Cuentos esenciales (7 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

A los postres, también las mujeres hicieron alusiones ingeniosas y discretas. Los ojos estaban relucientes; se había bebido mucho. El conde, que, incluso cuando se pasaba de la raya, sabía mantener su continente de seriedad, estableció un parangón que fue muy apreciado sobre el final de las invernadas en el polo y la alegría de los náufragos que ven abrirse camino hacia el Sur.

Loiseau, ya lanzado, se levantó con una copa de champán en la mano: «¡Bebo por nuestra liberación!». Todos se alzaron aclamándole. Hasta las dos monjas, incitadas por las señoras, aceptaron mojarse los labios con aquel vino espumante que no habían probado nunca. Declararon que se parecía a la limonada gaseosa, pero que era sin embargo más fino.

Loiseau resumió la situación.

—Es una lástima que no tengamos piano porque podríamos trenzar una cuadrilla.

Cornudet no había abierto la boca, ni había hecho un gesto; parecía incluso sumido en muy serios pensamientos y de vez en cuando se mesaba, con gesto furioso, su gran barba que parecía querer alargar aún más. Finalmente, hacia medianoche, cuando iban a separarse, Loiseau, que se tambaleaba un poco, le dio una palmadita en el estómago y le dijo farfullando:

—No está usted para bromas esta noche; ¿no dice nada, ciudadano?

Pero Cornudet alzó bruscamente la cabeza y, paseando por el grupo una mirada refulgente y terrible, manifestó:

—¡Les digo a todos ustedes que acaban de cometer una infamia!

Se levantó, ganó la puerta y repitió una vez más: «¡Una infamia!» y desapareció.

Primero esta frase les dejó a todos helados. Loiseau, desconcertado, estaba como alelado; pero, tras recobrar su aplomo, de improviso repitió, desternillándose de risa:

—Esa uva está demasiado verde, amigo, está demasiado verde.

Y, como los otros no comprendían, contó «los misterios del pasillo». Entonces hubo de nuevo un estallido de alegría. Las señoras se divertían como locas. El conde y el señor Carré-Lamadon lloraban de las carcajadas. No se lo podían creer.

—¿De veras? ¿Está seguro? Quería…

—Le digo que lo vi.

—Y ella se negó…

—Porque el prusiano estaba en la habitación de al lado.

—No me lo puedo creer.

—Se lo juro.

El conde se ahogaba. El industrial se sujetaba la tripa con ambas manos de la risa. Loiseau continuaba:

—Y, como ustedes comprenderán, esta noche no le hace ninguna gracia, pero ninguna.

Y los otros tres reanudaron sus risas hasta sentirse mal, ahogándose y tosiendo.

Se separaron aún entre risas. Pero la señora Loiseau, que era como las ortigas, hizo observar a su marido, mientras estaban a punto de meterse en la cama, que «aquella arpía» de Carré-Lamadon tenía una risa amarga durante toda la velada:

—Las mujeres, ya sabes, cuando tienen debilidad por los uniformes, les importa poco que se trate de franceses o de prusianos. ¡Es algo repugnante, Dios mío!

Durante toda la noche la oscuridad del pasillo se vio recorrida como por vibraciones, leves ruidos apenas perceptibles semejantes a alientos, roces de pies desnudos, crujidos imperceptibles. Y seguramente todos se durmieron muy tarde porque por debajo de las puertas se vieron durante mucho rato hilos de luz. El champán produce este efecto; dicen que altera el sueño.

Al día siguiente, un sol claro de invierno hacía resplandecer la nieve. La diligencia, enganchada por fin, esperaba delante de la puerta, mientras un ejército de blancos palomos, engallados bajo su espeso plumaje, con los ojos de color rosa manchados en el centro por un punto negro, paseaban con aire grave por entre las patas de los seis caballos y buscaban su alimento en el estiércol humeante que dispersaban.

El cochero, envuelto en su pelliza de piel de cordero, se estaba fumando una pipa en el pescante, mientras los viajeros, radiantes, hacían empaquetar provisiones para el resto del viaje.

Sólo faltaba Bola de Sebo. Apareció.

Parecía un poco agitada, avergonzada; avanzó tímidamente hacia sus compañeros, los cuales, todos, con un mismo movimiento, se dieron la vuelta como si no la hubieran visto. El conde tomó con dignidad el brazo de su mujer y la alejó de aquel contacto impuro.

La gorda muchacha se detuvo, estupefacta; entonces, haciendo acopio de valor, abordó a la mujer del industrial con un «buenos días, señora» humildemente susurrado. La otra se limitó a hacer con la cabeza un ligero saludo impertinente que acompañó con una mirada de virtud ultrajada. Todo el mundo parecía atareado y se mantenía alejado de ella como si sus faldas estuvieran infectadas. Luego se precipitaron dentro del coche y ella entró sola, la última, volviendo a ocupar en silencio el sitio que había ocupado en la primera parte del viaje.

Parecía que no la viesen, que no la conocieran; pero la señora Loiseau, mirándola distante con indignación, dijo en voz baja a su marido:

—Por suerte no estoy cerca de ella.

El pesado vehículo se puso en movimiento y se reanudó el viaje.

Primero nadie habló. Bola de Sebo no se atrevía a alzar los ojos. Estaba furiosa contra sus compañeros de viaje y al mismo tiempo humillada por haber cedido, mancillada por los besos de aquel prusiano entre cuyos brazos la habían arrojado hipócritamente.

Pero, la condesa, volviéndose hacia la señora Carré-Lamadon, rompió el embarazoso silencio.

—Creo que conoce usted a la señora de Etrelles.

—Sí, es una de mis amigas.

—¡Qué mujer más encantadora!

—¡Fascinante! Un espíritu superior, muy culta por lo demás, y artista hasta los tuétanos; canta como los ángeles y dibuja a la perfección.

El industrial charlaba con el conde, y en medio del tintineo de los cristales destacaba de vez en cuando una frase: «Cupón…, vencimiento…, prima…, plazo».

Loiseau, que había birlado el viejo mazo de cartas del hotel, pringoso por los cinco años de roce sobre las mesas mal limpiadas, se puso a jugar una báciga con su mujer.

Las monjas cogieron el largo rosario que colgaba de sus cinturas, hicieron al mismo tiempo la señal de la cruz y de repente sus labios empezaron a moverse con gran rapidez, acelerándose cada vez más, apresurando su vago murmullo, como para una competición de
oremus
; de vez en cuando besaban una medalla, se santiguaban de nuevo y recomenzaban su barboteo rápido y continuo.

Cornudet, inmóvil, pensaba.

Al cabo de tres horas de camino, Loiseau recogió las cartas diciendo:

—Tengo hambre.

Su mujer cogió un paquete atado con un cordel y sacó un pedazo de ternera fría. La cortó perfectamente en finas y sólidas lonchas, y los dos se pusieron a comer.

—Podríamos hacer lo mismo nosotros —dijo la condesa.

Los otros se mostraron de acuerdo y ella desenvolvió las provisiones preparadas para las dos parejas. En uno de esos recipientes ovalados con una liebre de loza sobre la tapa para indicar que contienen un pastel de liebre, había unos suculentos embutidos, en los que blancas tiras de tocino mechaban la carne oscura de la caza, mezclada con otras carnes en picadillo. Un buen trozo de gruyère, envuelto en un periódico, conservaba impreso en su pasta untuosa: «Sucesos».

Las dos hermanas desenvolvieron una rodaja de salchichón que olía a ajo; y Cornudet, hundiendo sus dos manos en los bolsillos de su abrigo, sacó de uno cuatro huevos duros y del otro un mendrugo de pan. Descascaró los huevos, echando la cáscara a sus pies entre la paja, y se los comió a mordiscos, haciendo caer sobre su barbaza unos trocitos de yema que parecían estrellas perdidas allí en medio.

Bola de Sebo, que se había levantado deprisa y corriendo, muy agitada, no había pensado en llevarse nada; y miraba exasperada, conteniendo su rabia, a toda esa gente que comía tan tranquila. Primero la dominó una ira tumultuosa y abrió la boca para cantarles las cuarenta con un torrente de injurias que le subía a los labios; pero era tal su exasperación que no le salía ni una palabra.

Nadie la miraba ni pensaba en ella. Se sentía ahogada en el desprecio de aquellos honestos miserables que primero la habían sacrificado y luego rechazado como a una cosa sucia e inútil. Entonces pensó en su cesto lleno hasta los topes de cosas buenas que habían devorado con gula, en sus dos pollos relucientes de gelatina, en sus pasteles de carne, en sus peras, en sus cuatro botellas de burdeos; y su furor se desvaneció de repente como una cuerda demasiado tensa que se rompe y sintió que estaba al borde de las lágrimas. Hizo esfuerzos terribles, se puso tiesa, se tragó los sollozos como hacen los niños, pero el llanto subía, relucía al borde de sus párpados y pronto dos lagrimones rodaron lentamente de sus ojos por las mejillas. Siguieron otros más rápidos, que fluían como las gotas de agua que se filtran de una roca y que caían regularmente sobre la curva redondeada de su pecho. Ella permanecía derecha, la mirada fija, la cara rígida y pálida, confiando en que no la vieran.

Pero la condesa se dio cuenta y avisó a su marido con una seña. Éste se encogió de hombros como diciendo: «¿Qué quieres? No es culpa mía». La señora Loiseau mostró una sonrisa muda de triunfo y murmuró:

—Llora su vergüenza.

Las dos monjas habían vuelto de nuevo a sus rezos tras haber enrollado en un papel el resto de su salchichón.

Entonces Cornudet, que estaba digiriendo los huevos, extendió sus largas piernas debajo del banco de enfrente, dejó caer la cabeza, se cruzó de brazos, sonrió como un hombre que acaba de acordarse de una buena broma y se puso a silbar
La Marsellesa
.

Todos los semblantes se ensombrecieron. Aquel canto popular no era, seguramente, del agrado de sus compañeros de viaje. Se pusieron nerviosos, irritados, y parecían a punto de gritar como perros que oyen un organillo.

Él no lo advirtió y no paró ya. De vez en cuando canturriaba las palabras:

¡
Amor sagrado de la patria
,

conduce y sostén nuestros brazos vengadores
,

libertad, libertad querida
,

lucha junto a tus defensores
!

El coche iba más deprisa al estar la nieve más dura; y hasta Dieppe, durante las largas horas mortecinas del viaje, en medio del traqueteo del camino, en el crepúsculo y luego en la profunda oscuridad del coche, continuó, con feroz obstinación, su silbido vengativo y monótono, obligando a los ánimos cansados y exasperados a seguir el canto de principio a fin, a recordar cada palabra aplicándola a cada compás.

Bola de Sebo seguía llorando; y a veces un sollozo que no había logrado contener se perdía, entre una estrofa y otra, en las tinieblas.

EN FAMILIA
*

El tranvía de Neuilly acababa de pasar por la puerta Maillot y enfilaba ahora la gran avenida que va a dar al Sena. La pequeña máquina, con el vagón enganchado atrás, pitaba para sortear los obstáculos, expulsaba vapor, jadeaba como una persona que corre sofocada; y sus pistones hacían un ruido precipitado de piernas de hierro en movimiento. El calor bochornoso de un final de día de verano se dejaba sentir en la calzada de la que se alzaba, sin que soplase la menor brisa, un polvo blanco, cretáceo, opaco, sofocante y cálido, que se pegaba a la piel húmeda, se metía en los ojos, penetraba en los pulmones.

Algunos se asomaban a las puertas, en busca de aire.

Los cristales del vehículo estaban bajados, y todas las cortinillas flotaban, agitadas por la veloz carrera. Iba poca gente en el interior, porque en los días calurosos se prefería el imperial o las plataformas. Eran señoras gordas con divertidos atuendos, esas burguesas de la periferia que, en vez de la distinción que no poseen, hacen gala de una dignidad fuera de lugar; y hombres cansados de la oficina, de semblante amarillento, cargados de espaldas y un hombro más alto que el otro por las largas horas de trabajo inclinados sobre la mesa. Sus caras inquietas y tristes reflejaban también las preocupaciones domésticas, la continua necesidad de dinero, las antiguas esperanzas definitivamente defraudadas; pues todos pertenecían a ese ejército de pobres diablos agotados que vegetan parcamente en sus miserables casitas de yeso, donde un arriate hace las veces de jardín, en medio de los terrenos convertidos en vertederos que rodean París.

Muy cerca de la puerta, un hombre bajito y gordo, de rostro abotargado, el vientre caído entre las piernas abiertas, vestido todo de negro y luciendo una condecoración, estaba charlando con un hombre alto y flaco, de aspecto desaliñado, que llevaba un traje de tela blanca muy sucio e iba tocado con un viejo panamá. El primero hablaba despacio, con titubeos que le hacían parecer a veces tartamudo; era el señor Caravan, archivero jefe en el Ministerio de la Marina. El otro, ex oficial de sanidad a bordo de un buque mercante, había acabado por instalarse en la rotonda de Courbevoie, donde ponía en práctica con la mísera población del lugar los vagos conocimientos médicos que le quedaban de su vida aventurera. Se apellidaba Chenet, y se hacía llamar doctor. Corrían rumores sobre su moralidad.

El señor Caravan había llevado siempre la vida normal del burócrata. Desde hacía treinta años iba invariablemente a la oficina cada mañana, haciendo siempre el mismo trayecto, encontrando siempre, a la misma hora y en los mismos lugares, a las mismas personas que se dirigían a sus quehaceres; y volvía a casa, cada tarde, haciendo el mismo camino donde reencontraba las mismas caras, que había visto envejecer.

Todos los días, tras haber comprado su diario de perra chica
1
en la esquina del faubourg Saint-Honoré, iba a buscar sus dos panecillos y entraba en el Ministerio como un culpable que se entrega a la autoridad; llegaba a toda prisa a su despacho, lleno de inquietud, esperando siempre recibir una reprimenda por alguna negligencia que hubiera podido cometer.

Nada había cambiado nunca el orden monótono de su existencia, pues ningún acontecimiento le interesaba fuera de las cosas de la oficina, de los ascensos y de las gratificaciones. Tanto en el Ministerio como en casa (se había casado, sin dote, con la hija de un colega), hablaba solamente del trabajo. Nunca en su mente atrofiada por el embrutecedor trabajo cotidiano había otros pensamientos, otras esperanzas, otros sueños que los relativos a su función. Pero su satisfacción de empleado se veía siempre empañada por una amargura: el acceso de los comisarios de Marina, los
hojalateros
, como los llamaban por los galones plateados, a los puestos de subjefes y de jefes; y cada noche, a la hora de la cena, argumentaba acaloradamente con su mujer, que compartía su odio, para demostrar que era injusto, desde todo punto de vista, conceder empleos en París a gente destinada a la navegación.

Se había hecho ya viejo, sin darse cuenta de que se le había pasado la vida, porque la oficina había sido la prolongación de la escuela y los celadores que le hacían temblar en el pasado habían sido sustituidos por unos jefes, por los que sentía un gran espanto. La puerta de esos déspotas de café le hacía estremecer de los pies a la cabeza; y aquel continuo temor hacía que tuviese una torpe manera de presentarse, una actitud humilde y una especie de balbuceo nervioso.

Conocía París como puede conocerlo un ciego llevado cada día por su perro a la misma puerta; y cuando leía en su diario de perra chica los sucesos y escándalos, se le antojaban como cuentos fantásticos inventados expresamente para distracción de los empleados de medio pelo. Persona de orden, reaccionario sin un partido concreto, pero enemigo de las
novedades
, se saltaba siempre las noticias políticas, que su gaceta, por lo demás, tergiversaba siempre en favor de determinados intereses; y todas las tardes, al subir por la avenida de los Campos Elíseos, miraba a la multitud agitada de paseantes y a la incesante marea de coches como hace el viajero desorientado que recorre regiones lejanas.

Al cumplirse, precisamente ese año, el treintenio obligatorio de servicio, le habían conferido el 1 de enero la cruz de la Legión de Honor, con la que, en las administraciones militarizadas, se recompensa la larga y miserable servidumbre (se dice:
leales servicios
) de esos tristes forzados encadenados al papelorio. Aquella inesperada dignidad, que le había dado una nueva y elevada idea de sus capacidades, cambió por completo sus costumbres. A partir de entonces no llevó ya pantalones de color y chaquetas de fantasía, sino solamente pantalones negros y largas levitas en las que su
cinta
, muy larga, destacaba mejor; se afeitaba a diario, se limpiaba las uñas con más esmero, se cambiaba de ropa interior un día sí y otro no por un legítimo sentido de las conveniencias y de respeto por el
Orden
nacional del que formaba parte: se había convertido, en definitiva, de la noche a la mañana en otro Caravan, pulcro, majestuoso y altanero.

En casa se refería a «mi cruz» cada dos por tres. Era tal el orgullo que sentía que no podía soportar que otros llevasen en el ojal cintas de ningún tipo. Sobre todo se exasperaba al ver condecoraciones extranjeras —«en Francia no debería estar permitido llevarlas»— y la tenía tomada en particular con el
doctor
Chenet, a quien se encontraba todas las tardes en el tranvía con una cinta distinta: blanca, azul, naranja o verde.

Por lo demás, la conversación de los dos hombres, desde el Arco de Triunfo hasta Neuilly, era siempre la misma; y aquel día, como los anteriores, hablaron primero de los diferentes abusos locales que disgustaban a ambos, porque el alcalde de Neuilly hacía su real gana. Luego, como sucede infaliblemente en compañía de un médico, Caravan tocó el tema de las enfermedades, esperando obtener así algún pequeño consejo gratuito o incluso un diagnóstico, si sabía arreglárselas bien, sin que se le viera el plumero. Desde hacía un tiempo estaba preocupado por su madre. Sufría síncopes frecuentes y prolongados y, pese a tener noventa años cumplidos, no quería ni oír hablar de seguir un tratamiento.

Caravan se enternecía por la avanzada edad de su madre y le repetía continuamente al
doctor
Chenet:

—¿Ve llegar a muchos a esa edad? —Y se frotaba las manos del contento, no porque le importase mucho ver perpetuarse a la anciana en este mundo, sino porque la larga duración de la vida materna era como un buen augurio para él. Prosiguió—: ¡Ah, sí! En mi familia somos muy longevos; en cuanto a mí, estoy seguro de que, si no me ocurre algún percance, moriré de muy viejo.

El oficial sanitario le miró con aire compasivo; observó durante unos instantes el rostro rubicundo de su compañero, el cuello adiposo, el vientre que le caía entre las piernas fláccidas y rollizas, toda aquella rotundidad apoplética de viejo empleado de cerebro reblandecido; y, levantando con gesto rápido el panamá grisáceo que cubría su cabeza, respondió sardónico:

—No esté tan seguro, amigo mío; su madre es un palillo, mientras que usted es un barrigudo.

Caravan, turbado, no respondió.

El tranvía estaba llegando a la parada. Los dos amigos bajaron y el señor Chenet le invitó a tomar un vermú en el Café du Globe, justo enfrente, que uno y otro solían frecuentar. El dueño, un amigo, les alargó dos dedos que ellos estrecharon por encima de las botellas del mostrador; luego fueron a reunirse con tres aficionados al dominó que llevaban jugando desde el mediodía. Se intercambiaron saludos cordiales, con el «¿Qué hay de nuevo?» de rigor. Luego los jugadores reanudaron la partida; al cabo de un rato Chenet y Caravan les dieron las buenas noches. Ellos alargaron las manos sin alzar la cabeza; y cada uno se fue a cenar.

Caravan vivía, cerca de la rotonda de Courbevoie, en una casita de dos pisos cuya planta baja ocupaba un peluquero.

Dos habitaciones, un comedor y una cocina con unas sillas desvencijadas que iban de una estancia a otra según las necesidades, constituían todo el piso, que la señora Caravan limpiaba de la mañana a la noche, mientras su hija Marie-Louise, de doce años, y su hijo Philippe-Auguste, de nueve, hacían de las suyas en las cunetas de la avenida, con todos los pilluelos del barrio.

En el piso de arriba, Caravan había instalado a su madre, famosa en los alrededores por su avaricia y tan flaca que hacía decir que Dios había empleado con ella sus propios principios de cicatería. Siempre de mal humor, no pasaba día sin disputas y furiosos ataques de ira. Desde la ventana apostrofaba a los vecinos en sus puertas, a las verduleras ambulantes, a los barrenderos y también a los chiquillos que, para vengarse, cuando salía la seguían y desde lejos le gritaban: «¡Mala bruja!».

Una joven criada normanda, increíblemente atolondrada, hacía las labores de la casa y se acostaba en el segundo piso cerca de la anciana, por temor a que le pasara algo.

Cuando Caravan volvió a casa, su mujer, que tenía la enfermedad crónica de la limpieza, estaba sacando brillo con un trapo de franela a las sillas de caoba perdidas en la soledad de las habitaciones. Llevaba siempre unos guantes de hilo, adornaba su cabeza con una pequeña cofia de cintas multicolores vencida siempre sobre un ojo y repetía, cada vez que la encontraban encerando, barriendo, abrillantando o lavando: «No soy rica, en mi casa todo es de escaso valor, pero la limpieza es mi lujo, y en el fondo un lujo siempre es un lujo».

Dotada de un terco sentido práctico, era en todo la guía de su marido. Todas las noches, en la mesa, y luego en la cama, discutían largo rato de las cosas de la oficina y, aunque veinte años mayor que su mujer, Caravan confiaba en ella como en un director espiritual y seguía en todo y para todo sus consejos.

Guapa no lo había sido nunca; pero ahora era precisamente fea, baja de estatura y flacucha. Su falta de gusto en el vestir había ocultado siempre sus escasos atributos femeninos, que hubieran tenido que verse realzados con las ropas adecuadas. Sus faldas parecían siempre de medio lado; y se rascaba a menudo, dondequiera que fuese, sin preocuparle quien se hallase delante, por una especie de manía que era casi un tic. La única gala que se permitía era una profusión de cintajos de seda, entrelazados sobre las pretenciosas cofias que solía llevar en casa.

Apenas vio al marido se levantó y, besándole en las patillas, le preguntó:

—Querido, ¿te has acordado de Potin?

Era un encargo que le había prometido hacer.

Pero él se dejó caer espantado en una silla; se había olvidado por cuarta vez:

—Es una fatalidad —decía—, una verdadera fatalidad; pienso en ello durante todo el día y por la tarde siempre me olvido.

Parecía tan apesadumbrado que ella le consoló:

—No importa, ya lo harás mañana. ¿Alguna novedad en el Ministerio?

—Sí, una noticia importante: otro hojalatero nombrado subjefe.

Ella se puso muy seria:

—¿En qué negociado?

—En el de Comercio Exterior.

Ella se enojó:

—O sea, en el puesto de Ramon, justo el que yo quería para ti; y Ramon, ¿qué?, ¿se jubila?

Él balbució:

—Se jubila.

Ella se puso rabiosa, la cofia se ladeó sobre un hombro:

—Se acabó, ¿comprendes? Asunto concluido. ¿Y cómo se llama tu interventor?

—Bonassot.

Ella cogió el anuario de la Marina, que tenía siempre al alcance de la mano, y buscó: «Bonassot —Toulouse—. Nacido en 1851. —Aspirante a interventor en 1871, subinterventor en 1875».

—¿Se ha embarcado alguna vez?

A esta pregunta, Caravan se tranquilizó. Le embargó una alegría que le sacudía el vientre:

—Como Balin, exactamente como Balin, su jefe. —Y contó, riendo más fuerte, una vieja historieta que hacía las delicias de todo el Ministerio—: Habrá que procurar no enviarles por mar a inspeccionar la estación naval de Point-du-Jour, porque se marearían como una sopa en las golondrinas.

Ella seguía seria como si no le hubiera oído, luego susurró rascándose lentamente la barbilla:

—¡Si pudiéramos meternos a algún diputado en el bolsillo! Cuando sepan en la Cámara todo lo que pasa allí dentro, el ministro saltará de inmediato…

La interrumpieron unos gritos procedentes de la escalera. Marie-Louise y Philippe-Auguste, de vuelta de la calle, se intercambiaban bofetones y patadas a cada escalón. La madre acudió corriendo, furiosa, y, cogiendo a cada uno de un brazo, los metió de malos modos en casa, sacudiéndoles de lo lindo.

Apenas vieron a su padre, se le echaron encima y él les besó cariñosa, largamente; luego se sentó, les tomó sobre sus rodillas y se puso a charlar con ellos.

Philippe-Auguste era un niño feo, despeinado, sucio de pies a cabeza, con cara de bobo. Marie-Louise se parecía a su madre, hablaba como ella, repetía sus mismas palabras, imitaba incluso sus ademanes. También ella preguntó:

—¿Ninguna novedad en el Ministerio?

Caravan le respondió con regocijo:

—Tu amigo Ramon, que viene a cenar todos los meses, está a punto de dejarnos, hijita. Hay un nuevo subjefe en su lugar.

Ella alzó los ojos hacia su padre, y, con una conmiseración de niña precoz, dijo:

—Otro más que se te ha adelantado.

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