Cuentos esenciales (19 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Paul lo miró largamente, extraviado en esa contemplación, y se olvidó de su amante. Cuando se volvió, había desaparecido.

La buscó inútilmente. Recorría las mesas con la mirada ansiosa, iba sin cesar de aquí para allá, preguntando a éste y al otro. Nadie la había visto.

Vagaba así, jadeando de la inquietud, cuando uno de los camareros le dijo:

—¿Busca a la señorita Madeleine? Justo acaba de salir, con la señorita Pauline…

En ese mismo instante, Paul descubrió, de pie en el otro extremo del café, a la grumete y a las dos bellas muchachas, cogidas todas de la cintura, que le miraban de soslayo, cuchicheando entre sí.

Comprendió, y se lanzó como un loco hacia la isla.

Primero corrió en dirección a Chatou; pero, una vez llegado a la llanura, se volvió atrás. Entonces comenzó a rebuscar entre la espesura de matorrales, a vagabundear como un loco, parándose de vez en cuando a escuchar.

Los sapos, a lo largo de todo el horizonte, emitían su canto breve y metálico.

Hacia Bougival, un pájaro desconocido modulaba algunos sonidos que llegaban debilitados por la distancia. La luna derramaba sobre los prados una tenue claridad, como un polvillo de algodón en rama; penetraba a través del follaje, hacía filtrar su luz hasta dar en la corteza plateada de los álamos, acribillaba con su lluvia brillante las copas estremecidas de los grandes árboles. La poesía embriagadora de aquella noche estival penetraba a su pesar en Paul, transía su tremenda angustia, agitaba su corazón con feroz ironía, despertando rabiosamente en su alma dulce y contemplativa la necesidad de un afecto ideal, de apasionadas efusiones en el regazo de una mujer adorada y fiel.

Se vio obligado a detenerse, estrangulado por unos sollozos precipitados, desgarradores.

Pasada la crisis, siguió caminando.

De pronto le pareció haber recibido una cuchillada; se estaban besando, allí, detrás de aquel matorral. Corrió hacia allí; había una pareja de enamorados, cuyas dos siluetas se alejaron a paso vivo al acercarse él, enlazados, unidos en un beso sin fin.

No se atrevía a llamar, sabiendo perfectamente que Ella no respondería; y tenía también un tremendo miedo a descubrirlas de improviso.

Los ritornelos de las contradanzas con los solos desgarradores del cornetín de pistón, las falsas risas de la flauta, las agudas rabias del violín le encogían el corazón, exasperando su sufrimiento. La música endiablada y sincopada se difundía bajo los árboles, ya debilitada, ya acrecida por un soplo pasajero de brisa.

De repente pensó que tal vez Ella había vuelto. Sí, había vuelto; ¿por qué no? Había perdido la cabeza sin razón, estúpidamente, arrebatado por sus terrores, por las sospechas desordenadas que le asaltaban de un tiempo acá.

Y, en uno de esos momentos de extraña calma que a veces atraviesan los más grandes momentos de desesperación, volvió hacia el local.

Recorrió de un vistazo la sala. No estaba. Dio un rodeo a las mesas y bruscamente se encontró de nuevo a las tres mujeres. Debía de tener un aspecto desesperado y ridículo, pues las tres al unísono soltaron la risa.

Escapó de allí, volvió a la isla, se precipitó a través de los sotos, jadeando. Se puso de nuevo a escuchar, y se quedó durante un largo rato, ya que le zumbaban los oídos; pero, por fin, creyó oír algo más lejos una risita aguda que conocía perfectamente; y avanzó despacito, arrastrándose, apartando las ramas, con el corazón brincándole de tal modo en el pecho que le cortaba la respiración.

Dos voces susurraban palabras que aún no distinguía. Luego enmudecieron.

Entonces le entraron unas imperiosas ganas de escapar, de no ver, de no saber nada, de irse para siempre lejos de aquella pasión furiosa que le destruía. Iría a Chatou, tomaría el tren, no volvería ni la vería nunca más. Pero he aquí que de repente le asaltó la imagen de ella; y la vio mentalmente cuando se despertaba por las mañanas, en su cama tibia, y toda lánguida se apretaba contra él, echándole los brazos al cuello, con el pelo suelto, algo alborotado en la frente, con los ojos todavía cerrados y los labios abiertos para el primer beso; y el imprevisto recuerdo de esa caricia matutina le llenó de una frenética nostalgia y de un deseo loco.

Se habían puesto de nuevo a hablar; se acercó, con el cuerpo arqueado. Luego se oyó un gritito bajo las ramas, muy cerca de él. ¡Un gritito! Uno de esos grititos de amor que había aprendido a conocer en las horas frenéticas de su intimidad. Seguía avanzando, más aún, casi involuntariamente, atraído invenciblemente, sin tener conciencia de nada… y las vio.

¡Oh! ¡Si al menos la otra hubiese sido un hombre! ¡Pero eso! ¡Eso! Se sentía encadenado por su propia infamia. Y permanecía allí, aniquilado, trastornado, como si hubiera descubierto de improviso un cadáver amado y mutilado, un monstruoso delito contra natura, una inmunda profanación.

Con un relámpago involuntario, pensó en el pescadito al que había visto arrancar las tripas… Pero Madeleine susurró: «¡Pauline!» con el mismo acento apasionado que cuando decía: «¡Paul!», y le recorrió tal dolor que huyó lo más rápidamente posible.

Se dio de bruces contra dos árboles, tropezó con una raíz, prosiguió y se encontró de golpe delante del río, delante del brazo rápido iluminado por la luna. La corriente torrencial formaba amplios remolinos donde danzaba la luz. La alta ribera dominaba el agua como un acantilado, dejando a su pie una ancha franja oscura en la que se oían los remolinos en la oscuridad.

En la otra orilla, las casas de campo de Croissy se extendían escalonadas a plena luz.

Paul vio todo esto como en sueños, o como a través de un recuerdo: no pensaba en nada, no comprendía nada, y todo, hasta su existencia misma, aparecía indeciso, lejano, olvidado, acabado.

El río estaba allí. ¿Comprendía lo que hacía? ¿Quería morir? Estaba loco. Volvió, sin embargo, hacia la isla, hacia Ella; y, en el aire calmo de la noche en la que seguían danzando los ritornelos debilitados y obstinados del baile, lanzó con voz desesperada, agudísima, sobrehumana, un grito espantoso:

—¡Madeleine!

Su llamada desgarradora atravesó el vasto silencio del cielo, corrió por todo el horizonte.

Luego, con un salto extraordinario, un salto de bestia, se tiró al río. El agua se lo tragó, se cerró, y, en el punto donde había desaparecido, se formaron uno tras otro unos grandes círculos que fueron ensanchando hasta la otra orilla sus luminosas ondas.

Las dos mujeres habían oído. Madeleine se levantó:

—Es Paul. —Le entró una sospecha—. Se ha ahogado —dijo.

Y se lanzó hacia la orilla, donde la alcanzó la gorda Pauline.

Una pesada barcaza con dos hombres a bordo daba vueltas y vueltas en el agua. Uno de los dos barqueros remaba, el otro sumergía en el agua un largo bichero, como si buscase algo. Pauline gritó:

—¿Qué hacen? ¿Qué ha pasado?

Una voz desconocida respondió:

—Es un hombre que acaba de ahogarse.

Las dos mujeres, abrazadas la una a la otra, trastornadas, seguían las evoluciones de la barca. La música de la Charca de las Ranas continuaba enloquecida a lo lejos, parecía acompañar rítmicamente los movimientos de los sombríos pescadores; y el río, que escondía ahora un cadáver, remolineaba bajo la luz.

La búsqueda se prolongaba. La horrible espera hacía temblar a Madeleine. Finalmente, al cabo de al menos media hora, uno de los dos hombres anunció:

—Ya lo tengo.

Y tiró despacito del largo bichero. Algo grueso apareció a flor de agua. El otro barquero dejó los remos y los dos, uniendo sus fuerzas, haciendo palanca sobre la masa inerte, la hicieron subir a su barca.

Luego ganaron la orilla, buscando un lugar de atraque bajo e iluminado. Precisamente cuando estaban tocando tierra llegaron también las mujeres.

Apenas lo hubo visto, Madeleine retrocedió, horrorizada. A la luz de la luna parecía ya verde, con la boca, los ojos, la nariz, las ropas llenas de cieno. Sus dedos apretados y rígidos eran espantosos. Todo el cuerpo estaba cubierto de una especie de capa negruzca y líquida. El rostro parecía hinchado y de los cabellos pegoteados por el lodo chorreaba continuamente un agua sucia.

Los dos hombres lo examinaron.

—¿Le conoces? —dijo uno.

El otro, el barquero de Croissy, dudaba:

—Sí, me parece haber visto esta cara; pero en este estado no se puede reconocer bien a nadie. —Luego, de golpe, exclamó—: ¡Pero si es el señor Paul!

—¿Quién es el señor Paul? —preguntó su compañero.

El primero continuó:

—Es el señor Paul Baron, el hijo del senador, ese muchacho tan enamorado.

El otro añadió filosóficamente:

—¡Bah! Ahora ha terminado de divertirse; ¡y es precisamente una lástima cuando se es rico!

Madeleine, desplomada en el suelo, sollozaba. Pauline se acercó al cadáver y preguntó:

—¿Está muerto de verdad? ¿Sin remedio?

Los hombres se encogieron de hombros:

—¡Oh! Después de todo este tiempo, por supuesto.

Luego uno de ellos preguntó:

—¿Dónde vivía?, ¿en Grillon?

—Sí —respondió el otro—. Hay que llevarle allí, algo nos caerá.

Volvieron a subir a la barcaza y partieron, alejándose lentamente debido a la rápida corriente: y durante bastante rato aún, después de perderlos de vista desde el lugar donde se habían quedado las dos mujeres, continuó oyéndose el batir regular de los remos.

Entonces Pauline tomó en sus brazos a la pobre Madeleine deshecha en llanto, la acunó, la besó largamente, la consoló:

—¿Qué le vas a hacer? No es culpa tuya, ¿no crees? Imposible impedir que los hombres hagan tonterías. ¡Si lo ha querido así, peor para él! —Luego, levantándola, agregó—: Vamos, tesoro, ven a dormir a mi casa; esta noche es evidente que no puedes quedarte en Grillon. —La besó de nuevo y dijo—:Ya verás como nosotras haremos que te sientas mejor.

Madeleine se levantó y sin dejar de llorar, aunque con sollozos más débiles, la cabeza recostada en el hombro de Pauline, como en el refugio de un afecto más íntimo y seguro, más familiar y digno de confianza, se fue caminando a pequeños pasos.

UNA AVENTURA PARISINA
*

¿Existe un sentimiento más acusado que la curiosidad femenina? ¡Oh! ¡Experimentar, conocer, tocar lo que se ha soñado! ¿Qué no haría por conseguirlo? Una mujer, cuando se ha despertado su curiosidad impaciente, cometerá cualquier locura, cualquier imprudencia, cualquier audacia, no retrocederá ante nada. Me refiero a las mujeres de verdad, dotadas de este espíritu de triple fondo que parece, en la superficie, frío y juicioso, pero que tiene sus tres compartimientos secretos llenos: uno de inquietud femenina siempre agitada; el otro de astucia disfrazada de buena fe, la astucia de las personas devotas, que es refinada y temible, y, finalmente, el último, de una encantadora bajeza, de exquisitos engaños, de deliciosa perfidia, de todas esas cualidades perversas que empujan al suicidio a los amantes estúpidamente crédulos, pero que encantan a los demás.

Aquella cuya aventura quiero contar era una modesta provinciana, hasta entonces de una chata honestidad. Su vida, tranquila en apariencia, transcurría en casa, entre un marido muy atareado y dos niños que ella educaba como una mujer intachable. Pero en su corazón alentaba una curiosidad insatisfecha, unas ganas locas de algo desconocido. Pensaba continuamente en París y leía con avidez en los diarios la crónica mundana. Las descripciones de las fiestas, de los atavíos, de las joyas, hacían hervir sus deseos; pero sobre todo la turbaban misteriosamente los ecos de sociedad llenos de sobreentendidos, los velos que descorrían a medias hábiles frases, dejando entrever horizontes de placeres pecaminosos y que hacían estragos.

De lejos, vislumbraba París en una apoteosis de lujo magnífico y corrupto.

Y durante las largas noches de ensueño, acunada por el ronquido monótono de su marido, que dormía a su lado boca arriba, con un pañuelo atado a la cabeza, pensaba en esos hombres conocidos cuyos nombres aparecían en primera plana de los periódicos como grandes estrellas en un firmamento oscurecido; y se imaginaba su vida frenética, en una disipación continua, orgías a la antigua terriblemente voluptuosas y refinamientos de sensualidad tan complicados que no era capaz siquiera de concebirlos.

Los bulevares se le antojaban como una especie de abismo de las pasiones humanas; y seguramente todas sus casas escondían prodigiosos misterios de amor.

Mientras tanto se sentía envejecer. Envejecía sin haber conocido nada de la vida, excepto esas ocupaciones rutinarias, detestablemente monótonas y triviales que constituyen, dicen, la felicidad del hogar. Todavía era bonita, conservada en esa vida tranquila como un fruto invernal guardado en un armario cerrado; pero estaba devorada, devastada y trastornada por secretos ardores. Se preguntaba si se moriría sin haber conocido esas culpables ebriedades, sin haberse zambullido una vez, al menos una sola vez pero por entero, en esa oleada de placeres parisinos.

Con mucha perseverancia preparó un viaje a París, se inventó un pretexto, se hizo invitar por unos parientes y, como su marido no podía acompañarla, partió sola.

En cuanto llegó, se inventó excusas que le permitirían, en caso necesario, quedarse fuera dos días o mejor dos noches, diciendo que había vuelto a establecer contacto con determinados amigos que vivían en el extrarradio.

Se puso a la busca. Recorrió los bulevares sin ver nada, al margen del vicio peripatético y oficial. Inspeccionó con la mirada los grandes cafés, leyó con atención los anuncios por palabras de
Le Figaro
, que cada mañana le parecía como una campana al vuelo, una llamada del amor.

Pero nunca encontraba nada que la pusiera sobre la pista de las grandes orgías de artistas y de actrices; nada que le revelase los templos del libertinaje, que se figuraba cerrados por una palabra mágica, como la cueva de
Las mil y una noches
y las catacumbas de Roma donde se celebraban en secreto los misterios de una religión perseguida.

Sus parientes, unos pequeñoburgueses, no podían hacerle conocer a ninguno de aquellos hombres de nota, cuyos nombres le rondaban por la cabeza; y, desesperada, pensaba ya en regresar, cuando el azar vino en su ayuda.

Un día, mientras bajaba por la rue de la Chaussée-d’Antin, se detuvo a mirar un escaparate lleno de esas figurillas japonesas tan coloristas que alegran un poco la vista. Estaba contemplando los preciosos y divertidos marfiles, los grandes jarrones de esmaltes llameantes, los bronces extravagantes, cuando reparó en que dentro de la tienda, el dueño, entre mil reverencias, estaba enseñándole a un hombrecillo gordo, calvo y de barbilla cana, un enorme buda panzudo, que según decía era un ejemplar único.

A cada frase del vendedor, el nombre del cliente, un nombre famoso, resonaba como un trompetazo. Los otros clientes, jóvenes mujeres, hombres elegantes, se volvían para mirar con rápidas ojeadas furtivas al famoso escritor, que, por su parte, miraba con pasión el buda de porcelana. Eran tan feos el uno como el otro, feos como dos hermanos salidos de la misma matriz.

El vendedor decía:

—A usted, señor Jean Varin, se lo dejo por mil francos, justo lo que me costó a mí. Para cualquier otro serían mil quinientos francos; pero yo tengo a mi clientela de artistas, a la que hago precios especiales. Vienen todos a mi tienda, señor Jean Varin. Ayer, el señor Busnach vino a comprar una gran copa antigua. El otro día vendí dos candelabros como ésos (¿bonitos, verdad?) al señor Alejandro Dumas. Y esta pieza que tiene en la mano, si la viese el señor Zola, estaría ya vendida, señor Varin.

El escritor dudaba, muy indeciso, tentado por el objeto, pero pensando también en el precio, y tan poco preocupado por las miradas ajenas como si hubiera estado en el desierto.

Ella entró temblando, con los ojos descaradamente fijos en él, sin preguntarse siquiera si era apuesto, elegante y joven. Era Jean Varin en persona, ¡Jean Varin!

Tras larga lucha consigo mismo y dolorosa vacilación, éste dejó la porcelana sobre la mesa.

—No, es demasiado caro —dijo.

El vendedor redoblaba su elocuencia.

—¡Oh!, señor Jean Varin, ¿demasiado caro? ¡Pero si vale dos mil francos a ojos cerrados!

El literato replicó con tristeza, mientras seguía mirando el buda de ojos de esmalte:

—No digo que no, pero es demasiado caro para mí.

Entonces se adelantó ella, presa de una audacia insólita, y dijo:

—A mí, ¿cuánto me costaría esta figurilla?

El vendedor, sorprendido, replicó:

—Mil quinientos francos, señora.

—Me la quedo.

El escritor, que hasta aquel momento ni siquiera había reparado en ella, se volvió bruscamente, y la miró de pies a cabeza, observándola con los ojos entornados; luego, como persona entendida, la examinó en detalle.

Estaba encantadora, animada, iluminada de repente por esa llama que hasta entonces había dormido en ella. Por otra parte, una mujer que compra una figurilla de mil quinientos francos no es una cualquiera.

Ella tuvo entonces un arranque de encantadora delicadeza; y volviéndose hacia él, con voz trémula, le dijo:

—Disculpe, señor, he sido demasiado impulsiva; quizá usted no se había decidido aún.

Él hizo una inclinación:

—Me había decidido, señora.

Y ella, emocionada, repuso:

—Señor, si hoy u otro día, fuera a cambiar de idea, recuerde que esta figurilla es suya. La he comprado sólo porque le gustaba a usted.

Él sonrió, visiblemente halagado:

—¿Sabe, pues, quién soy? —preguntó él.

Entonces ella le expresó su admiración, citó sus obras, se mostró elocuente.

Para hablar, el escritor se había apoyado con los codos en un mueble y, clavando sus penetrantes ojos en ella, trataba de intuirla.

De vez en cuando, el vendedor, feliz de tener aquella publicidad viviente, a la entrada de nuevos clientes gritaba, desde el otro extremo de la tienda:

—Mire, señor Varin, ¿no le parece bonito esto?

Todas las cabezas se volvían, y ella se estremecía por el placer de que la vieran hablar confidencialmente con un personaje ilustre.

Embriagada, tuvo una audacia suprema, como un general que se dispone a ordenar un asalto, y dijo:

—Señor, hágame un favor, un grandísimo favor. Permítame regalarle esta porcelana como recuerdo de una mujer que le admira muchísimo y con la que ha pasado diez minutos.

Él rehusó. Ella insistió. Muy divertido, el escritor se resistía, riendo con gusto.

Obstinada, ella dijo:

—¡Vamos! Se la llevaré enseguida a casa, ¿dónde vive?

Él se negó a dar su dirección; pero ella se la pidió al vendedor y, tras haber pagado su compra, se fue a escape a tomar un coche. El escritor corrió detrás de ella para alcanzarla, no queriendo recibir un regalo tan injustificado que no sabría a quién devolver. La alcanzó cuando ella saltaba dentro del coche, y él se abalanzó, cayéndole casi encima, derribado por la sacudida del coche que partía; luego se sentó a su lado, muy incomodado.

Por más que rogó, insistió, ella se mostró inconmovible. Cuando estuvieron delante del portal puso sus condiciones.

—Aceptaré no dárselo —dijo ella—, si hoy cumple todos mis deseos.

Le pareció tan divertida la petición que aceptó.

Ella preguntó:

—¿Qué hace usted normalmente a esta hora?

Tras unos momentos de vacilación, él respondió:

—Voy a dar un paseo —respondió él.

Con voz resuelta ella ordenó:

—¡Al Bois de Boulogne!

El coche partió.

Tuvo que enumerarle todas las mujeres conocidas, y sobre todo las más viciosas, con detalles íntimos sobre ellas, sobre su vida, sobre sus costumbres, sobre sus casas, sobre sus vicios.

Caía la tarde.

—¿Qué hace usted cada día a esta hora? —preguntó ella.

Él respondió entre risas:

—Me tomo un ajenjo.

Entonces, con aire serio, ella añadió:

—Pues, entonces, señor, vamos a tomar un ajenjo.

Entraron en un gran café del bulevar que frecuentaba, y donde encontró a unos colegas. Se los presentó a todos. Ella estaba loca de alegría. Resonaban de continuo en su mente estas palabras: «¡Por fin! ¡Por fin!».

El tiempo pasaba, ella preguntó:

—¿Es hora de cenar?

—Sí, señora —respondió él.

—Entonces, vamos a cenar.

Al salir del restaurante Bignon, le preguntó:

—¿Qué hace por la noche?

La miró con fijeza:

—Depende. Algunas veces voy al teatro.

—De acuerdo, señor, vayamos al teatro.

Fueron al Vaudeville, gratis, gracias a él, y, gloria suprema, toda la platea la vio al lado de él, sentada en los asientos del piso principal.

Terminada la función, él le besó la mano galantemente:

—Señora, no me queda más que darle las gracias por el delicioso día…

Ella le interrumpió:

—¿A estas horas qué hace, cada noche?

—Pues…, pues… vuelvo a casa.

Ella rió con una risa trémula.

—Entonces, señor, vayamos a su casa.

No hablaron más. Por momentos ella se estremecía, temblando de los pies a la cabeza, tenía ganas de huir y de quedarse, pero muy en el fondo de su corazón sentía la firme voluntad de llegar hasta el final.

Por las escaleras se agarraba al pasamano, tanta era su emoción; y él subía delante, jadeando, con un fósforo en la mano.

En cuanto ella estuvo en la habitación, se desnudó enseguida y se metió en la cama sin decir una palabra; y ella esperó acurrucada contra la pared.

Pero ella era simple como puede serlo la esposa legítima de un notario de provincias, y él era más exigente que un pachá de tres colas. No hubo ningún entendimiento entre ellos, en absoluto.

Entonces él se durmió. Pasó la noche, tan sólo turbada por el tictac del reloj de péndulo, y ella, inmóvil, pensaba en las noches conyugales; y bajo los rayos amarillos de un farolillo chino miraba, desolada, al hombrecillo tendido boca arriba a su lado, rechoncho, con la panza como una pelota que levantaba la sábana como un globo lleno de gas. Roncaba, con un ruido de tubo de órgano, entre bufidos prolongados, estrangulamientos ridículos. Sus cuatro pelos en guerrilla aprovechaban aquel descanso para erizarse de extraño modo, cansados de verse obligados a la acostumbrada posición inmutable sobre el cráneo desnudo cuyas devastaciones debían esconder. Y un hilillo de baba le manaba de una comisura de la boca entreabierta.

Finalmente, la aurora filtró un poco de luz por entre las cortinas corridas. Ella se levantó, se vistió sin hacer ruido, y, había abierto ya la mitad de la puerta, cuando hizo chirriar la cerradura y él se despertó frotándose los ojos.

Fueron necesarios algunos segundos antes de que volviera completamente en sí; luego, cuando se hubo acordado de toda la historia, preguntó:

—¿Se va usted así como así?

Ella se detuvo, confusa, y balbució:

—Pues sí, ya es de día.

Él se incorporó:

—Veamos —dijo—, ahora me toca a mí hacerle una pregunta.

Ella no respondía y él siguió:

—Ayer me asombró usted de verdad. Sea sincera, dígame por qué lo ha hecho, porque yo no he comprendido nada.

Se le acercó despacito, ruborizándose como una virgen:

—He querido conocer el vicio…, pero…, pero… no es divertido.

Salió a escape, bajó la escalera, se encontró en la calle.

Un ejército de barrenderos estaba barriendo. Barrían las aceras, las calzadas, lanzando todas las inmundicias al arroyo. Con el mismo movimiento regular, con un movimiento de los segadores en los prados, empujaban delante de sí, en semicírculo, las barreduras; y se los encontraba de calle en calle, como títeres que anduviesen maquinalmente, movidos por el mismo resorte.

Le parecía que también dentro de ella había sido barrido algo, que sus sueños exaltados habían sido empujados hacia el arroyo, hacia la alcantarilla.

Regresó a casa jadeante, helada, guardando tan sólo en su cabeza la sensación de aquel movimiento de escobas limpiando París por la mañana.

Y, tan pronto como estuvo en su cuarto, empezó a sollozar.

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