Cuentos esenciales (17 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Después, comenzaron a beber. Reapareció el señor Tournevau, satisfecho, aliviado, radiante. Exclamó:

—No sé qué le pasa a Raphaële, pero esta noche está perfecta.

Se bebió de un trago la copa que le ofrecieron, diciendo:

—¡Por Dios, qué lujos!

Inmediatamente, el señor Philippe se marcó una animada polca y el señor Tournevau se puso a bailar con la guapa judía, a la que mantenía elevada en el aire, sin hacerle tocar el suelo con los pies. El señor Pimpesse y el señor Vasse empezaron con renovado brío. De vez en cuando una de las parejas se paraba delante de la chimenea para apurar ávidamente una copa de vino espumoso; y parecía que aquel baile no fuera a acabarse nunca, cuando Rosa abrió la puerta con una palmatoria en la mano. Iba con el pelo suelto, en zapatillas, en camisa, excitada y con el rostro encendido:

—Quiero bailar —exclamó.

—¿Y tu viejo? —preguntó Raphaële.

Rosa soltó una carcajada:

—¿Ése? Ya duerme, se duerme enseguida.

Cogió al señor Dupuis, que se había quedado desocupado en el diván, y la polca se reanudó.

Pero las botellas estaban vacías.

—Yo pago una —dijo el señor Tournevau.

—También yo —anunció el señor Vasse.

—Y yo otra —concluyó el señor Dupuis.

Entonces todos rompieron en aplausos.

La cosa se iba organizando, se convertía en un verdadero baile. De vez en cuando incluso, Louise y Flora subían a toda prisa, daban una rápida vuelta de vals, mientras sus clientes, abajo, se impacientaban; luego regresaban a todo correr a su café, con el corazón apesadumbrado.

A medianoche, se seguía bailando. A veces una de las muchachas desaparecía, y cuando se la buscaba para formar otra pareja, reparaban en que faltaba también un hombre.

—¿De dónde salís? —preguntó en tono guasón el señor Philippe, justo en el momento en que el señor Pimpesse volvía con Fernande.

—De ver dormir al señor Poulin —respondió el recaudador.

Aquella salida tuvo un enorme éxito; y todos, por turno, subían a ver dormir al señor Poulin, con una u otra de las señoritas, que, aquella noche, dieron prueba de una gentileza inimaginable. La
madame
hacía la vista gorda; y en los rincones tenía largos conciliábulos con el señor Vasse, como para ponerse de acuerdo sobre los últimos flecos de un asunto ya concluido.

Finalmente, a eso de la una, los dos hombres casados —el señor Tournevau y el señor Pimpesse— anunciaron que se iban y quisieron pagar la cuenta. Sólo se les cobró el champán y, por si fuera poco, a seis francos la botella en vez de los habituales diez. Y como parecían extrañados de tanta generosidad, la
madame
, radiante, les respondió:

—No todos los días es fiesta.

LA CHICA DE PAUL
*

El restaurante Grillon, ese falansterio de los aficionados al remo, se vaciaba lentamente. Delante de la entrada reinaba una confusión de gritos, de llamadas; y los mocetones en camiseta blanca gesticulaban con los remos al hombro.

Las mujeres, con claros atuendos primaverales, embarcaban con precaución en las yolas, se sentaban al timón, acomodando sus vestidos, mientras el dueño del restaurante, un hombrón de barba pelirroja, famoso por su fuerza, daba la mano a las lindas mujercitas mientras mantenía en equilibrio las frágiles embarcaciones.

Los remeros se colocaban a su vez, con los brazos desnudos y sacando pecho, posando para la galería, una galería formada de burgueses endomingados, de obreros y de soldados acodados en la baranda del puente y muy atentos a aquel espectáculo.

Una a una, las embarcaciones se despegaban del pontón. Los remeros se inclinaban hacia delante, para luego echarse hacia atrás con un movimiento regular; y, bajo el empuje de los largos remos curvos, las rápidas yolas se deslizaban por el río, se alejaban, se hacían diminutas, hasta desaparecer finalmente bajo el otro puente, el del ferrocarril, rumbo a la «Charca de las Ranas».

Se había quedado sólo una pareja. El joven, casi imberbe aún, delgado, pálido de rostro, tenía cogida de la cintura a su amante, una morenita flaca que se movía como un saltamontes; y de tanto en tanto se miraban al fondo de los ojos.

El dueño gritó:

—Vamos, señor Paul, dese usted prisa.

Y los dos se acercaron.

De todos los clientes de la casa, el señor Paul era el más querido y respetado. Pagaba bien y puntualmente, mientras que los demás se hacían mucho de rogar, cuando no desaparecían sin pagar. Y, además, representaba para el local una especie de publicidad viviente, porque su padre era senador. Cuando un extraño preguntaba: «¿Quién es ese mozuelo, que está tan loquito por su damisela?», algún cliente respondía a media voz, con tono de importancia y de misterio: «Es Paul Baron, ¿no le conoce?, el hijo del senador…». E invariablemente el otro no podía dejar de decir: «¡Pobrecito! Sí que está colado por ella».

La señora Grillon, una buena mujer, conocedora del negocio, llamaba al joven y a su compañera «mis tortolitos», y parecía muy enternecida por aquel amor que era rentable para su local.

La pareja avanzaba despacito; la yola
Madeleine
estaba lista; en el momento de subir a ella se besaron, entre las risas del público que atestaba el puente. Luego el señor Paul cogió los remos y se dirigió asimismo hacia la Charca de las Ranas.

Cuando llegaron eran casi las tres, y el gran café flotante regurgitaba de gente.

La enorme balsa, cubierta con un tejado alquitranado que sostienen unas columnas de madera, está unida con la encantadora isla de Croissy por dos pasarelas, una de las cuales se adentra hasta el centro de ese local acuático, mientras que la otra une su extremo con un minúsculo islote en el que hay plantado un árbol que recibe el nombre del «Tiesto de flores», y, desde allí, llega hasta tierra, junto a la casa de baños.

Paul amarró su embarcación a un lado de la balsa, salvó la barandilla del café y acto seguido, cogiendo a su amante de las manos, la alzó, y los dos se sentaron en un extremo de una mesa, frente por frente.

Al otro lado del río, en el camino de sirga, había alineada una larga fila de carruajes de lujo. Los coches de plaza alternaban con los elegantes carruajes de los lechuguinos: los unos pesados, con el enorme vientre que aplastaba los resortes, enganchados a un rocín con la testuz inclinada y las rodillas castigadas; esbeltos los otros, airosos sobre sus delgadas ruedas, con caballos de patas finas y tensas, el cuello erguido, bocados blancos de espuma, mientras el cochero, muy digno con su librea, con la cabeza rígida dentro de su gran cuello, se mantenía tieso con la fusta sobre una rodilla.

La orilla estaba atestada de gente que llegaba en familia o en grupos, en pareja o sola. Arrancaban alguna brizna de hierba, bajaban hasta el agua, volvían a subir hasta el camino, y todos, una vez llegados al mismo punto, se paraban en espera del barquero. La pesada balsa iba continuamente de una orilla a la otra, descargando a los viajeros en la isla.

El brazo del río (llamado el brazo muerto), al que se asoma ese café flotante, parecía dormir, tan débil era la corriente. Flotas de yolas, de esquifes, de piraguas, de podoscafos, de
gigs
, de embarcaciones de toda forma y tipo, surcaban las inmóviles aguas, se cruzaban, se mezclaban, se abordaban, se paraban bruscamente por una sacudida de los brazos, para ponerse de nuevo en movimiento con un brusco esfuerzo de los músculos, deslizándose velozmente como largos peces amarillos o rojos.

A continuación llegaban otras sin cesar: las unas de Chatou, aguas arriba; las otras de Bougival, aguas abajo; y en el agua, de una barca a la otra, se cruzaban carcajadas, llamadas, preguntas, insultos. Los remeros exponían al ardor del sol la carne bronceada y modelada de sus bíceps; y, semejantes a flores exóticas, a flores flotantes, se abrían en la popa de las canoas las sombrillas de seda roja, verde, blanca o azul de las timoneras.

Un sol de julio llameaba en medio del cielo; el aire parecía colmado de una encendida alegría; ni siquiera un soplo de brisa movía las hojas de los sauces y de los álamos.

A lo lejos, enfrente, el inevitable Mont-Valérien ostentaba en la cruda luz sus escarpas fortificadas; mientras que, a la derecha, el encantador collado de Louveciennes, siguiendo la curva del río, se redondeaba en semicírculo, dejando entrever a veces, a través de la frondosa y oscura vegetación de los grandes jardines, los muros blancos de las casas de campo.

En las cercanías de la Charca de las Ranas, una multitud de paseantes circulaba bajo los árboles gigantescos que hacen de ese rincón de la isla el parque más delicioso del mundo. Mujeres y muchachas de cabellos rubios, senos desmesuradamente grandes, nalgas exageradas, caras embadurnadas de afeite, ojos sombreados con crayón, labios color sangre, llenas de lazos y ceñidísimas en unos vestidos extravagantes, paseaban por los frescos céspedes el mal gusto chillón de sus atavíos; mientras que a su lado posaban unos jóvenes ridículamente vestidos según los figurines de moda, con guantes de color claro, botas de charol, junquillos delgados como hilos y monóculos que no hacían sino acentuar lo estúpido de su sonrisa.

Justo en la Charca de las Ranas la isla queda estrangulada y, en la orilla opuesta, donde también funciona una barcaza que transporta ininterrumpidamente a la gente de Croissy, el brazo de agua rápido, lleno de torbellinos, remolinos y espuma, discurre como un torrente. Un destacamento de pontoneros, en uniforme de artillería, acampa en esa orilla, y los soldados, sentados en fila en un largo madero, miraban pasar las aguas.

En el café flotante reinaba una tremenda y vociferante barahúnda. Las mesas de madera, en las que las bebidas derramadas formaban delgados arroyuelos pringosos, estaban cubiertas de vasos medio vacíos y rodeadas de personas medio ebrias. Todo este gentío gritaba, cantaba, berreaba. Los hombres, con el sombrero echado hacia atrás, los rostros enrojecidos y los ojos brillosos de los borrachos, se agitaban voceando, por esa necesidad de armar jaleo propia de los brutos. Las mujeres, en busca de una presa para la noche, se hacían pagar la bebida mientras esperaban; y en el espacio libre entre las mesas, dominaba el acostumbrado público de aquellos lugares, una legión de remeros vocingleros con sus compañeras en faldilla de franela.

Uno de ellos bregaba con el piano y parecía tocar con pies y manos; cuatro parejas bailaban dando saltos una contradanza, observados por algunos jóvenes elegantes y correctos, que habrían parecido respetables si, a pesar de todo, la tara del vicio no hubiera sido evidente.

Pues, en efecto, en aquel lugar puede olerse a pleno pulmón toda la hez de la sociedad, toda la crápula distinguida, toda la podredumbre del mundo parisino: mezcla de horteras, de comicastros, de periodistas de ínfima categoría, de caballeros de sangre en cargos de curador, de turbios bolsistas, de juerguistas de mala nota, de viejos vividores podridos; equívoca mezcolanza de todos los seres dignos de sospecha, conocidos a medias, perdidos a medias, respetados a medias, deshonrados a medias, timadores, bribones, proxenetas, caballeros de industria de aspecto digno, aire de matasiete que parece decir: «Al primero que me trate de bribón, me lo cargo».

Aquel lugar rezuma estupidez, apesta a la canallada y a la galantería propia de un bazar. Varones y hembras están cortados por el mismo patrón. Flota en el ambiente un tufillo a amor y se enzarzan por un quítame allá esas pajas, a fin de defender unas reputaciones podridas que el sable o las balas de pistola no hacen sino hundir más aún.

Algunos vecinos de los alrededores van allí a curiosear los domingos; algunos jóvenes, muy jóvenes, llegan cada año, para aprender a vivir. Algunos paseantes van a dar una vuelta por el lugar; algunos ingenuos a perderse allí.

Con razón se le llama la Charca de las Ranas. Al lado de la balsa cubierta donde se sirven bebidas, y muy cerca del «Tiesto de Flores», la gente se baña. Las mujeres con suficientes redondeces acuden allí a mostrar al desnudo su mercancía y en busca de clientes. Las otras, desdeñosas y bien rellenas de algodón, sostenido a fuerza de elásticos, enderezadas por aquí, modificadas por allá, miran cómo chapotean sus hermanas con aire de desprecio.

Sobre una pequeña plataforma se apretujan los nadadores para zambullirse. Hechos unos espárragos, redondos como calabazas, nudosos como ramas de olivo, curvados hacia delante o echados hacia atrás a causa de su gran panza e invariablemente feos, saltan al agua salpicando a quienes están tomando algo en el café.

Pese a los inmensos árboles que se curvan sobre la casa flotante y a la proximidad del agua, un calor sofocante llenaba aquel lugar. Los efluvios de los licores derramados se mezclaban con el olor de los cuerpos y de los fuertes perfumes de que estaba impregnada la piel de las vendedoras de amor, y que se evaporaban en aquel horno. Pero por debajo de todos aquellos distintos olores flotaba un aroma ligero a polvos de tocador que a veces desaparecía, reaparecía, y siempre se reencontraba, como si una mano escondida hubiera sacudido en el aire una borla para polvos invisible.

El espectáculo estaba en el río, donde el ir y venir incesante de las barcas atraía las miradas. Las remeras se exhibían en los asientos, delante de sus varones de recias muñecas, y ellas miraban con desprecio a las mendigantes de cenas que rondaban por la isla.

A veces, al pasar un equipo lanzado a toda velocidad, los amigos que habían descendido a tierra lanzaban unos gritos y todo el público, presa de repentina locura, se ponía entonces a dar alaridos.

En el recodo del río, hacia Chatou, se veían de continuo nuevas barcas. Éstas se acercaban, se hacían más grandes y, a medida que se reconocía los rostros, se alzaban otros clamores.

Un bote cubierto con una toldilla, con cuatro mujeres a bordo, descendía lentamente la corriente. La que remaba era menuda, flaca, ajada, vestida de grumete con el pelo recogido bajo un sombrero de hule. Enfrente de ella, una rubia fondona, vestida de hombre, con una chaqueta de franela blanca, estaba tumbada de espaldas en la popa del bote, con las piernas al aire a ambos lados del banco de la remera, y fumaba un cigarrillo, mientras que a cada golpe de remos su pecho y su vientre temblaban, zarandeados por la sacudida. Detrás, debajo de la toldilla, dos guapas muchachas altas y esbeltas, la una morena y la otra rubia, estaban cogidas de la cintura sin apartar la vista de sus compañeras.

Partió un grito de la Charca de las Ranas: «¡Ya llega Lesbos!» y, de golpe, se alzó un clamor de furia; se produjo un espantoso bullicio; los vasos caían; la gente se subía a las mesas; todos, en medio de un ruidoso delirio, vociferaban: «¡Lesbos! ¡Lesbos! ¡Lesbos!». El grito se extendía, se volvía indistinto, hasta no ser ya sino una especie de espantoso aullido, y de repente parecía alzarse de nuevo, ascender a los cielos, cubrir la llanura, hinchar el tupido follaje de los grandes árboles, expandirse hasta las colinas lejanas, alcanzar el sol.

La remera, al oír esta ovación, se detuvo tranquilamente. La gorda rubia tumbada en el fondo del bote volvió la cabeza con un aire indolente, incorporándose sobre los codos; y las dos guapas muchachas, desde detrás, se echaron a reír saludando a la multitud.

Entonces redobló el vocerío, haciendo temblar el café flotante. Los hombres alzaban sus sombreros, las mujeres agitaban sus pañuelos, y todas las voces, agudas o graves, gritaban al unísono: «¡Lesbos!». Se hubiera dicho que aquella muchedumbre, aquella panda de corrompidos, saludara a un caudillo, como esas escuadras que disparan los cañones cuando un almirante pasa por delante de ellas.

También la nutrida flotilla de barcas aclamaba al bote de las mujeres, que prosiguió su marcha soñolienta para tocar tierra algo más lejos.

El señor Paul, al contrario que los demás, se había sacado una llave del bolsillo y silbaba con todas sus fuerzas. Su amante, nerviosa y más pálida aún, le agarraba del brazo para hacerle callar y le miraba fijamente, esta vez con ojos de ira. Pero él parecía exasperado, como sublevado por unos celos de macho, por un furor profundo, instintivo, desordenado. Balbució, con los labios temblorosos de indignación:

—¡Es una vergüenza! ¡Deberían ahogarlas como a unas perras, con una piedra al cuello!

De repente, Madeleine montó en cólera; su agria vocecita se volvió silbante, expresándose con locuacidad, como para defender su propia causa:

—¿Y a ti qué te importa? ¿No son libres de hacer lo que les plazca, pues no deben dar cuenta a nadie de nada? Déjalas en paz con tus modales, y ocúpate de tus asuntos…

Pero él la cortó.

—¡Ya se encargará la policía de ello, y yo de que las metan en Saint-Lazare!
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Ella se sobresaltó:

—¿Tú?

—¡Sí, yo! Y, mientras tanto, te prohíbo hablar con ellas, ¿entendido? ¡Te lo prohíbo!

Entonces ella se encogió de hombros y, calmada de repente, dijo:

—Mira, guapo, yo hago lo que me da la gana y me place; y si no te parece bien ya puedes largarte ahora mismo. No soy tu mujer, así que cállate.

Él no contestó y se quedaron así, cara a cara, con la boca contraída y la respiración jadeante.

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