Cuentos esenciales (26 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

OTROS TIEMPOS
*

Cuando, en el pasado siglo, un caballero arruinaba galantemente a su amante, veía aumentar enseguida su buena reputación. Si la amante así despojada era una gran dama; si, abandonada tan pronto como su bolsa estaba vacía, era sustituida por otra a la que el seductor desvalijaba con no menos facilidad e igual apetito, el caballero se convertía en un libertino, en una persona de moda, considerado, envidiado, respetado, admirado, profundamente reverenciado, que gozaba del pleno favor de los poderosos y de las mujeres.

Pero ¡ay!, ¡ay!, un siglo después la juventud, que se dice escolarizada, proclamando y profesando una moral completamente distinta de la de los grandes señores del pasado, fanatizándose en nombre de unos rígidos principios, cae con furia sobre los pocos que han quedado en representación de la tradición del pasado y los echa al agua para ver si flotan.

Y estas víctimas supuestas, pero no convictas, estos descendientes de los libertinos son unos desdichados, unos pobres, unos desheredados de la fortuna, sin medios en las calles de París, y sin embargo creados con unos instintos de millonarios, con la necesidad de gastar que contrasta con una indolencia innata que los mantiene apartados del trabajo.

Han razonado de un modo que podría parecer acertado si no supiéramos que es falso, a saber: que en el mundo existen miles de mujeres cuya única profesión consiste en arruinar a los hombres aprovechándose de los sentimientos malsanos que les inspiran; así pues, resulta equitativo quitarles a esas mujeres el dinero ganado con esos medios deshonestos, provocando a su vez en ellas sentimientos no menos malsanos.

No es otro que el principio de la medicina homeopática aplicado a la moral: el mal tratado con el peor veneno; ahora bien, si el método homeopático cura… Saquemos nuestras propias conclusiones.

El resultado de todo ello ha sido que los vengadores de la honestidad han sido derrotados, encarcelados, aplastados, machacados por las tropas encargadas de velar por el orden público; y que los ahogados eran simples e inocuos burgueses que volvían de la oficina a casa; que los traficantes de mujeres, llamados rufianes, conseguirán beneficiarse con la publicidad que se les hace así gratuitamente; que los guardianes del orden que han cumplido con su deber se verán sustituidos, y el prefecto de policía, que ya no sabe por dónde salir, seguramente trasladado.

Así pues, todo va del mejor modo posible en el mejor de los mundos.

Para esto es para lo que sirven las revueltas por la buena causa, las revoluciones, las indignaciones y, en general, todos los sentimientos valerosos que arman el brazo de los hombres abnegados.

*

En el campo la gente es sin duda más sensata. La escena que sigue no es sino un relato fiel de los hechos.

Es más, yo fui testigo de ella, la vi con mis propios ojos.

En la sala del juez de paz, en Normandía.

El juez, un obeso hombre asmático, está sentado tras una gran mesa, flanqueado por su secretario. Viste un ropón gris con los botones metálicos y habla con parsimonia, tosiendo el aire que silba en sus conductos respiratorios como si hubiera un escape en ellos.

En el fondo de la gran sala, unos campesinos con blusón azul, sentados en unos bancos, con la gorra o el sombrero entre las piernas. Están serios, con cara de cretinos y astutos, y preparan dentro de sí los argumentos en favor de su causa. Escupen sin cesar junto a sus pies, calzados con unos zapatones grandes como barcas de pesca; y un charco de saliva marca el territorio de cada uno.

Enfrente del juez, justo al otro lado de la mesa, las partes cuyo litigio se dirime en ese momento.

La denunciante es una señora de campo que frisa en los cincuenta, de cara rojiza, que resplandece bajo un sombrero hortelano que se diría lleno de espárragos, de rábanos y de cebollas. Es seca, esquinada, horrible y pretenciosa, con unos manguitos de punto, y los cintajos de su toca revolotean en torno a su cabeza como las banderolas de un navío.

El acusado, un mocetón de veintiocho años, mofletudo y bobalicón, parece un monaguillo cebado y engordado demasiado deprisa. Ella y él se lanzan miradas feroces.

Él es asistido y defendido por su padre, un viejo campesino idéntico a un ratón, y por su joven mujer, roja de furor pero también lozana, una moza recia campesina, sana y con el pelo cardado, carne de reproducción, de primer premio en un concurso agrícola.

He aquí los hechos. La señora, viuda de un oficial sanitario, había criado a mesa y mantel al joven campesino, reservándoselo para sus placeres. Tras los muchos servicios prestados por él, ella le había regalado una pequeña finca en reconocimiento de su buena voluntad. Pero el muchacho, apenas recibida la dote, se había casado, dejando a la vieja, que, furibunda, reclamaba lo suyo: o el muchacho o la finca, a elección.

El juez, muy perplejo, había terminado de escuchar la denuncia de la señora. Entre el público nadie reía. La causa era seria y merecía reflexión.

A su vez, el jovenzuelo se levantó para responder.

El juez le interrogó.

—¿Qué tiene que alegar?

—La finca me la dio ella.

—¿Por qué se la dio? ¿Qué hizo usted para merecerla?

Indignado, el jovenzuelo enrojeció hasta las cejas.

—¿Que qué he hecho, señor juez, que qué he hecho? ¡Desde hace quince años esa arpía me ha chupado la sangre, no se puede decir que no me la haya merecido!

Esta vez se alzó un murmullo entre el público, y unas voces convencidas repetían:

—¡Ah, seguro que se la ha merecido!

El padre consideró llegado el momento de intervenir:

—¿Cree que le habría entregado a un chiquillo de quince años de no haber contado con una gratificación?

Por su parte, su joven mujer se adelantó furiosa, exasperada y, levantando la mano hacia la señora impasible y roja, dijo:

—¡Pero mírela usted, señor juez, mírela! ¿Cómo se puede decir que no se la ha merecido?

El juez miró y observó largamente a la vieja, consultó al secretario, comprendió que verdaderamente se la merecía y desestimó el caso. Todo el público aprobó la decisión.

Et nunc erudimini
.
1

CONFESIONES DE UNA MUJER
*

Me ha pedido usted, querido amigo, que le cuente los recuerdos más vivos de mi vida. Soy muy vieja, sin parientes ni hijos; por eso puedo confesarme libremente con usted. Prométame tan sólo no revelar nunca mi nombre.

Fui muy amada, como usted sabe; y yo misma amé a menudo. Era muy bella; puedo decirlo hoy que no queda nada de ello. El amor era para mí la vida del alma, como el aire es la vida del cuerpo. Habría preferido morir antes que vivir sin afectos, sin un pensamiento siempre pendiente de mí. Las mujeres pretenden con frecuencia amar una sola vez con toda la fuerza de su corazón; me ha ocurrido a menudo querer tan apasionadamente que creía imposible que mis arrebatos pudieran tener fin. Y, sin embargo, se apagan siempre de forma natural, como el fuego al que falta la leña.

Hoy le contaré mi primera aventura; no fue por culpa mía, pero ella determinó todas las demás.

La horrible venganza de ese espantoso boticario de Pecq me ha traído de nuevo a la mente el drama espantoso al que tuve que asistir a mi pesar.

Llevaba casada un año con un hombre rico, el conde Hervé de Ker…, un bretón de vieja estirpe al que, naturalmente, yo no amaba. El amor, el verdadero, tiene, en mi opinión, necesidad de libertad a la vez que de obstáculos. El amor impuesto, sancionado por la ley, bendecido por el sacerdote, ¿es acaso amor? Un beso legal no valdrá nunca lo que un beso robado.

Mi marido era de alta estatura, elegante y con maneras de auténtico señor. Pero no era inteligente. Hablaba de un modo tajante, expresando pareceres que cortaban como cuchillos. Se notaba que su mente estaba llena de ideas preconcebidas, inculcadas por su padre y su madre, que las habían recibido a su vez de sus antepasados. No dudaba nunca, tenía acerca de todo una opinión inmediata y limitada, sin vacilar nunca ni comprender que podía existir otra manera de ver las cosas. Se notaba la cerrazón de aquella mente, por la que no circulaban ideas, esas ideas que renuevan y orean el espíritu igual que el viento que entra en una casa donde se han abierto de par en par puertas y ventanas.

El castillo en que vivíamos se encontraba en unas tierras completamente desiertas. Era un gran edificio triste, enmarcado por unos enormes árboles cubiertos de musgo que hacían pensar en las blancas barbas de los ancianos. El parque era un verdadero bosque, circundado por un hondo foso, auténtico foso defensivo, y al fondo, del lado del páramo, había dos grandes embalses llenos de cañaveras y de plantas flotantes. Entre ellos, a orillas del riachuelo que los unía, mi marido había hecho construir una pequeña cabaña para dispararles a los patos salvajes.

Aparte de los criados ordinarios, había un guarda, una especie de bruto fiel a mi marido hasta la muerte, y una doncella, casi una amiga, muy apegada a mí. Me la había traído de España, cinco años antes. Era una niña abandonada. Se la hubiera tomado por una gitana, con su tez morena, sus ojos negros, sus cabellos espesos como un bosque y siempre erizados en torno a la frente. Tenía entonces dieciséis años, pero aparentaba veinte.

Estábamos a comienzos de otoño. Se iba mucho de caza, tanto en nuestros dominios como en los de nuestros vecinos; y puse mis ojos en un joven, el barón de C…, cuyas visitas al castillo se hacían particularmente asiduas. Luego dejó de venir, y yo no volví a pensar más en él; pero me di cuenta de que mi marido se comportaba conmigo de un modo distinto.

Parecía taciturno, preocupado, no me besaba ya; y aunque no entrara nunca en mi alcoba, que yo había querido que estuviese separada de la suya para estar un poco sola, oía a menudo de noche unos pasos acercarse furtivamente a mi puerta y alejarse al cabo de un momento.

Dado que mi ventana estaba en la planta baja, me pareció a menudo también oír a alguien merodear en la oscuridad en torno al castillo. Se lo hice saber a mi marido, que me miró de hito en hito durante unos instantes, y contestó:

—No hay nadie: es el guarda.

Ahora bien, una noche, cuando estábamos terminando de cenar, Hervé que, cosa rara en él, parecía muy alegre, de una alegría un tanto burlona, me preguntó:

—¿Le gustaría pasarse tres horas al acecho para matar a un zorro que viene todas las noches a comerse mis gallinas?

Me quedé sorprendida: vacilaba; pero, como él me miraba con extraña persistencia, acabé por responder:

—Por supuesto, querido.

Preciso es que le diga que yo cazaba el lobo y el jabalí como un varón. Era, pues, algo muy natural que se me propusiera ese acecho.

Pero, de pronto, mi marido pareció extrañamente nervioso; durante toda la noche no hizo sino agitarse, levantándose y volviéndose a sentar febrilmente.

Hacia las diez me dijo de repente:

—¿Está lista?

Me levanté y, mientras él me alargaba el rifle, pregunté:

—¿He de cargarlo con bala o con balines?

Pareció sorprendido y dijo:

—Con balines; será suficiente, no le quepa duda.

Al cabo de unos instantes, añadió con tono extraño:

—Puede enorgullecerse de tener una gran sangre fría…

Me eché a reír:

—¿Yo? ¿Y por qué? ¿Sangre fría para ir a matar un zorro? ¿En qué está pensando, amigo?

Y he aquí que nos ponemos en camino, sin hacer ruido, a través del parque. Todos en casa dormían. La luna llena parecía teñir de amarillo el viejo edificio oscuro cuyo tejado de pizarra relucía. Las dos torrecillas que lo flanqueaban mostraban en la punta dos manchas de luz, y ningún ruido turbaba el silencio de esa noche clara y triste, agradable y pesada, que parecía muerta. Ni un temblor de aire, ni un croar de sapo, ni un gemido de lechuza; gravitaba sobre todo un lúgubre sopor.

Una vez bajo los árboles del parque, sentí un gran fresco y un olor a hojas caídas. Mi marido no decía nada: estaba a la escucha, observaba, parecía que quisiera husmear en la oscuridad, dominado totalmente por la pasión de la caza.

Pronto llegamos a orillas de los embalses.

Su cabellera de juncos estaba inmóvil, ninguna brisa la acariciaba; pero el agua se veía recorrida por unos estremecimientos casi imperceptibles. A veces, se movía un punto en la superficie y partían de él unos ligeros círculos semejantes a arrugas luminosas, que se agrandaban sin fin.

Cuando llegamos a la cabaña donde habíamos de apostarnos, mi marido me hizo entrar primero a mí, luego armó lentamente su rifle y el ruido seco del rastrillo de la llave me produjo un extraño efecto.

Él advirtió mi estremecimiento y me preguntó:

—¿Acaso le basta con esto? Entonces, puede irse.

Respondí, bastante sorprendida:

—De ninguna manera. No he venido para irme. Pero, ¿sabe?, esta noche está usted muy raro.

Murmuró:

—Como quiera.

Permanecimos inmóviles.

Cerca de media hora después, dado que nada turbaba la pesada y límpida claridad de la noche otoñal, dije en voz muy baja:

—¿Está seguro de que pasará por aquí?

Hervé se sobresaltó, como si le hubiera mordido, y, con la boca en mi oído, dijo:

—Sí que lo estoy: escuche.

Y se hizo de nuevo el silencio.

Creo que comenzaba a amodorrarme cuando mi marido me apretó el brazo; y su voz silbante, demudada, dijo:

—¿Lo ve, allá, debajo de los árboles?

Por más que yo miraba, no distinguía nada. Y lentamente Hervé encaró el rifle, sin dejar de mirarme fijamente a los ojos. También yo estaba lista para disparar, cuando he aquí que aparece a unos treinta pasos delante de nosotros, en plena luz, un hombre que avanzaba a paso ligero, con el cuerpo inclinado, como si huyese.

Me quedé tan pasmada que lancé un gran grito; pero antes incluso de que pudiera darme la vuelta una llama cruzó por delante de mis ojos, un disparo me aturdió, y vi al hombre rodar por tierra como un lobo que recibe una bala.

Empecé a dar agudos gritos, espantada, enloquecida; entonces una mano furiosa, la mano de Hervé, me aferró la garganta. Fui arrojada al suelo, luego levantada por sus robustos brazos. Corría, llevándome en volandas, hacia el cuerpo extendido sobre la hierba, y me tiró encima de él con violencia, como si hubiera querido romperme la cabeza.

Me sentí perdida; iba a matarme y ya levantaba el talón sobre mi cabeza, cuando a su vez fue aferrado, derribado, sin que yo hubiera podido comprender aún qué estaba pasando.

Me levanté de golpe y vi, arrodillada sobre Hervé, a mi doncella Paquita, la cual, agarrada a él como un gato enfurecido, convulsa, fuera de sí, le arrancaba los pelos de la barba, de los bigotes y la piel del rostro.

Luego, como cambiando bruscamente de idea, se levantó y, echándose sobre el cadáver, lo abrazó, comenzó a besarlo en los ojos, en la boca, abriendo con sus labios los labios muertos, buscando la respiración y el beso profundo de los amantes.

Mi marido, que se había levantado, miraba. Comprendió y, dejándose caer a mis pies, dijo:

—Perdóname, querida, he sospechado de ti y he dado muerte al amante de esta muchacha. El guarda me ha engañado.

Yo miraba los extraños besos del muerto y de la viva; y los sollozos de ella, y sus arrebatos de amor desesperado.

A partir de aquel momento comprendí que le sería infiel a mi marido.

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