Cuentos esenciales (18 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Por el otro extremo del gran café de madera hacían su entrada las cuatro mujeres. Las dos vestidas de hombre caminaban delante: la una delgada y que parecía un mozalbete avejentado, con canas amarillentas en las sienes; la otra llenaba con su gordura el traje de franela blanca, abombando con sus nalgas los anchos pantalones y contoneándose como una oca cebada, con unos muslos enormes y las rodillas hundidas. Les seguían sus dos amigas y la multitud de remeros iba a darles la mano.

Habían alquilado entre las cuatro un chalecito a orillas del agua, y vivían allí, como dos parejas casadas.

Su vicio era público, oficial, patente. Se hablaba de él como de algo natural, que las hacía casi simpáticas, y se cuchicheaban en voz baja historias extrañas, dramas nacidos de furiosos celos femeninos, y de visitas secretas a la caseta de la orilla del río de mujeres conocidas, de actrices.

Un vecino, indignado por aquellos rumores escandalosos, había dado aviso a la gendarmería, y se había presentado el cabo con un gendarme para efectuar una investigación. Era una misión delicada; al fin y al cabo, no podía reprocharse nada a aquellas mujeres que no se dedicaban a la prostitución. El cabo, muy perplejo y hasta ignorando la naturaleza de los presuntos delitos de que se trataba, hizo algunas preguntas al buen tuntún y redactó un informe descomunal en que se las declaraba inocentes.

Las risas se habían oído hasta en Saint-Germain.

Cruzaron a paso lento, como unas reinas, el establecimiento de la Charca de las Ranas; parecían orgullosas de su celebridad, felices de las miradas fijas en ellas, superiores a esa multitud, a esa turba, a esa plebe.

Madeleine y su amante las miraban venir y en los ojos de la muchacha se encendía una llama.

Cuando las dos primeras estuvieron en el extremo de la mesa, Madeleine exclamó:

—¡Pauline!

La gorda se volvió, se detuvo, sin soltar del brazo a su pequeño grumete hembra:

—Vaya, pero si es Madeleine… Ven a charlar un momento conmigo, querida.

Paul contrajo los dedos en la muñeca de su amante; pero ésta dijo con tal tono: «Oye, guapo, por mí puedes largarte», que él no respondió nada y se quedó solo.

Entonces se pusieron las tres a charlar bajito, de pie. Afloraban a sus labios sonrisas de alegría; hablaban por los codos y Pauline, de vez en cuando, miraba a Paul de pasada, con una sonrisa burlona y malvada.

Finalmente, no pudiendo aguantar más, se levantó de repente y se fue hacia ella en un arrebato, temblando todo él:

—Ven aquí, te lo ordeno —dijo—, te he prohibido que hables con estas desvergonzadas.

Pero Pauline, alzando la voz, se puso a vomitarle todo su repertorio de pescadera. La gente reía a su alrededor, algunos se acercaban; otros se ponían de puntillas para ver mejor. Y él permanecía desconcertado ante aquel diluvio de sucias injurias; tenía la impresión de que las palabras que salían de la boca de ella y caían sobre él le ensuciasen como inmundicias; entonces, ante el escándalo inminente, volvió sobre sus pasos y fue a apoyarse con los codos en la baranda, frente al río, de espaldas a las tres mujeres victoriosas.

Se quedó allí, mirando al agua, y a veces, con gesto rápido, como para arrancársela, se limpiaba nerviosamente con el dedo una lágrima que se le había formado en la comisura de un ojo.

El caso es que estaba locamente enamorado, sin saber por qué, pese a sus instintos delicados, pese a su razón, incluso pese a su voluntad. Había caído en ese amor como puede caerse en un hoyo lleno de barro. De natural emotivo y delicado, había soñado con amores exquisitos, ideales y apasionados; y he aquí que aquella chiquilicuatro de mujer, tonta, como todas las mujerzuelas, de una estupidez desesperante, ni siquiera guapa, escuálida e irascible, le había pescado, cautivado, poseído de pies a cabeza, de cuerpo y de alma. Y él sufría aquel hechizo femenino, misterioso y omnipotente, aquella fuerza desconocida, aquella prodigiosa dominación, nacida no sabía de dónde, del demonio de la carne, y que pone al hombre más equilibrado a los pies de una cualquiera sin que nada en ella explique su poder fatal y soberano.

Presentía que a sus espaldas se estaba urdiendo alguna infamia. Algunas carcajadas transieron su corazón. ¿Qué hacer? Lo sabía perfectamente, pero no podía.

Miraba fijamente, en la orilla opuesta, a un pescador con la caña, inmóvil.

De pronto éste sacó con un gesto brusco del río un pececillo plateado que se agitaba en el extremo del sedal. Luego trató de sacar el anzuelo, lo torció, lo giró, pero fue en vano; entonces, presa de la impaciencia, se puso a tirar de él saliendo toda la garganta sanguinolenta del pobre pez junto con una masa de entrañas. Y Paul se estremeció, sintiéndose también él lacerado hasta el corazón; le pareció que aquel anzuelo era su amor, y que, si hubiera que arrancarlo, todo lo que tenía dentro del pecho saldría así en la punta de un hierro curvado prendido en el fondo de su ser y cuyo hilo sujetaba Madeleine.

Una mano se posó en uno de sus hombros; se sobresaltó, se volvió, tenía a su amante junto a él. No se dijeron nada, ella se apoyó en la baranda como él, con los ojos clavados en el río.

Él pensaba en lo que debía decir, pero no se le ocurría nada. Ni siquiera acertaba a desentrañar lo que le pasaba; todo cuanto sentía era una alegría de verla a su lado, que había regresado, y una vergonzosa cobardía, una necesidad de perdonarlo todo, de permitirlo todo con tal de que ella no le dejara.

Finalmente, tras algunos instantes, él le preguntó con voz muy dulce:

—¿Quieres que nos vayamos? En la barca se estará mejor.

Ella respondió:

—Sí, tesoro.

La ayudó a subir a bordo de la yola, sosteniéndola, apretándole las manos, totalmente emocionado, con los ojos aún húmedos. Ella le miró sonriendo y se besaron de nuevo.

Remontaron el río despacito, bordeando la orilla plantada de sauces, recubierta de hierba, bañada y tranquila en la tibieza de las primeras horas de la tarde.

Cuando volvieron al restaurante Grillon eran apenas las seis; de modo que, dejando la yola, se fueron a pie por la isla, en dirección a Bezons, a través de los prados, siguiendo los altos álamos que bordeaban el río.

Los prados de heno ya crecido, a punto de siega, estaban llenos de flores. El sol declinante extendía sobre ellos un manto de luz rojiza y en el calor amortiguado del día moribundo las fluctuantes fragancias de la hierba se mezclaban con los húmedos olores del río, impregnando el aire de una dulce languidez, de una leve felicidad, como de una emanación de bienestar.

Ganaba los ánimos un suave desfallecimiento y una especie de comunión con ese plácido esplendor de la tarde, con ese vago y misterioso estremecimiento de la vida expandida, con la penetrante y melancólica poesía que parecía desprenderse de las plantas, de las cosas y abrirse, revelada a los sentidos en aquella agradable y recogida hora.

Él sentía todo eso; pero ella no comprendía nada. Caminaban uno al lado del otro; y he aquí que, de repente, cansada de estar callada, se puso a cantar. Con su voz estridente y en falsete cantó un motivo de moda, un estribillo que estaba en la mente de todos, que rompió bruscamente la profunda y serena armonía de la tarde.

Él la miró, y sintió entre ellos dos un abismo infranqueable. Ella azotaba la hierba con su sombrilla, con la cabeza un tanto gacha, mirándose los pies, y cantando, soltando agudos, intentando gorgoritos, atreviéndose con trinos.

¡Así que aquella pequeña y estrecha frente, que tanto le gustaba, estaba hueca, hueca! Dentro no había más que esa música de organillo; y los pensamientos que se formaban en ella como por azar eran iguales a aquella música. Ella no le comprendía en absoluto; la separación era más grande que si no hubieran vivido juntos. ¿No iban sus besos nunca más allá de sus labios?

En aquel momento ella alzó los ojos hacia él y sonrió de nuevo. Trastornado hasta la médula, abrió de par en par los brazos y, en un arrebato de amor, la abrazó apasionadamente.

Pero como le arrugaba el vestido, ella se desprendió, murmurando en compensación:

—¡Te quiero, gatito mío!

Él la cogió por la cintura y, como loco, se la llevó a la carrera, besándola en las mejillas, en las sienes, en el cuello, saltando de alegría. Cayeron, jadeantes, al pie de un matorral incendiado por los rayos del sol poniente, y, antes de haber recobrado el aliento, se unieron, sin que ella comprendiera el porqué de su exaltación.

Volvían, cogidos los dos de la mano, cuando de pronto vieron a través de los árboles, en el río, el bote con las cuatro mujeres. También la gorda Pauline les vio porque se levantó, mandando besos a Madeleine. Luego gritó:

—¡Hasta la noche!

Madeleine respondió:

—¡Hasta la noche!

Paul tuvo la impresión de que el corazón se le cubría de repente de hielo.

Y regresaron para cenar.

Se instalaron en uno de los cenadores que había al borde del agua y se pusieron a comer en silencio. Al caer la noche, trajeron una vela encerrada dentro de un globo de cristal, que les alumbró con un tenue y vacilante resplandor; y en todo momento se oían los estallidos de gritos de los remeros en la gran sala del primer piso.

A los postres, Paul, tomando cariñosamente la mano de Madeleine, le dijo:

—Me siento muy cansado, preciosa; si no tienes inconveniente, nos acostaremos temprano.

Pero ella comprendió la astucia, y le lanzó una mirada enigmática, esa mirada de perfidia que asoma de repente en el fondo de los ojos de una mujer. Tras haber reflexionado, respondió:

—Puedes irte tú si quieres a la cama, pero yo he prometido ir al baile de la Charca de las Ranas.

Él esbozó una sonrisa penosa, una de esas sonrisas con las que se disimulan los más horrendos sufrimientos, pero respondió con tono acariciante y apesadumbrado:

—Podrías darme el gusto de quedarte conmigo.

Ella denegó con la cabeza, sin abrir la boca. Él insistió:

—Te lo ruego, tesoro…

Entonces ella le cortó de inmediato:

—Ya has oído lo que te he dicho. Si no te parece bien, ahí tienes la puerta. Nadie te lo impide. Por lo que hace a mí, lo he prometido e iré.

Él apoyó los codos sobre la mesa sosteniéndose la frente con las manos, y se quedó así, enfrascado en dolorosos pensamientos.

Los remeros volvieron a bajar sin dejar de armar alboroto en ningún momento. Volvían a partir en sus yolas para el baile de la Charca de las Ranas.

Madeleine le dijo a Paul:

—Decídete, si vienes o no, de lo contrario pediré a uno de estos señores que me acompañe.

Paul se puso en pie y susurró:

—¡Vamos!

Y se fueron.

La noche estaba negra, tachonada de estrellas, y era recorrida por un hálito abrasador, un soplo pesado, cargado de ardores, de fermentos, de gérmenes vivos, que, mezclados con la brisa, demoraban su avance. Paseaba por los rostros una caricia cálida, hacía respirar más rápido, jadear un poco, tan densa y cargada parecía.

Las yolas comenzaban a moverse, con un farolillo veneciano en la proa. No se vieron ya las embarcaciones, sino tan sólo esos faroles de mano de color, rápidos y danzarines, semejantes a luciérnagas enloquecidas; y por doquier corrían voces en la oscuridad.

La yola de los dos jóvenes se deslizaba lentamente. A veces, al pasar junto a ellos una embarcación en plena carrera, descubrían de improviso la espalda blanca del remero, iluminada por el farolillo.

Una vez que hubieron doblado el recodo del río, apareció en lontananza la Charca de las Ranas. Estaba engalanada de fiesta, con girándulas, guirnaldas de globos de color y racimos de luces. Por el Sena circulaban lentamente barquichuelas representando cúpulas, pirámides, monumentos complicados, con fuegos de todos los matices. Festones inflamados llegaban hasta el agua; y a veces un farol rojo o azul, en lo alto de una inmensa caña de pescar invisible, parecía una gran estrella suspendida.

Todas aquellas luminarias difundían un resplandor en torno al café, iluminaban de abajo arriba los grandes árboles de la orilla cuyo tronco se destacaba en un color gris pálido, y las hojas de un verde lechoso, sobre el negro profundo de los campos y del cielo.

La orquesta, integrada por cinco artistas de barrio, hacía llegar hasta lo lejos su música de baile de candil, sencilla y saltarina, que hizo cantar de nuevo a Madeleine.

Quiso entrar enseguida. Paul quería dar primero una vuelta por la isla; pero tuvo que ceder.

La clientela se había depurado. Quedaban casi tan sólo los remeros, algún raro burgués y algunos jóvenes acompañados de mujerzuelas. El director y organizador de aquel cancán, majestuoso en su raído traje negro, paseaba por todas partes su rostro devastado de viejo traficante de placeres públicos a precios populares.

La gorda Pauline y sus compañeras todavía no habían llegado. Paul respiró.

La gente estaba bailando: las parejas, cara a cara, hacían enloquecidas cabriolas, echando sus piernas al aire hasta la nariz de sus compañeros.

Las hembras, descoyuntando sus muslos, daban saltos en medio de un torbellino de faldas que hacía que se viera su ropa interior. Sus pies se alzaban por encima de sus cabezas con pasmosa facilidad y balanceaban sus vientres, se contoneaban, meneaban sus pechos, expandiendo en torno un fuerte olor a sudor femenino.

Los varones se agachaban como sapos con gestos obscenos, se contorsionaban, gesticulantes y horrendos, hacían la rueda cogidos de las manos, o bien, esforzándose en hacerse los graciosos, esbozaban unos ademanes ridículos.

Una gorda camarera y dos mozos servían las consumiciones.

Aquel café flotante estaba cubierto nada más que por una techumbre, sin tabique alguno que lo separara del exterior, por lo que el baile desencadenado se desarrollaba enfrente de la noche pacífica y del firmamento tachonado de estrellas.

De repente el Mont-Valérien, allá lejos, enfrente, pareció iluminarse como si un incendio hubiera prendido detrás. El resplandor se extendió, se acentuó, invadiendo paulatinamente el cielo, describiendo un gran círculo luminoso, de una luz pálida y blanca. A continuación apareció algo rojo, se hizo más grande, de un rojo encendido como un metal sobre el yunque. Lentamente tomaba forma, se redondeaba, parecía salir de la tierra, y la luna, separándose del horizonte, ascendió lentamente en el espacio. A medida que se elevaba, su color púrpura se atenuaba, haciéndose amarillo, un amarillo claro y esplendente; y el astro parecía empequeñecerse al alejarse.

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