labriegos a una estancia más pequeña, que servía de fumadero, y que la señora Anserre llamaba irónicamente el salón de la Agricultura.

Los dos campos estaban bien delimitados. A veces el señor, no por celos, por otra parte, entraba en la Academia, intercambiando cordiales apretones de manos, pero la Academia desdeñaba completamente al salón de la Agricultura, y era raro que uno de los príncipes de la ciencia, del pensamiento o de cualquier otra cosa se mezclara con los labriegos.

Estas recepciones no comportaban casi gastos: un té, una torta, eso era todo. El señor, en los primeros tiempos, había reclamado dos tortas, una para la Academia, la otra para los labriegos; pero la señora había observado justamente que con ese proceder se delimitarían dos sectores, dos recepciones, dos partidos. El señor no había insistido, de suerte que no se servía más que una sola torta, cuyos honores hacía primero la señora Anserre en la Academia y que pasaba a continuación al salón de la Agricultura.

Ahora bien, esta torta no tardó en convertirse para la Academia en uno de los más curiosos motivos de observación. La señora Anserre no la cortaba nunca personalmente, sino que dicha función era siempre asignada a uno u otro de los ilustres invitados. Esta función especial, particularmente honorable y solicitada, duraba para cada uno más o menos tiempo; a veces tres meses, raras veces más; y se observó que el privilegio de «cortar la torta» parecía comportar una serie de otras superioridades, una especie de realeza o de vicerrealeza muy acentuada.

El cortador en funciones hablaba con voz más alta, con un manifiesto tono imperativo; y todos los favores de la anfitriona eran para él, todos.

Estos afortunados eran llamados en la intimidad, a media voz, entre bambalinas, «los favoritos de la torta», y todo cambio de favorito comportaba una especie de revolución en la Academia. El cuchillo era un cetro, el pastel un emblema; se felicitaba a los elegidos. Nunca tocaba a los labriegos el honor de cortar la torta. El propio anfitrión era siempre excluido, por más que se comiera su parte.

La torta fue cortada sucesivamente por poetas, pintores y novelistas. Un gran músico midió las porciones durante algún tiempo, un embajador le sucedió. A veces un hombre menos conocido, pero elegante y solicitado, uno de esos que son llamados, según la época, un verdadero
gentleman
o un cumplido caballero o un
dandy
o de cualquier otro modo, se sentó a su vez delante del simbólico pastel. Cada uno de ellos, durante su efímero reinado, testimoniaba al marido la mayor consideración; luego, llegado el momento de su caída, pasaba el cuchillo a otro y volvía a mezclarse con la multitud de los seguidores y admiradores de la «bella señora Anserre».

Tal estado de cosas duró muchísimo tiempo; pero los meteoros no brillan siempre con igual esplendor. Todo envejece en este mundo. Se hubiera dicho que, poco a poco, la solicitud de los cortadores disminuía; a veces parecían dudar cuando se les alargaba la bandeja; esta carga antes tan envidiada se volvía menos solicitada; duraba menos tiempo; provocaba menos orgullo. La señora Anserre era pródiga en sonrisas y amabilidades; pero, ¡ay!, no se cortaba ya con gusto. Los recién llegados parecía que rehusasen. Los «ex favoritos» reaparecieron uno a uno cual príncipes destronados que se reponía temporalmente en el poder. Luego los elegidos empezaron a escasear, cada vez más. Durante todo un mes, ¡oh milagro!, el señor Anserre cortó el pastel; luego pareció cansarse; y una tarde se vio a la señora Anserre, la bella señora Anserre, cortarlo personalmente.

Pero parecía que ello le aburriese sobremanera; y al día siguiente insistió tanto con un invitado que éste no se atrevió a negarse.

Ahora ya el símbolo era hasta demasiado conocido; los invitados se miraban de reojo, con semblantes espantados, ansiosos. Cortar la torta no suponía nada, pues los privilegios a los que este favor había dado siempre derecho asustaban ahora; de manera que, en cuanto aparecía la bandeja, los académicos se pasaban en desorden al salón de la Agricultura como para ponerse al abrigo detrás del marido que no paraba de sonreír. Y cuando la señora Anserre, ansiosa, aparecía en la puerta con la torta en una mano y el cuchillo en la otra, parecía que todos se agruparan en torno a su marido como pidiéndole protección.

Pasaron otros años. Nadie cortaba ya; pero, por una inveterada costumbre, aquella a la que se seguía llamando galantemente «la bella señora Anserre» buscaba con la mirada, en cada velada, a un fiel que tomara el cuchillo, y cada vez se producía en torno a ella el mismo movimiento: una estampida general, hábil, con maniobras combinadas y sabias, para evitar el ofrecimiento que a ella le venía a los labios.

He aquí que un día se presentó en su casa un joven, ingenuo e ignorante. Éste no conocía el misterio de la torta; de modo que cuando apareció el pastel y cuando todos huyeron, cuando la señora Anserre cogió de las manos del criado la bandeja con el pastel, él se quedó tranquilamente a su lado.

Tal vez ella creyó que estaba al corriente; sonrió y, con voz emocionada, dijo:

—¿Quisiera, señor, ser tan amable de cortar esta torta?

Con solicitud, él se quitó los guantes, dichoso del honor.

—Por supuesto, señora, con mucho gusto.

A distancia, desde los ángulos de la galería, desde el vano de la puerta abierta al salón de los labriegos, miraban unos rostros asombrados. Luego, tras haber visto que el recién llegado cortaba sin vacilar, se acercaron rápidamente.

Un viejo poeta bromista dio una palmadita en el hombro del neófito.

—¡Bravo, muchacho! —le dijo al oído.

Lo observaban con curiosidad. El propio marido pareció sorprendido. En cuanto al joven, asombrado por la consideración que de repente se le demostraba, no comprendía sobre todo las cortesías manifiestas, el favor evidente y aquella especie de silencioso reconocimiento que le testimoniaba la anfitriona.

Sin embargo, pareció que al final hubiera comprendido.

¿En qué momento, en qué lugar se produjo la revelación? No se sabe; pero cuando él volvió a aparecer, a la velada siguiente, tenía un aire preocupado, casi avergonzado, y miraba con inquietud en derredor. Llegó la hora del té. Apareció el criado. La señora Anserre, sonriente, tomó la bandeja, buscó con la mirada a su joven amigo; pero éste había escapado tan deprisa que ya no estaba. Ella fue a buscarlo y no tardó en descubrirlo en el fondo del salón de los labradores. Había tomado del brazo a su marido y le estaba consultando angustiosamente acerca de los medios empleados para acabar con la filoxera.

—Mi querido señor —dijo ella—, ¿querría ser tan amable de cortar esta torta?

Él se ruborizó hasta las cejas, balbuceando con extravío. Entonces el señor Anserre se compadeció de él y, volviéndose hacia su mujer, dijo:

—Pero, querida, ¿serías tan amable de no molestarnos? Estamos hablando de agricultura. Haz cortar esta torta a Baptiste.

Y desde aquel día nadie más cortó ya la torta de la señora Anserre.

EL SALTO DEL PASTOR
*

De Dieppe a Le Havre, la costa es un acantilado ininterrumpido, de unos cien metros de alto y recta como una muralla. De trecho en trecho, esta gran línea de rocas blancas desciende bruscamente y un vallecito angosto, de pronunciadas pendientes cubiertas de hierba corta y de aulagas, desciende del llano cultivado hacia un fondo gredoso donde desemboca por un barranco semejante al lecho de un torrente. La naturaleza ha formado estos valles, las lluvias torrenciales los han hecho terminar en esos barrancos, recortando la parte restante del acantilado, excavando hasta el mar el lecho de las aguas que sirve de lugar de paso a los hombres.

A veces algún pueblecito se apelotona en estos pequeños valles, donde penetra con violencia el viento de alta mar.

He pasado el verano en una de esas concavidades de la costa, hospedado por un campesino en su casa, orientada hacia el oleaje y por cuya ventana veía un gran triángulo de agua azul enmarcada por los verdes flancos del valle, y maculada aquí y allá por las velas blancas que pasaban a lo lejos en un relámpago de sol.

El camino hacia el mar seguía el fondo de la garganta, y se sumergía de improviso entre dos paredes de marga, se transformaba en una especie de surco profundo, antes de desembocar en una bonita explanada de cantos rodados, pulidos y alisados por la caricia secular de las olas.

Este paso encajonado se llama el «Salto del Pastor».

He aquí el drama que le dio nombre.

*

Se cuenta que en otro tiempo ese pueblo estaba gobernado por un joven sacerdote austero y violento. Había salido del seminario lleno de odio hacia quienes viven siguiendo las leyes naturales y no las de su Dios. De inflexible severidad para consigo mismo, demostró ser de una implacable intolerancia para con los demás, pero una cosa sobre todo provocaba su ira y su desagrado: el amor. Si hubiera vivido en la ciudad, en medio de personas civilizadas y refinadas que esconden detrás de los delicados velos del sentimiento y del afecto los actos brutales impuestos por la naturaleza, si hubiera confesado en la sombra de las altas naves elegantes a las pecadoras perfumadas, cuyos errores parecen dulcificados por la gracia de la caída y por el halo ideal que rodea el contacto físico, probablemente no habría tenido esas locas rebeliones, esos ataques de furia desordenados que le entraban al ver los torpes ayuntamientos de los harapientos en el fango de una zanja o bien en la paja de un granero.

Para él, aquella gente que no conocía el amor y que sólo se unían como animales, eran semejantes a los brutos; y los odiaba por la tosquedad de su alma, por el sucio desahogo de su instinto, por la repugnante alegría de los viejos cuando hablaban aún de esos inmundos placeres.

Acaso también él, a su pesar, estaba atormentado por lo angustioso de los apetitos insatisfechos y secretamente torturado por la lucha de su cuerpo en rebeldía contra una mente despótica y casta.

Pero todo lo relativo a la carne le indignaba, le ponía fuera de sí; y sus violentos sermones, llenos de amenazas y de furibundas alusiones, hacían reír burlonamente a los chicos y chicas que se miraban de reojo de unos bancos a otros de la iglesia; mientras los campesinos en blusón azul y las campesinas en mantilla negra decían, al salir de misa, de vuelta a la casucha cuya chimenea arrojaba al cielo un hilo de humo azul: «No bromea sobre estos asuntos, el señor cura…».

En cierta ocasión, y sin que mediara un verdadero motivo, casi llegó a perder el oremus. Se dirigía a visitar a un enfermo. Apenas llegado al patio de la alquería, vio a un montón de niños, de la casa y de los vecinos, reagrupados en torno a la caseta del perro. Estaban mirando algo con curiosidad, inmóviles, con una atención concentrada y silenciosa. El sacerdote se acercó. La perra estaba pariendo. Delante de la caseta ya cinco cachorrillos se meneaban en torno a la madre, la cual los lamía cariñosamente y, en el momento en que el párroco asomaba la cabeza por encima de las de los niños, apareció un sexto cachorro. Entonces todos los niños, llenos de alegría, se pusieron a dar palmas gritando: «¡Ahí va otro, otro más!». Para ellos era un juego, un juego natural en el que no había nada de impuro: contemplaban aquel nacimiento como habrían mirado caer las manzanas. Pero el hombre de la sotana negra se corroía de la indignación y, fuera de sí, levantando el gran parasol azul, se puso a pegar a los niños, que escaparon a todo correr. Entonces él, delante de la perra que paría, la golpeó con todas sus fuerzas. Encadenada no podía huir, y mientras se debatía gimiendo, se montó sobre ella, aplastándola bajo sus pies, le hizo traer al mundo un último cachorrillo, y la remató a talonazos. Luego dejó el cuerpo sangrante en medio de los recién nacidos, que daban vagidos y se movían pesadamente, buscando ya las mamas.

Daba largos paseos solitarios, andando a grandes zancadas, con aire arisco.

Una tarde de mayo, mientras regresaba de una larga caminata bordeando el acantilado para volver al pueblo, le sorprendió un gran chaparrón. No había ninguna casa a la vista, sólo la costa desnuda acribillada por las flechas de agua del temporal.

En el mar encrespado ondeaba el oleaje: y los oscuros nubarrones acudían del horizonte mientras redoblaba la lluvia. El viento silbaba, ululaba, doblegaba las jóvenes cosechas, y embestía al chorreante cura, pegaba a sus piernas la sotana calada, llenando de ruido sus oídos y de tumulto su corazón exaltado.

Se descubrió, exponiendo la frente a la tempestad, y poco a poco se acercó a la pendiente que llevaba al pueblo. Pero fue embestido por una ráfaga tal que no pudo ya seguir avanzando, y de pronto vio, detrás de un aprisco, la cabaña ambulante de un pastor.

Era un refugio, y corrió en esa dirección.

Los perros, azotados por el huracán, no se movieron al verle acercarse; y él pudo llegar hasta la cabaña de madera, una especie de caseta posada sobre unas ruedas que los guardianes de ganado, durante el verano, llevan de un pasto a otro.

Encima de un escabel, la puerta baja estaba abierta, dejando ver la paja del interior.

Iba el cura a entrar cuando percibió en la sombra a una pareja de enamorados abrazados. De golpe, cerró el sobradillo y lo atrancó; luego, enganchándose a los varales y tirando como un caballo, curvado bajo el esfuerzo su flaco cuerpo, y jadeando bajo la sotana empapada, corrió, arrastrando hacia la pina pendiente, la pendiente mortal, a los jóvenes sorprendidos en el abrazo, los cuales aporreaban con los puños la pared de madera, pensando sin duda que se trataba de una broma de alguien que pasaba por allí.

Apenas estuvo en lo alto de la pendiente, soltó la ligera morada, que se puso a rodar por la inclinada cuesta.

Aceleraba su carrera, arrastrada locamente, cada vez más rápido, saltando, tropezando como un animal, golpeando los varales en el suelo.

Un viejo mendigo acurrucado en una zanja la vio pasar como una exhalación por sobre su cabeza, y oyó salir unos gritos espantosos de la caja de madera.

De repente perdió una rueda arrancada por un topetazo, se venció sobre un lado y comenzó a rodar como una bola, como una casa arrancada que cae rodando desde la cima de un monte, hasta que, llegando al borde del último barranco, saltó describiendo una parábola en el aire y acabó en el fondo, chafada como un huevo.

Recogieron a los dos enamorados, triturados, con todos los miembros rotos, pero abrazados aún, con los brazos enlazados al cuello tanto en el miedo como en el placer.

El párroco no permitió que los dos cadáveres fueran llevados a la iglesia y negó la bendición a sus féretros.

Aquel domingo, desde el púlpito, habló con vehemencia del séptimo mandamiento de Dios, amenazando a los enamorados con un brazo vengativo y misterioso y citando el ejemplo terrible de los dos desdichados muertos en pecado.

Cuando salía de la iglesia dos gendarmes le detuvieron.

Un aduanero lo había visto, desde su puesto de guardia. Fue condenado a trabajos forzados.

*

El labriego que me contó esta historia concluyó con seriedad:

—Yo le conocí, señor. Era un hombre duro; no le gustaban las tonterías.

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