Cuentos esenciales (68 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Volvían a pie, por la noche, por las calles llenas de gente, hasta la puerta del matrimonio Lesable. Maze y Cora caminaban delante, al mismo paso, cadera con cadera, balanceados por un mismo movimiento, un mismo ritmo, como dos seres nacidos para caminar juntos en la vida. Hablaban a media voz, pues se entendían de maravilla, riendo con una risa ahogada; y la joven se volvía a veces para echar tras de sí un vistazo a su padre y a su marido.

Cachelin les acariciaba con una mirada benévola y, a menudo, sin pensar que hablaba con su yerno, declaraba:

—Hacen una buena pareja, da gusto verles juntos.

Lesable respondía tan tranquilo: «Son casi de la misma altura», y feliz de sentir que el corazón le latía menos aceleradamente, que se ahogaba menos cuando caminaba deprisa y que en general se sentía más airoso, dejaba esfumarse poco a poco su rencor contra su suegro cuyas malvadas pullas habían cesado, por otra parte, desde hacía algún tiempo.

El día de Año Nuevo fue nombrado oficial de primera. Sintió una alegría tan irrefrenable, que al entrar abrazó a su mujer por primera vez desde hacía seis meses. Ella le pareció muy azorada, incómoda como si hubiera hecho algo inconveniente; y miró a Maze, que había venido para presentarle, con ocasión del Año Nuevo, sus respetos y sus felicitaciones. También él pareció incómodo y se volvió hacia la ventana, como para no ver.

Cachelin no tardó en volver a mostrarse irritable y malvado, y empezó a acosar de nuevo a su yerno con bromas. A veces incluso atacaba a Maze, como si estuviera también resentido con él por la catástrofe que se cernía sobre ellos y cuya fecha inevitable se acercaba a cada minuto.

Sólo Cora parecía totalmente tranquila, totalmente feliz, totalmente radiante. Había olvidado, según parecía, el término amenazador y tan próximo.

Llegó marzo. Toda esperanza parecía perdida, pues pronto haría tres años, el 20 de julio, que la tía Charlotte había fallecido.

Una primavera precoz hacía germinar la tierra; y Maze propuso a sus amigos dar un paseo por las orillas del Sena, un domingo, para coger unas violetas entre los matorrales.

Tomaron un tren de la mañana y fueron hasta Maisons-Laffitte. Un airecillo invernal agitaba aún las ramas desnudas, pero la hierba reverdecida, lustrosa, estaba salpicada ya de flores blancas y azules; y los árboles frutales en las laderas parecían enguirnaldados de rosas, con sus delgados brazos cubiertos de yemas abiertas.

El Sena, caudaloso, discurría, triste y fangoso por las lluvias últimas, entre sus márgenes comidas por las crecidas invernales; y toda la campiña anegada de agua, que parecía salir de un baño, exhalaba un regusto a ligera humedad en la tibieza de los primeros días de sol.

Se perdieron por el parque. Cachelin, taciturno, golpeaba con el bastón los terrones, más abatido que de costumbre, pensando más amargamente, ese día, en su desventura, que pronto sería completa. Lesable, también sombrío, temía mojarse los pies en la hierba, mientras que su mujer y Maze trataban de hacer un ramillete. Cora, desde hacía unos días, parecía indispuesta, fatigada y pálida.

Se cansó enseguida y quiso que volvieran para comer. Llegaron a un pequeño restaurante adosado a un viejo molino ruinoso; y no tardaron en servirles la comida tradicional de los parisinos en sus salidas al campo bajo el emparrado, en una mesa de madera con dos manteles, muy cerca del río.

Se habían zampado unos gobios fritos, buey con patatas, y se estaban pasando la ensaladera llena de hojas verdes, cuando Cora se levantó bruscamente y echó a correr hacia la orilla, sujetando con las dos manos su servilleta en la boca.

Lesable, inquieto, preguntó:

—¿Qué le pasa?

Maze, turbado, enrojeció y balbució:

—Pues… no sé… ¡estaba tan bien hasta ahora! —Y Cachelin se quedó desconcertado, con el tenedor en suspenso con una hoja de lechuga en la punta.

Se levantó, buscando a su hija con la vista. Inclinándose, vio su cabeza apoyada en un árbol, indispuesta. Una rápida sospecha hizo que se le aflojaran las piernas y se derrumbó sobre su silla, lanzando unas miradas estupefactas a los dos hombres que ahora parecían tan confundidos el uno como el otro. Los escrutaba con su mirada ansiosa, sin atreverse ya a decir nada, loco de angustia y de esperanza.

Pasó un cuarto de hora en medio de un hondo silencio. Y reapareció Cora, un tanto pálida, andando con esfuerzo. Nadie la interrogó de manera precisa; todos parecían intuir un acontecimiento feliz, al que era difícil aludir, ansiosos de saberlo y temerosos de enterarse. Sólo Cachelin le preguntó:

—¿Estás mejor?

Ella respondió:

—Sí, gracias, no era nada. Pero regresemos pronto, tengo un poco de jaqueca.

Y de vuelta tomó del brazo a su marido como si quisiera indicar algo misterioso que no se atrevía aún a confesar.

Se separaron en la Gare Saint-Lazare. Maze, pretextando un asunto del que acababa de acordarse, se fue después de haberse despedido y dado un apretón de manos a todos.

Una vez que Cachelin estuvo a solas con su hija y su yerno, preguntó:

—¿Qué te ha pasado durante la comida?

Pero Cora no respondió de entrada; luego, tras un momento de vacilación, dijo:

—No era nada. Náuseas nada más.

Caminaba con paso lánguido, con una sonrisa en los labios. Lesable, incómodo, hecho un lío, asaltado por ideas confusas, contradictorias, lleno de ansias de lujo, de sorda cólera, de vergüenza inconfesable, de cobardía celosa, hacía como esos dormilones que cierran los ojos a la mañana para no ver el rayo de luz que se filtra por entre las cortinas y cruza sus camas con una franja brillante.

Ya en casa, habló de un trabajo que tenía que terminar y se encerró.

Entonces Cachelin, poniendo sus dos manos sobre los hombros de su hija, le preguntó:

—Estás embarazada, ¿eh?

Ella balbució:

—Sí, eso creo. Desde hace dos meses.

No había terminado de decirlo cuando él dio un salto de alegría; luego se puso a bailar en torno a ella un cancán de baile público, recuerdo de sus tiempos de vida de cuartel. Levantaba una pierna, saltaba a pesar de su panza, sacudía el piso entero. Los muebles se meneaban, los vasos chocaban en el aparador, la lámpara oscilaba y vibraba como el fanal de un barco.

Luego cogió entre sus brazos a su querida hija y la besó con frenesí; acto seguido, dándole familiarmente una palmadita en la barriga, le dijo:

—¡Ah, lo tenemos, por fin! ¿Se lo has dicho a tu marido?

Ella murmuró, intimidada de repente:

—No…, aún no…, esperaba a que…

Pero Cachelin exclamó:

—Bueno, está bien. Sé que te resulta incómodo. ¡Espera, ya voy a decírselo yo!

Y se fue a toda prisa al piso de su yerno. Al verle entrar, Lesable, que no estaba haciendo nada, se levantó. Pero el otro no le dio tiempo de recobrarse:

—¿Sabe que su mujer está en estado?

El marido, cortado, perdió el dominio de sí, y sus mejillas se tiñeron de rojo.

—¿Qué? Pero ¡cómo! ¿Cora? ¿Lo dice en serio?

—Digo que está en estado, ¿entendido? ¡Menuda suerte!

Y, en su alegría, le cogió las manos, se las estrechó, se las sacudió, como para felicitarle, darle las gracias; repetía:

—Ah, por fin, lo hemos conseguido. ¡Está bien! ¡Está bien! Piense que la fortuna es nuestra.

Y, no pudiendo aguantarse más, le estrechó entre sus brazos.

Exclamó:

—¡Más de un millón, imagínese, más de un millón! —Se puso de nuevo a bailar—. Pero venga, hombre, ella le espera. ¡Vaya a darle un beso al menos! —Y, cogiéndole por la cintura, le empujó delante de él, proyectándole como una bala hacia la sala donde se había quedado Cora, de pie, inquieta, escuchando.

En cuanto vio a su marido, ella retrocedió, abrumada por una repentina emoción. Permanecía delante de él, pálida y atormentada. Él tenía un aspecto de juez y ella de culpable.

Finalmente dijo:

—Parece que estás en estado.

Ella balbució con voz temblorosa:

—Eso parece.

Pero Cachelin les agarró a los dos del cuello y les pegó el uno contra el otro, nariz con nariz, gritando:

—¡Besaos, demonio! Bien vale la pena.

Y, cuando les hubo soltado, declaró, desbordando de loca alegría:

—¡Por fin, la partida está ganada! Mira, Léopold, vamos a comprar enseguida una propiedad en el campo. Allí, al menos, podría recuperar su salud.

Ante esta idea, Lesable se estremeció. Su suegro continuó:

—Invitaremos al señor Torchebeuf con su señora a venir a visitarnos, y como al subjefe no le queda para mucho podría usted ocupar su puesto. Eso para empezar.

A medida que hablaba Cachelin, Lesable fantaseaba; se veía recibiendo a su jefe, delante de una bonita propiedad blanca, a orillas del río, con una chaqueta de dril y tocado con un sombrero panamá.

Aquella esperanza embargaba su corazón de un no sé qué de agradable, de tibio y suave que parecía disolverse dentro de él y volverle ligero, haciéndole sentirse ya mejor.

Sonrió sin responder.

Cachelin, ebrio de esperanzas, dejándose llevar por los sueños, continuaba:

—¿Quién sabe? Podremos volvernos influyentes en la región. Quizá hasta sea usted diputado. En cualquier caso, podremos frecuentar la buena sociedad del lugar y permitirnos ciertos lujos. Tendrá usted su caballo y su calesín para ir cada día a la estación.

Imágenes de lujo, de elegancia y de bienestar cruzaban por la mente de Lesable. Pensar que conduciría él mismo un encantador calesín, como esas gentes ricas cuya suerte tan a menudo había envidiado, determinó su satisfacción. No pudo dejar de decir:

—¡Ah!, eso, sí que es algo encantador, por ejemplo.

Cora, al verle conquistado, también sonreía, enternecida y agradecida; y Cachelin, que no veía ya ningún obstáculo, declaró:

—¡Vamos a cenar a un restaurante, qué diantre! Nos correremos una juerga.

Los tres estaban un poco achispados de vuelta a casa, y Lesable, que veía doble y a quien le bailaban las ideas en la cabeza, no pudo llegar a su cuartito oscuro. Tal vez por distracción o bien por olvido, lo cierto es que se metió en la cama aún vacía en la que iba a acostarse su mujer. Y durante toda la noche le pareció que su lecho oscilaba como un barco, cabeceaba, se balanceaba y zozobraba. Hasta se sintió un poco mareado.

Se quedó muy sorprendido, al despertar, de encontrarse a Cora entre sus brazos.

Ella abrió los ojos, sonrió y le abrazó con un súbito arrebato, lleno de gratitud y de afecto. Luego dijo, con esa dulce voz que ponen las mujeres en sus carantoñas:

—Hoy ten la gentileza de no ir al Ministerio. Ya no es necesario que seas tan puntual, ahora que estamos a punto de ser muy ricos. Saldremos de nuevo al campo, nosotros dos solos.

Él se sentía descansado, embargado de ese lánguido bienestar que sigue al agotamiento de una fiesta, entumecido en la tibieza de la cama. Tenía unas enormes ganas de quedarse allí largo rato, no hacer nada más que vivir tranquilo en la molicie. Una necesidad de indolencia desconocida y poderosa paralizaba su alma y embargaba su cuerpo. Y un vago pensamiento, feliz y continuo, bailaba en su mente: «Iba a ser rico, independiente…».

Pero de repente le dominó un temor, y preguntó en voz baja, como si temiera que sus palabras fueran a ser oídas por las paredes:

—¿Al menos estás segura de estar embarazada?

Ella le tranquilizó enseguida:

—Oh, sí, vamos. No me equivoco.

Y él, un poco inquieto aún, se puso a palparla suavemente. Recorría con la mano su vientre hinchado. Declaró:

—Sí, es cierto, pero no darás a luz antes de la fecha. Tal vez se discuta nuestro derecho.

Ante esa suposición, a ella la dominó la ira. ¡Ah, ahora no se trataba de buscarle tres pies al gato, tras tantas miserias, penas y esfuerzos, ah, no! Se había sentado, trastornada por la indignación.

—Vamos enseguida a ver al notario —dijo ella.

Pero él opinó que primero había que conseguir un certificado médico. Volvieron, pues, a la consulta del doctor Lefilleul.

Éste les reconoció enseguida y preguntó:

—Bien, ¿lo han conseguido?

Se sonrojaron los dos hasta las cejas, y Cora, perdiendo un poco el dominio de sí, balbució:

—Yo creo que sí, señor.

El médico se frotaba las manos:

—Me lo esperaba, me lo esperaba. El recurso que les indiqué no falla nunca, a no ser por incapacidad total de uno de los cónyuges.

Cuando hubo examinado a la mujer declaró:

—¡Bravo, es cosa hecha!

Y escribió en una hoja de papel: «El abajo firmante, doctor en medicina de la Facultad de París, certifica que la señora Léopold Lesable, de soltera Cachelin, presenta todos los síntomas de un embarazo de unos tres meses».

Luego, volviéndose hacia Lesable, dijo:

—¿Y usted? ¿Cómo anda de ese pecho y de ese corazón?

Le auscultó y le encontró totalmente curado.

Se fueron del bracete, felices y contentos, a paso ligero. Pero por el camino, Léopold tuvo una idea:

—Quizá harías bien, antes de ir al notario, en ponerte un par de toallas en torno a la cintura, así se verá a simple vista, lo cual será mejor. No pensará que queremos ganar tiempo.

Volvieron a casa y él mismo le quitó la ropa a su mujer para preparar un falso vientre. Diez veces seguidas cambió las toallas de sitio, y se alejaba unos pasos para comprobar el efecto, tratando de lograr una verosimilitud absoluta.

Cuando quedó contento del resultado, se marcharon, y en la calle parecía orgulloso de llevar de paseo a aquella panza prominente que atestiguaba su virilidad.

El notario les recibió con benevolencia. Escuchó sus explicaciones, leyó por encima el certificado y, como Lesable insistía, diciendo: «Por lo demás, señor, basta con verla», lanzó una mirada convencida a la cintura engrosada y abultada de la joven.

Ellos esperaban, ansiosos; el hombre de leyes declaró:

—Perfecto. Nacido o por nacer, el niño existe y vive. Por tanto suspenderemos la ejecución del testamento hasta que la señora haya dado a luz.

Estaban tan contentos que, apenas hubieron salido de la consulta, se besaron por la escalera.

VII

Después de este feliz descubrimiento, los tres parientes vivían en perfecta armonía. Estaban de un humor alegre, estable y plácido. Cachelin había recuperado la jovialidad de otro tiempo y Cora estaba llena de atenciones para con su marido. También Lesable parecía otro, siempre contento y amable como no lo había sido nunca.

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