Cuentos esenciales (61 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Conocía perfectamente el punto flaco de cada uno. No se podía coger a Lesable más que por el lado de la vanidad, la vanidad profesional. Iría a pedirle protección, como se hace con los senadores o con los diputados, como se hace con los personajes ilustres.

Dado que en cinco años no había tenido ninguna promoción, Cachelin estaba convencido de lograrla aquel año. Por tanto debía aparentar que creía que se la debía a Lesable e invitarle a cenar en muestra de agradecimiento.

Apenas hubo concebido su plan, empezó a ponerlo en práctica. Descolgó del armario su chaqueta de calle, se quitó la vieja, y, cogiendo todos los documentos registrados que eran de incumbencia de su colega, se dirigió al despacho que este empleado ocupaba él solo, por un favor especial, debido a su celo y a lo importante de sus atribuciones.

El joven estaba escribiendo en una gran mesa, en medio de unos expedientes abiertos y de papeles desparramados, numerados con tinta roja o azul.

En cuanto éste vio al oficial de entrada, preguntó, con un tono familiar que dejaba traslucir una cierta consideración:

—¿Qué, amigo, me trae usted muchos asuntos?

—Sí, no está mal. Y además quería hablar con usted.

—Siéntese, amigo, le escucho.

Cachelin tomó asiento, carraspeó, adoptó un aire intimidado y, con voz insegura, dijo:

—Lo que me trae, señor Lesable, es lo siguiente. No me andaré con rodeos. Le seré franco como un viejo soldado. Vengo a pedirle un favor.

—¿Cuál?

—En pocas palabras, necesito conseguir mi promoción este año. No tengo a ningún protector y he pensado en usted.

Lesable enrojeció ligeramente, asombrado, contento, lleno de una orgullosa confusión. Pero respondió:

—Pero si yo no pinto nada aquí, amigo. Soy mucho menos que usted, que va a llegar a ser oficial de primera. No puedo hacer nada. Créame que…

Cachelin le interrumpió con brusquedad llena de respeto:

—Vamos, vamos. El jefe a usted le escucha; y si le dice unas palabras en mi favor, la promoción es segura. Piense que dentro de dieciocho meses tendré derecho a la jubilación; y serían quinientos francos menos si no obtengo nada en enero. Sé muy bien que dicen: «Cachelin no anda apurado, pues su hermana posee un millón». Y es cierto que mi hermana posee el millón, pero aunque este millón genera intereses, a mí no me corresponde nada. Todo irá a parar a mi hija, cosa que no es menos cierta; pero una cosa es mi hija y otra muy distinta yo. Apañado estaré, cuando mi hija y mi yerno vayan en coche por ahí, mientras que yo no tendré nada a qué hincarle el diente. Comprende mi situación, ¿no?

Lesable asintió con la cabeza:

—Lo que dice es cierto, muy cierto. Su yerno podría no comportarse con usted como es debido. Y siempre es mejor no deberle nada a nadie. Por ello le prometo que haré cuanto esté en mis manos, hablaré con el jefe, le expondré su caso, insistiré si es preciso. Puede contar conmigo.

Cachelin se levantó, le tomó las manos a su colega, se las estrechó con un apretón militar y balbució:

—Gracias, gracias, le aseguro que si nunca se presenta la ocasión…, si nunca puedo…

No terminó, al no encontrar las palabras para concluir la frase, y se fue haciendo resonar en el pasillo su paso cadencioso de viejo soldado.

Pero oyó a lo lejos una campanilla rabiosa que tintineaba, y echó a correr, pues había reconocido su timbre. Era el jefe, el señor Torchebeuf, que preguntaba por el oficial de entrada.

Ocho días más tarde, Cachelin encontró una mañana encima de su escritorio una carta lacrada que decía:

Mi querido colega:

Me es grato comunicarle que el ministro, a propuesta de nuestro director y de nuestro jefe, firmó en el día de ayer su nombramiento a oficial de primera. Mañana recibirá usted la comunicación oficial. Hasta ese momento no sabe usted nada, ¿entendido?

Lesable

César corrió enseguida al despacho de su joven colega, le dio las gracias, se disculpó, se deshizo en expresiones de gratitud.

Al día siguiente se supo que los señores Lesable y Cachelin habían obtenido ambos la promoción. Los otros funcionarios tendrían que esperar a un año mejor y mientras tanto recibirían en compensación una gratificación que iba de los ciento cincuenta a los trescientos francos.

Boissel declaró que, una de esas noches, esperaría a Lesable, a medianoche, en la esquina de la calle donde vivía para darle una buena paliza y dejarle tieso en el sitio. Los otros funcionarios se callaron.

Al lunes siguiente, Cachelin, apenas llegar, se dirigió al despacho de su protector, entró con solemnidad y dijo con tono ceremonioso:

—Espero que me haga el honor de venir a cenar a mi casa para Reyes. Elija usted mismo el día que le vaya bien.

El joven, un poco sorprendido, levantó la cabeza y clavó sus ojos en los de su colega, luego contestó, sin apartar su mirada para leer bien en el pensamiento del otro:

—Verá, amigo, ocurre que… tengo todas mis noches comprometidas por un tiempo.

Cachelin insistió con tono bonachón:

—Vamos, vamos, no me hará el feo de negarse después del favor que me ha hecho. Se lo ruego, en nombre de mi familia y mío.

Lesable, indeciso, dudaba. Había comprendido, pero no sabía qué responder, al no darle tiempo a reflexionar y a sopesar los pros y los contras. Finalmente, pensó: «No me comprometo a nada yendo a cenar», y aceptó con aire satisfecho, eligiendo el sábado próximo. Añadió, sonriendo:

—Para no tener que levantarme demasiado pronto al día siguiente.

II

El señor Cachelin vivía en la parte alta de la rue Rochechouart, en un quinto piso, un pisito con terraza, desde donde se veía todo París. Tenía tres habitaciones, una para su hermana, otra para su hija y una para él; el comedor hacía las veces de cuarto de estar.

Durante toda la semana estuvo agitado pensando en esa cena. El menú fue largamente discutido para ofrecer al mismo tiempo una comida que fuera sencilla y refinada. Se decidieron por lo siguiente: un consomé con huevo, entremeses, gambas y salchichón, un bogavante, un hermoso pollo, guisantes en conserva, foie gras, una ensalada, helado y postre.

El foie gras fue comprado en un charcutero vecino, con el ruego de que fuera de primera calidad. La terrina costaba, por otra parte, tres francos y medio. En cuanto al vino, Cachelin se dirigió al bodeguero de la esquina que le proveía a granel del rojo brebaje que tomaba de ordinario. Razonó del siguiente modo para no ir a un gran establecimiento: «Los pequeños bodegueros tienen pocas ocasiones de vender sus buenos vinos, por lo que los conservan largo tiempo en la bodega y tienen algunos excelentes».

Aquel sábado volvió antes a casa para asegurarse de que todo estaba listo. La criada, que fue a abrirle, estaba más roja que un tomate, pues los fogones que había encendido a mediodía, por temor a que no le diera tiempo, le habían asado la cara durante toda la jornada; y también la emoción la tenía agitada.

Entró en el comedor para revisarlo todo. En medio de la pequeña estancia, la mesa redonda creaba una gran mancha blanca, bajo la viva luz de la lámpara cubierta por una pantalla verde.

Al lado de los cuatro platos, sobre los que había las servilletas dobladas en forma de mitra episcopal por la señorita Cachelin, la tía, estaban los cubiertos de plata, y delante los vasos, uno grande y otro pequeño. A César aquello no le satisfizo como presentación y llamó:

—¡Charlotte!

Se abrió la puerta de la izquierda y apareció una anciana menuda. Diez años mayor que su hermano, tenía un rostro enjuto enmarcado por unos blancos rizos que se hacía con papillotes. Su fina voz parecía muy débil para su cuerpecito encorvado, y caminaba con un paso un poco arrastrado, con torpes ademanes.

Decían de ella, en tiempos de su juventud: «¡Qué criatura más graciosa!».

Ahora era una anciana delgada, muy limpia por una vieja costumbre, cabezota, terca, de mente estrecha, meticulosa y fácilmente irritable. Tras volverse muy devota, parecía tener totalmente olvidadas las aventuras de antaño.

Ella preguntó:

—¿Qué quieres?

Él contestó:

—Mi impresión es que dos vasos no hacen gran efecto. Si servimos champán… No me costará en ningún caso más de tres o cuatro francos, y así podríamos poner también las copas altas. Cambiaría completamente el aspecto de la sala.

La señorita Charlotte prosiguió:

—No veo la utilidad de este gasto. Pero, allá tú, eres tú quien paga, es algo que no me atañe.

Él dudaba, tratando de convencerse a sí mismo:

—Te aseguro que sería mejor tal como te digo. Y, además, para el roscón de Reyes, eso animará.

Esta razón le había hecho decidirse. Cogió su sombrero y volvió a bajar la escalera, y regresó al cabo de cinco minutos con una botella que llevaba una ancha etiqueta blanca adornada con un escudo de armas enorme: «Gran vino espumoso de Champaña del conde de Chatel-Rénovau».

Y Cachelin declaró:

—No me ha costado más que tres francos y parece que es exquisito.

Él mismo cogió las copas de un armario y las colocó delante de donde se sentarían los comensales.

La puerta de la derecha se abrió. Entró su hija. Era alta, metida en carnes y sonrosada, una guapa muchacha de una raza robusta, de pelo castaño y ojos azules. Un vestido sencillo dibujaba su cintura redonda y flexible; su voz fuerte, casi una voz de hombre, tenía esas notas graves que hacen vibrar los nervios. Exclamó, batiendo palmas de una manera infantil:

—¡Dios mío! ¡Champán! ¡Qué felicidad!

Su padre le dijo:

—Sobre todo muéstrate amable con ese señor que me ha hecho muchos favores.

Ella rompió a reír con una risa sonora que quería decir: «Ya lo sé».

Sonó el timbre del vestíbulo, se abrieron y cerraron unas puertas. Apareció Lesable. Llevaba un frac negro, corbata blanca y guantes blancos. Causó sensación. Cachelin salió a su encuentro, confuso y encantado:

—Pero, amigo mío, si no era más que una cena íntima; como puede ver, yo voy con chaqueta.

El joven respondió:

—Lo sé, me lo dijo, pero tengo por costumbre vestir frac cuando salgo por la noche.

Saludaba con el sombrero de copa debajo del brazo y una flor en el ojal. César hizo las presentaciones:

—Mi hermana, la señorita Charlotte, mi hija, Coralie, a la que llamamos familiarmente Cora.

Todo el mundo se inclinó. Cachelin prosiguió:

—No tenemos salón. Es un poco incómodo, pero acaba uno por acostumbrarse.

Lesable replicó:

—¡Es encantador!

Luego le desembarazaron de su sombrero que no se quería quitar. Y enseguida se puso a descalzarse los guantes.

Se sentaron; se miraban a distancia, a través de la mesa, y no se decían ya nada. Cachelin preguntó:

—¿Se ha quedado hasta tarde el jefe? Yo me he ido pronto para ayudar a las señoras.

Lesable respondió con tono desenvuelto:

—No. Hemos salido juntos porque teníamos que hablar del asunto de las telas embreadas de Brest. Es un asunto muy complicado, que nos dará muchos quebraderos de cabeza.

Cachelin se creyó en la obligación de poner a su hermana al corriente y, volviéndose hacia ella, dijo:

—El señor Lesable es quien lleva todas las cuestiones difíciles del negociado. Se puede decir que es la persona de confianza del jefe.

La vieja solterona saludó cortésmente al declarar:

—¡Oh!, ya sé que el señor es una persona muy cualificada.

Entró la criada, empujando la puerta con la rodilla y sosteniendo en el aire, con ambas manos, una gran sopera. Entonces «el amo de casa» exclamó:

—¡Todos a la mesa! Siéntese allí, señor Lesable, entre mi hermana y mi hija. No creo que las señoras le den miedo.

Y dio comienzo la cena.

Lesable se hacía el amable, con unos pequeños aires de suficiencia, casi de condescendencia, y miraba con el rabillo del ojo a la muchacha, asombrándose de su lozanía, de su apetecible buena salud. La señorita Charlotte, conocedora de las intenciones de su hermano, hacía esfuerzos extraordinarios, y mantenía viva una conversación banal llena de todos los lugares comunes. Cachelin, radiante, hablaba alto, bromeaba, servía el vino comprado una hora antes en el bodeguero de la esquina:

—Un vaso de este modesto borgoña, señor Lesable. No le diré que sea un gran caldo, pero es bueno, envejecido en bodega y natural; eso se lo puedo asegurar. Lo hemos conseguido gracias a unos amigos que son de allí.

La muchacha no decía nada, un poco ruborizada, un poco tímida, incómoda por la proximidad de aquel hombre cuyos pensamientos se imaginaba.

Cuando apareció el bogavante, César declaró:

—Ganas tenía de vérmelas con este personaje.

Lesable, sonriendo, contó que un escritor había definido al bogavante como «el cardenal de los mares», sin saber que antes de ser cocido este animal es negro. Cachelin se echó a reír con todas sus fuerzas, repitiendo:

—¡Ja, ja, ja! Esto sí que tiene gracia.

Pero la señorita Charlotte, que se había puesto seria, se molestó:

—No veo qué relación puede haber. Ese señor no sabía lo que se decía. Admito todo género de bromas, pero no me gusta que en mi presencia se rían de los curas.

El joven, que quería resultar simpático a la vieja solterona, aprovechó la ocasión para hacer una profesión de fe católica y habló de la gente de mal gusto que trata a la ligera las grandes verdades, concluyendo:

—Yo respeto y venero la religión de mis padres, he sido educado en ella y seguiré siendo católico hasta mi muerte.

Cachelin ya no reía. Hacía bolitas de miga de pan murmurando:

—Exacto, exacto.

Luego cambió de tema de conversación, que le aburría, y, por una de esas inclinaciones naturales propias de todos aquellos que realizan cada día la misma tarea, preguntó:

—El apuesto Maze ha debido de rabiar por no haber conseguido su promoción, ¿eh?

Lesable respondió:

—¿Qué quiere? ¡A cada uno según sus obras!

Y se pusieron a hablar del Ministerio, lo que apasionaba a todo el mundo, pues las dos mujeres conocían a los empleados casi tanto como Cachelin mismo, a fuerza de oír hablar de ellos a diario. La señorita Charlotte se ocupaba mucho de Boissel, a causa de las aventuras que contaba y de su espíritu novelesco, y la señorita Cora se interesaba en secreto por el apuesto Maze. Ellas no les habían visto nunca, por otra parte.

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