Cuentos esenciales (31 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

UNA ASTUCIA
*

El viejo médico y la joven enferma estaban charlando al amor del fuego. Ella estaba aquejada, de forma leve, de una de esas dolencias femeninas que afectan a menudo a las mujeres bonitas: un poco de anemia, los nervios algo alterados y un cierto cansancio, ese cansancio que sienten a veces los recién casados a finales del primer mes de unión, si ha sido un matrimonio por amor.

Estaba tumbada en su hamaca y decía:

—No, doctor, nunca me cabrá en la cabeza que una mujer engañe a su marido. Puedo llegar a admitir que no le quiera, que no mantenga las promesas y los juramentos hechos. Pero ¿cómo atreverse a entregarse a otro hombre? ¿Cómo esconderlo a los ojos de todos? ¿Cómo conseguir amar en la mentira y en la traición?

El médico sonreía.

—En cuanto a eso, la cosa es fácil. Le garantizo que no se piensa en absoluto en esas sutilezas cuando se tiene ganas de cometer un desliz. Estoy seguro incluso de que una mujer no está madura para el verdadero amor antes de que no haya pasado por toda la promiscuidad y todos los ascos del matrimonio, el cual, según un ilustre personaje, no es más que un intercambio de malos humores por el día y de malos olores por la noche.
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Nada más cierto. Una mujer sólo puede amar con pasión después de haber estado casada. Si me estuviera permitido compararla con una casa, diría que sólo es habitable cuando un marido la ha estrenado con todos sus inconvenientes.

»Por lo que hace al disimulo, todas las mujeres tienen para dar y regalar en esas circunstancias. Las más simples son un prodigio, encuentran salidas geniales en los más difíciles apuros.

Pero la joven parecía incrédula…

—No, doctor, uno sólo se da cuenta después de lo que hubiera tenido que hacer en los momentos peligrosos; y sin duda las mujeres pierden la cabeza más fácilmente que los hombres.

El médico levantó los brazos.

—¿Después, dice usted? A nosotros sí que las ideas nos vienen después. ¡Pero a ustedes!… A propósito, quisiera contarle una breve historia que le sucedió a una clienta mía, a la que, como se dice, yo le habría dado la comunión sin siquiera confesarla.

*

Ocurrió esto en una ciudad de provincias.

Una noche, mientras dormía a pierna suelta, con ese sueño pesado que es tan difícil de turbar, me pareció, en un oscuro sueño, que todas las campanas de la ciudad se ponían a tocar a rebato.

Me desperté de golpe: era la campanilla, la de mi puerta de entrada, la que sonaba desesperadamente. Como mi criado no respondía, tiré yo mismo del cordoncito que colgaba en mi cama y enseguida oí golpear de puertas e irrumpir pasos en el silencio de la casa dormida; apareció Jean con una carta que decía: «La señora Lelièvre ruega encarecidamente al doctor Siméon que se dirija de inmediato a su casa».

Me quedé unos instantes reflexionando; pensaba: «Crisis de nervios, flatos, tararí, tarará, estoy demasiado cansado». Y respondí: «El doctor Siméon, muy indispuesto, ruega a la señora Lelièvre que llame a su colega Bonnet».

Entregué el billete, dentro de un sobre, y me volví a dormir.

Cerca de media hora después, sonaba de nuevo la campanilla de la puerta y Jean vino a decirme: «Hay una persona, no sé muy bien si hombre o mujer, pues va muy embozada, que desearía hablar de inmediato con el señor. Dice que está en juego la vida de dos personas».

Me levanté. «Hágala pasar.»

Esperé, sentado en la cama.

Apareció una especie de fantasma negro que, apenas hubo salido Jean, se descubrió. Era la señora Berthe Lelièvre, una mujer jovencísima casada desde hacía tres años con un importante comerciante de la ciudad, de quien se decía que se había casado con la más bella mujer de la provincia.

Estaba espantosamente pálida, con esas contracciones del rostro de las personas fuera de sí; le temblaban las manos; por dos veces trató de hablar, sin que le saliera una sola palabra. Al final balbució: «Rápido, rápido…, rápido…, doctor…, venga. Mi…, mi amante ha muerto en mi habitación…».

Se detuvo, sin aliento, luego siguió: «Mi marido está a punto de volver del círculo…».

Me puse en pie de un salto, sin pensar siquiera que estaba en camisa de dormir, y en pocos segundos me vestí. Luego le pregunté: «¿Fue usted quien vino hace un rato?». Ella, inmóvil como una estatua, petrificada por la angustia, murmuró: «No, era mi criada…, está al tanto de todo…». Luego, tras una pausa, añadió: «Yo me quedé… a su lado». Se le escapó de los labios como un grito de dolor horrible, y, tras un ahogo que le provocó un estertor, lloró, lloró a lágrima viva, entre sollozos y espasmos, durante un minuto o dos. De pronto sus lágrimas cesaron, se agotaron, como secadas interiormente por un fuego; y, tras volver a estar trágicamente serena, dijo: «¡Vamos, rápido!». Yo estaba listo, pero exclamé: «¡Santo cielo, no he avisado que engancharan el coche!». Me respondió: «Tengo uno, es el suyo, el que espera». Se cubrió hasta los cabellos y partimos.

Cuando estuvo a mi lado en la oscuridad del coche, me cogió de repente la mano y, torturándola con sus delgados dedos, balbució con voz espasmódica, por espasmos provocados por el corazón roto: «¡Oh!, ¡si supiera cuánto sufro, cuánto! Le amaba, le amaba perdidamente, como una loca, desde hace seis meses».

Pregunté: «¿Se ha despertado alguien en su casa?». Ella respondió: «Nadie, fuera de Rose, que lo sabe todo».

Nos paramos delante de su portal; en la casa todos dormían, en efecto; entramos sin hacer ruido con una llave maestra y subimos la escalera de puntillas. La criada, espantada, estaba sentada en el último escalón, con una vela encendida al lado, sin haber tenido el valor de quedarse junto al muerto.

Entré en la habitación. Estaba toda patas arriba, como tras una lucha. La cama revuelta, arrugada, deshecha, estaba abierta, como en espera; una sábana caída hasta la alfombra; algunas toallas mojadas, con las que se había humedecido las sienes del joven, estaban por el suelo junto a una palangana y un vaso. Y un extraño olor a vinagre de cocina mezclado con exhalaciones de agua de Lubin
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causaba náuseas desde la puerta.

Cuan largo era, tendido de espaldas, en medio de la habitación, estaba extendido el cadáver.

Me acerqué, le examiné, le palpé, le abrí los ojos, le toqué las manos, y luego, volviéndome hacia las dos mujeres que temblaban como si estuvieran heladas, dije: «Ayúdenme a ponerle sobre la cama». Lo colocamos despacio. Le ausculté el corazón, le puse un espejo delante de la boca; luego murmuré: «Está muerto. ¡Vistámosle enseguida!». ¡Fue un espectáculo espantoso!

Le cogí los miembros, uno tras otro, como si hubiera sido un enorme muñeco, tratando de ponerle las prendas a medida que me las iban alargando las dos mujeres. Le pusimos los calcetines, los calzoncillos, los pantalones, el chaleco y, por último, la levita, en la que nos costó un gran esfuerzo conseguir hacer entrar los brazos.

Cuando hubo que abrochar los botines, las dos mujeres se arrodillaron, mientras yo las alumbraba; fue terriblemente difícil porque, mientras tanto, los pies se le habían hinchado un poco. Al no encontrar el abotonador, se valieron de sus horquillas.

Apenas acabamos con la horrible tarea de vestirlo, examiné nuestra obra y dije: «Habría que peinarle un poco». La criada fue a buscar el escarpidor y la bruza de su ama; pero como ella temblaba y atusaba, con movimientos involuntarios, los largos y enredados cabellos, la señora Lelièvre se apoderó violentamente del peine, y arregló la melena con suavidad, como si le acariciase. Volvió a hacer la raya, cepilló la barba, luego ensortijó lentamente los bigotes en su dedo, tal como estaba acostumbrada a hacerlo, sin duda, en los momentos de amorosa intimidad.

De repente, dejando lo que tenía en las manos, cogió la cabeza inerte de su amante y miró larga, desesperadamente esa cara muerta que no le sonreiría más; luego, abatiéndose sobre él, lo abrazó, lo besó con furia. Sus besos caían, como golpes, sobre la boca cerrada, sobre los ojos sin vida, sobre las sienes, sobre la frente. Luego, acercándose al oído, como si él pudiera oír aún, como para balbucear la palabra que hace más ardientes los abrazos, repitió, diez veces seguidas, con una voz desgarradora: «Adiós, querido».

Pero el reloj de pared dio las doce de la noche.

Me sobresalté: «¡Caramba, medianoche! Es la hora en que cierra el círculo. ¡Vamos, señora, energía!».

Ella se enderezó. Yo ordené: «Llevémosle al salón». Le cogimos los tres y, una vez allí, lo dejamos sentado en un diván y yo encendí los candelabros.

Se abrió el portón y se cerró pesadamente. Era ya Él. Exclamé: «Rápido, Rose, tráigame las toallas y la palangana, y arregle la habitación. ¡Vamos, dese prisa, por el amor de Dios! El señor Lelièvre está a punto de entrar».

Oía subir, acercarse los pasos. Unas manos, en la oscuridad, tanteaban las paredes. Entonces exclamé: «Por aquí, amigo: ha habido un accidente».

Y el marido, estupefacto, apareció en el umbral, con un puro en la boca. Preguntó: «¿Qué? ¿Qué ocurre? ¿Qué es esto?».

Fui a su encuentro: «Amigo, estamos en un buen aprieto. Me he entretenido charlando con su mujer y este amigo que me ha traído en su coche. Y he aquí que de repente se desmaya y, dos horas después, pese a los cuidados, no ha recobrado aún el conocimiento. No he querido llamar a ningún extraño. Ayúdeme a bajarle. En su casa le atenderé mejor».

El marido, sorprendido pero sin desconfiar, se quitó el sombrero; luego cogió de los brazos a su rival ya inofensivo. Yo me coloqué entre sus piernas, como un caballo entre los varales; y comenzamos a bajar la escalera, con su mujer alumbrándonos.

Cuando estuvimos delante de la puerta, enderecé el cadáver y le hablé, animándole para engañar al cochero: «Vamos, amigo, no será nada; se siente ya mejor, ¿no? Ánimo, vamos, un poco de valor, haga un pequeño esfuerzo, y se acabó».

Como presentía que iba a desplomarse, pues se me deslizaba de las manos, le di un golpetazo con el hombro que le lanzó hacia delante y le hizo bascular en el coche, luego subí detrás de él.

El marido, inquieto, me preguntaba: «¿Cree que es grave?». Yo respondí: «No», sonriendo, y miré a la mujer. Ella había cogido del brazo a su legítimo esposo y clavaba la mirada en el fondo oscuro del coche.

Nos dimos un apretón de manos, y di orden de partir. A lo largo de todo el camino, el muerto se me iba cayendo sobre la oreja derecha.

Cuando llegamos a su casa, dije que se había desvanecido por el camino. Ayudé a subirlo a su habitación, luego certifiqué su muerte: y representé otra comedia delante de su familia consternada. Al final me volví a la cama, no sin haber jurado contra los enamorados.

*

El doctor se calló, sin dejar de sonreír.

La joven, crispada, le preguntó:

—¿Por qué me ha contado esta espantosa historia?

Él se inclinó galantemente:

—Para ofrecerle mis servicios, si los requiere.

PIERROT
*

La señora Lefèvre era una señora pueblerina, una viuda, una de esas medio campesinas con cintajos y pomposos sombreros, de esas personas que trabucan las palabras, que en público se dan grandes aires y ocultan bajo una apariencia cómica y emperifollada un espíritu vulgar y pretencioso, así como disimulan bajo sus guantes de seda cruda las manos gruesas y enrojecidas.

Tenía de criada a una buena y sencilla campesina, llamada Rose.

Las dos mujeres vivían en una casita con las persianas verdes, a la vera del camino, en Normandía, en el centro de la región de Caux.

En el jardincillo de delante de casa cultivaban algunas hortalizas.

Una noche les robaron una docena de cebollas.

Rose, apenas reparó en el hurto, corrió a dar aviso a su señora, que bajó en falda de lana. Fue un espanto, una desesperación. ¡Habían robado, robado a la señora Lefèvre! Por tanto, había ladrones en la región, y podían volver.

Las dos mujeres, espantadas, contemplaban las huellas de los pasos, hablaban, hacían conjeturas:

—Sí, han pasado por aquí; han trepado por la tapia; han saltado dentro del cercado.

Estaban asustadas por el futuro. ¿Cómo poder dormir tranquilas en adelante?

La noticia del robo cundió. Se presentaron los vecinos, hicieron sus comprobaciones, expresando cada uno su parecer; y las dos mujeres, a cada nuevo recién llegado, le exponían sus observaciones e ideas.

Un campesino de las cercanías les dio el consejo siguiente: «Tendrían que tener ustedes un perro».

Era cierto; tenían que tener un perro, aunque sólo fuera para dar la alarma. No un perro grande, ¡Dios mío! ¿Qué harían ellas con un perro grande? Había para arruinarse manteniéndolo. Sino un perrito (en Normandía lo llaman
quin
), un chiquilicuatro de
quin
que ladrara.

Una vez que se hubieron ido todos, la señora Lefèvre discutió largo y tendido esta idea del perro. Tras pensarlo bien, ponía mil objeciones, y le aterraba por la simple imagen de un cuenco lleno de comida, pues era de esas señoras pueblerinas cicateras que siempre llevan en el bolsillo unos céntimos para dar ostentosamente limosna a los pobres de la calle y en las cuestaciones dominicales.

Rose, a quien le gustaban los animales, adujo sus razones y las defendió con astucia. Así pues, se decidió que tendrían un perro, un perrito chiquitín.

Se pusieron a buscarlo, pero no encontraban más que grandes, esos devoradores de sopa para ponerse a temblar. El tendero de Rolleville tenía uno, uno muy canijo; pero pretendía que le pagasen dos francos, para cubrir los gastos de crianza. La señora Lefèvre declaró que estaba dispuesta a mantener un
quin
, pero de ningún modo a comprarlo.

Una mañana, el panadero, que estaba al corriente de lo sucedido, trajo, en su vehículo, un extraño animalito amarillento, casi sin patas, con un cuerpecito de cocodrilo, la cabeza de zorro y la cola encorvada hacia arriba, un verdadero penacho tan grande como el resto del cuerpo. Un cliente quería deshacerse de él. A la señora Lefèvre le pareció muy bonito aquel horrendo gozque, que no costaba nada. Rose lo besó y preguntó cómo se llamaba. El panadero respondió: «Pierrot».

Le instalaron en una vieja caja para guardar los jabones y primero le dieron de beber agua. Se la bebió. Luego le pusieron delante un pedazo de pan. Se lo comió. La señora Lefèvre, preocupada, tuvo una idea: «Una vez que se haya acostumbrado a la casa, le dejaremos libre. Ya encontrará él qué comer por el pueblo».

Lo dejaron libre, pero esto no fue óbice para que tuviera siempre hambre. Sólo ladraba para pedir de comer; y en ese caso ladraba obstinadamente.

Cualquiera podía entrar en el jardín. Pierrot les hacía fiestas a todos y se quedaba completamente mudo.

Sin embargo, la señora Lefèvre se había acostumbrado al animal. También ella le había tomado cariño y de vez en cuando le daba algún bocado de pan que mojaba en la salsa de su guiso.

Pero no había pensado en absoluto en el impuesto municipal, y cuando vinieron a cobrarle los ocho francos —¡ocho francos, señora!— por aquel chiquilicuatro de
quin
que ni siquiera ladraba, poco faltó para que le diera un síncope.

Inmediatamente decidieron desembarazarse del perro. Nadie lo quiso. Todos los vecinos en el radio de diez leguas a la redonda lo rechazaron. Entonces decidieron, a falta de otro medio, hacerle
piquer du mas
.

Piquer du mas
significa «comer marga». Se hace
piquer du mas
a todos los perros de los que uno desea desembarazarse.

En medio de una vasta llanura se ve una especie de cabaña, o más bien una pequeña techumbre de bálago, plantada en el suelo. Es la entrada de la marguera. Un gran pozo desciende en vertical unos veinte metros bajo tierra, para desembocar en una serie de largas galerías de mina.

Se baja una vez al año a esa cantera, en la estación en que se abona los campos con marga. El resto del tiempo sirve de cementerio de los perros condenados; y a menudo, cuando se pasa cerca del pozo, se oyen salir gritos quejumbrosos, ladridos furiosos o desesperados, llamadas desgarradoras.

Los perros de los cazadores y de los pastores huyen despavoridos de las inmediaciones de aquel pozo gemebundo; y, cuando uno se asoma a él, sale un pestilente olor a putrefacción.

Horrendas tragedias acontecen en aquella oscuridad.

Mientras un animal agoniza desde hace diez o doce días en el fondo, nutriéndose de los restos inmundos de los que le han precedido, es arrojado de improviso otro animal, más gordo, y sin duda más vigoroso. Están solos, hambrientos, con los ojos relucientes. Se acechan, se siguen, vacilan, ansiosos. Pero el hambre aprieta: se asaltan, luchan largo rato encarnizadamente; y el más fuerte se come al más débil, devorándolo vivo.

En cuanto se decidió que se haría
piquer du mas
a Pierrot, se pusieron a buscar un ejecutor. El peón caminero que quitaba la hierba de la carretera pidió diez sueldos por tomarse la molestia. A la señora Lefèvre le pareció una verdadera locura. El mozo del vecino se contentaba con cinco sueldos; seguía siendo demasiado; y, tras haber hecho ver Rose que sería mejor llevarlo personalmente, para que no fuera maltratado por el camino y no se diera cuenta de cuál iba a ser su destino, decidieron ir ellas dos al caer la noche.

Primero le dieron unas buenas sopas con dos dedos de manteca. Él se las zampó hasta la última gota y, mientras movía la cola de contento, Rose le cogió en su delantal.

Fueron a paso largo por el llano, como dos merodeadores. No tardaron en divisar la marguera y cuando llegaron la señora Lefèvre se asomó para oír si gemía algún animal. No, no había ninguno, Pierrot estaría solo. Entonces Rose, llorando, lo besó y lo tiró dentro del pozo; acto seguido las dos se inclinaron, aguzando el oído.

Primero oyeron un ruido sordo; luego el lamento agudo, desgarrador, de un animal herido y una sucesión de grititos de dolor, a continuación llamadas desesperadas, súplicas de perro implorante, con el hocico alzado hacia la abertura.

¡Ladraba, oh, si ladraba!

Les entraron remordimientos, sintieron espanto, un miedo irracional e inexplicable; y escaparon a todo correr. Y, como Rose iba más rápido, la señora Lefèvre gritaba:

—¡Espéreme, Rose, espéreme!

Pasaron una noche de espantosas pesadillas.

La señora Lefèvre soñó que estaba sentada a la mesa para tomarse las sopas y, cuando levantaba la tapa de la sopera, dentro estaba Pierrot, que saltaba y le mordía la nariz.

Se despertó y le pareció oírle ladrar. Se puso a la escucha; estaba en un error.

Volvió a dormirse y soñó que se encontraba en una gran carretera y caminaba por esa carretera interminable. De pronto, justo en medio, aparecía una de esas cestas grandes de granjero, allí abandonada; y aquella cesta le infundía miedo.

Pero al final la abría y Pierrot, que estaba acurrucado dentro, le mordía la mano, sin soltar su presa; y ella escapaba espantada, llevando en el extremo del brazo al perro colgando, con las fauces apretadas.

Se levantó al alba, medio loca, y corrió a la marguera.

Él ladraba; ladraba aún, había ladrado toda la noche. Ella se puso a sollozar y le llamó con mil diminutivos cariñosos. Él respondió con todas las inflexiones tiernas de su voz perruna.

Entonces quiso volver a verle, prometiéndose hacerle feliz hasta su muerte.

Corrió a casa del pocero encargado de la extracción de la marga y le contó la cosa. El hombre escuchaba sin decir nada. Cuando ella hubo terminado, dijo:

—¿Quiere a su perrito? Pues le costará cuatro francos.

Le dio un patatús; todo su dolor se esfumó de golpe.

—¡Cuatro francos! ¡Antes muerta que pagar cuatro francos!

Él respondió:

—¿Se cree usted que voy a llevar mis cuerdas, mis manivelas, montarlo todo y bajar allí con mi ayudante para que me muerda su maldito
quin
, por la simple satisfacción de devolvérselo? ¡No hubiera tenido que tirarlo!

Ella se fue indignada:

—¡Cuatro francos!

Apenas llegó a casa, llamó a Rose y le contó las pretensiones del pocero. Rose, resignada como siempre, repetía:

—¡Cuatro francos! Es dinero, señora…

Luego añadió:

—¿Y si le echásemos de comer a ese pobre perrito para no dejarle morirse así?

Toda contenta, la señora Lefèvre dio su aprobación; y helas de nuevo en marcha, con un buen pedazo de pan untado con manteca.

Lo cortaron a rebanadas, que echaban una tras otra, hablándole alternativamente a Pierrot. Y tan pronto como éste se había acabado un pedazo, ladraba para reclamar el siguiente.

Regresaron por la tarde, luego al día siguiente, todos los días. Pero ya no hacían más que un viaje.

Ahora bien, una mañana, justo en el momento en que iban a dejar caer la primera rebanada, oyeron de repente un ladrido formidable en el pozo. ¡Eran dos! ¡Habían tirado a otro perro, a uno grande!

Rose exclamó:

—¡Pierrot!

Y Pierrot ladró y ladró. Entonces se pusieron a tirarle el alimento, pero, cada vez, distinguían perfectamente una gresca tremenda, luego los gritos quejumbrosos de Pierrot mordido por su compañero, que se lo comía todo, al ser más fuerte.

Por más que especificaban: «¡Es para ti, Pierrot!», a Pierrot, evidentemente, no le llegaba nada.

Las dos mujeres se miraron desconcertadas; y la señora Lefèvre dijo con acritud:

—No puedo dar de comer a todos los perros que tiren aquí dentro. No hay más remedio que renunciar.

Y, aterrada ante la idea de que todos aquellos perros vivieran a su costa, se fue, llevándose también lo que quedaba del pan, que se comió por el camino.

Rose la seguía, secándose las lágrimas con el pico de su delantal azul.

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