Cuentos esenciales (70 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

CHÂLI
*

A Jean Béraud

El almirante de la Vallée, que parecía adormilado en su sillón, dijo con su voz de vieja:

—Yo tuve una pequeña historia de amor, muy singular, ¿quieren que se la cuente?

Y, sin moverse, arrellanado en su ancho asiento, sin perder en sus labios fruncidos esa sonrisa que no le abandonaba nunca, esa sonrisa a lo Voltaire que hacía que le tomaran por un terrible escéptico, se puso a contar.

I

Tenía yo treinta años, y era teniente de navío, cuando recibí el encargo de una misión astronómica en la India central. El Gobierno inglés me proporcionó todos los medios necesarios para llevar a cabo mi tarea y en breve me adentré con algunos hombres en aquel extraño país, sorprendente, prodigioso.

Harían falta veinte volúmenes para contar ese viaje. Atravesé regiones increíblemente magníficas; fui recibido por príncipes de una belleza sobrehumana y que vivían con una magnificencia inimaginable. Durante dos meses me pareció que vivía dentro de un poema, que recorría un reino de cuento de hadas a lomos de elefantes imaginarios. En medio de bosques fantásticos descubría ruinas inverosímiles; en ciudades de una fantasía de ensueño, encontraba monumentos prodigiosos, refinados y tallados cual joyas, ligeros como encajes y enormes como montañas, esos monumentos, fabulosos, divinos, de una gracia tal que pueden enamorarnos por sus formas como se enamora uno de una mujer y que, al contemplarlos, producen un placer físico y sensual. En suma, como dice Víctor Hugo, caminaba con los ojos abiertos dentro de un sueño.

Finalmente llegué a la meta de mi viaje, la ciudad de Ganhara, otrora una de las más prósperas de la India central y hoy bastante venida a menos y gobernada por un príncipe opulento, despótico, violento, generoso y cruel, el rajá Maddan, un verdadero soberano de Oriente, delicado y bárbaro, afable y sanguinario, de una gracia femenina y de una ferocidad despiadada.

La ciudad está al fondo de un valle a orillas de un pequeño lago, que rodea un pueblo de pagodas que baña sus murallas en el agua.

Vista de lejos, la ciudad es una mancha blanca, que se agranda cuando nos acercamos; poco a poco se descubren las cúpulas, las agujas, los pináculos y todas las elegantes y esbeltas cúspides de los graciosos monumentos indios.

A una hora aproximadamente de sus puertas, me encontré un elefante espléndidamente enjaezado, rodeado de una escolta de honor que el soberano me mandaba. Y fui conducido con gran pompa al palacio.

Hubiera querido tomarme mi tiempo para vestirme lujosamente, pero la impaciencia real no me lo permitió. Primero me quería conocer, saber qué cabía esperar de mí en cuanto a distracción; luego ya se vería.

Fui introducido, en medio de unos soldados broncíneos como estatuas y con unos uniformes refulgentes, en una gran sala rodeada de galerías, donde había firmes unos hombres vestidos con trajes relucientes y constelados de piedras preciosas.

En un banco parecido a uno de nuestros bancos de jardín sin respaldo, pero revestido con un tapiz admirable, vi una masa fúlgida, una especie de sol sentado; era el rajá, que me esperaba, inmóvil con un traje del más puro amarillo canario. Llevaba encima diez o quince millones de diamantes, y, en su frente, brillaba nada menos que la famosa estrella de Delhi que perteneciera siempre a la ilustre dinastía de Parihara de Mundore, de la que era descendiente mi anfitrión.

Era un joven de unos veinticinco años, que parecía tener sangre negra en las venas, por más que perteneciera a la más pura raza hindú. Tenía unos ojos grandes, de mirada fija, un tanto vagarosos, los pómulos marcados, los labios carnosos, la barba rizada, la frente baja y unos dientes deslumbrantes, aguzados, que enseñaba a menudo en una sonrisa maquinal.

Se levantó y vino a darme la mano, a la inglesa, luego me hizo sentar a su lado en un banco tan alto que mis pies apenas si tocaban el suelo. Me sentía incomodísimo allí arriba.

Y me propuso enseguida una partida de caza del tigre para el día siguiente. La caza y la lucha eran sus grandes ocupaciones y no comprendía en absoluto que pudiera ocuparse uno de otra cosa. Estaba evidentemente convencido de que no había venido yo de tan lejos sino para distraerle un poco y acompañarle en sus placeres.

Como tenía una gran necesidad de él, traté de halagar sus inclinaciones. Quedó tan satisfecho de mi actitud que quiso mostrarme inmediatamente un combate de luchadores, y me llevó a una especie de arena situada en el interior del palacio.

A una orden suya, aparecieron dos hombres desnudos, de piel cobriza, las manos armadas con unas garras de acero; y se atacaron de inmediato, tratando de herirse con esa arma cortante que trazaba sobre su piel cetrina largas desgarraduras de las que brotaba la sangre.

La lucha duró un largo rato. Aunque los cuerpos estaban ya cubiertos de heridas, los combatientes seguían arrancándose las carnes con esa especie de rastrillo de hojas afiladas. Uno de ellos tenía una mejilla hecha jirones, el otro una oreja cortada en tres pedazos.

Y el príncipe miraba aquello con una alegría feroz y apasionada. Se estremecía de felicidad, lanzaba gruñidos de placer e imitaba con gestos inconscientes todos los movimientos de los luchadores, gritando sin cesar: «Golpea, vamos, golpea».

Uno de ellos se desplomó sin conocimiento; fue preciso llevárselo de la arena tinta en sangre, y el rajá dejó escapar un largo suspiro de pesar, de tristeza de que aquello se hubiera terminado.

Luego se volvió hacia mí para conocer mi opinión. Yo estaba indignado, pero le felicité vivamente; y él ordenó al punto que me llevaran al Couch-Mahal (palacio del placer) donde me alojaría.

Atravesé los increíbles jardines que se encuentran en esos lugares y llegué a mi residencia.

Ese palacio, una verdadera joya situada en el extremo del parque real, sumerge totalmente en el lago sagrado de Vihara uno de los lados de sus muros. Era cuadrado, presentando en sus cuatro fachadas tres órdenes superpuestos de galerías columnadas divinamente trabajadas. En cada uno de sus ángulos se alzaban unas torrecillas ligeras, altas o bajas, exentas o geminadas, de altura desigual y aspecto distinto, que se asemejaban mucho a unas flores naturales que hubieran crecido en esa graciosa planta de arquitectura oriental. Todas estaban rematadas de unos tejados extraños, parecidos a coquetos tocados.

En el centro del edificio, se elevaba una imponente cúpula coronada de un delicioso y delgado campanario calado, cuya forma alargada y redondeada semejaba un pecho de mármol blanco proyectado hacia el cielo.

Y todo el monumento, de arriba abajo, estaba recubierto de esculturas, exquisitos arabescos que embriagaban la mirada, inmóviles procesiones de delicados personajes que con sus actitudes y gestos pétreos narraban usos y costumbres de la India.

Las habitaciones recibían luz de las ventanas de arcos denticulados, que daban a los jardines. Ónices, lapislázulis y ágatas formaban graciosos ramilletes de flores en el suelo de mármol.

Apenas si había tenido tiempo de acabar de asearme cuando un dignatario de la corte, Haribadada, encargado especialmente de las comunicaciones entre el príncipe y yo, me anunció la visita de su soberano.

Y apareció el rajá de color azafranado, me estrechó de nuevo la mano y se puso a contarme mil cosas, preguntándome sin cesar mi opinión, lo cual me creaba mucha incomodidad. Luego quiso enseñarme las ruinas del palacio antiguo, en el otro extremo de los jardines.

Era éste un verdadero bosque de piedras, que habitaba un pueblo de grandes simios. Al acercarnos, los machos se echaron a correr por sobre los muros haciéndonos horribles muecas, y las hembras se largaban, mostrando su trasero pelado y llevándose a sus crías en brazos. El rey reía como loco, dándome pellizcos en un hombro para testimoniarme su disfrute, y se sentó en medio de los escombros, mientras, a nuestro alrededor, agazapados en lo alto de las murallas, encaramados en todos los salientes, una pequeña multitud de animales de grises patillas nos sacaban la lengua y nos enseñaban el puño.

Cuando se hubo cansado de tal espectáculo, el soberano de amarillo se levantó y se puso de nuevo en camino con aire serio, llevándome en todo momento a su lado, feliz de haberme mostrado semejantes cosas el mismo día de mi llegada, y recordándome que al día siguiente tendría lugar una gran partida de caza del tigre en mi honor.

Fui a aquella partida de caza, y a una segunda, a una tercera, a diez, a veinte seguidas. Cazamos alternativamente todas las especies de animales que existen en aquel país: la pantera, el oso, el elefante, el antílope, el hipopótamo, el cocodrilo, qué sé yo, al menos la mitad de los animales de la Creación. Estaba agotado, asqueado de ver correr tanta sangre, cansado de esas diversiones siempre las mismas.

Por fin el entusiasmo del príncipe se aplacó y, tras insistentes ruegos, me dejó un poco de tiempo para trabajar. Ahora se limitaba a cubrirme de regalos. Me mandaba joyas, telas preciosas, animales amaestrados, que Haribadada me ofrecía aparentemente con un gran respeto, como si yo hubiera sido el mismo sol, por más que en el fondo sintiera un gran desprecio por mí.

Cada día un desfile de servidores me traía en bandejas tapadas una ración de cada unos de los manjares de la comida real; y cada día debía yo aparecer y sentir un inmenso placer en la nueva diversión organizada en mi honor: danzas de bayaderas, juegos malabares, revistas militares, todo lo que podía ocurrírsele a ese rajá hospitalario, pero agobiante, para mostrarme su maravillosa patria en toda su fascinación y en todo su esplendor.

En cuanto me dejaba un poco solo, yo trabajaba, o me iba a ver a los monos, cuya compañía me gustaba muchísimo más que la del rey.

Una noche, de vuelta de mi paseo, me encontré al solemne Haribadada ante la puerta de mi palacio; con frases misteriosas me anunció que me esperaba en mi habitación un regalo del soberano y me presentó excusas de su amo por no haber pensado antes en ofrecerme algo de lo que debía sentirme yo privado.

Tras este oscuro discurso, el embajador hizo una reverencia y desapareció.

Entré y vi, alineadas contra la pared por orden de estatura, a seis chiquillas juntas, inmóviles, semejantes a una sarta de eperlanos. Tendría la mayor a lo sumo ocho años y la más joven seis. Al principio no comprendí muy bien qué hacía aquel colegio instalado en mis aposentos, pero luego intuí la atención delicada del príncipe: era un harén lo que me regalaba. Por un exceso de celo lo había escogido muy joven. Pues cuanto más verde es la fruta, más apreciada es allí.

Hecho un mar de confusión, incomodidad y vergüenza, permanecí delante de todas aquellas niñas que tenían puestos en mí sus ojazos de mirada seria y que ya parecían saber lo que yo podía exigir de ellas.

Yo no sabía qué decirles. Hubiera querido devolverlas, pero no se puede devolver un presente real: hubiera sido una ofensa mortal. Debía por tanto conservar conmigo e instalar en mi palacio a aquel rebaño de niñas.

No se movían, sin dejar de mirarme un solo instante, esperando una orden mía, tratando de leer en mi mirada lo que pensaba. ¡Oh!, el maldito regalo. ¡Qué incordio! Por fin, sintiéndome ridículo, pregunté a la mayor de ellas:

—¿Cómo te llamas?

Ella respondió:

—Châli.

Aquella niña de piel tan bonita, algo amarillenta, como de marfil, era una maravilla, una estatua, con su rostro de facciones alargadas y acusadas.

Dije yo entonces para ver qué podía ella responder, acaso para incomodarla:

—¿Qué haces aquí?

Me dijo con su voz dulce y armoniosa:

—He venido para hacer lo que te plazca exigir de mí, mi señor.

La chiquilla estaba bien enseñada.

Y le hice la misma pregunta a la más pequeña, que articuló claramente con su voz más frágil:

—Estoy aquí para lo que gustes mandar, mi señor.

Tenía un aspecto de ratoncillo y era absolutamente encantadora. La alcé en mis brazos y le di un beso. Las otras hicieron un amago como de retirarse, pensando sin duda que acababa de indicar cuál era mi elección, pero les ordené que se quedaran, y, sentándome a la india, les hice sentarse a su vez, en círculo, en torno a mí, y luego me puse a contarles una historia de genios, pues hablaba pasablemente su lengua.

Ellas escuchaban con la máxima atención, estremeciéndose con los detalles maravillosos, temblando de angustia, agitando sus manos. Las pobres pequeñas ya no pensaban en el motivo que las había traído allí.

En cuanto hube terminado mi cuento, llamé a mi servidor de confianza, Latchmân, y le hice traer golosinas, mermeladas y dulces, que ellas se comieron hasta ponerse enfermas; y luego, como empezaba a encontrar divertida aquella aventura, me inventé varios juegos para divertir a mis mujeres.

Una sobre todo de estas diversiones tuvo un enorme éxito. Abierto de piernas, hacía yo el puente y ellas pasaban por debajo a la carrera, con la más pequeña abriendo la marcha y la mayor golpeándome siempre un poco, porque no agachaba lo suficiente la cabeza, lo cual provocaba en ellas carcajadas ensordecedoras, y sus voces ruidosas, resonando bajo las bóvedas bajas de mi suntuoso palacio, lo despertaban, lo llenaban de una alegría infantil, lo poblaban de vida.

Luego me tomé mucho interés en acomodarlas en el dormitorio común, donde se acostarían mis inocentes concubinas. Por último las encerré dentro, bajo la custodia de las cuatro doncellas que me había mandado el príncipe para que se ocupasen de mis sultanas.

Durante ocho días me divertí muchísimo haciendo de papá de aquellas muñecas. Nos lo pasábamos en grande jugando al escondite, al pillapilla y al adivina quién te dio, juegos que las hacían delirar de felicidad, pues yo cada día les descubría uno de esos juegos desconocidos, tan llenos de interés.

Mi morada se había convertido en una escuela. Y mis amiguitas, vestidas con sedas preciosas, telas recamadas de oro y de plata, corrían como bestezuelas humanas a través de las largas galerías y los tranquilos salones adonde llegaba, a través de los arcos, una tenue luz.

Luego, una noche, no sé cómo ocurrió, la mayor de ellas, la llamada Châli y que se parecía a una estatuilla de viejo marfil, se convirtió en mi mujer de verdad.

Era una adorable criaturita, dulce, tímida y alegre, que pronto me amó con un afecto ardiente y a la que yo amé, extrañamente, con vergüenza e indecisión, con una especie de temor a la justicia europea, con reservas y escrúpulos y, sin embargo, con una apasionada ternura sensual. La quería como un padre y la acariciaba como un hombre.

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