Cuentos esenciales (72 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

LO HORRIBLE
*

La noche tibia caía lentamente.

Las mujeres se habían quedado en el salón de la quinta. Los hombres, sentados o a horcajadas de las sillas del jardín, fumaban delante de la puerta, en torno a una mesa redonda llena de tazas y de copitas.

Sus puros brillaban cual ojos en la oscuridad que se adensaba minuto a minuto. Hablaban de una terrible desgracia ocurrida el día antes: dos hombres y tres mujeres se habían ahogado ante los ojos de los invitados, allí delante mismo, en el río.

El general de G
***
dijo:

*

Sí, estas cosas son conmovedoras, pero no horribles.

Lo horrible, esa vieja palabra, quiere decir mucho más que terrible. Un accidente espantoso como éste conmueve, turba y trastorna, pero no hace perder la cabeza. Para alcanzar el horror no bastan las conmociones anímicas o el espectáculo de la muerte atroz; hace falta un escalofrío de misterio o bien una sensación de espanto anormal, contranatural. Un hombre que muere aunque sea del modo más dramático no causa horror; un campo de batalla no es horrible; la sangre tampoco; es raro que los más viles delitos sean horribles.

Les pondré dos ejemplos personales que me permitieron comprender qué puede entenderse por «horror».

Fue durante la guerra de 1870. Nos estábamos retirando hacia Pont-Audemer, después de haber atravesado Ruán. El ejército, en torno a unos veinte mil hombres, veinte mil hombres en fuga, en desbandada, desmoralizados, agotados, se estaba replegando hacia Le Havre.

La tierra estaba cubierta de nieve. Caía la noche. No habíamos comido nada desde la víspera. La gente huía rápido, pues los prusianos no estaban lejos.

Toda la campiña normanda, de un color cárdeno, manchada de las sombras de los árboles que rodeaban las alquerías, se extendía bajo un cielo negro, pesado y siniestro.

No se oía nada más, en el mortecino resplandor del crepúsculo, que un ruido confuso, impreciso y sin embargo desmedido de ganado en marcha, un pisotear sin límites, mezclado con un vago entrechocar de escudillas o de sables. Los hombres, encorvados, cargados de espaldas, sucios, a menudo incluso harapientos se arrastraban, se apresuraban en la nieve, con zancadas extenuadas.

La piel de las manos se pegaba al acero de las culatas, pues helaba espantosamente aquella noche. A menudo se veía a un joven soldado de infantería quitarse sus botas para ir descalzo, de tanto como sufría calzado; y dejaba en cada huella un rastro de sangre. Al cabo de un poco se sentaba en el suelo para descansar unos momentos, y ya no volvía a levantarse. Cada hombre sentado era un hombre muerto.

¡A cuántos de nosotros habíamos dejado atrás, de esos pobres soldados agotados, que pensaban volver a partir inmediatamente después de haber estirado un poco sus rígidas piernas! Bastaba con que dejaran de moverse y de hacer circular por sus carnes gélidas su sangre casi inerte, para que un entorpecimiento invencible los inmovilizase, los clavase al suelo, cerrase sus ojos y, en un instante, paralizase aquella maquinaria humana agotada. Inclinaban apenas la frente sobre las rodillas, pero sin caer del todo, porque sus lomos y sus miembros se volvían rígidos, duros como madera, sin poder ya doblarse o enderezarse.

Los pocos robustos de entre nosotros seguíamos andando, ateridos hasta los tuétanos, avanzando por la fuerza de la inercia, en aquella noche, en aquella nieve, en aquella campiña helada y mortal, abrumados por la tristeza, la derrota, la desesperación y, sobre todo, agobiados por la espantosa sensación del abandono, del fin, de la muerte, de la nada.

Vi a dos gendarmes que sostenían por los brazos a un extraño hombrecillo, viejo, sin barba, de aspecto verdaderamente sorprendente.

Buscaban a un oficial, pues creían haber apresado a un espía.

La palabra «espía» corrió enseguida entre los rezagados, que formaron un corro en torno al prisionero. Una voz gritó: «¡Hay que fusilarlo!». Y todos aquellos soldados que se caían del agotamiento, que se mantenían de pie sólo porque se apoyaban en sus fusiles, sintieron de repente ese estremecimiento de ira furiosa y bestial que empuja a las multitudes a la masacre.

Yo quise decir algo. Era por aquel entonces comandante de batallón; pero los jefes no eran ya reconocidos y me habrían fusilado también a mí.

Uno de los gendarmes me dijo:

«Hace tres días que nos viene detrás. Pedía a todos información sobre la artillería».

Traté de interrogar a aquel ser:

«¿Qué hace? ¿Qué quiere? ¿Por qué sigue al ejército?».

Él barbotó algunas palabras en un dialecto incomprensible.

Era en verdad un tipo extraño, estrecho de hombros, de mirar hipócrita y se le veía tan trastornado delante de mí que no dudé ya realmente de que se trataba de un espía. Parecía de edad avanzada y débil. Me miraba desde abajo, con aire humilde, estúpido y astuto.

Los hombres gritaban a nuestro alrededor:

«¡Al paredón!, ¡al paredón!».

Yo dije a los gendarmes:

«Ustedes son los responsables del prisionero…».

No había terminado de decirlo cuando un terrible empujón me derribó, y vi, en cuestión de segundos, a los enfurecidos soldados coger al hombre, tirarle al suelo, golpearle, arrastrarle hasta el borde del camino y echarlo contra un árbol. Cayó en la nieve, ya casi muerto.

Lo fusilaron enseguida, los soldados dispararon contra él, recargaban los fusiles para hacer fuego de nuevo con brutal encarnizamiento. Se peleaban para poder disparar, desfilaban por delante del cadáver sin dejar de tirotearle, como se desfila por delante de un ataúd para asperjar el agua bendita.

De pronto corrió una voz:

«¡Los prusianos!, ¡los prusianos!».

Y oí, en torno a mí, el inmenso ruido del ejército espantado, a la carrera.

El pánico, causado por esos disparos sobre el vagabundo, había aterrado a los mismos justicieros, los cuales, ignorantes de ser la causa del miedo, emprendieron la huida, desapareciendo en la oscuridad.

Yo me quedé solo delante del cuerpo con los dos gendarmes, a quienes el sentido del deber había retenido cerca de mí.

Levantaron aquella carne martirizada, molida y sanguinolenta.

«Hay que registrarlo», les dije.

Y les alargué una caja de cerillas que tenía en el bolsillo. Uno de los soldados alumbraba al otro. Yo estaba de pie entre ellos dos.

El soldado que sostenía el cuerpo dijo:

«Lleva una blusa azul, una camisa blanca, pantalón, un par de zapatos».

La primera cerilla se apagó; se encendió la segunda. El hombre siguió vaciando los bolsillos:

«Un cuchillo con el mango de cuerno, un pañuelo a cuadros, una tabaquera, un cordel, un mendrugo».

La segunda cerilla se apagó. Encendieron la tercera. Tras haber palpado un buen rato el cadáver, el gendarme declaró:

«Eso es todo».

Yo dije:

«Desvístanlo. Quizá encontremos algo adherido a su piel».

Y, para que los dos soldados pudieran actuar simultáneamente, me puse yo mismo a alumbrarlos. Les veía al súbito y fugaz resplandor de la cerilla quitar las prendas una a una, poner al descubierto esa masa sangrante de carne aún caliente y muerta.

Y de repente uno de ellos balbució:

«¡Por todos los santos, mi comandante, pero si es una mujer!».

No sabría deciros qué extraña y aguda sensación de angustia me encogió el corazón. No conseguía creérmelo y doblé la rodilla en la nieve, delante de esa informe papilla, para ver bien: ¡era una mujer!

Los dos gendarmes, estupefactos y desmoralizados, esperaban que yo diera una opinión.

Pero yo no sabía qué pensar, qué suponer.

Entonces el cabo dijo parsimoniosamente:

«Quizá venía buscando a su hijo que era soldado de artillería y del que no tenía noticias».

Y el otro respondió:

«Quizá sea eso».

Y yo, que había visto tantas cosas tremendas, me eché a llorar. Y delante de aquella muerta, en aquella noche glacial, en medio de aquella llanura negra, delante de aquel misterio, delante de aquella desconocida asesinada, comprendí qué quiere decir la palabra «horror».

La misma sensación la tuve el año pasado hablando con uno de los supervivientes de la expedición Flatters,
1
un fusilero argelino.

Ya conocen ustedes los detalles de ese drama atroz; pero quizá hay uno que ignoran.

El coronel andaba por el Sudán atravesando el desierto, en el inmenso territorio de los tuaregs, que son, en todo ese océano de arena que abarca del Atlántico a Egipto y del Sudán a Argelia, semejantes a piratas, comparables a quienes en otros tiempos asolaban los mares.

Los guías de la expedición eran de la tribu de los chambaa, de Uargla.

Ahora bien, un día se plantó el campamento en pleno desierto, y los árabes declararon que, estando la fuente aún un poco lejos, irían a buscar agua con todos los camellos.

Sólo un hombre previno al coronel de que sería traicionado; pero Flatters no se lo creyó y acompañó al convoy con los ingenieros, los médicos y casi todos sus oficiales.

Fueron masacrados en torno a la fuente, y todos los camellos capturados.

El capitán del puesto árabe de Uargla, que se había quedado en el campamento, asumió el mando de los supervivientes,
spahis
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y fusileros, y emprendieron la retirada, abandonando bagajes y víveres, a falta de camellos para llevarlos.

Se pusieron, pues, en camino en esa soledad sin sombra y sin fin, bajo un sol implacable que los abrasaba de la mañana a la noche.

Una tribu vino a hacer acto de sumisión y trajo unos dátiles. Estaban envenenados. Casi todos los franceses murieron y, entre ellos, el último oficial.

No quedaban más que algunos
spahis
, entre quienes estaba el sargento Pobéguin, más unos fusileros indígenas de la tribu de los chambaa. Tenían aún dos camellos. Desaparecieron una noche con dos árabes.

Entonces los supervivientes comprendieron que de ahí a poco tendrían que devorarse unos a otros y, tras haber descubierto la fuga de los dos hombres con las dos bestias, los restantes se separaron y comenzaron a caminar en fila por la blanda arena, bajo la intensa flama del cielo, a más de un tiro de fusil el uno del otro.

Avanzaban de este modo durante toda la jornada y, cuando llegaban a una fuente, se acercaban a beber uno por vez, tan pronto como el más cercano se había alejado a la misma distancia. Andaban así todo el día, levantando, en la árida y llana extensión, esas nubecillas de polvo que indican a distancia a aquellos que caminan por el desierto.

Pero una mañana uno de los viajeros cambió de improviso de dirección, yendo hacia su vecino. Todos se pararon a mirar.

El que veía venir a su encuentro al soldado hambriento no huyó; pero, echando cuerpo a tierra, le apuntó. Cuando le pareció que lo tenía a tiro, hizo fuego. El otro no fue alcanzado y siguió avanzando, luego alzó a su vez el fusil y mató de un disparo a su compañero.

Entonces, de toda la línea del horizonte, acudieron todos en busca de su parte. Y el que había matado, tras despedazar al muerto, lo distribuyó.

Se diseminaron de nuevo, esos aliados irreconciliables, hasta el próximo asesinato que los acercaría.

Durante dos días vivieron de esta carne humana compartida. Luego volvió el hambre, y el que había matado el primero mató de nuevo. Y de nuevo, como un carnicero, cortó el cadáver y se lo ofreció a sus compañeros, reservándose sólo una porción para él.

Y así continuó esta retirada de antropófagos.

El último francés, Pobéguin, fue masacrado al borde de un pozo, la víspera del día en que llegaron los socorros.

¿Comprenden ahora lo que yo entiendo por lo Horrible?

*

He aquí lo que nos contó, la otra noche, el general de G
***
.

LA CAMA 29
*

Cuando el capitán Épivent pasaba por la calle, todas las mujeres volvían la cabeza. Tenía verdaderamente la estampa del apuesto oficial de húsares. Se daba siempre postín y se pavoneaba sin cesar, orgulloso y preocupado por sus muslos, su talle y su bigote. Magníficos eran, en efecto, su bigote, su talle y sus muslos. El primero era rubio, muy recio, y le caía marcialmente sobre el labio, formando un bonito abultamiento color trigueño, pero fino, cuidadosamente enrollado y que descendía a continuación por los lados de la boca en dos grandes chorros de pelos chulescos. Su talle era delgado como si llevara un corsé, y se ensanchaba en un vigoroso pecho viril, salido y modelado. Sus muslos eran admirables, unos muslos de gimnasta, de bailarín, cuya carne musculada dibujaba todos los movimientos bajo el ceñido paño del pantalón rojo.

Caminaba tensando las corvas y separando pies y brazos, con ese paso ligeramente balanceado de los jinetes, adecuado para dar resalte a piernas y torso, de tanto efecto para quien va de uniforme como insignificante para quien va de paisano.

Como muchos oficiales, el capitán Épivent no sabía llevar el traje de paisano. Con un traje de tela negra o gris parecía el dependiente de una tienda. Pero, en uniforme, triunfaba. Tenía, por otra parte, una hermosa cabeza, la nariz delgada y aquilina, los ojos azules, la frente estrecha. Por desgracia, era calvo, sin que nunca hubiera podido comprender por qué se le había caído el cabello. Pero se consolaba al comprobar que, con unos grandes bigotes, un cráneo un poco pelón no estaba nada mal.

Menospreciaba a todo el mundo en general, pero en su desprecio había muchos grados.

En primer lugar, los burgueses no existían para él. Les miraba, tal como se mira a los animales, sin concederles más atención de la que se concede a los jilgueros o a las gallinas. Sólo los oficiales contaban en el mundo, pero no tenía en la misma estima a todos ellos. En suma, no respetaba más que a los hombres de buena planta, pues la verdadera, la única cualidad del militar debía ser la prestancia. Un soldado era un buen mozo, ¡qué diablos!, un buen mozo de verdad nacido para hacer la guerra y el amor, un hombre de voluntad férrea, de pelo en pecho, nada más. Clasificaba a los generales del ejército francés en razón de su estatura, de su uniforme y del aspecto poco atractivo de su rostro. Bourbaki
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le parecía el más grande hombre de guerra de los tiempos modernos.

Se reía mucho de los oficiales de infantería que son retacos y resoplan al andar, pero tenía sobre todo una invencible falta de estima rayana en la repugnancia por los pobres alfeñiques salidos de la academia militar, esos hombrecillos enjutos con gafas, torpes y desmañados, que parecen tan hechos para el uniforme como un conejo para decir misa, afirmaba. Se indignaba cuando se toleraba en el ejército a esos abortos de piernas enclenques que andan como cangrejos, que no beben, que comen poco y que parecen preferir las ecuaciones a las buenas mozas.

El capitán Épivent tenía éxitos constantes, triunfos con el bello sexo.

Cuantas veces cenaba en compañía de una mujer, daba por descontado que acabarían la noche en la intimidad, sobre el mismo colchón, y, si unos obstáculos insuperables impedían su victoria la misma noche, estaba seguro al menos de la «siguiente». Sus camaradas no gustaban de presentarle a sus amantes, y los comerciantes, que tenían guapas mujeres en el mostrador de sus tiendas, le conocían, le temían y le odiaban de todo corazón.

Cuando pasaba, la mujer del tendero intercambiaba con él, a pesar suyo, una mirada a través de los cristales del escaparate; una de esas miradas que valen más que las palabras tiernas, que llevan en sí una llamada y una respuesta, un deseo y una confesión. Y el marido, advertido por una especie de instinto, se daba la vuelta de golpe, echaba una mirada furiosa hacia la figura orgullosa y modelada del oficial. Y una vez que había pasado el capitán, sonriendo y contento de su efecto, el comerciante, desplazando con mano nerviosa los objetos expuestos delante de él, manifestaba:

—Ahí tenéis a un gran pavo real. ¿Cuándo dejarán de alimentar a todos estos inútiles que no hacen sino arrastrar su chatarrería por las calles? Yo prefiero mil veces un carnicero a un soldado. Si tiene sangre en su mandil, al menos es sangre de animal, y sirve para algo; y el cuchillo que lleva no está destinado a matar a ningún hombre. No entiendo cómo se tolera que estos asesinos públicos exhiban sus instrumentos de muerte por los paseos. Ya sé que son necesarios, pero podrían al menos esconderlos, y que no los vistieran como para una mascarada con esos pantalones rojos y esas casacas azules. No hay que vestir a un verdugo de general, ¿o no?

La mujer, sin responder, se encogía imperceptiblemente de hombros, mientras el marido, adivinando el gesto sin verlo, exclamaba:

—Hay que ser necio para ir a ver pavonearse a semejantes presuntuosos.

La reputación de conquistador del capitán Épivent estaba, por otra parte, establecida en todo el ejército francés.

Ahora bien, en 1868, su regimiento, el 102.º de húsares, fue de guarnición a Ruán.

Pronto fue conocido en la ciudad. Aparecía todas las tardes, a eso de las cinco, en el paseo Boieldieu, para tomar un ajenjo en el Café de la Comédie, pero, antes de entrar en el establecimiento, procuraba darse una vuelta por el paseo para exhibir sus muslos, su talle y su bigote.

Los comerciantes ruaneses que también se paseaban con las manos tras la espalda, preocupados por sus negocios y hablando de las subidas y bajadas de los precios, le echaban sin embargo una mirada y murmuraban:

—Caramba, qué buena planta tiene este hombre…

Luego, cuando supieron quién era, añadían:

—¡Vaya, pero si es el capitán Épivent! ¡Es cierto que es un buen mozo!

Las mujeres, al encontrárselo, hacían un curioso movimiento de cabeza, una especie de estremecimiento de pudor, como si se hubieran sentido débiles o desnudas ante él. Bajaban un poco la cabeza con una sombra de sonrisa en los labios, un deseo de que las encontrara fascinantes y de recibir una mirada suya. Cuando se paseaba con un camarada, éste no dejaba nunca de murmurar con unos envidiosos celos, cada vez que veía repetirse el mismo flirteo:

—¡Menuda suerte que tiene, diablos, este Épivent!

Había, entre las mantenidas de la ciudad, una pugna, una competencia, para ver quién se lo llevaba. Iban todas, a las cinco, la hora de los oficiales, al paseo Boieldieu, arrastrando sus faldas, de dos en dos, de un extremo al otro del paseo, mientras, también de dos en dos, tenientes, capitanes y comandantes arrastraban sus sables por la acera antes de entrar en el café.

Ahora bien, una tarde, la bella Irma, la amante, decían, del señor Templier-Papon, el rico industrial, hizo parar su coche enfrente de la Comédie, y, tras bajar, fingió ir a comprar papel o a encargar unas tarjetas de visita al impresor, el señor Paulard, para pasar por delante de las mesitas de los oficiales y lanzar al capitán Épivent una mirada que significaba: «Cuando usted quiera…», de un modo tan inequívoco que el coronel Prune, que estaba tomándose un licor verde con su teniente coronel, no pudo dejar de rezongar:

—¡Qué condenado! ¡Menuda suerte que tiene este bribón!

La frase del coronel fue repetida; y el capitán Épivent, emocionado por esta aprobación superior, pasó al día siguiente, en uniforme de gala, y varias veces seguidas, por debajo de las ventanas de la hermosa.

Ella lo vio, se mostró, sonrió.

Esa misma noche era su amante.

Se exhibieron, dieron el espectáculo, se comprometieron mutuamente, orgullosos ambos de semejante aventura.

Mucho se comentaban en la ciudad los amores de la bella Irma con el oficial. Sólo el señor Templier-Papon los ignoraba.

El capitán estaba radiante de gloria; y repetía en todo momento: «Irma acaba de decirme…», «Irma me decía esta noche…», «Ayer, cenando con Irma…».

Durante más de un año, paseó, ostentó, desplegó en Ruán este amor, como una bandera arrebatada al enemigo. Se sentía crecido por esta conquista, envidiado, más seguro del porvenir, más seguro de la cruz tan deseada, pues todo el mundo tenía los ojos puestos en él, y basta con estar en primer plano de la actualidad para no ser olvidado.

Pero he aquí que estalló la guerra y el regimiento del capitán fue uno de los primeros en ser mandado a la frontera. La despedida fue penosa. Duró una noche entera.

Sable, pantalón rojo, quepis, dormán caídos del respaldo de una silla al suelo; las faldas, las enaguas, las medias de seda desparramadas, también caídas, mezcladas con el uniforme, sobre la alfombra, la habitación puesta patas arriba como después de una batalla. Irma, enloquecida, con los cabellos alborotados, echaba desesperada los brazos al cuello del oficial, estrechándole y luego dejándole para rodar por el suelo, derribando muebles, arrancando los galones de los sillones, mordiendo sus patas, mientras que el capitán, muy conmovido, pero torpe para el consuelo, repetía:

—Irma, mi pequeña Irma, no hay nada que hacer, es mi deber.

Y de vez en cuando, con la yema del dedo, se secaba una lágrima que le había asomado en un ojo.

Se separaron al despuntar el día. Ella siguió en coche a su amante hasta la primera parada. Y, en el momento de la separación, le besó casi delante del mismo regimiento, lo que fue juzgado muy delicado, muy decoroso y muy apropiado, y sus compañeros fueron a darle la mano al capitán diciéndole:

—Dichoso de ti, esa pequeña tenía corazón.

Se veía en ello hasta algo de patriótico.

Durante la campaña, el regimiento fue sometido a dura prueba. El capitán tuvo un comportamiento heroico, recibió finalmente la cruz y, una vez terminada la guerra, volvió a la guarnición de Ruán.

Apenas hubo llegado, pidió noticias de Irma, pero nadie supo darle razón de ella.

Según algunos, se había entregado a una vida alegre con el Estado Mayor prusiano.

Según otros, había vuelto con sus padres, campesinos de la zona de Yvetot.

Mandó incluso a su ordenanza al pueblo para consultar el registro de defunciones: el nombre de su amante no figuraba en él.

Sintió una gran tristeza que exhibía. Atribuía su desventura al enemigo, culpando a los prusianos que habían ocupado Ruán de la desaparición de la joven, y decía:

—En la próxima guerra, esos bribones me las pagarán.

Ahora bien, una mañana, cuando entraba en el comedor de oficiales a la hora de comer, un recadero, un viejo con blusón, tocado con una gorra de tela encerada, le entregó un sobre. Él lo abrió y leyó:

Querido mío:

Estoy en el hospital, muy enferma, pero que muy enferma. ¿No vendrías a verme? ¡Me gustaría tanto!

Irma

El capitán se puso pálido, y declaró apiadado:

—Dios mío, la pobre. Voy a ir a verla inmediatamente después de comer.

Y durante todo el rato contó en la mesa de oficiales que Irma estaba en el hospital; pero que él la sacaría de allí, como que hay Dios. Todo era culpa de esos malditos prusianos. Debía de encontrarse sola, sin un centavo, hundida en la miseria, porque sin duda debían de haber saqueado su casa.

—¡Ah, los muy cerdos!

Todo el mundo estaba emocionado escuchándole.

Apenas hubo metido su servilleta enrollada en la anilla del servilletero, se levantó y, tras descolgar su sable del perchero, sacando pecho para parecer más delgado, se ciñó el cinturón y se encaminó a paso ligero hacia el hospital civil.

Pero en la puerta del edificio donde esperaba entrar inmediatamente se le impidió tajantemente el paso y hasta tuvo que ir a ver a su coronel, a quien le explicó su caso y del que consiguió unas palabras por escrito para el director.

Éste, tras haber hecho hacer antesala un buen rato al apuesto capitán, le entregó finalmente una autorización con un saludo frío y desaprobador.

Desde la misma puerta se sintió incómodo en aquel asilo de miseria, sufrimiento y muerte. Un mozo de servicio le guió.

Iba de puntillas, para no hacer ruido, por los largos corredores en los que flotaba un poco agradable olor a moho, a enfermedad y a medicamentos. Sólo un murmullo de voces turbaba a ratos el gran silencio del hospital.

A veces, por una puerta abierta, el capitán percibía un dormitorio común, una fila de camas con las sábanas realzadas por las formas de los cuerpos. Algunas convalecientes, sentadas en sillas a los pies de la cama, vestidas con un uniforme de tela gris y una cofia blanca, estaban cosiendo.

Su guía se detuvo de repente delante de una de esas galerías llenas de enfermos. Sobre la puerta se leía, en grandes caracteres: «Sifilíticas». Una enfermera estaba preparando un medicamento en una mesita de madera en la entrada.

—Lo llevaré —dijo ella—, está en la cama veintinueve.

Y echó a andar delante del oficial.

Luego le indicó una yacija.

—Allí es.

No se veía nada más que el abultamiento de las mantas. La cabeza misma estaba escondida debajo de la sábana.

Por todas partes se alzaban de las camas rostros pálidos y asombrados que miraban el uniforme, rostros de mujeres jóvenes y viejas que parecían todas feas y vulgares en su modesta camisa del hospital.

El capitán, agitadísimo, llevando en una mano el sable y en la otra el quepis, murmuró:

—Irma…

Hubo un gran rebullicio en la cama y asomó el rostro de su amante, pero tan cambiado, fatigado y demacrado que no la reconocía.

Jadeando, con la respiración entrecortada por la emoción, dijo ella:

—¡Albert!… ¡Albert!… ¡Eres tú!… ¡Oh, qué bien…, qué bien!

Y se le inundaron de lágrimas los ojos.

La enfermera trajo una silla:

—Siéntese, señor…

Él se sentó y miró el rostro pálido, tan mísero de aquella joven a la que había dejado tan lozana y hermosa.

Dijo:

—¿Qué has tenido?

Ella respondió toda llorosa:

—Ya has visto lo que dice en la puerta.

Y ocultó sus ojos con el orillo de su sábana.

Él prosiguió, confuso y avergonzado:

—¿Cómo cogiste eso, mi pobre niña?

Ella murmuró:

—Fueron esos cerdos de los prusianos. Me forzaron y me contagiaron.

No encontraba nada más que añadir. Él la miraba y daba vueltas a su quepis sobre sus rodillas.

Las otras enfermas le miraban y él creía sentir un olor a podredumbre, olor a carne pasada y a infamia en aquel dormitorio común lleno de muchachas contagiadas por la innoble y terrible enfermedad.

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