Cuentos esenciales (60 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

¿Qué hubiera sido de ella de no haber perdido el aderezo? ¿Quién sabe? ¿Quién sabe? ¡Qué extraña es la vida, qué mudanzas experimenta! ¡Qué poco hace falta para que uno se pierda o se salve!

Ahora bien, un domingo que había ido a dar una vuelta por los Campos Elíseos, vio de repente a una mujer que paseaba a un niño. Era la señora Forestier, todavía joven, todavía bella, todavía seductora.

La señora Loisel se sintió emocionada. ¿Le dirigiría la palabra? Por supuesto que sí. Y ahora que ella había pagado, se lo contaría todo. ¿Por qué no?

Se acercó.

—Buenos días, Jeanne.

La otra no la reconocía, asombrada de verse llamada de un modo tan familiar por esa mujer ordinaria. Balbució:

—Pero…, señora… No sé… Debe de equivocarse usted.

—No. Soy Mathilde Loisel.

Su amiga lanzó un grito:

—¡Oh!…, mi pobre Mathilde, ¡qué cambiada estás!…

—Sí, he pasado por momentos muy duros, desde la última vez que nos vimos; y también he conocido muchas miserias… ¡y ello por ti!…

—¿Por mí?… ¿Cómo es posible?

—Recordarás perfectamente ese collar de brillantes que me prestaste para ir a la fiesta del Ministerio.

—Sí. ¿Y qué?

—Pues bien, lo perdí.

—¿Cómo que lo perdiste? Pero si me lo devolviste.

—Te devolví otro muy parecido. Llevamos diez años pagándolo. Comprenderás que no ha sido fácil para nosotros que no teníamos nada… Pero por fin se acabó, y me siento muy contenta.

La señora Forestier se había parado.

—¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?

—Sí. ¿No te diste cuenta, verdad? Eran muy parecidos.

Y sonreía, con una alegría orgullosa e ingenua.

La señora Forestier, muy conmovida, le cogió las dos manos.

—¡Oh, mi pobre Mathilde! Pero si el mío era falso. ¡Valía como mucho quinientos francos!…

UNA VENTA
*

Los llamados Brument (Césaire-Isidore) y Cornu (Prosper-Napoléon) comparecían ante el tribunal de la Seine-Inférieure bajo la acusación de tentativa de homicidio, por inmersión, de la señora Brument, legítima esposa del primer inculpado.

Los dos acusados están sentados uno al lado del otro en el banquillo. Son dos campesinos. El primero es menudo, gordo, de brazos y piernas cortos, la cabeza redonda, colorada, granujienta, plantada directamente sobre el torso, también redondo y corto, sin sombra de cuello. Se dedica a la cría de cerdos y vive en Cacheville-la-Goupil, cantón de Criquetot.

Cornu (Prosper-Napoléon) es flaco, de mediana estatura, con unos brazos desproporcionados. Tiene la cabeza de medio lado, la mandíbula torcida y es bizco. Un blusón azul, largo como una camisa, le llega hasta las rodillas, y sus cabellos pajizos, ralos, pegados al cráneo, confieren a su rostro un aspecto avejentado, sucio, devastado, verdaderamente horrible. Le pusieron el apodo de «el Párroco» porque sabe imitar a la perfección los cantos de iglesia e incluso el ruido del serpentín. Este talento atrae a su café, pues es cafetero en Criquetot, a una nutrida clientela que prefieren la «misa de Cornu» a la misa de Dios Nuestro Señor.

La señora Brument, sentada en el banquillo de los testigos, es una campesina delgada que parece siempre adormecida. Permanece inmóvil, con las manos cruzadas sobre sus rodillas, la mirada fija, con cara de pasmarote.

El presidente continúa el interrogatorio.

—De modo que, señora Brument, entraron en su casa y la echaron dentro de un barril lleno de agua. Cuente los hechos con todo detalle. Póngase en pie.

Ella se levanta. Parece tan alta como un mástil con su gorrito coronado de un casquete blanco. Se explica con voz cansina:

—Estaba yo desgranando las judías, cuando he aquí que entran ellos. Me digo: «Pero ¿qué les pasa a estos dos? No están normales, tienen mala pinta». Me miraban de reojo, sobre todo Cornu, que es bizco. No me hace ninguna gracia verles juntos, porque siempre andan tramando alguna. Les digo: «¿Qué queréis?». No me contestan. Yo sentí un poco de desconfianza…

El inculpado Brument interrumpe bruscamente la declaración y dice:

—Estaba bebido.

Entonces Cornu, volviéndose hacia su cómplice, dice con una voz profunda como una nota de órgano:

—Querrás decir, y así no mentirás, que estábamos bebidos los dos.

EL PRESIDENTE
(
con severidad
): ¿Quiere decir que estaban borrachos?

BRUMENT
: Esto no se pregunta.

CORNU
: Le puede pasar a cualquiera.

EL PRESIDENTE
(
a la víctima
): Continúe su declaración, señora Brument.

—Así pues, Brument me dice: «¿Quieres ganarte cien sueldos?». «Pues sí», le digo yo, pues cien sueldos no se los encuentra una todos los días. Y va él y me dice: «Pues estate atenta y haz lo que yo te diga», y se fue a coger el barril desfondado que hay debajo del canalón de la esquina; lo derriba, lo hace rodar por la cocina y lo planta de pie en medio, y luego dice: «Ve a por agua hasta que esté lleno».

Y yo me voy a por agua a la fuente con dos cubos, y anda que te anda adelante y atrás con el agua durante una hora, porque ese barril es grande como una cuba, dicho sea con todo respeto, señor presidente.

Mientras tanto, Brument y Cornu se estaban tomando una copa tras otra. Y era tal su estado que les dije: «Estáis más llenos que este barril, estáis…». Y Brument me suelta: «Tú no te preocupes, dedícate a lo tuyo, que habrá también para ti, como para todos los que se lo merezcan». Pero yo no le hice caso, pues estaba como una cuba.

Cuando el barril estuvo lleno hasta los topes, digo:

«Ya lo tenéis lleno».

Entonces Cornu me da cien sueldos. No Brument, sino Cornu; fue Cornu quien me los dio. Y Brument me dice: «¿Quieres ganarte otros cien sueldos?». «¿Por qué no?», digo yo, pues no estoy acostumbrada a tales regalos. Y me dice él: «Desnúdate».

«¿Cómo que me desnude?»

«Sí, ¿no has entendido?»

«¿Y hasta dónde tengo que desnudarme?»

Y dice él: «Si te da vergüenza, puedes dejarte las enaguas, yo no tengo nada en contra».

Cien sueldos son cien sueldos, y entonces empiezo a desnudarme a pesar de que no tenía ningunas ganas de hacerlo delante de ese par de zánganos. Me quito el gorrito, luego el chaleco, la falda y los zuecos. Me dice Brument: «Las medias puedes dejártelas; somos buena gente».

Y Cornu repite: «Somos buena gente».

Y ya me tiene usted casi como Dios me trajo al mundo. Y entonces se levantan los dos, no se aguantaban de pie de tan bebidos como iban, dicho sea con todo respeto, señor presidente.

Pienso yo: «¿Qué estarán tramando?».

Dice Brument: «¿Listo?».

Cornu responde: «¡A por ella!».

Y me cogen, Brument por la cabeza y Cornu por los pies, como a una sábana limpia que se va a doblar. Y yo me pongo a dar voces.

Y Brument me dice: «Cállate, desgraciada».

Me levantan con los brazos y para dentro del barril lleno de agua, lo que me encendió la sangre e hizo que se me helaran hasta las tripas.

Pregunta Brument: «¿Así es suficiente?».

Responde Cornu: «Suficiente».

Brument dice: «Tiene la cabeza fuera, y eso no es».

A lo que contesta Cornu: «Pues métela dentro».

Y Brument me empuja la cabeza hacia abajo como si quisiera ahogarme, pues el agua me entraba por la nariz y me veía ya en el otro mundo. Y él empuja que te empuja, y yo me voy para abajo.

Luego se ve que se asustó. Me saca fuera y me dice: «Ve a secarte enseguida, costal de huesos».

Pero yo, en cambio, me escapé y me fui corriendo hacia la casa del cura, que me prestó una falda de su casera, pues iba poco menos que como Dios me trajo al mundo, y luego él fue a llamar al compadre Chicot, el guarda rural, que se marchó a Criquetot a llamar a los gendarmes, los cuales me acompañaron de vuelta a casa.

Y allí encontramos a Brument y a Cornu, que se estaban arreando de lo lindo.

Brument vociferaba: «Eso no es cierto, te digo que es un metro cúbico por lo menos. Es el sistema el que no funciona».

Cornu aullaba: «Cuatro cubos no es ni medio metro cúbico. No repliques».

El cabo les echó el guante a los dos. Y ya no sé nada más.

Se volvió a sentar. El público se reía. Los miembros del jurado se miraban asombrados. El presidente dijo:

—Acusado Cornu, parece usted el instigador de esta infame maquinación. ¡Hable!

Cornu se levanta:

—Señor presidente, estábamos bebidos…

El presidente replica, serio:

—Eso ya lo sé. ¡Prosiga!

—A ello voy. Pues bien, Brument vino a mi establecimiento a eso de las nueve, y me pidió que le pusiera dos aguardientes, diciéndome: «Uno es para ti, Cornu». Y yo me siento enfrente de él, y me lo tomo, y por educación le invito a otro. Entonces, él vuelve a pedir lo mismo, y yo otro tanto, así que copita tras copita, a eso del mediodía, andábamos con una buena cogorza.

Entonces va Brument y se echa a llorar; yo me conmuevo. Le pregunto qué le pasa. Y me dice él: «Necesito mil francos para el jueves». Ante lo cual, yo me enfrío, como usted comprenderá. Y me propone él a bocajarro: «Te vendo a mi mujer».

Yo estaba bebido y soy viudo. Y una cosa así impresiona, como comprenderá. Yo a su mujer no la conocía; pero una mujer es una mujer, ¿no? Le pregunto: «¿Por cuánto me la vendes?».

Él se pone a pensar o eso me pareció. Cuando se está bebido, no se ven las cosas claras, y va él y me responde: «Te la vendo por un metro cúbico».

Cosa que a mí no me extrañó, bebido como iba igual que él, pues el metro cúbico es una forma de hablar en mi oficio. Eran mil litros, y me interesaba.

Quedaba por ponerse de acuerdo en cuanto al precio, pues todo depende del parné. Le digo yo: «¿A cuánto sale el metro cúbico?».

Contesta él: «A dos mil francos».

Doy un salto en la silla, pero luego pienso que una mujer no debía de alcanzar más de trescientos litros. Aun así digo: «Demasiado caro».

Él responde: «Por menos no puedo. Saldría perdiendo».

No en balde mi compadre se dedica a vender cerdos. Conoce su oficio. Pero si el vendedor de tocinos es un pícaro, yo pícaro y medio. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Y le digo: «Si estuviera por estrenar, no te digo que no, pero usada, no lo vale. Mil quinientos el metro cúbico, y ni un sueldo más. ¿Conformes?».

«Está bien —responde él—, ¡chócala!»

Nos damos la mano y nos vamos, cogidos del brazo. En esta vida la gente ha de ayudarse.

Pero me entra un temor: «¿Cómo vamos a medirla a menos que la pongamos dentro de un líquido?».

Y él me explica su idea, no sin un cierto esfuerzo, porque estaba trompa. Me dice: «Cojo un barril. Lo lleno hasta arriba de agua y la meto dentro. Calculamos toda el agua que derrame fuera y ahí tienes la cuenta».

Le digo yo: «Está bien, de acuerdo. Pero ¿cómo se hace para calcular el agua que salga así?».

Entonces él me trata de tonto, diciéndome que basta con meter de nuevo la que falta dentro del barril después de haber sacado a la mujer. Toda el agua que se vuelva a meter, ésa será la medida. Por ejemplo, diez cubos son un metro cúbico. ¡No tiene ni un pelo de tonto, el muy cabrito, ni cuando ha bebido!

Nos vamos para su casa y yo examino a la parienta. No es lo que se dice una mujer bonita; todos pueden verla, ahí está. Pero pienso: «¡Soy viejo, qué importa que sea guapa o fea, para lo que la quiero sirve igual!», ¿no es cierto, señor presidente? Y, además, veo que está seca como un palo de escoba y pienso: «Ésta no llega a los cuatrocientos litros». Lo sé, porque trabajo con líquidos.

Por lo que hace a la operación, ya se la ha contado ella. Yo le permití que no se quitara las enaguas y la camisa, en perjuicio mío.

En cuanto hubimos terminado, veo que se larga. Digo yo: «¡Cuidado, Brument, que se las pira!».

Él me dice: «Pierde cuidado, ya habrá tiempo de recuperarla. Pronto o tarde vendrá a acostarse. Mejor que calculemos la diferencia».

Medimos. Ni cuatro cubos siquiera. ¡Ja, ja, ja!

(El acusado estalla a reír sin parar, hasta el punto de que un gendarme tiene que darle unas palmadas en la espalda. Una vez calmado, continúa:)

Entonces dice Brument: «No hay trato, no es bastante». Yo me pongo a gritar, y también él, y yo más, él me atiza, y yo se la devuelvo. Y así habríamos estado hasta el día del Juicio Final, borrachos como íbamos.

Llegan los gendarmes, nos echan el guante, nos maniatan. ¡Y, andando, para la cárcel! Exijo daños y perjuicios.

Se sienta.

Brument confirma en todos sus puntos la confesión de su compinche. Los miembros del jurado, consternados, se retiran a deliberar.

Regresan al cabo de una hora y absuelven a los acusados, con una severa admonición fundamentada en la sagrada dignidad del matrimonio, y estableciendo con precisión los límites de las transacciones comerciales.

Brument se dirige al domicilio conyugal en compañía de su esposa.

Cornu vuelve a su negocio.

LA HERENCIA
*

A Catulle Mendès

I

Aunque no fueran todavía las diez, los empleados llegaban como una marea a la gran puerta del Ministerio de Marina, venidos a toda prisa de todos los rincones de París, pues se acercaba el día de Año Nuevo, época de celo y de promociones. Un ruido de pasos apresurados llenaba el vasto edificio tortuoso como un laberinto y que jalonaban inextricables pasillos, llenos de innumerables puertas que daban acceso a las oficinas.

Cada uno entraba en su subdivisión, daba la mano al colega que había llegado ya, se quitaba la chaqueta, se ponía la vieja vestimenta de trabajo y se sentaba delante de su mesa, donde le esperaban montones de papeles. Luego se iba a la caza de noticias a las oficinas contiguas. Primero se informaba uno de si el jefe había llegado ya, si estaba de buen humor, si el correo del día era voluminoso.

El oficial de entrada del «material general», el señor César Cachelin, un ex suboficial de infantería de Marina, convertido en oficial de primera por antigüedad, registraba en un gran libro todos los documentos que acababa de traer el ujier del gabinete. Enfrente de él, el escribiente, papá Savon, un viejo chocho célebre en todo el Ministerio por sus desdichas conyugales, transcribía, con mano lenta, un despacho del jefe, concentrándose, con el cuerpo ladeado, mirando de reojo, en una postura rígida de copista meticuloso.

El señor Cachelin, un gordinflón de pelo blanco que lo llevaba cortado a cepillo, hablaba mientras cumplía con su tarea diaria:

—Treinta y dos despachos de Tolón. Este puerto, por sí solo, nos manda tantos como los otros cuatro juntos. —Luego le hizo a papá Savon la pregunta que le hacía todas las mañanas—: ¿Cómo está, papá Savon, su señora?

El viejo, sin interrumpir su tarea, contestó:

—Sabe usted perfectamente, señor Cachelin, que éste es un asunto muy penoso para mí.

Y el oficial de entrada se echó a reír, como se reía todos los días, al oír esta misma frase.

Se abrió la puerta y entró el señor Maze. Era un buen mozo moreno, vestido con una elegancia exagerada, y que allí se consideraba fuera de lugar, pues estimaba su prestancia y maneras por encima de su posición. Lucía unas grandes sortijas, una gruesa leontina, un monóculo, sólo porque era
chic
, pues se lo quitaba para trabajar, y solía hacer con frecuencia con las muñecas un movimiento para exhibir sus puños de camisa adornados con unos gruesos gemelos relucientes.

Desde la puerta, preguntó:

—¿Hay mucho trabajo hoy?

El señor Cachelin respondió:

—Es siempre Tolón el que nos da que hacer. Se ve que se acerca el día de Año Nuevo; ésos se exceden en el celo.

Pero otro empleado, bromista y chistoso, el señor Pitolet, apareció a su vez y preguntó entre risas:

—¿Qué?, ¿acaso nosotros no mostramos celo?

Luego, sacándose el reloj, manifestó:

—¡Faltan siete minutos para las diez y ya todos en su sitio! ¡Caramba! ¿Cómo llamarían ustedes a esto? Apuesto a que el señor dignatario Lesable ha llegado a las nueve al mismo tiempo que nuestro ilustre jefe.

El oficial de entrada dejó de escribir, se colocó la pluma sobre la oreja y, clavando los codos sobre el pupitre, dijo:

—¡Oh!, ¡éste, por ejemplo, si no lo consigue, no será por falta de esfuerzo!

Y el señor Pitolet, sentándose en una esquina de la mesa y balanceando una pierna, respondió:

—Pero lo conseguirá, papá Cachelin, lo conseguirá, no le quepa la menor duda. Me juego veinte francos contra un sueldo a que será jefe antes de diez años.

El señor Maze, que estaba liando un pitillo mientras se calentaba los muslos cerca del fuego, manifestó:

—¡Jolín! Pues por lo que hace a mí, preferiría quedarme toda la vida con los dos mil cuatrocientos francos que partirme el pecho como él.

Pitolet giró sobre sus talones y, con tono guasón, dijo:

—Lo que no impide, amigo, que esté usted aquí, hoy día veinte de diciembre, antes de las diez.

Pero el otro se encogió de hombros con aire indiferente:

—¡Pues claro! ¡Porque tampoco quiero que todo el mundo se me adelante! Ya que vienen ustedes aquí a ver salir el sol, lo mismo hago yo, aunque deplorando su solicitud. Pero de ahí a llamar al jefe «estimado señor», como hace Lesable, salir a las seis y media, y llevarse trabajo a casa, hay un abismo. Por otra parte, yo pertenezco a la buena sociedad y tengo otros compromisos que llevan su tiempo.

El señor Cachelin había dejado de anotar en el registro y permanecía pensativo, con la mirada perdida delante de él. Finalmente preguntó:

—¿Creen que ascenderá de nuevo este año?

Pitolet exclamó:

—Ya lo creo que ascenderá, ¡y más diez puestos que uno! ¡Menudo zorro está hecho!

Y hablaron de la eterna cuestión de las promociones y de las gratificaciones, que, desde hacía un mes, traía loco a ese enjambre de burócratas, desde la planta baja hasta la más alta.

Se sopesaban las probabilidades, se barajaban cifras, se valoraban las cualificaciones, se indignaban por adelantado previendo injusticias. Empezaban de nuevo las interminables discusiones del día anterior, que se repetirían inmutables al siguiente, con las mismas razones, los mismos argumentos y las mismas palabras.

Entró un nuevo empleado, menudo, pálido, de aspecto enfermizo, el señor Boissel, para quien la vida era como una novela de Alejandro Dumas padre. Para él todo se convertía en aventura extraordinaria, y contaba cada mañana a Pitolet, su compañero, sus extraños encuentros de la víspera por la noche, los supuestos dramas de su casa, los gritos lanzados en la calle que le habían hecho abrir la ventana a las tres y veinte de la noche. Cada día había separado a unos que se estaban pegando, conseguido detener unos caballos, salvado a unas mujeres en peligro y, aunque de una deplorable debilidad física, citaba sin cesar, con tono cansino y convencido, unas hazañas llevadas a cabo con la fuerza de sus brazos.

En cuanto hubo comprendido que se hablaba de Lesable, manifestó:

—Algún día a ese mocoso le cantaré las cuarenta; ¡y, si se me adelanta, le sacudiré de lo lindo para que se le vayan las ganas de hacerlo de nuevo!

Maze, que seguía fumando, dijo con tono burlón:

—Haría usted bien empezando hoy mismo, pues sé de buena tinta que será usted relegado este año en favor de Lesable.

Boissel alzó una mano:

—Le juro que si…

La puerta se había abierto una vez más y un joven de baja estatura, que llevaba unas patillas de oficial de Marina o de abogado, un cuello duro muy alto, y que hablaba atropelladamente como si no fuera a tener nunca tiempo de terminar todo cuanto tenía que decir, entró rápidamente con aire de preocupación. Repartió unos apretones de manos como quien no tiene tiempo que perder y, acercándose al oficial de entrada, dijo:

—Amigo Cachelin, ¿le importaría darme el expediente Chapelou, filástica, Tolón, A. T. V., mil ochocientos setenta y cinco?

El empleado se levantó, alcanzó un cartapacio por encima de su cabeza, cogió de dentro un fajo de documentos guardados en una carpeta azul, y, entregándoselo, dijo:

—Aquí tiene, señor Lesable, sabrá usted que el jefe se llevó ayer tres escritos de este expediente.

—Sí. Los tengo, gracias.

Y el joven salió con paso apresurado.

Apenas se hubo ido, Maze declaró:

—¡Eh, qué elegancias! Juraría uno que ya es jefe.

Y Pitolet replicó:

—¡Paciencia!, ¡paciencia! Lo será antes que todos nosotros.

El señor Cachelin no se había puesto a escribir de nuevo. Se hubiera dicho que un pensamiento fijo le obsesionaba. Preguntó de nuevo:

—Tiene un futuro prometedor ese muchacho, ¿no?

Y Maze murmuró con tono desdeñoso:

—Para los que consideran el Ministerio una carrera, sí. Para los otros, es poco…

Pitolet le interrumpió:

—¿Acaso tiene usted intención de ser embajador?

El otro hizo un gesto de impaciencia:

—No se trata de mí. ¡A mí me trae sin cuidado! Lo que no es óbice para que el puesto de jefe de negociado nunca será gran cosa en la vida de mundo.

Papá Savon, el escribiente, no había dejado de copiar. Pero desde hacía unos instantes, mojaba una y otra vez su pluma en el tintero, después la secaba obstinadamente en la esponja embebida en agua que rodeaba el frasquito, sin conseguir trazar una letra. El negro líquido se deslizaba a lo largo de la punta metálica y caía, en manchitas redondas, sobre el papel. El buen hombre, desconcertado y desolado, miraba la copia que tendría que volver a empezar, como tantas otras desde hacía un tiempo, y dijo en voz baja y triste:

—¡Otra vez la tinta falsificada!

Un violento estallido de risas escapó de todas las bocas. Cachelin sacudía la mesa con su panza; Maze se doblaba en dos como si fuera a entrar a reculones en la chimenea; Pitolet pateaba, tosía, agitaba su mano derecha como si la tuviera mojada, y el propio Boissel se ahogaba, por más que se tomara generalmente las cosas más por el lado trágico que por el cómico.

Pero papá Savon, secando finalmente su pluma en el faldón de su chaqueta, agregó:

—No es cosa de risa. Tengo que rehacer dos o tres veces todo el trabajo.

Sacó de su cartapacio otra hoja, la ajustó a la plantilla y empezó de nuevo el encabezamiento: «Señor Ministro y querido colega…». Ahora la pluma conservaba la tinta y trazaba con claridad las letras. Y el viejo retomó su posición oblicua y prosiguió con su copia.

Los otros no habían dejado de reír. Se estaban ahogando. Y es que desde hacía casi seis meses le estaban haciendo la misma broma al buen hombre, que no se daba cuenta de nada. Ésta consistía en verter unas gotas de aceite en la esponja mojada con la que se limpiaban las plumas. El acero, bañado en un líquido graso, no retenía ya la tinta; y el escribiente se pasaba horas asombrándose y afligiéndose, empleaba cajas de plumas y de tinteros, para declarar finalmente que los suministros de material del negociado se habían vuelto una verdadera calamidad.

Las malas pasadas entonces se habían acabado convirtiendo en una obsesión, en un suplicio. Le mezclaban pólvora con el tabaco, le ponían drogas en su botella de agua, de la que se tomaba un vaso de vez en cuando, y le habían hecho creer que, desde la Comuna, la mayor parte de las materias de uso corriente habían sido adulteradas por los socialistas, para así echarle la culpa al Gobierno y propiciar una revolución.

Él había concebido un odio espantoso contra los anarquistas, a quienes creía emboscados por todas partes, escondidos por doquier, y al mismo tiempo un temor misterioso a una temible mano negra.

De repente tintineó una campanilla en el pasillo. Todos conocían perfectamente ese campanilleo rabioso del jefe, el señor Torchebeuf, y todos se precipitaron hacia la puerta para volver a sus respectivos departamentos.

Cachelin se puso de nuevo a tomar nota, luego dejó otra vez su pluma y se cogió la cabeza entre las manos para reflexionar.

Maduraba una idea que le venía atormentando desde hacía un tiempo. Ex oficial de infantería de Marina, dado de baja después de haber sido herido tres veces, una en Senegal y dos en la Cochinchina, tras entrar en el Ministerio por un favor especial había tenido que soportar muchas miserias, muchas penalidades y muchos sinsabores en su larga carrera de ínfimo subordinado; por ello consideraba la autoridad, la autoridad oficial, como lo más hermoso del mundo. Un jefe de negociado le parecía un ser excepcional, que vivía en una esfera superior; y los empleados de los que oía decir: «Es un zorro, ascenderá rápido», le parecían como de otra raza, de una naturaleza distinta a la suya.

Tenía, pues, por su colega Lesable una consideración superior que llegaba a la veneración, y alimentaba el deseo secreto, el deseo obstinado de hacerle casarse con su hija.

Ella sería un día rica, muy rica. Era algo sabido por todos en el Ministerio, pues una hermana suya, la señorita Cachelin, poseía un millón, un millón en cifras redondas, líquido y sólido, adquirido mediante el amor, se decía, pero purificado por una devoción tardía.

La vieja solterona, que había llevado una vida galante, se había retirado con quinientos mil francos, que había más que doblado en dieciocho años, a fuerza de un ahorro estricto y unas costumbres de vida más que modestas. Desde hacía tiempo vivía en casa de su hermano, que se había quedado viudo con una hija pequeña, Coralie, pero no contribuía más que con una ayuda insignificante a los gastos de la casa, guardando y acumulando su oro, y repitiéndole sin cesar a Cachelin: «No te preocupes, ya que todo es para tu hija; pero haz que se case pronto porque quiero conocer a mis sobrinitos. Ella me dará la alegría de abrazar a un niño de nuestra sangre».

Lo cual era algo sabido en la administración; y no faltaban los pretendientes. Se decía que Maze mismo, el apuesto Maze, el
lion
del negociado, andaba rondando a Cachelin con unas intenciones evidentes. Pero el ex sargento, un viejo zorro que había corrido mucho mundo, quería a un joven con porvenir, que llegara a ser jefe, cosa que haría que también tuvieran consideración por él, César, el viejo suboficial. Lesable respondía admirablemente a sus expectativas, y desde hacía tiempo buscaba una manera de atraerle a su casa.

De pronto, se levantó frotándose las manos. La había encontrado.

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