Cuentos esenciales (62 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Lesable hablaba de ellos con un tono de superioridad, como habría podido hacerlo un ministro juzgando a su personal.

Le escuchaban:

—Maze no carece de un cierto mérito; pero cuando se quiere llegar alto, hace falta trabajar más que él. Le gusta la buena sociedad, la diversión. Todas estas cosas turban el espíritu. No llegará nunca lejos, pero por culpa suya. Tal vez llegue a ser subjefe, gracias a sus influencias, pero nada más. En cuanto a Pitolet, redacta bien, hay que reconocerlo, posee una elegancia de estilo innegable, pero le falta sustancia. Todo en él es superficial. Un hombre así no podría estar a la cabeza de un departamento importante, si bien podría ser utilizado por un jefe inteligente para allanarle el camino.

La señorita Charlotte preguntó:

—¿Y el señor Boissel?

Lesable se encogió de hombros:

—Es un pobre hombre, un pobre hombre. No ve nada en su justa medida. Se imagina historias absolutamente inverosímiles. Para nosotros es un cero a la izquierda.

Cachelin se echó a reír y declaró:

—El mejor es papá Savon.

Y todo el mundo se rió.

Luego hablaron de los teatros y de las obras de ese año. Lesable juzgaba con la misma autoridad la literatura dramática, catalogando a los autores con rotundidad, determinando el punto fuerte o flaco de cada uno de ellos con la seguridad propia de los hombres que se sienten infalibles y omniscientes.

Se habían terminado el asado. César destapaba ahora la terrina de foie gras con delicadas precauciones que permitían juzgar acerca de su contenido. Dijo:

—No sé si éste saldrá bueno. Pero por lo general son perfectos. Nos los manda un primo que vive en Estrasburgo.

Y todos comieron con respetuosa lentitud el contenido de la terrina de barro amarillo.

Cuando apareció el helado fue un desastre: era una salsa, un caldo, un líquido blancuzco que flotaba en una compotera. La criada, temiendo no saber hacerlo, le había rogado al oficial pastelero, que había venido a las siete, que lo desmoldara él mismo.

Cachelin, desolado, quería devolverlo a la cocina, pero se calmó al pensar en el roscón de Reyes, que cortó con aire de misterio, como si encerrase un gran secreto. Todos miraban fijamente el simbólico pastel y se lo pasaron con el ruego de que cogieran una porción a ojos cerrados.

¿A quién le tocaría el haba? Una necia sonrisa asomaba a los labios. El señor Lesable lanzó un pequeño «¡ah!» de asombro y mostró entre su pulgar y su índice una gruesa judía blanca cubierta aún de pasta. Y Cachelin se puso a batir palmas, para exclamar a continuación:

—¡Elija la reina! ¡Elija la reina!

Hubo un breve momento de vacilación en la mente del rey. ¿No resultaría diplomático eligiendo a la señorita Charlotte? ¡Ella se sentiría halagada, conquistada, seducida! Luego pensó que, a fin de cuentas, había sido invitado por la señorita Cora y que pasaría por un estúpido si elegía a la tía. Por tanto se volvió hacia su joven vecina y, presentándole el haba real, dijo:

—¿Me permite, señorita, que se la ofrezca?

Se miraron a la cara por primera vez.

—¡Gracias, señor! —dijo ella recibiendo la prenda de la realeza.

Él pensaba: «Es verdaderamente bonita. ¡Tiene unos ojos magníficos, y es una real moza, ya lo creo que lo es!».

Una detonación hizo dar un brinco a las dos mujeres, Cachelin acababa de descorchar el champaña, que se escapaba con impetuosidad de la botella y manaba sobre el mantel. Luego las copas fueron llenadas de espuma, y el anfitrión declaró:

—Es de buena calidad, como puede ver.

Pero, cuando Lesable iba a beber para impedir que su copa siguiera desbordándose, César exclamó:

—¡El rey bebe! ¡El rey bebe! ¡El rey bebe!

Y la señorita Charlotte, también excitada, chilló con su voz aguda:

—¡El rey bebe! ¡El rey bebe!

Lesable vació su copa con aplomo y, dejándola sobre la mesa, dijo:

—¡Como ven, no me tiembla el pulso! —Luego, volviéndose hacia la señorita Cora, agregó—: ¡Brindemos por usted, señorita!

Ella quiso beber; pero al haber gritado todo el mundo: «¡La reina bebe! ¡La reina bebe!», enrojeció, rompió a reír y dejó la copa delante de ella.

El final de la cena fue de una alegría desbordante, el rey se mostraba solícito y galante con la reina. Luego, en el momento de los licores, Cachelin anunció:

—Ahora retiraremos la mesa para hacer sitio. Si no llueve, podemos salir un momento a la terraza.

Tenía interés en enseñar la vista, aunque fuera de noche.

Se abrió, pues, la puerta de cristales. Entró un airecillo húmedo. Fuera hacía un tiempo tibio, como en el mes de abril; y todos subieron el escalón que separaba el comedor del amplio balcón. No se veía más que un vago resplandor sobre la gran ciudad, como esas aureolas de llamas que se pone sobre la cabeza de los santos. De trecho en trecho esta claridad parecía más viva, y Cachelin se puso a explicar:

—Mire, lo que brilla así, ahí abajo, es el Edén. Ésa es la línea de los bulevares. Se distinguen a la perfección. De día la vista desde aquí es espléndida. Por más que viaje usted, no encontrará nunca nada mejor.

Lesable estaba de codos sobre la barandilla de hierro junto a Cora, que miraba al vacío, silenciosa, distraída, embargada de improviso por una de esas melancólicas languideces que atenazan a veces el alma. La señorita Charlotte volvió adentro por temor a la humedad. Cachelin seguía hablando, con el brazo extendido, indicando en qué dirección se encontraban Les Invalides, el Trocadero, el Arco de Triunfo de l’Étoile.

Lesable preguntó a media voz:

—¿Y a usted le gusta contemplar París desde aquí arriba, señorita Cora?

Ella se sobresaltó, como despertándose, y respondió:

—¿A mí?… Sí, sobre todo de noche. Pienso en todo lo que pasa aquí, delante de nosotros. ¡Cuánta gente feliz y desgraciada hay en esas casas! ¡Si uno pudiera verlo todo, cuántas cosas aprendería!

Él se había acercado tanto que codos y hombros se tocaban:

—¡Al claro de luna debe de ser mágico!

—Ya lo creo. Se diría un grabado de Gustave Doré. ¡Qué placer sería poder dar largos paseos por los tejados!

Entonces se interesó por sus aficiones, sus sueños, sus distracciones. Y ella respondía nada cohibida, como una muchacha seria, sensata, sin pájaros en la cabeza. A él le parecía llena de cordura, pensaba que sería verdaderamente agradable poder ceñir con su brazo aquella cintura redonda y firme y besar largamente con besos lentos, igual que se bebe a sorbitos un buen aguardiente, esa mejilla lozana, cerca de la oreja, que ahora iluminaba un reflejo de luz. Se sentía atraído y turbado por la sensación de tener tan próxima a una mujer, por la sed de carne madura y virgen, por la delicada seducción de la muchacha. Tenía la impresión de que se habría quedado allí durante horas, noches, semanas, apoyado cerca de ella, sintiéndola a su lado, embargado del encanto de su contacto. Y algo que se parecía a un sentimiento poético le hacía palpitar frente al gran París que se extendía delante de él, iluminado, en la plenitud de su vida nocturna, su vida de placeres y de libertinaje. Le parecía que dominaba la enorme ciudad, que planeaba sobre ella; y sentía que sería delicioso asomarse cada noche a aquel balcón junto a una mujer, y amarse, besarse en la boca, abrazarse por encima de aquella gran ciudad, por encima de todos los amores que encerraba, por encima de todas las satisfacciones vulgares, por encima de los deseos corrientes, muy cerca de las estrellas.

Hay noches en que las almas menos apasionadas comienzan a soñar, como si les salieran alas. Tal vez estaba un poco achispado.

Cachelin, que se había ido a buscar su pipa, volvió mientras se la encendía.

—Como sé que usted no fuma —dijo—, por eso no le he ofrecido un cigarrillo. No hay nada mejor que echarse un pitillo aquí. Yo no podría acostumbrarme a vivir en un piso bajo, si me viera obligado a hacerlo. Podríamos, porque la casa es de mi hermana, así como las dos de al lado, la de la izquierda y la de la derecha. Se saca una buena renta de ellas. Son casas que, en su día, no le salieron caras. —Volviéndose hacia el comedor, vociferó—: ¿Cuánto pagaste por estos terrenos, Charlotte?

Entonces se dejó oír la voz aguda de la solterona. Lesable no oía más que fragmentos de frase:

—… el de mil ochocientos sesenta y tres… treinta y cinco mil francos…, construido más tarde…, las tres casas…, un banquero…, revendido por lo menos en quinientos mil francos…

Daba detalles de su fortuna con la complacencia de un viejo soldado que cuenta sus campañas. Enumeraba sus compras, las propuestas que le habían hecho desde entonces, las plusvalías, etcétera.

Lesable, muy interesado, se dio la vuelta, apoyando ahora su espalda contra la barandilla de la terraza. Pero como aún no captaba más que retazos de explicación, dejó bruscamente a su joven acompañante y volvió adentro para oírlo todo; y, sentándose al lado de la señorita Charlotte, estuvo conversando largo y tendido con ella sobre el probable aumento de los alquileres y de lo que puede reportar el dinero bien invertido, en valores o en bienes inmuebles.

Se fue hacia medianoche, prometiendo volver.

Un mes más tarde, no se hablaba de otra cosa en el Ministerio que de la boda de Jacques-Léopold Lesable con la señorita Céleste-Coralie Cachelin.

III

El joven matrimonio se instaló en el mismo rellano que Cachelin y la señorita Charlotte, en un alojamiento parecido al suyo y del que echaron al inquilino.

Una inquietud, sin embargo, agitaba el espíritu de Lesable: la tía no había querido asegurar su herencia a Cora mediante ningún documento definitivo. Sin embargo, había aceptado jurar «por Dios» que su testamento estaba hecho y depositado en la notaría del señor Belhomme. Había prometido, además, que toda su fortuna iría a parar a su sobrina, pero con una condición. Presionada para que revelara cuál era dicha condición, se negó a dar explicaciones, por más que había jurado con una sonrisita benévola que no sería difícil de cumplir.

Ante tales explicaciones y la testarudez de la vieja beata, Lesable se creyó en la obligación de no insistir, y, puesto que la muchacha le gustaba mucho y su deseo era más fuerte que la incertidumbre, se rindió a los tenaces esfuerzos de Cachelin.

Ahora era feliz, aunque acosado siempre por una duda. Y quería a su mujer, que no había defraudado en absoluto sus expectativas. Su vida discurría tranquila y monótona. En pocas semanas se había acostumbrado a su nueva situación de hombre casado y seguía mostrándose el empleado lleno de celo de siempre.

Pasó un año. Volvió el día de Año Nuevo. Para su gran sorpresa no consiguió la promoción que se esperaba. Sólo Maze y Pitolet ascendieron de categoría; y Boissel le confió confidencialmente a Cachelin que se había prometido dar una buena paliza a sus dos colegas, una de esas tardes, a la salida, enfrente de la gran puerta, delante de todo el mundo. Pero no hizo nada.

Durante ocho días, Lesable no pegó ojo de angustia por no haber sido promocionado, pese a su celo. Y, sin embargo, trabajaba como un condenado; sustituía indefinidamente al subjefe, el señor Rabot, enfermo nueve meses al año en el hospital del Val-de-Grâce; llegaba todas las mañanas a las ocho y media; se iba todas las tardes a las seis y media. ¿Qué más querían? Si no estaban contentos de semejante dedicación y esfuerzo, haría como los demás, así de claro. A cada uno según sus obras. ¿Cómo había podido el señor Torchebeuf, que le trataba como a un hijo, sacrificarle? Quería saber la verdad. Iría a ver a su jefe, para que le diera una explicación.

Así, un lunes por la mañana, antes de que llegaran sus colegas, llamó a la puerta de aquel potentado.

Una voz chillona gritó: «Adelante». Entró.

Sentado ante una gran mesa cubierta de papeluchos, menudito con una cabezota que parecía puesta sobre su cartapacio, el señor Torchebeuf estaba escribiendo. Al ver a su empleado preferido, dijo:

—Buenos días, Lesable, ¿cómo está usted?

El joven respondió:

—Buenos días, estimado señor, muy bien, ¿y usted?

El jefe dejó de escribir e hizo girar en redondo su sillón. Su delgado cuerpo, enclenque, flaco, embutido en una levita negra de rígida hechura, parecía completamente desproporcionado con respecto al asiento de respaldo de cuero. Un rosetón de oficial de la Legión de Honor enorme, llamativo, también absolutamente desproporcionado para la persona que lo llevaba, brillaba como una brasa en el estrecho pecho, aplastado bajo un cráneo notable, como si todo el individuo se hubiera desarrollado en forma de cúpula, igual que un champiñón.

Tenía la mandíbula pronunciada, las mejillas hundidas, los ojos saltones y una frente desmedida cubierta de blancos pelos peinados hacia atrás.

El señor Torchebeuf dijo:

—Tome asiento, amigo, y dígame qué le trae.

Con todos los demás empleados se mostraba de una rudeza militar, al considerarse como un capitán a bordo, pues el Ministerio representaba para él una gran nave, la nave capitana de todas las flotas francesas.

Lesable, un tanto azorado y pálido, balbució:

—Estimado señor, vengo a preguntarle si he desmerecido en algo.

—Claro que no, amigo, ¿por qué me lo pregunta?

—Es que me he quedado un tanto sorprendido por no haber sido promocionado este año igual que los últimos. Permítame explicarme por completo, estimado señor, y perdone mi atrevimiento. Sé que he obtenido de usted favores excepcionales y ventajas inesperadas. Sé que se promociona a la gente, en general, cada dos o tres años; pero permítame también hacerle observar que yo aporto al negociado un trabajo equivalente más o menos al cuádruplo del trabajo de un empleado normal, y que hago al menos el doble de horario. Si se pusieran en un platillo de la balanza el producto de mis esfuerzos y en el otro el total de mi remuneración, se vería que el segundo es muy inferior al primero.

Había preparado con cuidado su discursito, que le parecía excelente.

El señor Torchebeuf, sorprendido, buscaba algo que responder. Por fin dijo, con tono más bien frío:

—Aunque no sea admisible, en principio, discutir de estas cosas entre superior y subalterno, por esta vez quiero responderle, en atención a sus muchos méritos.

»Yo le propuse para la promoción, como los años anteriores. Pero el director descartó su nombramiento fundándose en que su matrimonio le asegura un buen porvenir, una situación más que holgada, una fortuna que nunca les cabe esperar a sus modestos colegas. ¿No es equitativo, en suma, tener en cuenta también un poco la situación de cada uno? Será usted rico, muy rico. Trescientos francos más al año no sería mayor cosa para usted, mientras que este pequeño aumento supondrá mucho para el bolsillo de los demás. Ésta es, amigo mío, la razón de que haya sido pospuesto este año.

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