Cuentos esenciales (28 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

UNA BROMA NORMANDA
*

A A. de Joinville

El cortejo desfilaba por la vereda, a la que daban sombra los altos árboles crecidos en los ribazos de las alquerías. Delante iban los recién casados, luego los parientes, seguían los invitados, a continuación los pobres del pueblo, y los chiquillos, que daban vueltas como moscas alrededor, pasaban por entre las filas, trepaban a las ramas de los árboles para ver mejor.

El novio era un buen mozo, Jean Patu, el más rico hacendado de la región. Era, ante todo, un cazador empedernido, que perdía la cabeza por satisfacer su pasión, y gastaba a manos llenas en perros, guardias, hurones y rifles.

La esposa, Rosalie Roussel, había sido muy cortejada por los mejores partidos de los contornos, porque era considerada hermosa y se sabía que contaba con una buena dote; pero había elegido a Patu, acaso porque le gustaba más que los otros, o, más probablemente, como normanda juiciosa que era, porque tenía más posibles que los demás.

Cuando franquearon la gran cancela de la alquería marital, estallaron cuarenta escopetazos sin que se viera a los tiradores ocultos en las zanjas. Ante aquel ruido, se apoderó una gran alegría de los hombres, que pataleaban fuerte embutidos en sus trajes de fiesta: y, dejando a su mujer, Patu saltó sobre un mozo que vio detrás de un árbol, le cogió el rifle y también él soltó un disparo dando saltos como un pollino.

Luego reanudaron la marcha bajo los manzanos cargados ya de fruto, a través de la alta hierba, en medio de los terneros que miraban con sus grandes ojos, se alzaban lentamente y se quedaban derechos, con el morro hacia el cortejo.

A medida que se acercaba la hora de la comida, los hombres adoptaban de nuevo un semblante serio. Algunos, los ricos, lucían altos sombreros de lustrosa seda que, en aquel sitio, desentonaban; otros llevaban antiguos cubrecabezas de pelo largo, que parecían de piel de topo; los más humildes iban tocados con gorras.

Todas las mujeres llevaban chales echados sobre los hombros, cuyos picos sujetaban ceremoniosamente sobre los brazos. Eran rojos, abigarrados, llamativos; y su colorido parecía asombrar a las negras gallinas del estercolero, a los patos del borde de la charca y a los palomos sobre las techumbres de bálago.

Todo el verde de los campos, el verde de la hierba y el de los árboles parecía más intenso en contacto con aquella púrpura encendida, y los dos colores así combinados se tornaban cegadores bajo el sol de mediodía.

Al fondo de la bóveda que formaban los manzanos, la gran alquería parecía a la espera. Una especie de vapor salía por la puerta y las ventanas abiertas, así como fuertes olores de cocina se expandían del vasto edificio, por todas sus aberturas, por las mismas paredes.

Como una serpiente, el cortejo de invitados se alargaba a través del patio. Los primeros en llegar a la casa rompían la cadena, se dispersaban, mientras que por allá abajo seguían entrando por la cancela abierta. Las zanjas estaban llenas ahora de zagales y de pobres, que curioseaban; y los disparos continuaban y retumbaban por todas partes, esparciendo en el aire una neblina de pólvora y ese olor que embriaga como el ajenjo.

Delante de la puerta, las mujeres se sacudían las faldas polvorientas, desanudaban las oriflamas que hacían las veces de cintas de sus sombreros, se quitaban los chales poniéndoselos sobre un brazo, luego entraban en casa para desembarazarse por fin de aquellos aderezos.

La mesa estaba instalada en la gran cocina, con capacidad para cien personas.

Se sentaban a la mesa a las dos. A las ocho seguían comiendo. Los hombres despechugados, en mangas de camisa, con la cara enrojecida, engullendo vorazmente. La rubia sidra relucía en los grandes vasos, alegre, clara y dorada, al lado del vino de color intenso y oscuro, color sangre.

Entre un plato y otro se tomaba una copita, una copita de aguardiente normando
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que encendía el cuerpo y hacía enloquecer las cabezas.

De vez en cuando, un invitado, lleno como una cuba, salía hasta los árboles cercanos, se aliviaba y luego volvía adentro con hambre renovada.

Las mujeres, congestionadas, oprimidas, con los corpiños tensos como balones, seccionadas en dos por el corsé, hinchadas de arriba abajo, se quedaban en la mesa por pudor. Pero tras haber salido una de ellas, más apurada, se levantaron todas a continuación. Volvían más alegres, dispuestas a reír. Y comenzaron las bromas pesadas.

Con una gran carga de obscenidad, fueron disparadas a través de la mesa, todas sobre la noche de bodas. El arsenal del ingenio campesino fue vaciado. Desde hacía cien años, se decían las mismas chocarrerías en las mismas circunstancias y, aunque todos las conocieran, siempre hacían efecto, provocando sonoras carcajadas en las dos hileras de convidados.

Un viejo de pelo canoso llamaba:

—¡Viajeros para Mézidon,
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al coche!

Y se daban gritos de alegría.

Justo en un extremo de la mesa, cuatro jovenzuelos del vecindario estaban preparando una broma a los recién casados, y debía de habérseles ocurrido algo extraordinario, puesto que mientras bisbiseaban pataleaban en el suelo.

Uno de ellos, aprovechando un momento de calma, gritó:

—¡Menuda noche con esta luna para los cazadores furtivos!… Oye, Jean, ¿no estarás tú al acecho con esta luna?

El marido se volvió de golpe:

—¡Diles a los cazadores furtivos que vengan!

El otro rompió a reír:

—¡Claro que pueden hacerlo, pues no irás tú a dejar lo que tengas entre manos por ellos!

Todos los de la mesa estallaron en una risa de alegría. Tembló el suelo, retemblaron los vasos.

Pero el novio, ante la idea de que pudiera aprovecharse su noche de bodas para cazar furtivamente en sus tierras, se enfureció:

—Sólo te digo una cosa: ¡que se atrevan a venir!

Entonces cayó un diluvio de indecencias de doble sentido que hacían ruborizarse un poco a la novia, toda temblorosa por la expectativa.

Finalmente, tras haber sido vaciados varios barriles de aguardiente, se fueron todos a dormir; y los recién casados entraron en su alcoba, situada, como en todas las alquerías, en la planta baja; y, como hacía algo de calor, abrieron la ventana y cerraron la persiana. Una lamparilla de mal gusto, regalo del padre de la mujer, ardía sobre la cómoda; la cama estaba lista para recibir a la nueva pareja, que no preparaba su primera cohabitación con todo el ceremonial de los burgueses de ciudad.

La joven se había quitado ya el tocado y el vestido, y permanecía en enaguas, desatándose los botines, en tanto Jean se acababa su cigarro, mirando de soslayo a su compañera.

La espiaba con ojos relucientes, una mirada más sensual que cariñosa; pues la deseaba más que la quería; y, de pronto, con un movimiento brusco, como alguien que va a ponerse manos a la obra, se quitó el traje.

Ella se había desatado ya los botines, y ahora se estaba quitando las medias; acto seguido le dijo, tuteándole como hacía desde la infancia:

—Ve y ponte detrás de la cortina, que yo me meteré en la cama.

Él fingió negarse, pero luego fue, con aire socarrón, ocultándose totalmente menos la cabeza. Ella reía, trataba de taparle los ojos, y jugaban alegre y amorosamente, sin falsos pudores ni embarazo.

Por fin él cedió y ella, en cuestión de segundos, se desató la última falda, que se deslizó a lo largo de sus piernas, cayó en torno a los pies y se posó en redondo en el suelo. Allí la dejó, pasando por encima, desnuda bajo su holgado camisón y se metió en la cama, cuyos muelles chirriaron bajo su peso.

Enseguida llegó él, descalzo, en pantalones, y se inclinaba hacia su mujer, buscando sus labios que ella escondía contra la almohada, cuando resonó un disparo a lo lejos, en dirección al bosque de las Râpées, le pareció.

Él se enderezó inquieto, con el corazón en un puño, y, corriendo hacia la ventana, abrió la persiana.

La luna llena bañaba el patio de una luz amarillenta. La sombra de los manzanos formaba unas manchas oscuras a sus pies; y, a lo lejos, la campiña, cubierta de mieses en sazón, relucía.

Cuando Jean se inclinó hacia fuera, acechando todos los ruidos de la noche, dos brazos desnudos se anudaron en torno a su cuello, y su mujer, tirando de él hacia atrás, murmuró:

—Déjalo estar, qué te importa, ven.

Él se volvió, la cogió, la estrechó, palpándola bajo la tela ligera; y, alzándola con sus brazos robustos, se la llevó hacia la cama.

Justo cuando la depositaba en el lecho, que se dobló bajo su peso, resonó una nueva detonación, más próxima ésta.

Entonces Jean, trastornado por una cólera tumultuosa, juró:

—Maldita sea, ¿se creen que no voy a salir por ti?… ¡Espera, espera!

Se calzó, cogió su rifle que siempre permanecía colgado al alcance de su mano y, como su mujer se arrastraba agarrada a sus rodillas y le suplicaba fuera de sí, se desprendió con energía, corrió a la ventana y saltó al patio.

Ella esperó una hora, dos horas, hasta que se hizo de día. Su marido no regresó. Entonces perdió la cabeza, llamó, contó el ataque de furia de Jean y su salida tras los cazadores furtivos.

Los criados, los arrieros, los mozos partieron enseguida en busca de su amo.

Le encontraron a dos leguas de la alquería, atado de pies a cabeza, medio muerto de rabia, con la escopeta retorcida, los pantalones bajados, tres liebres muertas en torno al cuello y un cartelito en el pecho:

«Quien mucho abarca poco aprieta».

Y, más tarde, cuando contaba su noche de bodas, añadía:

—Oh, como broma fue realmente una buena broma. Me echaron el lazo como a un conejo, los muy canallas, y me engatusaron como a un pardillo. ¡Pero si les cojo algún día, van apañados!

Así se divierten en Normandía en el día de la boda.

UNA PASIÓN
*

El mar estaba cabrilleante y calmado, apenas mecido por la marea, y en el muelle toda la ciudad de Le Havre miraba entrar los barcos.

Se divisaban a lo lejos, en gran número: los unos, los grandes buques de vapor, empenachados de humo; los otros, los veleros, arrastrados por remolcadores casi invisibles, que alzaban hacia el cielo sus mástiles desnudos, como árboles sin ramas ni hojas.

Acudían de todos los puntos del horizonte hacia la estrecha bocana del muelle que engullía a todos aquellos monstruos, los cuales gemían, gritaban, silbaban, expulsando chorros de vapor como si resoplasen.

Dos jóvenes oficiales se paseaban por el muelle lleno de gente, saludaban, eran saludados, a veces se detenían a charlar.

De repente, uno de ellos, el más alto, Paul d’Henricel, apretó el brazo de su compañero, Jean Renoldi, y le dijo en voz baja:

—Mira, ahí está la señora Poinçot; presta atención, pues estoy seguro de que te guiña el ojo.

Ésta llegaba del bracete con su marido, un rico armador. Era una mujer de unos cuarenta años, muy bella aún, algo gordita, pero justo por eso mismo lozana como si hubiera tenido veinte años. Los amigos la llamaban la Diosa, por su porte altanero, sus ojazos negros, la nobleza de su figura. Gozaba de una reputación sin tacha; nunca una sospecha había rozado su vida. Se la ponía como ejemplo de mujer honrada y sencilla, tan digna que ningún hombre había osado nunca hacerse ilusiones respecto a ella.

Y, sin embargo, desde hacía un mes Paul d’Henricel le repetía a su amigo Renoldi que la señora Poinçot le echaba miradas cariñosas; e insistía:

—Estoy seguro de no equivocarme; lo veo claro, te ama; te ama apasionadamente, como una mujer honesta que no ha amado nunca. Cuarenta años es una edad terrible para las mujeres honestas que no son un témpano de hielo. Se vuelven locas y hacen locuras. Ésta está tocada, amigo mío; como un pájaro herido, está cayendo, y caerá en tus brazos… Mira…

La guapa mujer, que caminaba precedida por sus dos hijas, una de doce, otra de quince años, había palidecido de golpe, al ver al oficial. Le miraba con ardor, con una mirada fija, y parecía no ver ya nada a su alrededor, ni a sus hijas, ni a su marido, ni a la gente. Devolvió el saludo de los jóvenes sin bajar la mirada, encendida por una tal llama que finalmente la duda se infiltró en la mente del teniente Renoldi.

Su amigo murmuró:

—Estoy convencido de ello. ¿Has visto, esta vez? ¡Diantre, es aún un buen bocado!

Pero Jean Renoldi no quería amoríos mundanos. Poco dado al amor, ansiaba ante todo una vida tranquila y se contentaba con las relaciones ocasionales que un joven encuentra siempre. Todo ese conjunto de sentimentalismo, atenciones, ternuras que exige una mujer de clase, le fastidiaba. La cadena, aunque ligera, que siempre ata semejantes aventuras, le espantaba. Decía: «Al cabo de un mes estoy hasta la coronilla, y he de tener paciencia otros seis meses por educación». Sin contar con las rupturas, que le exasperaban, las escenas, las alusiones, los incordios de la mujer abandonada.

Evitó coincidir con la señora Poinçot.

Pero una noche ocurrió que se encontró al lado de ella, en la mesa, durante una cena, y sintió continuamente en la piel, en los ojos y hasta en el alma, la ardiente mirada de su compañera de mesa; sus manos se encontraron y casi involuntariamente se estrecharon. Era ya el comienzo de una relación.

La volvió a ver, siempre involuntariamente. Se sentía amado; ello le emocionó, presa de una especie de compasión vanidosa por la intensa pasión de aquella mujer. Por tanto se dejó adorar y se limitó a ser galante con ella, esperando que la relación no pasara de lo sentimental.

Pero un día ella le dio una cita, para poder verse, dijo, y charlar libremente. Cayó en sus brazos, con deliquio, y se vio obligado a convertirse en su amante.

La cosa duró seis meses. Ella le amó de modo desenfrenado, anhelante. Atrincherada en esta pasión fanática, no pensaba en nada más; se había entregado por entero: cuerpo, alma, reputación, posición, felicidad, lo había sacrificado todo a esa llama de su corazón, como en otros tiempos se arrojaban, por sacrificio, todos los objetos preciosos a la hoguera.

Desde hacía ya bastante tiempo él estaba harto, y añoraba vivamente sus fáciles conquistas de apuesto oficial; pero estaba atado, retenido, prisionero. Ella le decía sin cesar:

—Te lo he dado todo, ¿qué más quieres?

Él hubiera querido responder: «Pero yo no quería nada, es más, te ruego que recuperes lo que me has dado».

Sin preocuparse de ser vista, comprometida, perdida, ella iba a su casa todas las noches, cada vez más inflamada. Se arrojaba en sus brazos, le estrechaba, languidecía en besos frenéticos que a él le aburrían tremendamente. Le decía con voz cansina:

—Vamos, no exageres…

Ella respondía:

—Te amo.

Y caía a sus pies para contemplarlo largamente en actitud de adoración. Ante aquella mirada obstinada él acababa perdiendo la paciencia, quería que se levantase.

—Vamos, siéntate, charlaremos.

Ella murmuraba:

—Déjame.

Y se quedaba allí, en éxtasis.

Él le decía a su amigo D’Henricel:

—Acabaré por darle una tunda. No puedo más, ya no la amo. ¡Tengo que acabar con esto, y enseguida!

Y añadía:

—¿Qué me aconsejas?

El otro respondía:

—Plántala…

Pero Renoldi añadía, encogiéndose de hombros:

—Es muy fácil decirlo, te crees que no cuesta nada dejar plantada a una mujer que te martiriza con sus atenciones, que te tortura con sus deferencias, que te persigue con su afecto, cuya única preocupación es gustarte y el único error el haberse entregado a pesar tuyo.

Pero he aquí que, una mañana, se supo que el regimiento iba a cambiar de guarnición; Renoldi se puso a bailar de la alegría. ¡Estaba salvado sin escenas, sin gritos! ¡Salvado!… ¡Ya sólo se trataba de tener paciencia dos meses!… ¡Salvado!…

Aquella noche ella llegó a casa de él más exaltada que de costumbre. Se había enterado de la terrible noticia y, sin quitarse siquiera el sombrero, le tomó de las manos, estrechándoselas nerviosamente y, mirándole con fijeza a los ojos, le dijo con voz vibrante y decidida:

—Estás a punto de partir, lo sé. Al principio me ha roto el corazón; pero luego he comprendido lo que debía hacer. Ya no tengo dudas. Vengo a darte la mayor prueba de amor que puede ofrecer una mujer: me voy contigo. Por ti dejo a mi marido, a mis hijas, a mi familia. Arruino mi vida, pero soy feliz. Es como si me entregara de nuevo a ti. Hago el último sacrificio, el mayor: ¡soy tuya, para siempre!

Él sintió que le corrían unos sudores fríos por la espalda y fue presa de una rabia sorda y furiosa, una ira de persona débil. Sin embargo, se calmó y, con tono desinteresado y dulce voz, rechazó el sacrificio, trató de calmarla, de hacerla razonar, ¡de hacerle ver su locura! Ella le escuchaba mirándole a la cara con sus ojos negros, un rictus de desdén, sin responder nada. Cuando hubo terminado, ella se limitó a decirle:

—¿No serás acaso un cobarde? ¿No serás de esos que seducen a una mujer y la abandonan por el primer capricho?

Él palideció y se puso de nuevo a razonar; le describió las inevitables consecuencias de una acción semejante, hasta su muerte: sus vidas rotas, la sociedad que les rechazaría… Ella respondía obstinadamente:

—¿Qué importa, cuando se ama?

Entonces él estalló de sopetón:

—Pues bien, no. Yo no quiero, ¿entendido? No quiero, te lo prohíbo.

Luego, movido por sus largos rencores, desembuchó lo que llevaba dentro:

—Diantre, hace demasiado tiempo que me amas a pesar mío, y ahora sólo faltaría que te llevase conmigo. ¡Muchas gracias!

Ella no contestó nada, pero su rostro lívido se contrajo lenta y dolorosamente, como si todos sus nervios y músculos se hubieran crispado. Y se marchó sin despedirse de él.

Aquella misma noche se envenenó. Se la creyó perdida durante ocho días. Y en la ciudad murmuraban de ella, la compadecían, disculpaban su error por la violencia de su pasión; pues los sentimientos extremos, vueltos heroicos por su arrebato, se hacen perdonar siempre lo que tienen de condenable. Una mujer que se quita la vida deja de ser, por así decirlo, adúltera. Y no tardó en caer una especie de reprobación general sobre el teniente Renoldi que se negaba a volver a verla, un sentimiento unánime de censura.

Se contaba que la había abandonado, traicionado, pegado. El coronel, apiadado, le dijo algo al oficial por medio de una discreta alusión. Paul D’Henricel fue a ver a su amigo:

—Diantre, amigo, no se deja morir a una mujer de este modo, no es manera de comportarse…

El otro, exasperado, hizo callar a su amigo, que pronunció la palabra
infamia
. Se batieron. Renoldi fue herido, para satisfacción general, y guardó cama largo tiempo.

Ella se enteró, y le amó más aún, creyendo que se había batido por ella; pero, dado que no podía abandonar su habitación, no pudo verle antes de la partida del regimiento.

Estaba desde hacía tres meses en Lille cuando recibió, una mañana, la visita de una joven, la hermana de su antigua amante.

Tras largos padecimientos y una desesperación que no había podido superar, la señora Poinçot iba a morir. Estaba condenada sin esperanza. Deseaba verle un minuto, nada más que un minuto, antes de cerrar los ojos para siempre.

La ausencia y el tiempo habían aplacado el agobio y la cólera del joven; se sintió enternecido, lloró, y partió para Le Havre.

Se la hubiera dicho en la agonía. Les dejaron solos; y él tuvo, en el lecho de esa moribunda que había matado a su pesar, una crisis de espantosa tristeza. Sollozó, la besó con labios dulces y apasionados, como nunca antes lo había hecho. Balbuceaba:

—No, no, no te morirás, te curarás, nos amaremos…, nos amaremos… siempre.

Ella murmuró:

—¿Es cierto? ¿Me amas?

Y él, en su desolación, juró, prometió esperarla hasta que se curase, se conmovió largo rato besando las manos tan enflaquecidas de la pobre mujer cuyo corazón latía como loco.

Al día siguiente, regresó a su guarnición.

Seis semanas más tarde, ella se reunía con él, muy envejecida, desconocida, y más enamorada aún.

Desesperado, él la aceptó de nuevo. Pero como se habían puesto a vivir juntos, como si estuvieran unidos legalmente, el mismo coronel, que antes se había indignado por el abandono, se rebeló ahora ante aquella situación ilegítima, incompatible con el buen ejemplo que los oficiales deben dar en un regimiento. Primero advirtió a su subordinado, luego comenzó a atormentarlo: y Renoldi presentó su baja.

Se fueron a vivir a una quinta a orillas del Mediterráneo, el clásico mar de los enamorados.

Pasaron otros tres años. Renoldi, doblegado bajo el yugo, estaba vencido, acostumbrado a aquel pertinaz apego. Ella tenía ahora todo el pelo cano.

Él se consideraba un hombre acabado, aniquilado. Cualquier esperanza, cualquier carrera, cualquier satisfacción, cualquier alegría, le estaban ahora vedadas.

Una mañana le trajeron una tarjeta de visita: «Joseph Poinçot, armador. Le Havre». ¡El marido! El marido que no había dicho nada, comprendiendo que no vale la pena luchar contra estas obstinaciones desesperadas de las mujeres. ¿Qué querría?

Estaba esperando en el jardín, tras haber rehusado entrar en la quinta. Saludó cortésmente, no quiso sentarse, ni siquiera en un banco de una de las alamedas, y se puso a hablar clara y parsimoniosamente.

—No he venido, señor, para hacerle ningún reproche; demasiado bien sé cómo ocurrieron las cosas. Yo sufrí…, sufrimos… una especie de fatalidad. Nunca hubiera venido a molestarle a su lugar de retiro si la situación no hubiese cambiado. Tengo dos hijas, señor. Una de ellas, la mayor, ama a un joven, que le corresponde. Pero la familia de este muchacho se opone al matrimonio, arguyendo la situación de la… madre de mi hija. No siento ni ira ni rencor, pero adoro a mis hijas, señor. Vengo, pues, a reclamarle a mi…, mi esposa; espero que hoy ella acepte volver a mi casa conmigo…, a su casa. En cuanto a mí, fingiré haberlo olvidado todo por…, por mis hijas.

Renoldi sintió un fuerte impacto en el corazón y se sintió inundado de un delirio de alegría, como un condenado que recibe el perdón.

Balbució:

—Pues sí…, ciertamente, señor… también yo…, créame…, sin duda…, es más que justo.

Hubiera querido darle un apretón de manos, abrazarle, darle dos besos en las mejillas.

Prosiguió:

—Entre; en el salón estará mejor: voy a llamarla.

Esta vez el señor Poinçot no se resistió y tomó asiento.

Renoldi subió la escalera a toda prisa, delante de la puerta de su amante se dominó y entró muy serio:

—Preguntan por ti abajo, es para darte una noticia relativa a tus hijas.

Ella se levantó de golpe.

—¿De mis hijas? ¿Qué sucede?, ¿qué ha pasado? ¿Han muerto?

Él dijo:

—No, pero es un asunto serio que sólo tú puedes solucionar.

Ella no quiso escuchar nada más y bajó rápidamente.

Trastornadísimo, él se dejó caer en una silla y esperó.

Esperó largo rato, mucho rato; luego, oyendo llegar hasta él un ruido de voces irritadas, decidió bajar.

La señora Poinçot estaba de pie, furiosa, a punto de salir, mientras su marido la retenía por el vestido, diciendo:

—Pero ¡debe comprender que de este modo arruina a nuestras hijas, a sus hijas, a nuestras niñas!

Ella respondía tercamente:

—No volveré nunca a su casa.

Renoldi lo comprendió todo, se acercó sintiéndose desfallecer, balbuceando:

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