Cuentos esenciales (50 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

UN DUELO
*

La guerra había terminado; los alemanes ocupaban Francia; el país estaba convulsionado como un luchador vencido caído bajo la rodilla del vencedor.

De un París enloquecido, hambriento, desesperado, comenzaban a salir los primeros trenes, en dirección a las nuevas fronteras, atravesando lentamente campos y pueblos. Los primeros viajeros miraban por las ventanillas las llanuras devastadas y las aldeas incendiadas. Delante de las puertas de las casas que habían quedado en pie, unos soldados prusianos, con el casco negro de punta de cobre, fumaban en pipa a horcajadas de una silla. Otros trabajaban, o charlaban como si formaran parte de las familias. Al pasar por las ciudades, se veían regimientos enteros haciendo maniobras en las plazas, y, a pesar del ruido de las ruedas, llegaban a ratos las broncas órdenes.

El señor Dubuis, que había formado parte de la Guardia Nacional de París mientras duró el sitio, se dirigía a Suiza para reunirse con su mujer y su hija, mandadas por prudencia al extranjero antes de la invasión.

El hambre y las fatigas no habían hecho disminuir su gran panza de rico y pacífico comerciante. Había soportado los terribles acontecimientos con desconsolada resignación y amargas palabras sobre la ferocidad de los hombres. Pero ahora que, terminada la guerra, se dirigía hacia la frontera, veía por primera vez a los prusianos, pese a haber cumplido con su deber en las murallas y montado muchas guardias en las frías noches.

Miraba con irritado terror a esos hombres armados y barbudos instalados como si estuvieran en su casa en tierra francesa, y sentía en el alma una especie de fiebre de patriotismo impotente al tiempo que esa gran necesidad, que ese instinto nuevo de prudencia que ya no nos ha abandonado desde entonces.

En su compartimiento dos ingleses, venidos para ver, miraban con ojos tranquilos y curiosos. Eran ambos también gordos y hablaban en su lengua, consultando a veces su guía, que leían en voz alta tratando de reconocer los lugares indicados.

De repente, el tren se detuvo en la estación de una pequeña ciudad, y un oficial prusiano subió los dos escalones del vagón armando gran ruido con su sable. Era alto, llevaba un uniforme ceñido y una barba hasta los ojos. Su cabello pelirrojo parecía llamear, y sus largos bigotes, más pálidos, se prolongaban a ambos lados del rostro, cortándolo transversalmente.

Al punto los ingleses se pusieron a contemplarlo con unas sonrisas de curiosidad satisfecha, mientras el señor Dubuis fingía leer un diario. Permanecía acurrucado en su rincón, como un ladrón frente a un gendarme.

El tren se puso de nuevo en marcha. Los ingleses seguían charlando, buscando los lugares precisos de las batallas; y de repente, cuando uno de los dos extendía el brazo hacia el horizonte indicando un pueblo, el oficial prusiano dijo en francés, mientras estiraba sus largas piernas y se recostaba sobre su espalda:

—Yo maté a doce franceses en ese pueblo. Hice más de cien prisioneros.

Los ingleses, interesadísimos, preguntaron enseguida:

—¡Oh! ¿Cómo se llama ese pueblo?

El prusiano respondió:

—Pharsbourg.

Prosiguió:

—Cogí a esos bribones franceses por las orejas.

Y miraba al señor Dubuis riendo orgullosamente entre sus pelos.

El tren seguía su marcha, pasando siempre por aldeas ocupadas. Se veía a los soldados alemanes a lo largo de las carreteras, al borde de los campos, de pie en un extremo de las barreras o charlando delante de un café. Cubrían la tierra como langostas africanas.

El oficial extendió la mano:

—Si hubiera mandado yo, habría tomado París, lo habría quemado todo y matado a todo el mundo, ¡y así se habría acabado Francia!

Los ingleses, por cortesía, se limitaron a decir:


Oh, yes

El otro continuó:

—Dentro de veinte años toda Europa, toda, será nuestra. Prusia es más fuerte que todos.

Los ingleses, inquietos, ya no respondieron. Sus semblantes, vueltos impasibles, parecían de cera, entre sus largas patillas. Entonces el oficial prusiano se echó a reír. Y, mientras seguía echado hacia atrás, comenzó con sus bromas. Bromeó sobre Francia aplastada, insultó a los enemigos postrados; bromeó sobre Austria vencida hacía poco; bromeó sobre la defensa encarnizada e impotente de los departamentos; bromeó sobre la guardia móvil, sobre la inútil artillería. Anunció que Bismarck, con los cañones apresados, haría construir una ciudad de hierro. Y de repente posó sus botas contra el muslo del señor Dubuis, quien apartaba la mirada, rojo como un tomate.

Los ingleses parecían haberse vuelto indiferentes a todo, como si de pronto se hubieran visto encerrados en su isla, lejos del mundanal ruido.

El oficial se sacó la pipa y, mirando fijamente al francés, dijo:

—¿No tiene tabaco?

—No, señor.

El alemán prosiguió:

—Pues le ruego que vaya a comprar cuando pare el tren.

Y continuó, entre risas:

—Le daré una propina.

El tren pitó y ralentizó la marcha. Pasó por delante de los edificios incendiados de una estación y se detuvo.

El alemán abrió la puerta y, aferrando a Dubuis de un brazo, dijo:

—¡Vaya a hacer lo que le he dicho, rápido, rápido!

Un destacamento prusiano ocupaba la estación. Otros soldados miraban, de pie a lo largo de la empalizada de madera. La locomotora pitaba ya a punto de partir de nuevo. Entonces, de repente, el señor Dubuis irrumpió en el andén y, a pesar de los gestos del jefe de estación, se precipitó en el compartimiento vecino.

¡Estaba solo! Se desabrochó el chaleco, de tanto como le latía el corazón, y se secó la frente, jadeando.

El tren se paró de nuevo en una estación. Y de repente el oficial apareció en la puerta y subió, seguido al punto por los dos ingleses movidos por la curiosidad. El alemán se sentó enfrente del francés y, riendo de nuevo, dijo:

—No ha querido hacer mi encargo.

El señor Dubuis respondió:

—No, señor.

El tren acababa de arrancar.

El oficial dijo:

—Ahora le cortaré los bigotes para llenar mi pipa.

Y alargó una mano hacia el rostro de su vecino.

Los ingleses, siempre impasibles, miraron con sus ojos fijos.

Había aferrado ya el alemán un pellizco de pelos y tiraba de ellos, cuando el señor Dubuis le levantó el brazo de un manotazo y, agarrándole del cuello, le arrojó sobre el asiento. Luego, cegado por la ira, con las sienes hinchadas y los ojos inyectados en sangre, siguió estrangulándole con una mano, y con la otra cerrada comenzó a propinarle furiosos puñetazos en el rostro. El prusiano, debatiéndose, trataba de desenvainar el sable, de aferrar a su adversario tumbado sobre él. Pero el señor Dubuis lo aplastaba con el enorme peso de su panza y golpeaba, golpeaba sin descanso, sin tomar aliento, sin ver dónde caían sus puños. La sangre brotaba; el alemán, estrangulado, agonizaba, escupía los dientes, trataba en vano de rechazar a aquel gordo exasperado que le molía a golpes.

Los ingleses se habían levantado, acercándose para ver mejor. Permanecían de pie, llenos de regocijo y de curiosidad, dispuestos a apostar por uno o por otro de los contrincantes.

De repente el señor Dubuis, extenuado por el gran esfuerzo, se alzó y se sentó sin decir palabra.

El prusiano no se le arrojó encima, de tan aterrado, aturdido por el asombro y el dolor como estaba. Tras recuperar el aliento, dijo:

—Si no quiere darme satisfacción a pistola, le mataré.

El señor Dubuis respondió:

—Cuando usted quiera. Me parece bien.

El alemán prosiguió:

—Ahí está la ciudad de Estrasburgo, donde tomaré a dos oficiales por padrinos. Tenemos tiempo antes de que el tren parta de nuevo.

El señor Dubuis, que resoplaba tanto como la locomotora, dijo a los ingleses:

—¿Quieren ser ustedes mis padrinos?

Ambos respondieron a la vez:


Oh, yes
!

El tren se detuvo.

En cuestión de un minuto, el prusiano había encontrado a dos camaradas que trajeron las pistolas, y ganaron las murallas.

Los ingleses sacaban de continuo sus relojes, apretando el paso, apresurando los preparativos, inquietos por la hora para no perder el tren.

El señor Dubuis no había cogido nunca una pistola. Le pusieron a veinte pasos de su enemigo. Le preguntaron:

—¿Está usted listo?

Al responder «Sí, señor», vio que uno de los ingleses había abierto su paraguas para protegerse del sol.

Una voz ordenó:

—¡Fuego!

El señor Dubuis disparó, al azar, sin esperar, y vio con estupor que el prusiano de pie delante de él se tambaleaba, levantaba los brazos y caía redondo. Le había matado.

Uno de los ingleses exclamó un «oh» vibrante de alegría, de curiosidad satisfecha y de dichosa impaciencia. El otro, que seguía teniendo su reloj en la mano, cogió al señor Dubuis por el brazo, y se lo llevó, a paso gimnástico, hacia la estación.

El primer inglés marcaba el paso, corriendo, con los puños cerrados, los codos pegados al cuerpo.

—¡Uno, dos!, ¡uno, dos!

Y trotaban los tres de frente, pese a sus barrigas, como tres caricaturas de un periódico humorístico.

El tren partía. Saltaron dentro de su coche. Entonces, los ingleses, quitándose sus gorras de viaje, las levantaron agitándolas, y luego, por tres veces seguidas, gritaron:

—¡Hip, hip, hip, hurra!

Acto seguido, con expresión seria, tendieron uno tras otro la mano derecha al señor Dubuis y volvieron a sentarse uno al lado del otro en su rincón.

EL CASO DE LA SEÑORA LUNEAU
*

A Georges Duval

El juez de paz, un gordo con un ojo cerrado y otro apenas abierto, escucha a los demandantes con expresión disgustada. A veces suelta una especie de gruñido, como anticipo de su opinión, e interrumpe con una voz aguda, como la de un niño, para interrogar.

Acaba de juzgar la causa entre el señor Joly y el señor Petitpas, a propósito de una linde que habría sido desplazada inadvertidamente por el carretero del señor Petitpas mientras araba un campo.

Ahora cita para la causa de Hippolyte Lacour, sacristán y quincallero, contra la señora Céleste-Césarine Luneau, viuda de Anthime-Isidore.

Hippolyte Lacour tiene cuarenta y cinco años; alto, flaco, con el pelo largo y afeitado como un eclesiástico, habla con voz parsimoniosa, cansina y cantarina.

La señora Luneau aparenta unos cuarenta años. Su físico de luchadora hincha por todas partes su vestido estrecho y ceñido. Sus enormes caderas soportan un pecho desbordante por delante, y, por detrás, unos omóplatos gordos como senos. Su ancho cuello sostiene una cabeza de marcadas facciones; y su voz llena, sin ser grave, suelta notas que hacen vibrar cristales y tímpanos. Está embarazada, con un barrigón que se diría una montaña.

Los testigos de descargo esperan su turno.

El señor juez de paz aborda la cuestión.

—Hyppolyte Lacour, exponga su reclamación.

El demandante toma la palabra.

—Pues verá usted, señor juez de paz. Hará nueve meses, por San Miguel, la señora Luneau vino a verme una tarde, tras el
Ángelus
, para exponerme su situación respecto a su esterilidad.

JUEZ DE PAZ
: Sea más explícito, por favor.

HIPPOLYTE
: Me explicaré, señor juez. Pues bien, quería un hijo y me pedía mi participación. Yo no puse ninguna objeción, y ella me prometió cien francos. Una vez acordado y regulado todo, ella se niega hoy a cumplir con lo prometido. Por ello se lo reclamo ante usted, señor juez de paz.

JUEZ DE PAZ
: No entiendo del todo. ¿Dice usted que quería un hijo? Pero ¿cómo? ¿Qué tipo de hijo? ¿Un hijo para adoptarlo?

HIPPOLYTE
: No, señor juez, uno nuevo.

JUEZ DE PAZ
: ¿Qué entiende usted por «uno nuevo»?

HIPPOLYTE
: Entiendo un niño por nacer, que teníamos que hacer juntos, como si fuéramos marido y mujer.

JUEZ DE PAZ
: Mucho me sorprende usted. Pero ¿qué finalidad podía perseguir haciéndole tan insólita propuesta?

HIPPOLYTE
: La finalidad, señor juez, no la comprendí al principio, y también yo me quedé un poco parado. Y como nunca hago nada si no es a conciencia, quise saber sus razones, que ella me explicó. Su marido Anthime-Isidore, al que tanto usted como yo conocimos, había muerto la semana anterior, y todos sus bienes volvían a manos de su familia. Viéndose perjudicada económicamente, ella se fue a ver a un hombre de leyes que la asesoró sobre el caso de un nacimiento dentro de los diez meses siguientes. Quiero decir que si daba a luz en los diez meses siguientes al fallecimiento del difunto Anthime-Isidore, el vástago sería considerado como legítimo y daría derecho a la herencia. Decidió en el acto asumir las consecuencias y vino a verme a la salida de la iglesia, como he tenido el honor de decirle, dado que soy padre legítimo de ocho hijos, todos vivos, el primero de los cuales trabaja de droguero en Caen, en el departamento de Calvados, unido en legítimo matrimonio con Victoire-Élisabeth Rabou…

JUEZ DE PAZ
: Éstos son detalles superfluos. Vaya al grano.

HIPPOLYTE
: A ello voy, señor juez. Así pues, ella me dijo: «Si lo logras, te daré cien francos en cuanto el médico certifique mi embarazo». Me preparé, señor juez, para poder satisfacerla. Al cabo de seis semanas o dos meses, en efecto, me enteré con satisfacción de que la cosa había tenido éxito. Pero, tras haber pedido los cien francos, ella me los negó. Se los reclamé nuevamente en distintas ocasiones sin obtener un céntimo. Llegó a llamarme filibustero e impotente, cuya prueba en contrario a la vista la tiene usted.

JUEZ DE PAZ
: ¿Qué tiene usted qué decir, señora Luneau?

SEÑORA LUNEAU
: ¡Lo que digo, señor juez, es que este hombre es un filibustero!

JUEZ DE PAZ
: ¿Qué prueba aporta usted en apoyo de su afirmación?

SEÑORA LUNEAU
(
roja, sofocada, balbuceando
): ¿Qué prueba?, ¿qué prueba? No tengo más que una prueba, una verdadera prueba, la prueba de que el niño no es suyo. No, no es suyo, señor juez, se lo juro por la cabeza de mi marido que en paz descanse, no es suyo.

JUEZ DE PAZ
: Entonces, ¿de quién sería?

SEÑORA LUNEAU
(
balbuceando de rabia
): ¿Qué sé yo? ¿Acaso puedo saberlo? De todos. Mire usted, ahí tiene a mis testigos: están todos ahí. Y son seis. Hágales hablar, hágalo, y ellos le responderán…

JUEZ DE PAZ
: Cálmese, señora Luneau, cálmese y responda sin encenderse. ¿Qué motivos tiene para dudar de que este hombre sea el padre del niño que lleva en su seno?

SEÑORA LUNEAU
: ¿Motivos? No uno, sino cien tengo, doscientos, diez mil, un millón e incluso más… Tras haberle hecho la propuesta que ya conoce con la promesa de darle cien francos, me enteré de que era un cornudo, dicho sea con todo el respeto, y que ninguno de sus hijos era suyo, ¡ni uno!

HIPPOLYTE LACOUR
(
con calma
): No son más que mentiras.

SEÑORA LUNEAU
(
exasperada
): ¡Mentiras! ¡Mentiras! ¡Hay que tener valor! ¡Basta con decir que su mujer ha ido con todos, con todos, le digo! Ahí los tiene, a mis testigos, señor juez, mírelos. Hágales hablar.

HIPPOLYTE LACOUR
(
con frialdad
): No son más que mentiras.

SEÑORA LUNEAU
: ¡Qué cara dura! ¿Y a esos pelirrojos, los has hecho tú a esos pelirrojos?

JUEZ DE PAZ
: Nada de personalizar, por favor, de lo contrario me veré obligado a tomar medidas.

SEÑORA LUNEAU
: Así pues, como me entró la duda acerca de sus capacidades, me dije, como bien reza el dicho, que hombre precavido vale por dos, y me fui a contarle mi caso a Césaire Lepic aquí presente, mi testigo; y él me dijo: «Me tiene a su disposición, señora Luneau», y me echó una mano por si Hippolyte me fallaba. Pero luego, tras enterarse los demás testigos de que yo quería ser precavida, de haber querido habría encontrado a más de cien, señor juez. El alto ese que ve ahí, que se llama Lucas Chandelier, me juró que me equivocaba queriendo darle cien francos a Hippolyte Lacour, puesto que no había hecho más que los demás que no pedían nada.

HIPPOLYTE LACOUR
: Pues entonces no habérmelos prometido. Yo contaba con ellos, señor juez. Conmigo no valen los cuentos: lo prometido es deuda.

SEÑORA LUNEAU
(
fuera de sí
): ¡Cien francos!, ¡cien francos! ¡Cien francos por eso, filibustero, cien francos! Ellos no me pidieron nada, ni un céntimo. Ahí los tiene, son seis. Hágales hablar, señor juez, y ellos le responderán, ya verá como responderán. (
A Hippolyte
:) ¡Mira, filibustero, si no valen más que tú! ¡Son seis, y si hubiera querido habrían sido cien, doscientos, quinientos, tantos como hubiera querido, y a cambio de nada, filibustero!

HIPPOLYTE
: ¡Aunque hubieran sido cien mil!…

SEÑORA LUNEAU
: Sí, cien mil, si hubiera querido…

HIPPOLYTE
: No por ello dejé yo de cumplir con mi deber, lo que no modifica nuestro acuerdo.

SEÑORA LUNEAU
(
dándose golpes con las dos manos en la barriga
): Prueba, entonces, que es tuyo, pruébalo, pruébalo, filibustero. ¡Te desafío a que lo hagas!

HIPPOLYTE
(
con calma
): Quizá es mío, quizá es de otro. Lo cual no quita que usted me prometiera cien francos a mí. Luego no hubiera tenido que ir con tantos otros. Eso no cambia nada. Lo habría hecho yo solo.

SEÑORA LUNEAU
: ¡Eso no es cierto! ¡Filibustero! Interrogue a mis testigos, señor juez de paz. Ellos le responderán a buen seguro.

El juez de paz llama a los testigos de descargo. Son seis, sonrojados, con los brazos colgantes, atemorizados.

JUEZ DE PAZ
: Lucas Chandelier, ¿tiene usted motivos para presumir que es el padre del niño que la señora Luneau lleva en su seno?

LUCAS CHANDELIER
: Sí, señor.

JUEZ DE PAZ
: Célestin-Pierre Sidoine, ¿tiene usted motivos para presumir que es el padre del niño que la señora Luneau lleva en su seno?

CÉLESTIN-PIERRE SIDOINE
: Sí, señor.

(Los otros cuatro testigos hacen idéntica declaración.)

El juez de paz, tras un momento de recogimiento, sentencia:

—Considerando que Hippolyte Lacour tiene motivos para creerse padre del hijo deseado por la señora Luneau, y que también los llamados Lucas Chandelier, etcétera, etcétera, tienen motivos análogos para pretender la misma paternidad;

»Considerando que la señora Luneau había solicitado primero la asistencia del dicho Hippolyte Lacour mediante el pago de una indemnización convenida y aceptada de cien francos;

»Considerando, sin embargo, que, aunque puede considerarse absoluta la buena fe del dicho Lacour, es lícito discutir su estricto derecho a comprometerse de la forma en que lo hizo, dado que el demandante está casado y obligado por ley a serle fiel a su legítima esposa;

»Considerando, además, que etcétera, etcétera;

»Condena a la señora Luneau a pagar veinticinco francos a título de resarcimiento por daños y perjuicios al dicho Hippolyte Lacour, por pérdida de tiempo y seducción insólita.

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