Cuentos esenciales (13 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

—Señor Dufour, ¿me dejas? ¡Por favor! —exclamó su mujer.

Él la miró con aire de beodo, sin comprender. Entonces uno de los remeros se acercó, con dos cañas de pescar en la mano. La esperanza de pescar algún gobio, que es el ideal de los tenderos, hizo relucir los ojos de mirada mortecina del buen hombre, quien consintió a todo cuanto querían y se instaló debajo del puente, a la sombra, con los pies colgándole sobre el agua, junto al joven del pelo rubio que no tardó en dormirse.

Uno de los remeros se sacrificó: tomó con él a la madre.

—¡Al bosquecillo de la isla de los ingleses! —gritó mientras se alejaba.

La otra yola iba más lentamente. El remero miraba a su compañera con tanta fijeza que no pensaba en nada más, y le embargaba tal turbación que paralizaba su energía.

La muchacha, sentada en el asiento del timonel, se abandonaba a la dulzura de estar en el agua. Se sentía presa de un vacío mental, de una laxitud de los miembros, de un abandono de sí, como inundada de una múltiple embriaguez. Se había puesto totalmente roja y respiraba entrecortadamente. El aturdimiento del vino, acrecentado por el calor torrencial que la envolvía, hacía oscilar a su paso todos los árboles de la orilla. Una necesidad indefinida de gozar, un rebullir de la sangre, recorrían su carne ya excitada por los ardores de aquella jornada, y también se sentía turbada por aquella intimidad en el agua, en medio de aquellos lugares despoblados por el incendio del cielo, con aquel joven, que la consideraba hermosa, cuyos ojos le besaban la piel y cuyo deseo era incisivo como el sol.

La impotencia para hablar no hacía sino aumentar su turbación, y miraban alrededor. Finalmente, haciendo un esfuerzo, él le preguntó cómo se llamaba:

—Henriette —dijo ella.

—¡Vaya casualidad!, yo me llamo Henri —dijo él.

El sonido de sus voces les había calmado y volvieron a su interés por la orilla. La otra yola se había detenido y parecía esperarles. El joven que la pilotaba gritó:

—Nos reuniremos con vosotros en el bosque; nos vamos hasta Robinson, porque la señora tiene sed.

Luego se dobló sobre los remos y se alejó tan presuroso que le perdieron casi enseguida de vista.

Mientras tanto, un rugido continuo que se percibía desde hacía rato se acercaba muy rápido. El río mismo parecía estremecerse, como si el sordo ruido saliera de sus profundidades.

—¿Qué es lo que se oye? —preguntó ella.

Era el salto de agua de la presa de contención que cortaba el río en dos en el extremo de la isla. Él se enzarzó en una explicación, cuando, a través del rumorear de la cascada, fueron sorprendidos por el canto de un pájaro que parecía muy lejano.

—Vaya —dijo él—, ¡los ruiseñores están cantando de día! Lo que quiere decir que las hembras están incubando.

¡Un ruiseñor! Ella no había oído nunca ninguno, y la idea de escuchar uno provocó en su corazón una visión de poéticos efectos. ¡Un ruiseñor!, es decir, ¡el invisible testigo de las citas que Julieta invocaba desde su balcón; esa música del cielo concedida a los abrazos de los humanos; ese eterno inspirador de todas las lánguidas romanzas que abren azules ideales a los pobres corazoncillos de las muchachas emocionadas!

Iba a escuchar, pues, a un ruiseñor.

—No hagamos ruido —dijo su compañero—, podemos bajar en el bosque y situarnos cerca de él.

Parecía que la yola se deslizase. Asomaron algunos árboles en la isla, cuya orilla era tan baja que los ojos se perdían en la espesura del bosque. Pararon; atada la barca, se adentraron por entre las ramas, Henriette apoyada en el brazo de Henri. Él le pidió que se agachase. Ella así lo hizo y penetraron en un inextricable enredijo de lianas, de follaje y de cañas, en un refugio inencontrable que era necesario conocer y que el joven llamaba entre risas su «salón privado».

Justo encima de sus cabezas, posado en uno de los árboles que les cubrían, el pájaro seguía desgañitándose. Lanzaba trinos y gorgoritos, luego soltaba grandes notas vibrantes que llenaban el aire y parecían perderse en el horizonte, desarrollándose a lo largo del curso del río y volando por encima de los llanos a través del silencio de fuego que se hacía sentir sobre la campiña.

No hablaban, por temor a espantarlo. Estaban sentados uno al lado del otro y poco a poco el brazo de Henri ciñó la cintura de Henriette, apretándola con suave presión. Ella apartó tranquilamente la osada mano, y siguió apartándola cada vez que se le acercaba, sin sentir incomodidad alguna por aquella caricia, como si hubiera sido algo de lo más natural que ella rechazaba con la misma naturalidad.

Estaba escuchando al pájaro, extasiada. La embargaban infinitos deseos de felicidad, súbitos impulsos de afecto, revelaciones de sobrehumana poesía, un tan gran debilitamiento de los nervios y del corazón, que lloraba sin saber la razón. Ahora el joven la estrechaba contra sí; y ella no lo rechazaba ya, ni siquiera pensaba en ello.

De súbito el ruiseñor se calló. Una voz lejana gritó:

—¡Henriette!

—No conteste —dijo él en voz muy baja—, espantaría al pájaro.

Ella ni siquiera pensaba en responder.

Se quedaron un rato así. La señora Dufour debía de estar sentada en algún sitio, pues se oían vagamente de vez en cuando los grititos de la oronda señora, a la que sin duda sobaba el otro remero.

La muchacha seguía llorando, embargada de muy dulces sensaciones, con la piel ardorosa y unos cosquilleos desconocidos por todo el cuerpo. La cabeza de Henri reposaba en uno de sus hombros; y, bruscamente, la besó en los labios. Ella se rebeló furiosa y, para evitarle, se echó hacia atrás. Entonces él se le arrojó encima, cubriéndola con todo su cuerpo. Buscó largo rato la boca que se le hurtaba y, tras encontrarla, pegó la suya en la de ella. Entonces, loca de un intensísimo deseo ella le devolvió el beso apretándole contra sí y toda su resistencia se vino abajo, como aplastada por un peso demasiado fuerte.

Reinaba una gran calma alrededor. El pájaro reanudó su canto. Primero emitió tres notas penetrantes que parecían un reclamo amoroso, luego, tras un breve silencio, comenzó con tono débil unas lentísimas modulaciones.

Sopló una débil brisa, provocando un susurro de hojas, y por entre las profundidades de las ramas se alzaban dos ardientes suspiros que se mezclaban con el canto del ruiseñor y el leve aliento del bosque.

Una especie de embriaguez invadía al pájaro, y su canto, aumentando poco a poco como un incendio que se propaga o una pasión que crece, parecía que acompañase bajo el árbol un crepitar de besos. Luego se desencadenó desenfrenado el delirio cantor. Se lanzó a largos deliquios, sosteniendo una nota, y a grandes espasmos melódicos.

A veces descansaba un poco, emitiendo nada más que dos o tres sonidos ligeros que terminaba de improviso en una nota sobreaguda. O bien se lanzaba a una carrera enloquecida, entre un brotar de gamas diversas, de estremecimientos, de sobresaltos, como un canto furibundo de amor seguido de gritos triunfales.

Pero se calló, al oír debajo de él un gemido tan hondo, que podía confundirse con el adiós de un alma. El ruido se prolongó durante un rato y terminó en un sollozo.

Estaban los dos muy pálidos cuando dejaron el lecho de verdura. Les pareció que el cielo azul se había oscurecido; el sol abrasador se había apagado para sus ojos; notaban la soledad y el silencio. Caminaban deprisa, cerca el uno del otro, sin hablarse ni tocarse, como si se hubieran vuelto enemigos irreconciliables, como si entre sus cuerpos se hubiese interpuesto una repugnancia y un odio entre sus espíritus.

De vez en cuando Henriette gritaba:

—¡Mamá!

Hubo un rebullicio debajo de un matorral. A Henri le pareció haber visto una falda blanca bajarse rápidamente sobre una gruesa pantorrilla; y apareció la enorme señora, un tanto confusa y más colorada aún, con los ojos muy relucientes y el pecho agitado, demasiado cerca quizá de su compañero. Éste debía de haber visto cosas sumamente graciosas, porque en su rostro se esbozaban unas risitas involuntarias.

La señora Dufour le tomó del brazo con un aire de ternura y se encaminaron hacia las embarcaciones. Henri, que iba delante, siempre en silencio al lado de la muchacha, creyó oír en un determinado momento el ruido ahogado de un gran beso.

Finalmente regresaron a Bezons.

El señor Dufour, despejada la melopea, esperaba impaciente. El joven del pelo rubio estaba comiendo un bocado antes de dejar la posada. El vehículo estaba enganchado en el patio, y la abuela, que había ya montado, se desesperaba porque temía que le sorprendiese la oscuridad por el camino, pues los alrededores de París no eran precisamente nada seguros.

Se intercambiaron unos apretones de manos, y la familia Dufour se fue.

—Hasta la vista —exclamaban los remeros.

Un suspiro y una lágrima les respondieron.

Dos meses después, pasando por la rue des Martyrs, Henri leyó en una puerta: «Dufour, ferretero».

Entró.

La gorda señora desbordaba sus carnes sobre el mostrador. Se reconocieron al instante, y, tras mil cortesías, él pidió noticias.

—¿Cómo está la señorita Henriette?

—Muy bien, gracias, se ha casado.

—¡Ah!

Se sintió turbado y añadió:

—¿Y… con quién?

—Con el joven que estaba con nosotros, ¿se acuerda? Es el quien tomará las riendas del negocio.

—Ah, ya, ya.

Se iba bastante mohíno, sin saber muy bien por qué. La señora Dufour le llamó:

—¿Y qué es de su amigo? —preguntó tímidamente.

—Está bien.

—Dele muchos recuerdos, ¿eh? Y si pasa por aquí, dígale que entre a vernos…

Se puso como la grana, luego añadió:

—Dígale que me gustaría mucho.

—Descuide, así lo haré. ¡Adiós!

—No…, hasta pronto.

Al año siguiente, un domingo muy caluroso, todos los detalles de esta aventura, que Henri nunca había olvidado, le vinieron súbitamente a la mente, tan precisos y deseables, que volvió solo a su habitáculo del bosque.

Se quedó de piedra al entrar en él. Ella estaba allí, sentada en la hierba, con aire triste, mientras que a su lado, también esta vez en mangas de camisa, su marido, el joven del pelo rubio, dormía a pierna suelta, como un bruto.

Al ver a Henri se puso tan pálida que a él le pareció a punto de sufrir un desvanecimiento. Luego se pusieron a charlar con naturalidad, como si entre ellos no hubiera pasado nada.

Pero cuando él le contó que le gustaba mucho aquel lugar y que iba a menudo a descansar allí, los domingos, evocando de nuevo muchos recuerdos, ella le miró largamente a los ojos.

—Yo pienso en ello todas las noches —dijo ella.

—Vamos, querida —dijo bostezando su marido—, creo que ya es hora de volver.

LA CASA TELLIER
*

I

Acudían allí todas las noches, a eso de las once, ni más ni menos que como al café.

Se encontraban seis o siete, siempre los mismos, no unos juerguistas, sino gente respetable, comerciantes, jóvenes de la ciudad; se tomaban su chartreuse bromeando un poco con las muchachas, o bien hablando de cosas serias con la
madame
, que era respetada por todos.

Volvían a casa antes de medianoche. Los jóvenes a veces se quedaban más rato.

La casa era familiar, bastante pequeña, pintada de amarillo, en la rinconada de una calle de detrás de la iglesia de Saint-Étienne; y por las ventanas se veía la dársena llena de barcos que descargaban, la gran salina conocida como «la Represa» y, detrás, la cuesta de la Virgen con su vieja capilla toda gris.

La
madame
, nacida en el seno de una buena familia de labriegos del departamento del Eure, había aceptado esa profesión exactamente como se habría hecho modista o costurera. El prejuicio de deshonra ligado a la prostitución, tan fuerte y arraigado en la ciudad, no existe en el campo normado. El campesino dice: «Es un buen oficio»; y manda a su hija a regentar un harén de muchachas como la mandaría a dirigir un internado de educandas.

La casa, por otra parte, era herencia de un viejo tío que había sido su propietario.
Monsieur
y
madame
, otrora posaderos en las cercanías de Yvetot, habían liquidado rápidamente su negocio, considerando más lucrativo para ellos el de Fécamp; y una buena mañana habían llegado para tomar las riendas del negocio, que iba a menos en ausencia de sus dueños.

Eran buena gente que enseguida se hizo querer por el personal y el vecindario.

El marido murió de un ataque apoplético un par de años después. Al obligarle la nueva profesión a una vida muelle e inmóvil, había engordado muchísimo, y había muerto de un exceso de salud.

La
madame
, desde que era viuda, era deseada en vano por todos los clientes del establecimiento; pero gozaba de fama de ser una mujer discreta y ni sus mismas pupilas habían podido descubrir el menor desliz.

Era alta, opulenta, atractiva. Su tez, pálida en la oscuridad de aquel antro siempre cerrado, resplandecía como bajo un barniz de almáciga. Un fino aderezo de cabellos rebeldes, postizos y rizados adornaba su frente dándole un aspecto juvenil que contrastaba con la madurez de sus formas. Siempre alegre y contenta, bromeaba con gusto, con un matiz de comedimiento que sus nuevas ocupaciones no habían conseguido hacerle perder. Las palabras malsonantes la impresionan siempre un poco; y cuando algún mozo maleducado llamaba por su verdadero nombre al establecimiento que ella regentaba, se enfadaba, indignada. En suma, tenía un alma delicada y, aunque tratara a sus mujeres como amigas, repetía de buen grado que «no eran de su misma raza».

A veces, durante la semana, salía en coche de alquiler con una parte de su tropa; e iban a retozar en la hierba a orillas del riachuelo que corre por las tierras de Valmont. Eran excursiones de colegiales de vacaciones, carreras locas, juegos infantiles, alegrías de prisioneras embriagadas por el aire libre. Comían embutidos en la hierba, tomando sidra, y volvían a la caída de la tarde deliciosamente cansadas, tiernamente lánguidas; y en el coche abrazaban a la
madame
como a una buena madre, mansa y complaciente.

La casa tenía dos entradas. En la rinconada, una especie de cafetucho abría por la noche para el pueblo llano y los marineros. Dos de las personas dedicadas a las tareas específicas del negocio estaban particularmente reservadas a atender a esa parte de la clientela. Con la ayuda del camarero, que se llamaba Frédéric, un rubiecito imberbe y fuerte como un buey, ellas servían medios cuartillos de vino y botellas de cerveza en las cojeantes mesas de mármol y, echando los brazos al cuello de los clientes o sentadas de medio lado sobre sus rodillas, les incitaban a beber.

Las otras tres señoritas (eran cinco en total) constituían una especie de aristocracia y estaban reservadas a los frecuentadores del primer piso, a menos que hicieran falta en la planta baja y el primero estuviese vacío.

El salón de Júpiter, donde se reunían los burgueses de la zona, estaba empapelado de azul y embellecido por un gran dibujo que representaba a Leda tendida debajo de un cisne. Se llegaba a él por una escalera de caracol cerrada por una estrecha puerta y de apariencia modesta, que daba a la calle, encima de la cual brillaba durante toda la noche, detrás de un enrejado, un farolillo como los que se encienden en ciertas ciudades a los pies de las vírgenes, en capillitas en las paredes.

El edificio, húmedo y vetusto, apestaba ligeramente a moho. A ratos, una exhalación de agua de Colonia cruzaba por los pasillos, o bien una puerta entreabierta abajo hacía prorrumpir por toda la casa, como el estallido de un trueno, los gritos plebeyos de los hombres sentados en la planta baja, haciendo asomar en los rostros de los señores del primer piso una mueca de inquietud y de desagrado.

La
madame
, íntima de los clientes amigos suyos, no dejaba nunca el salón y se interesaba en los chismes de la ciudad que éstos le contaban. Su conversación seria le servía de evasión a las charlas sin ton ni son de las tres mujeres; era como un descanso en medio de los chistes licenciosos de los panzudos burgueses que todas las noches se abandonaban a la honesta y mediocre disipación de la copita en compañía de mujeres públicas.

Las tres señoritas del primer piso se llamaban Fernande, Raphaële y Rosa la Pelirroja.

Dado que el personal era limitado, se había procurado que cada una de ellas fuera como un modelo, el compendio de un tipo femenino, de manera que cada cliente pudiese encontrar allí, en mayor o menor medida, la encarnación de su ideal.

Fernande representaba la
rubia guapa
, altísima, casi obesa, fofa, hija del campo cuyas pecas se resistían a desaparecer, con los cabellos rubios de estopa, muy cortos, claros y desteñidos, semejantes a cáñamo peinado, que le cubrían a duras penas el cráneo.

Raphaële, una marsellesa, desecho de todos los puertos de mar, desempeñaba el papel indispensable de la
guapa judía
, flaca, con los pómulos salientes pintarrajeados de rojo. Los cabellos negros, abrillantados con médula de buey, formaban en sus sienes unos ricitos acaracolados. Sus ojos habrían sido bonitos de no haber tenido el derecho una nube. La nariz corva le caía sobre la pronunciada mandíbula, donde dos dientes superiores, postizos, contrastaban con los de abajo, que con los años habían adquirido un matiz oscuro, como de madera vieja.

Rosa la Pelirroja, una bolita de carne, toda tripa y con dos piernecitas minúsculas, cantaba de la mañana a la noche, con voz cascada, coplillas ya salaces, ya sentimentales, contaba historias interminables y banales, dejaba de hablar sólo para comer y de comer sólo para hablar, era un azogue, ágil como una ardilla a pesar de su gordura y de sus cortas piernecitas; y sus carcajadas, una cascada de gritos agudos, estallaban sin cesar, aquí y allá, en un cuarto, en el desván, en el café, en todas partes, sin motivo.

Las dos mujeres de la planta baja, Louise, apodada Cacerola, y Flora, llamada Columpio, porque cojeaba un poco, la primera siempre en traje de
Libertad
con un cinturón tricolor, la otra de española de fantasía con unos pendientes de cobre que bailoteaban entre los cabellos color zanahoria a cada uno de sus pasos desiguales, tenían el aire de dos mozas de cocina vestidas para un carnaval. Parecidas a todas las mujeres del pueblo, ni más feas ni más guapas, verdaderas mozas de posada, en el puerto eran designadas con el sobrenombre de las dos Bombas.
1

Una paz celosa, pero rara vez turbada, reinaba entre estas cinco mujeres, gracias al conciliador sentido común de la
madame
y a su inagotable buen humor.

El establecimiento, único en la pequeña ciudad, era frecuentado asiduamente. La
madame
había sabido darle una apariencia tan respetable; era tan amable, tan solícita con todos; su buen corazón era tan conocido, que disfrutaba de una cierta consideración. Los asiduos hacían gastos desacostumbrados por ella, orgullosos cuando demostraba una más marcada simpatía por alguno de ellos; y si se encontraban durante el día por algún asunto, se decían: «Hasta esta noche, donde ya sabe», igual que se dice: «Nos vemos en el café después de cenar».

En suma, la casa Tellier era una bicoca, y raramente alguien faltaba a la cita diaria.

Ahora bien, una noche, a finales de mayo, el señor Poulin, maderero y ex alcalde, fue el primero en llegar y se encontró la puerta cerrada. El farolillo, tras el enrejado, estaba apagado; ningún ruido llegaba de la casa, que se hubiera dicho muerta. Llamó primero suavecito y luego más fuerte; nadie respondió. Por lo que volvió a subir calle arriba despacio y, al llegar a la place du Marché, se encontró con el señor Duvert, el armador, que se dirigía al mismo lugar.

Volvieron allí juntos los dos, sin más éxito que antes. Pero de repente estalló un gran alboroto muy cerca de ellos y, tras dar una vuelta a la casa, vieron a un nutrido grupo de marineros ingleses y franceses que aporreaban con los puños los postigos cerrados del café.

Los dos burgueses escaparon enseguida de allí para no verse comprometidos; pero un ligero «pssst» le hizo pararse: era el señor Tournevau, el salador de pescado, que les había visto y les llamaba. Le pusieron al corriente y se quedó tanto más chafado cuanto que, casado, padre de familia y muy vigilado, no acudía allí más que los sábados,
securitatis causa
, como decía él, en alusión a una medida de la policía sanitaria cuyas visitas periódicas le había revelado un amigo, el doctor Borde. Aquélla era precisamente su noche e iba a verse así privado por toda la semana.

Los tres hombres dieron un gran rodeo hasta el muelle, encontraron por el camino al joven señor Philippe, el hijo del banquero y cliente fijo, y al señor Pimpesse, el recaudador de impuestos. Volvieron entonces todos juntos, pasando por la calle «de los judíos» para hacer un último intento. Pero los marineros enfurecidos estaban asediando la casa, tiraban piedras, gritaban; y los cinco clientes del primer piso volvieron sobre sus pasos lo más deprisa posible y se pusieron a vagar por las calles.

También se encontraron al señor Dupuis, el agente de seguros, y al señor Vasse, juez del Tribunal de Comercio; y dio comienzo un largo paseo que les llevó primero al muelle. Se sentaron en fila en el pretil de granito para ver el cabrillear del oleaje. La espuma, en la cresta de las olas, formaba en la oscuridad luminosos blancores que se apagaban al instante, y el monótono rumor del mar que rompía contra las rocas se prolongaba en la noche a lo largo de todo el acantilado. Después de que los tristes paseantes se hubieran quedado allí un largo rato, el señor Tournevau dijo:

—Esto no es muy alegre que digamos.

—No, ciertamente —respondió el señor Pimpesse; y regresaron despacito.

Tras haber recorrido la calle que domina la costa, y que recibe el nombre de «Sotobosque», tomaron por el puente de madera de la Represa, pasaron por el lado de la vía del tren y se encontraron nuevamente en la place du Marché, donde de pronto se inició una discusión entre el recaudador de impuestos, el señor Pimpesse, y el salador, el señor Tournevau, a propósito de una seta comestible que uno de ellos afirmaba haber encontrado en los alrededores.

Los ánimos estaban exacerbados por el tedio y quizá habrían llegado los dos a las manos de no haberse interpuesto los demás. El señor Pimpesse, furioso, se largó; y acto seguido se produjo otro altercado entre el ex alcalde, el señor Poulin, y el agente de seguros, el señor Dupuis, a propósito de los emolumentos del recaudador y de los beneficios que podía procurarse. Llovían injurias por ambas partes, cuando se desencadenó una tremenda tempestad de gritos y la turba de los marineros, hartos de esperar en vano ante la casa cerrada a cal y canto, llegó a la plaza. Avanzaban cogidos del brazo de dos en dos, en larga procesión, vociferando furiosamente. El grupito de burgueses se escondió dentro de un portal y la aullante horda desapareció en dirección a la abadía. Por espacio de bastante rato se siguió oyendo el clamoreo, que disminuía como una tempestad que se aleja; y volvió a hacerse el silencio.

El señor Poulin y el señor Dupuis, enfadados el uno con el otro, se fueron cada cual por su lado sin despedirse siquiera.

Los otros cuatro prosiguieron su camino, volviendo instintivamente hacia la casa Tellier. Ésta seguía cerrada, muda, impenetrable. Un borracho, tranquilo y obstinado, daba golpecitos en los postigos cerrados del café, interrumpiéndose para llamar a media voz al camarero Frédéric. En vista de que nadie respondía, pensó que lo mejor que podía hacer era sentarse en el escalón de la entrada y esperar acontecimientos.

Iban los burgueses a retirarse cuando la turbamulta tumultuosa de los hombres del puerto reapareció en el extremo de la calle. Los marineros franceses cantaban a voz en grito
La Marsellesa
, los ingleses la
Rule Britannia
.
2
Se abalanzaron todos a la vez sobre el edificio; luego la oleada de brutos se dirigió hacia el muelle, donde estalló una pelea entre los marineros de ambas naciones. En la reyerta, un inglés acabó con un brazo roto y un francés con la nariz partida.

El borracho, que seguía delante de la puerta, lloraba ahora como lloran los beodos o los niños contrariados.

Finalmente, los burgueses se dispersaron.

Poco a poco volvió la calma a la perturbada ciudad. De vez en cuando se oía alzarse aquí y allá un rumor de voces que se debilitaba en la lejanía.

Sólo un hombre seguía vagando, el señor Tournevau, el salador, desolado de tener que esperar al sábado siguiente; quizá confiaba en algún azar venturoso, sin comprender, sintiéndose furioso por el hecho de que la policía permitiera el cierre de un local de utilidad pública vigilado y custodiado por ella misma.

Volvió una vez más, husmeando las paredes, para descubrir la razón; y advirtió que del tejadillo de la puerta colgaba un cartelito. Encendió al punto una cerilla y leyó estas palabras, trazadas con unas letras mayúsculas desiguales: «Cerrado por primera comunión».

Entonces se fue, convencido de que no había nada que hacer.

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