Cuentos esenciales (22 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Enseguida entraron todos en el comedor. Éste, iluminado, parecía todavía más lúgubre, en aquel lamentable deterioro, y la mesa cubierta de carnes, de una magnífica vajilla y de cubertería de plata encontrada dentro del muro donde la había escondido el propietario, daba a aquel lugar el aspecto de una taberna de ladrones que cenan tras el saqueo. El capitán, radiante, se apoderó de las mujeres como de algo que le resultaba familiar, valorándolas, abrazándolas, olisqueándolas, juzgándolas en su valor de mozas de fortuna; y como los tres jóvenes querían tomar enseguida a una para cada uno, él se opuso con autoridad, reservándose el hacer el reparto, de modo equitativo, de acuerdo con el grado, para no ofender en nada a la jerarquía.

Por tanto, para evitar toda discusión, protesta o sospecha de parcialidad, las puso en fila por orden de altura, y dirigiéndose a la más alta, con tono de mando preguntó:

—¿Cómo te llamas?

Ella respondió levantando el tono de voz:

—Pamela.

El capitán sentenció:

—Número uno, la llamada Pamela adjudicada al comandante.

Tras haber dado un beso a Blondine, la segunda, en señal de propiedad, ofreció al teniente Otto la rozagante Amanda, Eva
la Tomate
al subteniente Fritz, y la más menuda de todas, Rachel, una jovencísima morenita de ojos negros como manchas de tinta, una judía que con su naricita respingona confirmaba la regla general de la nariz ganchuda propia de los de su raza, le tocó al oficial más joven, al enclenque marqués Wilhem von Eyrik.

Por otra parte, todas eran graciosas y estaban rellenitas, sin una gran diferencia de fisonomía, como vueltas casi iguales de aspecto y de piel por las diarias prácticas amorosas y por la vida en común en las casas públicas.

Los tres jóvenes pretendían llevarse enseguida a sus mujeres, con la excusa de ofrecerles cepillos y jabón para limpiarse; pero el capitán se opuso prudentemente a ello, afirmando que estaban lo suficientemente aseadas para sentarse a la mesa y que si alguno subía con la suya querría cambiar al bajar, importunando así a las demás parejas. Su experiencia se impuso. No hubo más que besos, muchos besos, besos de espera.

De repente, Rachel se ahogó, tosiendo hasta las lágrimas y echando humo por la nariz. El marqués, con la excusa de darle un beso, le había soplado una bocanada de humo en la garganta. Ella no reaccionó, no dijo una palabra, pero miró fijamente a su poseedor con una ira que le resplandecía en el fondo de las pupilas negras.

Se sentaron a la mesa. Hasta el comandante parecía encantado; colocó a su derecha a Pamela, Blondine a su izquierda y, desplegando su servilleta, declaró:

—Tuvo usted una estupenda idea, capitán.

Los tenientes Otto y Fritz, correctos como si estuvieran con unas damas, intimidaban un poco a sus compañeras de mesa; pero el barón de Kelweingstein, hecho al vicio, radiante, soltaba frases licenciosas, parecía en llamas con su corona de pelos rojizos. Decía galanterías en un francés de la zona del Rin, y sus cumplidos tabernarios, expulsados por el agujero de sus dos dientes rotos, llegaban a las muchachas en medio de una metralla de saliva.

Ellas no entendían nada, por lo demás; y su inteligencia pareció despertarse tan sólo cuando profirió unas palabras obscenas, unas expresiones crudas, deformadas con su pronunciación. Entonces, todas juntas, rompieron a reír como locas, doblándose sobre la panza de quienes tenían al lado, repitiendo las palabras que el barón se puso entonces a deformar a posta para inducirlas a decir obscenidades. Ellas, borrachas desde las primeras botellas de vino, las vomitaban a voluntad y, volviendo a ser ellas mismas, abriendo la puerta a la costumbre, besaban los bigotes de la derecha y los bigotes de la izquierda, pellizcaban brazos, soltando gritos furiosos, bebían en todos los vasos, cantaban tonadillas francesas y fragmentos de canciones alemanas aprendidas en su trato diario con el enemigo.

Muy pronto también los hombres ebrios por aquellas carnes de mujer exhibidas ante sus ojos y bajo sus manos perdieron la cabeza y se pusieron a gritar, a romper platos, mientras a sus espaldas unos soldados impasibles les servían.

Sólo el comandante mantenía la compostura.

Mademoiselle Fifi había cogido a Rachel sobre sus rodillas y, excitándose en frío, ya le besaba como loco los ricitos de ébano de su nuca, aspirando en el breve espacio entre el vestido y la desnuda carne el dulce calor del cuerpo y el perfume de toda la persona; ya la pellizcaba furiosamente a través de la tela hasta hacerla gritar, presa de una ferocidad rabiosa, agitado por su necesidad de destrucción. También a menudo, sujetándola con los dos brazos y estrechándola como para fundirse con ella, oprimía largamente los labios sobre la fresca boca de la judía, besándola hasta quedar sin aliento, pero de repente le dio un mordisco tan profundo que un fino reguero de sangre corrió por la barbilla de la joven, resbalando hasta su corpiño.

También esta vez ella le miró con fijeza y, limpiándose la herida, murmuró:

—Estas cosas se pagan.

Él se echó a reír, con una risa forzada.

—Pagaré —dijo.

Habían llegado a los postres; se estaba sirviendo el champaña. El comandante se levantó y, con el mismo tono con el que habría brindado por la emperatriz Augusta, bebió:

—¡Por nuestras damas!

Y empezaron una serie de brindis, brindis de una galantería de militarotes y de beodos, entremezclados de bromas obscenas, vueltas más brutales aún por la ignorancia de la lengua.

Se levantaban uno tras otro, tratando de hacerse los ingeniosos, esforzándose en parecer divertidos, y las mujeres, borrachas como cubas, con la mirada extraviada y la boca pastosa, aplaudían cada vez a rabiar. El capitán, con la intención de dar a la orgía un tono galante, levantó una vez más el vaso, exclamando:

—¡Por nuestras victorias sobre los corazones!

Entonces el teniente Otto, especie de oso de la Selva Negra, se irguió, inflamado y saturado de bebida. E, invadido de improviso de patriotismo alcohólico, exclamó:

—¡Por nuestras victorias sobre Francia!

Por más que estuvieran ebrias, las mujeres enmudecieron; y Rachel replicó:

—Sabes, conozco a franceses ante los cuales no hablarías así.

El marquesito, reteniéndola en todo momento sobre sus rodillas, se echó a reír, muy alegre por el vino bebido:

—¡Ja, ja, ja!, ¡nunca he conocido a ninguno! ¡Basta con que lleguemos nosotros para que ellos salgan por piernas!

La muchacha, indignadísima, le gritó a la cara:

—¡Mientes, cerdo!

Durante unos segundos él la miró con sus ojos claros, como miraba los cuadros que acribillaba a pistoletazos, luego rió:

—¡Por supuesto, hablemos de ello, hermosa! ¡Aquí estaríamos nosotros, si ellos fueran valientes! —Y se animaba—: ¡Nosotros somos sus amos! ¡Francia es nuestra!

Con una sacudida, Rachel se alzó de sus rodillas y volvió a caer sobre la silla. Él se levantó, alargó el vaso hasta el centro de la mesa y repitió:

—¡Nuestros son Francia y los franceses, los bosques, los campos y las casas de Francia!

Los otros, completamente ebrios, reaccionando de golpe ante el entusiasmo militar, un entusiasmo de brutos, cogieron los vasos y vociferaron:

—¡Viva Prusia! —Y los vaciaron de un trago.

Las muchachas no protestaron ni rechistaron, atemorizadas. También Rachel callaba, incapaz de responder.

Entonces el marquesito posó sobre la cabeza de la judía la copa de champán llena de nuevo:

—¡Nuestras son también todas las mujeres de Francia! —exclamó.

Ella se levantó con tal impulso que la copa, volcándose, derramó, como en un bautismo, el vino amarillo sobre sus cabellos negros, y cayó al suelo haciéndose trizas. Con los labios temblorosos, desafiaba la mirada del oficial, que seguía riendo, y con voz rota por la rabia dijo:

—¡Esto…, precisamente esto no es cierto! ¡No conseguiréis a las mujeres de Francia!

Él se sentó para reír cómodamente y, tratando de hablar con acento parisino, dijo:

—Ésta sí que es buena, buena de verdad. Pues, entonces, ¿qué haces tú aquí, pequeña?

Primero ella se calló, sin comprender muy bien en su turbación, pero luego, apenas hubo captado claramente lo que le había dicho, exclamó con vehemencia, indignada:

—¿Yo?, yo no soy una mujer, soy una puta, precisamente lo que necesitáis vosotros los prusianos.

No había terminado de decirlo cuando él la abofeteó con violencia; y cuando levantaba de nuevo la mano, ella, loca de rabia, cogió de encima de la mesa un cuchillito de postre con la hoja de plata y con tal rapidez que nadie se percató de ello, se lo clavó en el cuello, justo en el hueco del nacimiento del pecho.

La palabra que se disponía a decir se vio truncada en la garganta; y se quedó con la boca abierta y una mirada espantosa.

Todos lanzaron un rugido y se levantaron en tumulto; pero, tras haber arrojado su silla entre las piernas del teniente Otto que acabó cuan largo era por los suelos, ella corrió hacia la ventana, la abrió antes de que hubieran podido echarle el guante, y se lanzó al vacío de la noche, bajo la lluvia que seguía cayendo.

En dos minutos, Mademoiselle Fifi estuvo muerto. Entonces Fritz y Otto desenvainaron los sables para masacrar a las mujeres que se habían arrojado a sus pies. El mayor, no sin esfuerzo, impidió la escabechina e hizo encerrar en un cuarto, bajo la custodia de dos soldados, a las cuatro muchachas trastornadas; luego, como si dispusiera las tropas para el combate, organizó la búsqueda de la fugitiva, segurísimo de apresarla.

Cincuenta hombres, fustigados por amenazas, fueron mandados al parque. Otros doscientos rebuscaron por los bosques y en todas las casas del valle.

La mesa, retirada en un instante, servía ahora de lecho mortuorio, y los cuatro oficiales, rígidos, desembriagados, con el duro semblante de los hombres de guerra en acción, estaban de pie cerca de las ventanas, escrutando en la oscuridad.

La lluvia torrencial continuaba. Un continuo tamborileo llenaba las tinieblas, un murmullo flotante de agua que cae y de agua que mana, de agua que gotea y de agua que brota.

De pronto resonó un disparo, luego, muy lejos, otro; y durante cuatro horas se siguieron oyendo de vez en cuando disparos cercanos o lejanos, gritos de reunión, palabras extrañas lanzadas como una llamada por unas voces guturales.

Por la mañana, regresaron todos. Dos soldados habían muerto y otros tres habían sido heridos por sus propios compañeros en la excitación de la caza y en la confusión de esta persecución nocturna.

Rachel no había sido encontrada.

Los vecinos fueron aterrorizados, todas sus casas puestas patas arriba, se recorrió, batió y registró toda la región. La judía no parecía haber dejado una sola pista de su paso.

Avisado, el general ordenó echar tierra sobre el asunto, para no dar un mal ejemplo al ejército, e impuso un castigo disciplinario al comandante, que castigó a su vez a sus inferiores. El general había dicho: «No se hace la guerra para divertirse y acostarse con mujeres públicas». Y el conde de Farlsberg, exasperado, decidió vengarse de la región.

Como necesitaba un pretexto para aplicar un castigo sin freno, llamó al párroco y le ordenó que tocase la campana para el funeral del marqués Von Eyrik.

En contra de lo esperado, el sacerdote se mostró dócil, humilde, considerado. Y cuando el cuerpo de Mademoiselle Fifi, llevado por unos soldados, precedido, rodeado, seguido de soldados que marchaban con el fusil cargado, dejó el castillo de Uville, camino del cementerio, por primera vez la campana dobló a muerto con un ritmo alegre, como si una mano amiga la acariciara.

Sonó también por la noche, y asimismo al día siguiente, y todos los días; repicó cuanto quisieron. A veces incluso, por la noche, se ponía a tocar sola, y lanzaba despacio, en la oscuridad, dos o tres tañidos, extrañamente alegre, despertada no se sabe por qué. Todos los campesinos del lugar dijeron entonces que estaba embrujada; y nadie, fuera del párroco y del sacristán, se acercó más al campanario.

El hecho es que una pobre muchacha vivía allí arriba, en medio del miedo y de la soledad, alimentada a escondidas por los dos hombres.

Allí se quedó hasta la marcha de las tropas alemanas. Luego, una noche, el párroco pidió prestada la tartana al panadero y llevó personalmente a su prisionera hasta la puerta de Ruán. Llegados allí, el sacerdote la abrazó; ella se apeó y a paso vivo no tardó en llegar a la casa pública, donde la creían muerta.

Poco tiempo después, la sacó de allí un patriota sin prejuicios, que, tras enamorarse primero de ella por su proeza, la quiso luego por sí misma y se casó con ella, convirtiéndola en una señora que no lo fue menos que otras muchas.

EL CIEGO
*

¿Qué es la alegría del primer sol? ¿Por qué esa luz que cae sobre la tierra nos colma de felicidad de vivir? El cielo está totalmente azul, la campiña totalmente verde, las casas totalmente blancas; y nuestros extasiados ojos beben estos vivos colores y extraen de ellos alegría para nuestra alma. Y nos entran ganas de bailar, de correr, de cantar, una feliz levedad del pensamiento, una especie de afecto expansivo; se querría abrazar al sol.

Los ciegos, junto a las puertas, impasibles en su eterna oscuridad, permanecen tranquilos como siempre en medio de esta alegría nueva, y, sin comprender, apaciguan a cada instante a su perro que quisiera ponerse a dar brincos.

De vuelta a casa, al final de la jornada, del brazo de un hermano o de una hermanita más jóvenes, si el niño dice: «¡Qué buen día ha hecho hoy!», el otro responde: «Sí, ya he notado que hacía un bonito día, Lulú no paraba quieto».

Conocí a uno de estos hombres cuya vida fue uno de los más crueles martirios que imaginarse pueda.

Era un campesino, hijo de un labriego normando. Mientras vivieron el padre y la madre, recibió más o menos cuidados; no sufrió debido a su espantosa invalidez; pero cuando los viejos pasaron a mejor vida, dio comienzo para él una existencia atroz. Recogido por una hermana, todo el mundo en la alquería le trataba como a un pordiosero que come el pan ajeno. A cada comida le echaban en cara el sustento; le llamaban haragán, palurdo; y, aunque el cuñado se hubiera apropiado de su parte de la herencia, le daban de mala gana un poco de sopas, lo justo para que no se muriera de inanición.

Tenía un rostro palidísimo y dos ojos blancos como obleas; permanecía impasible ante la injuria, tan cerrado en sí mismo que no se sabía si la oía o no. Por otra parte, nunca había conocido afecto alguno y su propia madre siempre le había maltratado un poco, puesto que no le quería; porque en el campo los inútiles son considerados algo perjudicial y los campesinos con gusto harían como las gallinas, que matan a las que nacen con alguna imperfección.

En cuanto se había tomado las sopas, iba a sentarse delante de la puerta en verano, pegado a la chimenea en invierno, y ya no se movía de allí hasta la noche. No hacía ningún gesto ni movimiento; sólo sus párpados, movidos por una especie de dolencia nerviosa, se cerraban de vez en cuando sobre la blanca mancha de los ojos. ¿Tenía una mente, un pensamiento, una clara conciencia de su vida? Nadie se lo preguntaba.

Durante unos años las cosas fueron así. Pero su impotencia para hacer cualquier cosa, unida a su impasibilidad, acabaron por irritar a sus parientes, de suerte que se convirtió en un hazmerreír, en una especie de bufón mártir, en una presa arrojada a la innata ferocidad, a la salvaje alegría de los brutos que le rodeaban.

Se ingeniaron todas las bromas crueles que podía inspirar su ceguera. Y, a fin de cobrarse el gasto que suponía su sustento, sus comidas se convirtieron en horas de diversión para los vecinos y de suplicio para el impotente.

Los campesinos de las casas aledañas asistían a aquella diversión; se llamaban de puerta en puerta y la cocina de la alquería estaba llena a diario. A veces ponían sobre la mesa, delante del plato en el que el ciego había empezado a tomarse las sopas, un gato o un perro. La bestia olía instintivamente la invidencia del hombre y se acercaba sigilosamente, comiendo en silencio, lamiendo con delicadeza; y, cuando un chasquido de la lengua un tanto fuerte llamaba la atención del pobre desventurado, se apartaba con prudencia para evitar el golpe que lanzaba a ciegas con la cuchara a su alrededor.

Entonces estallaban risas, había codazos, pataleos de los espectadores apretujados a lo largo de las paredes. Él, sin decir nunca esta boca es mía, se ponía de nuevo a comer con la mano derecha y con la izquierda adelantada protegía y defendía su plato.

Otras veces le daban de comer trozos de corcho, de madera, hojas o incluso porquerías, que no podía distinguir.

Luego se cansaron también de las bromas; y el cuñado, irritado por tener que mantenerle, comenzó a sacudirle, a abofetearle sin cesar, riéndose de sus inútiles esfuerzos por parar los golpes o devolverlos. Hubo así un nuevo juego: el de las bofetadas. Los mozos de labranza, el criado, la sirvienta, le daban en todo momento manotazos en la cara, cosa que imprimía a sus párpados un vivo movimiento. No sabía donde esconderse y estaba siempre con los brazos extendidos para evitar que se le acercaran.

Finalmente le obligaron a mendigar. Le dejaban en los caminos en los días de mercado y, apenas oía un ruido de pasos o el rodar de un carro, alargaba el sombrero, murmurando: «Una limosnita, por compasión…».

Pero el campesino no es pródigo, y pasaban semanas sin que trajera ni una perra chica.

Entonces se desencadenó el odio contra él, implacable. Y he aquí cómo murió.

Un invierno, la tierra estaba cubierta de nieve y tremendamente helada. Ahora bien, su cuñado le llevó una mañana bastante lejos, a un camino real para hacerle pedir limosna. Lo dejó allí durante toda la jornada y, al caer la noche, dijo a los suyos que no lo había encontrado. Luego añadió: «¡Pero bah! No hay que preocuparse, alguno se lo habrá llevado al verle muerto de frío… ¡Pardiez!, seguro que no se ha perdido. Mañana lo tendremos aquí de nuevo para tomarse sus sopas».

Pero al día siguiente no volvió.

Tras haber esperado largas horas, aterido de frío, sintiéndose morir, el ciego se había echado a andar. Al no lograr reconocer el camino sepultado bajo aquella capa de hielo, anduvo errante a la ventura, cayendo en las zanjas, levantándose de nuevo, siempre mudo, buscando una casa.

Pero el entumecimiento de la nieve le había ido dominando poco a poco; las piernas debilitadas ya no le sostenían, y se sentó en medio de un campo. No volvió a levantarse.

Los blancos copos, que seguían cayendo, lo sepultaron. El cuerpo rígido desapareció bajo la acumulación de aquella masa infinita; y nada indicaba ya el lugar donde yacía el cadáver.

Durante ocho días sus parientes fingieron informarse, buscarle. Hasta lloraron.

El invierno era duro, y el deshielo tardaba en llegar. Un domingo, yendo a misa, los campesinos advirtieron una bandada de cuervos que revoloteaban sin fin sobre la llanura, luego se abatían como una lluvia negra, todos sobre el mismo punto, en un ir y venir incesante.

A la semana siguiente aquellas oscuras aves seguían allí. En el cielo había una nube de ellas, como si se hubieran reunido de todos los puntos del horizonte; y se dejaban caer con grandes chillidos sobre la nieve deslumbrante, que llenaban de extrañas manchas, y hurgaban obstinados.

Un zagal se acercó a ver qué hacían y descubrió el cuerpo del ciego, ya medio devorado, dilacerado. Los ojos pálidos habían desaparecido, vaciados por los largos picos voraces.

Y ya no puedo nunca disfrutar de la animada alegría de los días de sol sin un triste recuerdo y un pensamiento melancólico por aquel pobrecillo, tan desheredado en la vida que su horrible muerte fue un alivio para todos los que le habían conocido.

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