Cuentos esenciales (53 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

El doctor exclamó con voz vibrante:

—Un momento de silencio, por favor.

Y, apenas el vulgo calló, prosiguió con orgullo:

—He aquí el comunicado que me ha llegado del Gobierno. —Y sosteniendo en alto el telegrama, leyó:

Actual alcalde revocado. Den noticias lo antes posible. Recibirán ulteriores instrucciones.

Por el subprefecto, Sapin, consejero

El doctor estaba triunfante; le latía el corazón de alegría; sus manos temblaban, pero Picart, su ex subalterno, le gritó desde un grupo que tenía cerca:

—Todo esto está muy bien. Pero si ésos no salen, de mucho le servirá su papel.

Y el señor Massarel palideció. Si los otros no salían, en efecto, ahora iba a tener que avanzar. No sólo era su derecho, sino también su deber.

Miró ansiosamente al Ayuntamiento, esperando ver abrirse la puerta y replegarse a su adversario.

Pero la puerta permanecía cerrada. ¿Qué hacer? La multitud iba en aumento, y se agolpaba en torno a la milicia. Se reían.

Una reflexión sobre todo atormentaba al médico. Si daba el asalto, tendría que marchar a la cabeza de sus hombres; y, como si él caía muerto, cesaría toda contestación, era sobre él, únicamente sobre él, sobre quien dispararían el señor de Varnetot y sus tres guardas. Y disparaban bien, muy bien; Picart acababa de repetírselo una vez más. Pero una idea le iluminó y, volviéndose hacia Pommel, dijo:

—Vaya enseguida a pedirle al boticario que me preste una toalla y un palo.

El teniente se fue corriendo.

Iba a hacer una bandera parlamentaria, una bandera blanca, cuya visión tal vez alegrase el corazón legitimista del ex alcalde.

Pommel regresó con la toalla solicitada y un mango de escoba. Con un poco de hilo se preparó el estandarte, que el señor Massarel aferró con ambas manos; e inició el avance hacia el Ayuntamiento sosteniéndolo delante de él. Apenas estuvo ante la puerta, llamó de nuevo:

—¡Señor de Varnetot!

El portón se abrió al instante y en el umbral apareció el señor de Varnetot con sus tres guardas.

Instintivamente el doctor retrocedió; luego saludó cortésmente al enemigo y con voz rota por la emoción dijo:

—Señor, estoy aquí para comunicarle las instrucciones recibidas.

El gentilhombre, sin devolverle el saludo, respondió:

—Me retiro, señor, pero sepa que no es por miedo, ni por obediencia al odioso Gobierno que usurpa el poder. —Y, recalcando cada una de las palabras, declaró—: No quiero que parezca que sirvo a la República, ni por un solo día. Eso es todo.

Massarel, desconcertado, no respondió nada; y el señor de Varnetot, poniéndose en marcha con paso rápido, desapareció por una esquina de la plaza, seguido en todo momento por su escolta.

Entonces el doctor, loco de orgullo, se volvió hacia la multitud y, cuando estuvo lo bastante cerca para que le oyeran, gritó:

—¡Hurra!, ¡hurra! ¡La República triunfa en toda línea!

No hubo ningún signo de emoción.

El médico continuó:

—El pueblo es libre, habéis sido liberados, sois independientes. ¡Estad orgullosos!

Los lugareños inertes le miraban sin que ninguna luz de gloria brillase en sus ojos.

También él les miró, indignado por tanta indiferencia, pensando en qué decir o qué hacer para causarles una gran impresión, para electrizar a aquel plácido pueblecito, para desempeñar su misión de nuevo líder.

Tuvo una inspiración y, volviéndose hacia Pommel, dijo:

—Teniente, vaya a por el busto del ex emperador que se encuentra en la sala de juntas del Consejo municipal, y tráigalo aquí junto con una silla.

Al poco el hombre volvió trayendo sobre el hombro derecho al Bonaparte de yeso y una silla de enea en la mano izquierda.

Massarel fue a su encuentro, cogió la silla, la posó en el suelo poniendo encima de ella el blanco busto, y luego, retrocediendo unos pasos, le apostrofó con voz sonora:

—Tirano, más que tirano, ahora has caído, caído en el fango, caído en el cieno. La patria moribunda agonizaba bajo tu bota. El Destino vengador te ha castigado. La derrota y la vergüenza te acompañarán; caes vencido, prisionero de los prusianos; y, en las ruinas de tu Imperio destruido se alza la República joven y radiante, recogiendo tu espada rota…

Se esperaba unos aplausos. Pero no resonaron ni un grito ni una palma. Los campesinos, aterrados, callaban; y el busto de bigotes con guías que sobresalían de las mejillas por cada lado, el busto inmóvil y bien peinado como en un letrero de barbero, parecía mirar al señor Massarel con su sonrisa de yeso, una sonrisa imborrable y burlona.

Estaban así el uno enfrente del otro, Napoleón en la silla y el médico de pie, a tres pasos. La ira se apoderó del comandante. Pero ¿qué hacer? ¿Qué hacer para conmover a ese pueblo y lograr definitivamente esa victoria ante la opinión pública?

Su mano, por casualidad, se posó sobre su panza, y encontró, bajo su cinturón rojo, la culata de su revólver.

No tenía ya ninguna inspiración, ninguna frase que decir. Entonces se sacó el arma, dio dos pasos adelante y, a quemarropa, fulminó al ex monarca.

El proyectil hizo un agujerito en la frente, como una mancha, casi nada. El efecto había fallado. Massarel hizo otro disparo, que produjo otro agujero, luego un tercero, y a continuación, sin detenerse, los tres que le quedaban. La frente de Napoleón volaba hecha polvo blanco, pero los ojos, la nariz y las puntas finas de los bigotes permanecían intactas.

Fuera de sí, el doctor derribó la silla de un puñetazo y, posando un pie sobre los restos del busto, se dirigió en actitud de triunfador al público patidifuso, vociferando:

—¡Así perecen todos los traidores!

Pero como ningún entusiasmo se manifestaba aún, como los espectadores parecían anonadados por el asombro, el comandante gritó a los hombres de la milicia:

—Ahora podéis volver a vuestros hogares.

Y él mismo se dirigió a grandes pasos hacia su casa, como si hubiera huido.

Su criada, en cuanto le vio aparecer, le dijo que le esperaban unos enfermos desde hacía más de tres horas en su gabinete. Corrió hacia allí. Eran los dos campesinos de las varices, que habían vuelto desde el alba, obstinados y pacientes.

Y al punto el viejo reanudó su explicación:

—La cosa me empezó precisamente con un hormigueo en las piernas…

LA CONFESIÓN DE THÉODULE SABOT
*

Bastaba con que Sabot entrase en la taberna de Martinville para que la gente se echara a reír. ¡Aquel tunante de Sabot era realmente divertido! Uno a quien, por ejemplo, no le hacían ni pizca de gracia los curas. ¡Ah, no, no! Era un verdadero comecuras.

Sabot (Théodule), maestro carpintero, representaba en Martinville al partido progresista. Era alto y delgado, con unos ojos grises de mirada burlona, el pelo pegado a las sienes, la boca fina. Cuando decía, de un cierto modo: «Nuestro Santísimo Padre el Curda», todos se desternillaban de risa. Siempre se las ingeniaba para trabajar los domingos durante la hora de misa. Y todos los años mataba el cerdo el Lunes Santo para tener morcillas hasta Pascua, y cuando pasaba el párroco siempre, en son de broma, decía: «Ahí tenéis a uno que acaba de tragarse a su Dios en el mostrador…».

El cura, un hombre gordo y también muy alto, le temía debido a su lengua, que le hacía ganar adeptos. El padre Maritime era diplomático, amigo de tener mano izquierda. La lucha entre ellos duraba desde hacía diez años, una lucha secreta, encarnizada, incesante. Sabot era concejal. Se creía que llegaría a alcalde, cosa que constituiría sin duda la derrota definitiva de la Iglesia.

Iban a celebrarse elecciones. El bando religioso temblaba en Martinville. Ahora bien, una mañana, el cura partió para Ruán, anunciándole a su ama que se iba al arzobispado.

Regresó dos días más tarde. Tenía un aire alegre, triunfante. Y todo el mundo supo al día siguiente que el coro de la iglesia iba a ser rehecho por completo. Monseñor había donado, de su propio bolsillo, una suma de seiscientos francos.

La antigua sillería de abeto debía ser destruida y reemplazada por una sillería nueva de roble macizo. Era un trabajo de carpintería de envergadura, del que se hablaba, esa misma noche, en todas las casas.

Théodule Sabot no se reía.

Cuando salió al día siguiente por el pueblo los vecinos, amigos o enemigos, le preguntaban en son de broma:

—¿Lo harás tú el coro de la iglesia?

Él no sabía qué responder, pero rabiaba, echaba chispas de la rabia.

Los más maliciosos añadían:

—Es un buen trabajo; y podrá sacarse al menos de doscientos a trescientos francos de beneficio.

Dos días después, se supo que la remodelación sería encargada a Célestin Chambrelan, el carpintero de Percheville. Posteriormente la noticia fue desmentida, para anunciarse a continuación que todos los bancos de la iglesia también serían sustituidos. Eso costaría unos dos mil francos que se pedirían al Gobierno. Grande fue la emoción.

Théodule Sabot ya no pegaba ojo. Nunca, que recuerde memoria humana, un carpintero del lugar había llevado a cabo una tarea semejante. Luego corrió un rumor. Se decía en voz baja que el cura estaba apenado por tener que dar dicho trabajo a un artesano de fuera del pueblo, pero que, sin embargo, las opiniones de Sabot impedían que le fuera confiado a él.

Sabot se enteró. Se dirigió a la rectoría al caer la noche. El ama le contestó que el cura estaba en la iglesia. Y para allí se fue.

Dos hijas de María, viejas solteras con cara de vinagre, estaban adornando el altar para el mes de María, bajo la dirección del sacerdote. Él, de pie en medio del coro, sacando su panza enorme, dirigía el trabajo de las dos mujeres, que, subidas en unas sillas, colocaban unos ramos de flores alrededor del sagrario.

Sabot se sentía incómodo allí dentro, como si hubiera entrado en casa de su mayor enemigo, pero el ánimo de lucro le aguijoneaba. Se acercó, gorra en mano, sin siquiera preocuparse de las hijas de María, que permanecían impresionadas, estupefactas, inmóviles sobre sus sillas.

Balbució:

—Buenos días, señor cura.

El sacerdote respondió, sin mirarle, totalmente ocupado en su altar:

—Buenos días, señor carpintero.

Sabot, desorientado, no encontraba nada más que decir. Pero, tras un momento de silencio, añadió:

—¿Está haciendo los preparativos?

El padre Maritime respondió:

—Sí, está cerca el mes de María.

Sabot añadió aún: «Ajá, ajá», pero luego se calló.

Sentía ahora ganas de retirarse sin hablar de nada, pero una mirada lanzada al coro le retuvo. Vio dieciséis escaños por hacer de nuevo, seis a la derecha y ocho a la izquierda, ocupando la puerta de la sacristía dos plazas. Dieciséis escaños de roble valían a lo sumo trescientos francos, y, dándoles un buen acabado, podían ganarse sin duda también doscientos francos por el trabajo, si se daba uno maña.

Entonces balbució:

—Vengo por la obra.

El párroco pareció sorprendido. Preguntó:

—¿Qué obra?

Sabot, desconcertado, murmuró:

—La obra que hay que hacer.

Entonces el sacerdote se volvió hacia él, y le miró a los ojos:

—¿Se refiere usted a la renovación del coro de mi iglesia?

Ante el tono adoptado por el padre Maritime, Théodule Sabot sintió que un escalofrío le recorría el espinazo, y volvió a tener unas imperiosas ganas de largarse a toda prisa. Sin embargo, respondió con humildad:

—Pues sí, señor cura.

Entonces el padre cruzó los brazos sobre su gran panza, y como fulgurado por el estupor, dijo:

—Pero ¡cómo!, usted…, usted…, usted, Sabot, viene a pedirme eso… Usted…, el único impío de la parroquia… Pero si sería un escándalo, un escándalo público. Monseñor me echaría una reprimenda, y quizá hasta me trasladaría.

Respiró unos segundos, luego prosiguió con tono más calmo:

—Comprendo que le resulte penoso ver un trabajo de esta envergadura confiado a un carpintero de una parroquia vecina. Pero no puedo hacer otra cosa que…, a menos que… Pero no, imposible, no aceptaría usted nunca. No hay, sin embargo, otra forma.

Sabot estaba mirando ahora la fila de bancos que se extendía hasta la entrada. ¡Caray, si hubiera que cambiar también todo eso!

Y preguntó:

—¿De qué se trata? Diga…

El sacerdote respondió con firmeza:

—Haría falta una prueba clara y patente de su buena voluntad.

Sabot murmuró:

—No digo que no, no digo que no…, quizá podamos llegar a un acuerdo…

El párroco declaró:

—Debe tomar la comunión delante de todos, en la misa cantada del próximo domingo.

El carpintero se sintió palidecer; no respondió, pero preguntó:

—¿Habrá que cambiar también todos los bancos?

El párroco dijo con tono seguro:

—Sí, pero más adelante.

Sabot prosiguió:

—No digo que no, no digo que no. No es que sea yo redhibitorio,
1
puesto que, por supuesto, acepto la religión; lo que no me gusta es la práctica, pero dadas las circunstancias no seré refractario.

Las hijas de María, que habían bajado de sus sillas, se habían escondido detrás del altar; y estaban a la escucha, pálidas de la emoción.

El párroco, viéndose victorioso, adoptó de repente un tono jovial, amigable:

—Está bien, está bien… Esto es hablar como una persona razonable. Verá, verá…

Sonriendo incómodo, Sabot preguntó:

—¿No se podría posponer un poco esta comunión?

Pero el sacerdote volvió a poner cara severa:

—Dado que los trabajos le serán asignados a usted, quiero asegurarme de su conversión.

Y prosiguió con un tono de voz normal:

—Venga mañana a confesarse, pues será preciso que le someta a un examen de conciencia por lo menos un par de veces.

Sabot repitió:

—¿Un par de veces?

—Sí.

El sacerdote sonreía:

—Comprenderá usted que será necesario hacerle una limpieza general, un lavado a fondo. Así pues, le espero mañana.

El carpintero, muy inquieto, preguntó:

—¿Y dónde se hace eso?

—Pues… en el confesionario.

—¿En… esa caja del rincón?

—Sí.

—Pero es que…, que a mí esa caja no me va.

—¿Por qué?

—Porque…, porque no estoy acostumbrado a eso. Y soy además un poco duro de oído.

El párroco se mostró condescendiente:

—Está bien. Venga, pues, a la rectoría. Así estaremos los dos a solas. ¿Le parece bien?

—Sí, así está bien, pero su caja no.

—Bien, hasta mañana entonces, después del trabajo, a las seis.

—Entendido, de acuerdo; hasta mañana, padre. ¡Y gallina el que se desdiga!

Y alargó su tosca manaza sobre la que el sacerdote dejó caer ruidosamente la suya.

El ruido del manotazo resonó bajo las bóvedas y fue a apagarse en el fondo, detrás de los tubos del órgano.

Théodule Sabot no estuvo tranquilo durante todo el día siguiente. Sentía algo parecido al miedo que siente uno cuando tiene que ir a sacarse una muela. A cada momento le volvía este pensamiento: «Esta tarde tendré que confesarme». Y su alma turbada, un alma de ateo mal convencido, enloquecía ante el temor confuso y poderoso del misterio divino.

Se dirigió hacia la rectoría tan pronto como hubo terminado su trabajo. El párroco le esperaba en el jardín leyendo su breviario por un pequeño vial. Parecía radiante y lo abordó con una risotada:

—Bien, aquí estamos. Entre, entre, señor Sabot, que nadie se lo va a comer.

Y Sabot pasó el primero. Balbució:

—Si no le importa, preferiría despachar cuanto antes este asuntillo que tenemos entre manos.

El párroco respondió:

—Servidor de usted. Ahí tengo mi roquete. Deme un minuto y le escucho.

El carpintero, tan agitado que ya no comprendía nada, le miraba ponerse la blanca vestidura plisada. El cura le hizo un gesto:

—Arrodíllese sobre este cojín.

Sabot permanecía de pie, avergonzado de tener que arrodillarse; farfulló:

—¿Es necesario?

El párroco había adoptado una actitud solemne:

—Sólo de rodillas podemos acercarnos al tribunal de la penitencia.

Sabot se arrodilló.

El sacerdote dijo:

—Diga el
Confíteor
.

Sabot preguntó:

—¿El
Co
… qué?

—El
Confíteor
. Si ya no se acuerda, repita palabra por palabra lo que yo vaya diciendo.

Y el párroco articuló la oración sagrada, con voz parsimoniosa, separando las palabras que el carpintero repetía; luego dijo:

—Ahora, confiésese.

Pero Sabot no decía ya nada, pues no sabía por dónde empezar.

Entonces el padre Maritime vino en su ayuda:

—Hijo mío, le interrogaré yo, puesto que no parece estar usted muy al corriente. Tomaremos, uno por uno, los mandamientos de Dios. Escúcheme y no se inquiete. Responda con sinceridad y no tema en ningún momento irse de la lengua.

Amarás a Dios sobre todas las cosas
.

—¿Ha amado a alguien o a algo tanto como a Dios? ¿Ha amado a Dios con todo su corazón, con toda su alma, con toda la fuerza de su amor?

Sabot sudaba por el esfuerzo mental que hacía. Respondió:

—No. Oh, no, señor cura. Amo a Dios tanto como puedo. Ah, sí…, le amo. Pero no puedo decir que no ame a mis hijos. Decir que si tuviera que elegir entre ellos y Dios, esto no lo aseguro. Decir que si tuviera que perder cien francos por amor a Dios, esto no lo aseguro. Pero amarle le amo, ah, sí, le amo a pesar de todo.

El sacerdote, serio, declaró:

—Hay que amarle por encima de todas las cosas.

Sabot, lleno de buena voluntad, afirmó:

—Haré todo lo posible para amarlo, señor cura.

El padre Maritime prosiguió:

No tomarás el nombre de Dios en vano
.

—¿Ha blasfemado alguna vez?

—No. ¡Oh, eso no! No he blasfemado jamás, jamás. Algunas veces, en un momento de ira, he dicho «por los clavos de Cristo». Pero blasfemias no digo.

El sacerdote exclamó:

—¡Esto son blasfemias!

Y, con seriedad, agregó:

—No lo haga más. Prosigo:

Santificarás las fiestas
.

—¿Qué hace los domingos?

Esta vez, Sabot se rascó la oreja.

—Pues… santifico a Dios como puedo, padre. Lo santifico… en mi casa. Los domingos yo trabajo.

El párroco, magnánimo, le interrumpió.

—Lo sé…, compórtese mejor en el futuro. Me salto los tres mandamientos siguientes, seguro como estoy de que no ha pecado contra los dos primeros, y el sexto lo veremos junto con el noveno. Continúo:

No robarás
.

—¿Ha sustraído alguna vez, por cualquier medio, algún bien ajeno?

Théodule Sabot se ofendió:

—¡Ah, no! ¡Esto sí que no! Yo soy una persona honrada, señor cura. Eso se lo juro, sin ninguna duda. No niego que alguna vez he contado alguna hora de más de trabajo a los clientes más pudientes, eso no lo niego. Ni tampoco niego que añado algún céntimo en mis facturas, algún céntimo nada más, no lo niego… Pero robar no. No y mil veces no.

El párroco dijo con firmeza:

—Sustraer aunque sólo sea un céntimo es ya un hurto. No lo haga más.

No dirás falsos testimonios ni mentiras
.

—¿Ha dicho alguna vez mentiras?

—No, esto sí que no; no soy embustero. Es mi virtud. Sí, alguna vez he contado alguna bola, pero de broma, no lo niego. Y quizá he hecho también creer algo que no era cierto si me convenía. Pero una mentira, no; mentiroso no soy.

El sacerdote se limitó a decir:

—Vigílese más.

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