Cuentos esenciales (9 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Se puso a gemir, agarrándose al
doctor
. Las fláccidas piernas le temblaban, todo su grueso cuerpo se veía sacudido por los sollozos y balbuceaba:

—¡Mi mamá, mi pobre mamá, mi pobre mamá!

Pero su compañero, todavía ebrio y deseoso de terminar la velada en los lugares que frecuentaba a escondidas, se impacientó por aquella aguda crisis de dolor, le hizo sentarse en la hierba de la orilla y casi enseguida le dejó con la excusa de ir a ver a un enfermo.

Caravan lloró largo rato; luego, cuando no le quedaron ya lágrimas, cuando su sufrimiento, por así decir, se hubo agotado, sintió de nuevo un alivio, un descanso, una tranquilidad repentina.

Había asomado la luna y bañaba el horizonte con su plácida luz. Los altos álamos se erguían con reflejos de plata y, en la llanura, la niebla se hubiera dicho nieve flotante; y el río, no surcado ya por las estrellas que nadaban en él, parecía cubierto de nácar y fluía, rizado por brillantes temblores. El aire era suave y olorosa la brisa. Una especie de abandono embargaba el sueño de la tierra, y Caravan bebía esta dulzura de la noche; respiraba hondo, teniendo la sensación de que un frescor, una paz, un sosiego sobrehumano penetraba hasta la raíz de sus miembros.

Sin embargo, se resistía a aquel bienestar que le invadía, repitiéndose: «Mamá, mi pobre mamá», esforzándose en llorar por una especie de sentido del deber de persona de bien; pero ya no lo conseguía; y ya no despertaban ninguna tristeza en él los pensamientos que poco antes le habían provocado tan grandes sollozos.

Entonces se levantó para volver a casa y empezó a caminar a pequeños pasos, envuelto por la calma indiferencia de la naturaleza serena, y el corazón aplacado a su pesar.

Al llegar al puente, vio el farol del último tranvía a punto de arrancar y, detrás, los escaparates iluminados del Café du Globe.

Entonces sintió la necesidad de contarle a alguien la catástrofe, de despertar conmiseración, de hacerse el interesante. Puso cara de lástima, empujó la puerta del café y fue hacia el mostrador donde el dueño destacaba como siempre. Esperaba producir un efecto, que todo el mundo se levantaría, irían a su encuentro dándole la mano: «¿Qué le ha pasado?». Pero nadie reparó en la desolación de su semblante. Entonces se acodó en el mostrador y, cogiéndose la frente entre las manos, susurró:

—¡Dios mío, Dios mío!

El dueño le miró:

—¿Se siente usted mal, señor Caravan?

Él respondió:

—No, querido amigo; pero acaba de fallecer mi madre.

El otro dejó caer un «¡Ah!» distraído; y como en ese momento un parroquiano pedía en voz alta desde el fondo de la sala: «¡Otra cerveza, por favor!», respondió enseguida con voz tonante: «¡Enseguida, marchando!», y corrió a servirle, dejando a Caravan atónito.

En la misma mesa de antes los tres apasionados del dominó seguían, absortos e inmóviles, jugando. Caravan se les acercó, en busca de compasión. Dado que parecía que no reparaban en su presencia, se decidió a hablar él.

—Desde que nos vimos —dijo—, me ha ocurrido una gran desgracia.

Apenas si levantaron la cabeza los tres al mismo tiempo, pero siempre con un ojo en el juego que tenían entre manos.

—¿Qué ha pasado?

—Ha fallecido mi madre.

Uno de ellos murmuró un «¡ah, diablos!» con ese tono falsamente apesadumbrado de los indiferentes. Otro, no sabiendo qué decir, meneó la cabeza emitiendo una especie de silbido de tristeza. El tercero volvió a ponerse a jugar, como si hubiera pensado: «¿Eso es todo?».

Caravan esperaba una de esas frases que se dicen «salidas del corazón». Viéndose acogido de ese modo, se marchó, indignado por la indiferencia ante el dolor de un amigo, aun cuando ese dolor, en ese momento, se había adormecido tanto que casi ya no lo sentía.

Salió.

Su mujer le esperaba en camisón, sentada en una silla baja junto a la ventana abierta, sin dejar de pensar en la herencia.

—Quítate la ropa —le dijo—, hablaremos cuando estemos en la cama.

Él levantó la cabeza e, indicando el techo con la mirada, dijo:

—Pero… arriba… no hay nadie.

—Disculpa, está con ella Rosalie y tú irás a sustituirla a las tres, después de que hayas echado una cabezadita.

Se quedó, no obstante, en paños menores para estar listo para cualquier eventualidad, se anudó un pañuelo en la cabeza y se reunió con su mujer, que se había metido en la cama.

Permanecieron un rato sentados uno al lado del otro. Ella pensaba.

Incluso a esas horas, su tocado estaba adornado con un lazo rosa y algo ladeado sobre una oreja, como por una invencible costumbre de todas las cofias que llevaba.

De improviso, volviendo la cabeza hacia él, dijo:

—¿Sabes si tu madre ha hecho testamento?

Él dudó:

—Yo…, yo… no creo… No, sin duda, no lo ha hecho.

La señora Caravan miró a su marido a los ojos, y, en voz baja y rabiosa, añadió:

—Pues es una indignidad, ¿sabes? ¡Porque llevamos diez años desviviéndonos por cuidarla y dándole casa y sustento! ¡No hubiera hecho tanto tu hermana por ella, y tampoco yo de haber sabido que iba a recibir semejante recompensa! Sí, es una vergüenza para su memoria. Me dirás que nos paga el hospedaje; es cierto, pero los cuidados de los hijos no se pagan con dinero; deben reconocerse en el testamento, tras la muerte. Eso es lo que hace la gente como Dios manda. ¡Así me veo pagada por todos mis esfuerzos y desvelos! ¡Ah, buena la he hecho, buena la he hecho!

Caravan, desconcertado, repetía:

—Querida, querida, te lo ruego, te lo suplico.

Al final ella se calmó y prosiguió, con su tono acostumbrado:

—Mañana por la mañana habrá que avisar a tu hermana.

Él se sobresaltó:

—Es cierto, no había pensado en ello; le mandaré un telegrama apenas se haga de día.

Pero ella le interrumpió, como persona que ha pensado en todo:

—No, mándaselo entre las diez y las once, así tendremos tiempo de respirar antes de que llegue. De Charenton hasta aquí habrá como mucho dos horas. Diremos que perdiste la cabeza. ¡Mandándole aviso por la mañana no nos comprometemos!

Pero Caravan se dio un cachete en la frente y, con el tono tímido que siempre tenía hablando de su superior, que le hacía temblar sólo de pensar en él, dijo:

—Tengo que avisar también en el Ministerio.

Ella repuso:

—¿Avisar para qué? En casos semejantes siempre es excusable un olvido. No avises, hazme caso; tu jefe no podrá decir nada y le pondrás en un buen aprieto.

—Sí, sí —dijo él—, se pondrá furioso si no me ve llegar. Tienes razón, es una magnífica idea. Cuando le diga que ha fallecido mi madre, tendrá que callarse la boca.

Y el empleado, encantado de la broma, se frotaba las manos pensando en la cara que pondría su jefe, mientras arriba el cuerpo de la anciana yacía junto a la criada dormida.

La señora Caravan parecía inquieta, como obsesionada por una preocupación difícil de expresar. Finalmente se decidió:

—¿No te había regalado tu madre su reloj de pared, ese con la muchacha y el boliche?
2

Él hizo memoria y respondió:

—Sí, sí, me dijo, aunque hace ya mucho de ello, cuando vino a quedarse con nosotros, me dijo: «El reloj de pared será para ti, si me cuidas como es debido».

La señora Caravan se serenó, ya más tranquila:

—Pues entonces habrá que ir a buscarlo, porque si viene tu hermana nos lo impedirá.

Él vacilaba:

—¿Tú crees?

Ella se puso rabiosa:

—Claro que lo creo: si está en nuestra casa, nos pertenece a nosotros. Y lo mismo ocurre con la cómoda de su habitación, la que tiene el tablero de mármol; me la regaló un día que estaba de buenas. La bajaremos junto con el reloj.

Caravan parecía incrédulo:

—¡Pero, querida, es una gran responsabilidad!

Ella se volvió hacia él, furiosa:

—¡Ah!, ¿de veras? ¡Nunca cambiarás! Dejarías morir de hambre a tus hijos antes que mover un dedo. Esa cómoda, en vista de que me la regaló, es nuestra, ¿no crees? ¡Y si a tu hermana no le parece bien, que venga a decírmelo a mí! Mucho me importa lo que diga tu hermana. Vamos, levántate, que nos llevaremos enseguida lo que tu madre nos dio.

Tembloroso y derrotado, salió de la cama, y, cuando hizo ademán de ponerse los pantalones, ella se lo impidió:

—No vale la pena que te vistas, vamos, quédate en calzón, estás bien así; yo iré tal como voy.

Y los dos salieron, en paños menores, subieron la escalera sin hacer ruido, abrieron la puerta con precaución y entraron en el cuarto donde las cuatro velas encendidas en torno al platillo con el boj bendecido parecían ser las únicas en velar a la anciana en su rígido descanso; pues Rosalie, arrellanada en el sillón con las piernas extendidas, las manos cruzadas sobre la falda, la cabeza reclinada hacia un lado, también inmóvil y boquiabierta, dormía con un leve ronquido.

Caravan cogió el reloj. Era uno de esos objetos grotescos, como ha producido tantos el arte Imperio. Una jovencita de bronce sobredorado, con la cabeza adornada con varias flores, sostenía en una mano un boliche, cuya bola hacía de péndola.

—Dámelo a mí —dijo su mujer— y tú coge el tablero de mármol de la cómoda.

Él obedeció resoplando, y con un gran esfuerzo cargó con el mármol.

Salieron. Caravan tuvo que agacharse al pasar por la puerta y comenzó a bajar haciendo temblar la escalera, mientras su mujer, andando de espaldas, le alumbraba con una mano, al tener el péndulo debajo del otro brazo.

Una vez dentro de su casa, ella soltó un gran suspiro:

—Lo peor está hecho —dijo—. Ahora vamos a por el resto.

Pero los cajones de la cómoda estaban repletos de trapos viejos de la anciana: había, pues, que esconderlos en algún sitio.

La señora Caravan tuvo una idea:

—Vamos, ve a por el arcón que hay en el vestíbulo; es de pino y no vale ni cuatro chavos, se puede poner allí.

Y cuando hubo llegado el arcón, comenzaron el traslado.

Sacaron, uno tras otro, los manguitos, los cuellos de encaje, las camisas, los gorros, todos los pobres trapos viejos de la buena mujer allí tendida, detrás de ellos, y los disponían metódicamente dentro del arcón de manera que engañase a la señora Braux, a la hija de la difunta, que vendría a la mañana siguiente.

Terminado esto, bajaron primero los cajones, y luego el cuerpo del mueble agarrándolo cada uno de un extremo del mismo; y durante un buen rato los dos buscaron el lugar donde quedaría mejor. Se decidieron por la habitación, enfrente de la cama, entre las dos ventanas.

Una vez la cómoda en su sitio, la señora Caravan la llenó con su propia ropa interior. El reloj fue a parar a la repisa de la chimenea de la sala; y la pareja se puso a contemplar el efecto que hacía. Enseguida quedaron muy satisfechos.

—Queda muy bien, la verdad.

Él respondió:

—Sí, muy bien.

Y entonces se fueron a la cama. Ella apagó de un soplo la vela; y no tardaron todos en dormir en los dos pisos de la casa.

Era ya pleno día cuando Caravan volvió a abrir los ojos. Se despertó con una gran confusión mental, y necesitó varios minutos antes de acordarse de lo sucedido. El recuerdo le produjo un gran impacto en el pecho; y saltó de la cama, muy emocionado de nuevo, al borde de las lágrimas.

Subió a toda prisa a la habitación de arriba, donde Rosalie seguía durmiendo, en la misma postura de la víspera, sin despertarse en toda la noche. La mandó a sus labores, sustituyó las velas que se habían consumido y observó a su madre, mientras rumiaba esos aparentes pensamientos profundos, esas banalidades religiosas y filosóficas que atormentan los intelectos mediocres frente a la muerte.

Pero, como su mujer le llamaba, bajó. Había preparado una lista de lo que había que hacer aquella mañana y se la alargó, espantándole.

Leyó:

1. Informar al Ayuntamiento.

2. Llamar al médico forense.

3. Encargar el ataúd.

4. Pasarse por la iglesia.

5. Por las pompas fúnebres.

6. Por la imprenta para las esquelas.

7. Por el notario.

8. Por telégrafos para avisar a la familia.

Amén de un montón de pequeños encargos. Cogió el sombrero y salió.

Había corrido la noticia y las vecinas comenzaban a llegar pidiendo ver a la difunta.

A este respecto, había tenido lugar en la peluquería de la planta baja una escena entre marido y mujer, mientras aquél estaba afeitando a un cliente.

La mujer, que hacía calceta, murmuró: «Una menos, pero ésta era una avara como hay pocas. Aunque es cierto que no me caía simpática, tendré que ir a verla igualmente».

El marido rezongó, mientras seguía enjabonando la barbilla del cliente: «¡Qué ocurrencias! ¡Hay que ser mujer para eso! No les basta con fastidiarte en vida, ni aun después de muertas te dejan tranquilo». Su mujer, sin inmutarse, continuó: «Es algo que me supera, pero no puedo dejar de ir. Llevo dándole vueltas toda la mañana. Si no fuera a verla, creo que no podría dejar de pensar en ella en toda mi vida. Pero una vez que la haya observado bien para quedarme con su cara, me daré por satisfecha».

El hombre con la navaja se encogió de hombros y le confesó al cliente cuya mejilla rasuraba: «¡Para que vea usted las ideas que se les ocurren a estas condenadas mujeres! ¡A mí no me hace ninguna gracia ver un muerto!». Pero como su mujer le había oído, sin inmutarse, le respondió: «Las cosas son así, son así». Y, tras dejar la calceta sobre la caja, subió al primer piso.

Habían llegado otras dos vecinas y estaban hablando de lo sucedido con la señora Caravan, la cual suministraba todos los detalles.

Se dirigieron hacia la cámara mortuoria. Las cuatro mujeres entraron de puntillas, una tras otra asperjaron la sábana con el agua salada, se arrodillaron, se santiguaron murmurando una oración, por último se incorporaron y, con los ojos desorbitados y la boca abierta, observaron largamente el cadáver, mientras la nuera de la muerta se ponía un pañuelo sobre el rostro para simular un sollozo desesperado.

Cuando se volvió para salir, vio a Marie-Louise y a Philippe-Auguste de pie cerca de la muerta, ambos en camisa de noche, que miraban llenos de curiosidad. Entonces olvidó su fingido dolor y cayó sobre ellos con la mano levantada, exclamando rabiosa:

—¡Fuera de aquí, sinvergüenzas!

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