Cuentos esenciales (54 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Luego dijo:

No consentirás ni pensamientos ni deseos impuros
.

—¿Ha deseado alguna vez o poseído a otra mujer que no sea la suya?

Sabot exclamó con sinceridad:

—¡Ah, no, esto sí que no, señor cura! ¡Engañar a mi pobre mujer! ¡No! ¡No! Ni con la yema del dedo; no lo he hecho ni se me ha pasado por la cabeza. Palabra de honor.

Se quedó un momento en silencio, luego, en voz baja, como si le hubiera entrado una duda, dijo:

—No le diré que, cuando voy a la ciudad, no vaya nunca a cierta casa, ya sabe a lo que me refiero, señor cura, una casa de tolerancia, para reír y bromear un poco y cambiar de ambiente, no diré que no… Pero pago, señor cura, pago siempre; y como pago, lo comido por lo servido.

El párroco no insistió y le dio la absolución.

Théodule Sabot fue encargado de ejecutar los trabajos del coro y comulga todos los meses.

UNA «VENDETTA»
*

La viuda de Paolo Saverini vivía sola, con su hijo en una pequeña casucha pegada a las murallas de Bonifacio. La ciudad, construida sobre un saliente de la montaña, suspendida incluso en algunos puntos sobre el mar, mira, por encima del estrecho erizado de escollos, a la costa más baja de Cerdeña. A su pie, en la parte opuesta, rodeándola casi por entero, una cortadura del acantilado, que se diría un gigantesco pasillo, le sirve de puerto, lleva hasta las primeras casas, tras un largo circuito entre dos abruptos murallones, a las barquichuelas de pesca italianas o sardas, y, cada quince días, el viejo vapor que parece asmático hace la travesía hasta Ajaccio.

Sobre la blanca montaña, el hacinamiento de casas parece más blanco aún. Se dirían nidos de aves salvajes, colgadas de ese modo de la roca, dominando ese estrecho terrible por el que no se aventuran casi nunca los barcos. El viento azota, sin tregua, el mar, la costa desnuda, socavada por él, apenas revestida de hierba; se introduce por el estrecho flagelando las dos orillas. Las crestas de espuma clara, colgadas de las negras puntas de las innumerables rocas que horadan por todas partes las olas, parecen jirones de telas flotando y palpitando en la superficie del agua.

Las tres ventanas de la casa de la viuda Saverini, asentada firmemente en el borde mismo del acantilado, daban a este horizonte salvaje y desolado.

Vivía allí sola, con su hijo Antoine y su perra Vivaracha, una gran bestia flaca, de larga y áspera pelambre, de la raza de los guardadores de ganados. Le servía al joven para cazar.

Una tarde, tras una disputa, Antoine Saverini murió a traición de una cuchillada, a manos de Nicola Ravolati, quien, aquella misma noche, huyó a Cerdeña.

Cuando la anciana madre recibió el cuerpo de su hijo, que le trajeron unos caminantes, no derramó una sola lágrima, sino que se quedó largo rato inmóvil mirándole; luego, extendiendo su arrugada mano sobre el cadáver, le prometió venganza. No quiso que nadie se quedara con ella, y se encerró junto al cuerpo con la perra, que aullaba. Aullaba el animal sin descanso, plantado al pie de la cama, con el hocico tendido hacia su amo y el rabo apretado entre las patas. No se movía más de lo que lo hacía la madre, que, inclinada ahora sobre el cuerpo, mirándole fijamente, derramaba en silencio unos lagrimones.

El joven, boca arriba, con la chaqueta de grueso paño agujereada y desgarrada en el pecho, parecía dormir; pero estaba lleno de sangre: en la camisa, que le habían arrancado para prestarle los primeros auxilios, en el chaleco, en el pantalón, en el rostro, en las manos. Grumos de sangre se le habían coagulado en la barba y entre el pelo.

La anciana madre comenzó a hablar. Al sonido de esta voz la perra enmudeció.

—Sí, sí, serás vengado, hijo mío, pequeño mío, pobre muchacho… Duerme, duerme, serás vengado, ¿entendido? ¡Te lo promete tu madre! Y, como ya sabes, tu madre es persona de palabra.

Se inclinó lentamente sobre él, pegando sus fríos labios en los labios muertos.

Entonces, Vivaracha se puso de nuevo a gemir. Lanzaba un largo quejido monótono, desgarrador, horrible.

Se quedaron allí, los dos, la mujer y el animal, hasta la mañana.

Antoine Saverini fue enterrado al día siguiente, y pronto no se habló más de él en Bonifacio.

No había dejado ni hermano ni primos cercanos. No había ningún hombre para que pudiera encargarse de la
vendetta
. Únicamente la madre, la anciana, pensaba en ella.

De la mañana a la noche, al otro lado del paso, veía un punto blanco en la costa. Era un pueblecito sardo, Longosardo, refugio de los bandidos corsos a los que pisaban los talones. Ellos casi exclusivamente poblaban esta aldea, frente a las costas de su patria, en espera de volver, para echarse al monte. Allí se había refugiado Nicola Ravolati, y ella lo sabía.

Sola durante todo el día, sentada ante la ventana miraba hacia allí pensando en la
vendetta
. ¿Cómo podía llevarla a cabo, sin nadie, inválida como estaba y con un pie en la tumba? Pero lo había prometido, jurado sobre el cadáver. No cabía espera ni olvido. ¿Qué haría? Pasaba insomne las noches, sin paz ni descanso, buscando la manera con ahínco. La perra dormitaba a sus pies y, levantando la cabeza, de vez en cuando aullaba hacia lo lejos. Desde que ya no estaba su amo, ladraba a menudo así, como si le llamara, como si su alma de bestia, inconsolable, conservara también un recuerdo imborrable.

Ahora bien, una noche, justo cuando Vivaracha se puso a gañir de nuevo, la madre tuvo de repente una idea, una idea de venganza salvaje y feroz. La rumió hasta que se hizo de día y, levantándose a las primeras luces del alba, se fue para la iglesia. Rezó, prosternada en el pavimento, arrodillada ante Dios, suplicándole que la ayudara, la sostuviera y diera a su pobre cuerpo consumido la fuerza necesaria para vengar a su hijo.

A continuación volvió a casa. Tenía en el patio un viejo barril desfondado para recoger el agua de lluvia: lo volcó, lo vació, lo fijó en el suelo con unas estacas y unas piedras, ató a Vivaracha a esa especie de perrera y volvió adentro.

Estuvo paseando adelante y atrás por su habitación, con la mirada fija en todo momento en la costa de Cerdeña. El asesino estaba allí.

La perra ladró todo el día y toda la noche. A la mañana siguiente la anciana le trajo agua en un cuenco, y eso fue todo: ni sopas, ni pan.

También pasó aquel día. Vivaracha dormía, extenuada. Al día siguiente tenía los ojos relucientes y la pelambre erizada, y tiraba continuamente de la cadena.

Tampoco entonces la vieja le dio de comer. El animal, enfurecido, ladraba roncamente. También pasó aquella noche.

Entonces, al amanecer del día siguiente, la anciana Saverini fue a ver a un vecino y le pidió que le diera dos gavillas de paja, con las que rellenó unas ropas viejas de su marido, simulando un cuerpo humano.

Hincó un palo en el suelo, delante de la perrera de Vivaracha, y ató el fantoche, que parecía así estar de pie. Con unos viejos trapos le hizo una cabeza.

Sorprendida, la perra miraba a aquel hombre de paja y permanecía en silencio, aunque devorada por el hambre.

La anciana fue a comprarle al charcutero un buen trozo de morcilla negra. De vuelta a casa, encendió un fuego de leña en su patio, cerca de la perrera, y puso a asar la morcilla. Vivaracha, fuera de sí, saltaba, echando espumarajos por la boca y con la mirada clavada en el asador, que desprendía un olorcillo que iba directo a su estómago.

Con aquella papilla humeante hizo la anciana una corbata al hombre de paja. La ató con cuidado alrededor del cuello, como si quisiera metérsela dentro. Apenas hubo terminado, soltó a la perra.

De un gran salto, ésta alcanzó la garganta del fantoche y, tras apoyar las patas sobre sus hombros, empezó a desgarrarla. Volvía a caer al suelo, con un pedazo de su presa apretado entre los dientes, saltaba de nuevo, hundiendo sus colmillos en las cuerdas, arrancando otro bocado, volviendo a caer y saltando otra vez, con encarnizamiento. Desgarraba el rostro a grandes mordiscos, despedazaba el cuello por completo.

La anciana, inmóvil y silenciosa, miraba con ojos encendidos. Luego volvió a encadenar al animal, le hizo ayunar durante otros dos días y reinició su extraño adiestramiento.

Durante tres meses la acostumbró a aquella especie de lucha, a aquel alimento conquistado a fuerza de colmillos. Aunque no le ponía ya la cadena, la lanzaba con un gesto sobre el fantoche.

Le había enseñado a desgarrarlo y a devorarlo sin tener ya que esconder comida en su garganta. Luego le daba, a modo de recompensa, la morcilla asada para ella.

Apenas veía aquella forma, Vivaracha se estremecía y volvía los ojos hacia su ama, que le gritaba con voz silbante, alzando un dedo: «¡Ataca!».

Cuando consideró que había llegado el momento, la anciana Saverini fue a confesarse y a comulgar con extasiado fervor un domingo por la mañana; luego, tras vestirse de hombre, con la apariencia de un pobre viejo harapiento, llegó a un acuerdo con un pescador sardo, que la llevó, con la perra, al otro lado del estrecho.

Había puesto en un talego de tela un gran pedazo de morcilla. Vivaracha llevaba dos días en ayunas. La anciana le daba a oler en todo momento la comida, para así excitarla.

Entraron en Longosardo. La mujer andaba cojeando. Entró en una panadería y preguntó dónde vivía Nicola Ravolati. Éste había reanudado su viejo oficio de carpintero, y estaba trabajando solo en su carpintería.

La anciana empujó la puerta y le llamó:

—¡Eh, Nicola!

Él se volvió; entonces, soltando a su perra, gritó:

—¡Ataca, ataca, devora, devora!

Enloquecido, el animal se lanzó sobre la garganta del hombre, el cual extendió los brazos, la estrechó, rodó por tierra. Durante unos instantes se retorció, golpeando en el suelo con los pies, luego se quedó inmóvil mientras Vivaracha hurgaba en su cuello, desgarrándolo.

Dos vecinos, sentados en su puerta, recordaron perfectamente haber visto a un viejo mendigo con un perro negro muy flaco que, mientras caminaba, comía algo oscuro que le daba su amo.

Por la noche la anciana estaba ya en casa, y aquella noche durmió bien.

LA CONFESIÓN
*

Marguerite de Thérelles iba a morir. Aunque no tenía más que cincuenta y seis años, aparentaba al menos setenta y cinco. Jadeaba, más pálida que sus sábanas, sacudida por unos estremecimientos espantosos, el rostro convulso, la mirada despavorida, como si se le hubiera aparecido algo horrible.

Su hermana mayor, Suzanne, seis años mayor que ella, de rodillas al lado de la cama, sollozaba. En una mesita próxima al lecho de la agonizante había una toallita y dos candeleros encendidos, en espera del sacerdote que debía administrar la extremaunción y la última comunión.

La estancia tenía ese aspecto siniestro que tienen las habitaciones de los moribundos, ese aire de despedida desesperada. Frascos encima de los muebles, ropa blanca en todos los rincones, amontonada de un puntapié o con la escoba. Hasta las sillas, en desorden, parecían espantadas como si hubieran corrido de un lado para otro. La temible muerte estaba allí, escondida, esperando.

La historia de las dos hermanas era enternecedora. Todos la conocían y había hecho derramar muchas lágrimas.

La mayor, Suzanne, había sido querida hasta la locura, en el pasado, por un joven al que también ella amaba. Se prometieron, y sólo esperaban el día fijado para las capitulaciones cuando Henry de Sampierre murió de forma repentina.

La desesperación de la joven fue tremenda; juró que no se casaría jamás. Mantuvo su palabra. Vistió ropas de viuda y no se las quitó ya nunca.

Entonces la hermana, su hermanita Marguerite, que sólo contaba a la sazón doce años, fue, una mañana, a arrojarse en los brazos de la mayor y le dijo: «Hermana mayor, no quiero que seas desgraciada. No quiero que te pases la vida llorando. ¡No te dejaré nunca, nunca, nunca! Tampoco yo me casaré y estaré siempre a tu lado; siempre, siempre, siempre».

Suzanne la abrazó, conmovida por aquella abnegación infantil, mas no se lo creyó.

Pero también la pequeña mantuvo su palabra y, no obstante los ruegos de sus padres y las súplicas de su hermana mayor, no quiso casarse. Era hermosa, bastante hermosa; rechazó a muchos jóvenes que parecían enamorados de ella y ya no dejó a su hermana.

Vivieron juntas todos los días de su vida, sin separarse una sola vez. Permanecieron siempre juntas, inseparablemente unidas. Pero Marguerite parecía cada vez más triste, abrumada, más taciturna que su hermana mayor, como si tal vez su sublime sacrificio la hubiera quebrantado. Envejeció más deprisa, a los treinta años empezaron a plateársele los cabellos y, sintiéndose mal a menudo, parecía aquejada de una enfermedad desconocida que la minaba.

Y ahora a iba morirse la primera.

No hablaba ya desde hacía veinticuatro horas. Únicamente había dicho a las primeras luces del alba:

—Manda llamar al cura, ha llegado mi hora.

Y luego se había quedado inmóvil, boca arriba, sacudida por los espasmos, con los labios agitados como si unas palabras terribles le subieran del corazón sin poder salir, desorbitando los ojos aterrados, espantosos de ver.

Desgarrada por el dolor, su hermana lloraba desconsoladamente, con la frente apoyada en el borde de la cama, y repetía:

—¡Margot, pobre Margot, pequeña mía!

Siempre la había llamado «pequeña mía», como la menor la llamaba a ella «hermana mayor».

Se oyeron unos pasos en la escalera. Se abrió la puerta. Apareció un monaguillo seguido del viejo sacerdote en roquete. Apenas lo vio, la moribunda se enderezó bruscamente, abrió los labios balbuceando dos o tres palabras y comenzó a arañar la sábana como si quisiera desgarrarla.

El padre Simon se acercó, le tomó la mano, la besó en la frente y dijo con dulce voz:

—Dios la perdona, hija mía; que no le falte el ánimo, ha llegado su hora. Hable.

Entonces Marguerite, temblando toda ella y sacudiendo la cama con sus movimientos nerviosos, balbució:

—Siéntate, hermana mayor, y escucha.

El sacerdote se inclinó hacia Suzanne, que seguía postrada a los pies de la cama, la hizo levantarse y sentarse en un sillón y, tomando en sus manos una mano de cada hermana, dijo:

—Dios Nuestro Señor, dales fuerzas, derrama sobre ellas tu misericordia.

Marguerite comenzó a hablar. Las palabras le salían del pecho una por una, roncas, escandidas y como extenuadas.

—¡Perdón, perdón, hermana mayor, perdóname! ¡Si supieras cuánto miedo he tenido de este momento durante toda mi vida!

Suzanne murmuró, entre lágrimas:

—¿Perdón de qué, pequeña mía? Pero si me lo has dado todo, si lo has sacrificado todo… Eres un ángel.

Pero Marguerite la interrumpió:

—¡Calla, calla! Déjame hablar…, no me interrumpas… Es espantoso… Déjame contártelo todo…, hasta el final, sin hablar… Escucha… ¿Te acuerdas…, te acuerdas… de Henry?

Suzanne se estremeció y miró a su hermana. Ésta prosiguió:

—Tienes que oírlo todo para comprender. Tenía yo doce años, doce nada más, ¿lo recuerdas, verdad? Era una niña mimada y hacía todo lo que quería… ¿Te acuerdas de cómo me mimaban?… Pues escucha… La primera vez que él vino a casa llevaba unas botas de charol. Se apeó del caballo delante de la escalinata, se excusó por el atuendo, pero tenía que darle una noticia a papá. ¿Te acuerdas, verdad? No, no digas nada…, escucha… Cuando le vi me quedé prendada, de tan guapo como me pareció, y permanecí de pie en un rincón del salón todo el tiempo que él estuvo hablando. Los niños son extraños… y terribles… Ah, sí…, empecé a pensar en él.

»Volvió… varias veces… y yo me lo comía con los ojos, con el alma…, pues era alta para mi edad… y bastante más lista de lo que pueda creerse… Volvió a menudo… Yo no hacía más que pensar en él. Decía en voz muy baja:

»¡Henry…, Henry de Sampierre!

»Luego me dijeron que se casaría contigo. Para mí fue un motivo de tristeza…, ¡oh!, ¡hermana mayor…, de tristeza…, de tristeza! Lloré durante tres noches, sin pegar ojo. Él venía todos los días, por la tarde, después de comer…, ¿lo recuerdas, verdad? No, no digas nada…, escucha. Tú le preparabas unos pasteles que le gustaban mucho…, con harina, mantequilla y leche… Oh, sé muy bien cómo se hacían… Sabría volver a hacerlos incluso ahora. Se los zampaba de un solo bocado, se tomaba un vaso de vino… y decía:“Están deliciosos”. ¿Recuerdas cómo lo decía?

»Yo estaba celosa, muy celosa… Se acercaba el día de tu boda; apenas si faltaban quince días. Me sentía enloquecer. Pensaba: “¡No ha de casarse con Suzanne, yo no quiero…! Ha de casarse conmigo, cuando sea mayor. Nunca querré igual a ningún otro…”. Pero una noche, diez días antes de las capitulaciones, tú te fuiste a dar un paseo con él por delante del castillo, a la luz de la luna… y allí…, bajo el abeto…, bajo el gran abeto…, te besó…, te besó… manteniéndote estrechada entre sus brazos largo rato…, sí… ¡Estabas tan pálida cuando volviste al salón!

»Os vi; yo estaba allí, escondida en el macizo de flores. ¡Sentí tanta rabia! ¡De haber podido os habría matado!

»Me dije:“No ha de casarse con Suzanne, ¡nunca! No ha de casarse con nadie. Sería demasiado desgraciada…”. Y de repente empecé a odiarlo ferozmente.

»Entonces, ¿sabes qué hice?… Escucha. Había visto al jardinero preparar las albóndigas para matar a los perros vagabundos. Rompía una botella con una piedra y metía el cristal triturado dentro de la albóndiga de carne.

»Cogí del cuarto de mamá un frasquito vacío de medicamento, lo trituré con un martillo y me metí el cristal en el bolsillo. Era un polvillo brillante… Al día siguiente, apenas terminaste tú de hacer los pasteles, yo les hice un corte con el cuchillo e introduje el cristal… Él se comió tres, otro me lo comí yo… Los otros seis los tiré al estanque…, los dos cisnes murieron al cabo de tres días… ¿Lo recuerdas?… No, no digas nada…, escucha, escucha… La única que no murió fui yo…, pero he estado siempre enferma…, escucha… Él murió…, ya lo sabes…, escucha…, esto no es nada… Después…, más tarde…, siempre… ha sido lo más horrible…

»Mi vida, toda mi vida… ¡qué tormento! Me dije:“Estaré siempre con mi hermana… y en puertas de la muerte lo confesaré todo…”. Sí. Y desde entonces no he hecho más que pensar en este momento, en este momento en que te lo contaría todo… Ahora ha llegado…, es terrible…, ¡oh, hermana mayor!

»Mañana y tarde, día y noche, no he hecho sino pensar:“Debo decírselo, alguna vez…”. Esperaba… ¡Qué suplicio…! Ahora ya está… No digas nada… Ahora, tengo miedo…, tengo miedo…, ¡oh, cuánto miedo! Si volviera a verle, dentro de poco, cuando esté muerta… Volver a verle, ¿te lo imaginas? Yo, la primera… No me atrevería… Y, sin embargo, es preciso… Estoy a punto de morir… Quiero que me perdones. Lo quiero… No quiero presentarme ante él sin el perdón. Dígale que me perdone, padre, dígaselo…, se lo ruego. No puedo morir sin perdón…

Calló, y se quedó jadeando, mientras seguía arañando en la sábana con sus dedos crispados…

Suzanne se había tapado el rostro con las manos y no se movía ya. Pensaba en él, al que habría podido amar durante tanto tiempo. ¡Qué vida más dulce habrían llevado juntos! Volvía a verle, en los lejanos tiempos idos, en el viejo pasado desaparecido para siempre. ¡Muertos queridos, cómo desgarráis el corazón! ¡Oh, ese beso, su único beso! Lo había guardado en su alma. ¡Y luego nada, ya nada durante toda su vida!…

El sacerdote se enderezó de golpe y exclamó con voz fuerte y vibrante:

—¡Señorita Suzanne, su hermana está a punto de expirar!

Entonces Suzanne, separando las manos, descubrió su rostro bañado en lágrimas, y precipitándose hacia su hermana, la besó impetuosamente, balbuceando:

—Te perdono, pequeña mía, te perdono…

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