Cuentos esenciales (51 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

MARTINE
*

Sucedió un domingo después de misa. Él había salido de la iglesia y estaba recorriendo el sendero que llevaba a su casa, cuando se encontró con Martine, que volvía también a casa.

Su padre caminaba a su lado, con andares de rico hacendado. Desdeñaba el blusón y llevaba una especie de chaqueta de paño gris e iba tocado con un bombín de alas anchas.

Ella, embutida en un corsé que no ataba más que una vez por semana, iba tiesa, la cintura estrangulada, ancha de hombros y unas buenas caderas, contoneándose un poco.

Iba tocada con un sombrero de flores, confeccionado por una modista de Yvetot, que le dejaba completamente descubierta la nuca fuerte, llena, flexible, en la que oscilaban unos ricitos rebeldes, que rojeaban por el aire libre y el sol.

Benoist no la veía más que de espaldas; pero sabía perfectamente cómo era su rostro, pero sin haberlo observado nunca atentamente.

De repente se dijo: «Jolines, sí que es una buena moza esta Martine». La miraba caminar, lleno de admiración y de deseo. No hacía falta mirarla a la cara. Mantenía los ojos clavados en su talle, repitiéndose a sí mismo, como si hablase: «Pues sí, es una buena moza».

Martine tomó a la derecha para entrar en «la Martinière», la hacienda de su padre, Jean Martin; y ella se volvió echando una mirada tras ella. Vio a Benoist, que le pareció muy picarón. Ella exclamó:

—Buenos días, Benoist.

Él respondió:

—Buenos días, Martine, buenos días, señor Martin.

Y siguió adelante.

Al llegar a casa, tenía ya las sopas en la mesa. Se sentó enfrente de su madre, al lado del criado y el gañán, mientras la criada iba en busca de sidra.

Tomó unas cucharadas y luego rechazó su plato. Su madre preguntó:

—¿No te sientes bien?

Él respondió:

—Siento como un peso en el estómago que me quita el hambre.

Miraba comer a los demás, cortándose de vez en cuando una rebanada de pan que se metía lentamente en la boca masticándola un buen rato. Pensaba en Martine. «Es una buena moza». Y pensar que no se había dado cuenta hasta ese momento, y ahora le había cogido así, de improviso, tan fuerte que ya ni comía.

No probó casi el guiso. Su madre decía:

—Pero vamos, Benoist, esfuérzate un poco; es costilla de cordero, y te sentará bien. Cuando no se tiene apetito, hay que hacer un esfuerzo.

Él engullía algún bocado, pero luego rechazaba de nuevo su plato: no, no le pasaba, decididamente.

Tras la comida, se fue a dar una vuelta por sus tierras, y dejó libre al gañán, diciéndole que de paso ya se encargaría él de los animales.

La campiña estaba desierta, pues era día de asueto. De trecho en trecho, en un campo de trébol, unas vacas se habían echado pesadamente, con el vientre desparramado, y rumiaban bajo un sol de justicia. Unos arados desenganchados esperaban en la margen de un campo roturado; y las tierras labradas, listas para la siembra, desplegaban sus amplios cuadros pardos en medio de trozos amarillos en los que acababan de pudrirse los restos de rastrojo de trigo y de avena segados hacía poco.

Un viento otoñal algo seco atravesaba la llanura, anunciando una noche fresca tras la puesta del sol. Benoist se sentó en una cuneta, puso su sombrero sobre sus rodillas y dijo muy alto, en el silencio de los campos:

—Pues sí, es una buena moza.

Pensó en ella también por la noche, en su cama, y al día siguiente al despertar.

No estaba triste, ni descontento; no habría sabido decir qué le pasaba. Era algo que le tenía sorbido el seso, como adherido a su alma, una idea fija que le producía una especie de cosquilleo en el corazón. A veces hay un moscardón encerrado en un cuarto. Se le oye volar con un zumbido, y ese ruido os obsesiona, os irrita. De pronto se para; os olvidáis de él; pero de súbito vuelve a empezar, obligándoos a levantar la cabeza. Imposible atraparlo, ni echarlo, ni matarlo, ni hacer que se quede quieto. Apenas se ha posado, vuelve con el zumbido.

Pues bien, el recuerdo de Martine se agitaba en la mente de Benoist como una mosca aprisionada.

Luego le vinieron ganas de volver a verla, y pasó varias veces por delante de la Martinière. Por fin la vio, mientras tendía la ropa en una cuerda, entre dos manzanos.

Hacía calor; ella no llevaba más que una faldilla y la camisa sobre la piel desnuda le dibujaba perfectamente la curvatura de la cadera cuando levantaba el brazo para extender las prendas.

Él se quedó acurrucado contra la cuneta durante más de una hora, incluso después de que ella se hubiera ido. Volvió a casa más pensativo aún que antes.

Por espacio de un mes no hizo más que pensar en ella. Se sobresaltaba si alguien la nombraba delante de él. No comía, y todas las noches sudaba tanto que no podía dormir.

El domingo, en misa, no le quitaba los ojos de encima. Ella se percató de ello y le dirigió alguna sonrisa, halagada por sentirse apreciada así.

Ahora bien, una tarde, en un sendero, se la encontró de improviso delante. Al verle venir, ella se detuvo. Él fue a su encuentro, sofocado por el miedo y la turbación, pero también decidido a dirigirle la palabra. Comenzó balbuceando:

—Sepa, Martine, que la cosa no puede seguir así.

Ella respondió, como burlándose de él:

—¿El qué no puede seguir así, Benoist?

Él prosiguió:

—Que yo piense en usted todas las horas del día.

Ella se puso en jarras:

—No soy yo quien le obliga a hacerlo.

Él balbució:

—Sí, es usted: ya ni duermo, ni descanso, ni tengo hambre, ni nada.

Ella dijo muy bajito:

—Entonces, ¿qué hay que hacer para curarle de esto?

Él se quedó como un pasmarote, con los brazos colgantes, unos ojos como platos y la boca abierta.

Ella le dio un fuerte manotazo en el estómago y escapó corriendo.

A partir de aquel día, se reencontraron por las cunetas, en los caminos encajonados, o bien, a la caída de la tarde, al borde de un campo, cuando él volvía con sus caballos y ella llevaba de vuelta sus vacas al establo.

Él se sentía llevado, tirado hacia ella por un fuerte impulso de su corazón y de su cuerpo. Hubiera querido estrecharla, estrangularla, comérsela, hacerla entrar dentro de sí. Y se estremecía de impotencia, de rabia, porque ella no fuera totalmente suya, como si no hubieran formado más que un solo ser.

En el pueblo se murmuraba. Decían que eran novios. Por lo demás, él le había preguntado si quería casarse con él y ella le había respondido: «Sí».

Esperaban la ocasión para hablarles de ello a sus padres.

Ahora bien, de repente, ella dejó de acudir a las horas de sus encuentros. No la veía ya siquiera cuando merodeaba por los alrededores de la hacienda. Sólo podía entreverla en misa los domingos. Y, justamente un domingo, el párroco anunció desde el púlpito, tras la lectura del evangelio, que Victoire-Adélaïde Martin y Joséphin-Isidore Vallin se habían dado palabra de matrimonio.

Benoist sintió algo en sus manos, como si se le hubiera retirado la sangre. Le zumbaban los oídos; no oía ya nada, y al cabo de un rato se dio cuenta de que lloraba sobre su misal.

Durante un mes, no salió de su cuarto. Luego volvió al trabajo.

Pero no estaba curado en absoluto y seguía pensando en ello en todo momento. Evitaba pasar por los caminos que rodeaban su casa, para no ver siquiera los árboles del patio, lo que le obligaba a dar un gran rodeo cada mañana y tarde.

Ella estaba ahora casada con Vallin, el más rico hacendado del cantón. Benoist y él no se hablaban ya, por más que fuesen compañeros desde la infancia.

Ahora bien, una tarde, en que Benoist pasaba por delante de la alcaldía, se enteró de que ella estaba embarazada. No sintió un gran dolor, sino por el contrario una especie de alivio. Ahora se había acabado, acabado definitivamente. Estaban más separados por eso que por el matrimonio. La verdad, lo prefería así.

Pasaron meses y más meses. De vez en cuando la veía, mientras se dirigía al pueblo con su paso pesado. Al verle, ella se ruborizaba, y agachaba la cabeza apretando el paso. Y él se desviaba de su camino para no encontrársela y cruzarse con su mirada.

Pensaba con terror que una mañana u otra podía toparse cara a cara con ella y verse obligado a dirigirle la palabra. ¿Qué le diría, después de todo lo que le dijera en otro tiempo estrechándole las manos y besándola en el cabello cerca de las mejillas? A menudo pensaba aún en sus citas por las cunetas. Era algo feo lo que ella había hecho, después de tantas promesas.

Y, sin embargo, poco a poco el dolor desaparecía de su alma; no quedaba más que la tristeza. Y un día, por primera vez, retomó el viejo camino que pasaba junto a la alquería donde ella vivía. De lejos miraba los tejados de la casa. ¡Allí dentro! ¡Allí dentro vivía ella, con otro! Los manzanos estaban en flor, los gallos cantaban sobre el estiércol. La casa entera parecía vacía, habían salido todos al campo para las labores de la primavera. Se detuvo cerca de la cancela y miró al patio. El perro dormía delante de su caseta, tres terneros se iban con paso lento, uno detrás de otro, hacia la charca. Un gran pavo hacía la rueda, pavoneándose delante de las gallinas como un cantante en el escenario.

Benoist se apoyó en el pilar, sintiéndose de repente dominado de nuevo por unas grandes ganas de llorar. Pero he aquí que oyó un gran grito de socorro que salía de la casa. Asustado, permaneció a la escucha, con las manos crispadas en las tablas de madera. Otro grito, éste largo y desgarrador, penetró en sus oídos, en su alma y en su carne. ¡Era ella la que gritaba de aquel modo! Se lanzó a través del prado, empujó la puerta y la vio, tirada en el suelo, contraída, con el rostro lívido, los ojos extraviados, presa de los dolores del parto.

Se quedó parado, más pálido y tembloroso que ella, balbuceando:

—Aquí me tienes, aquí me tienes, Martine.

Ella respondió, jadeando:

—¡No me dejes, no me dejes, Benoist!

Él la miraba, sin saber qué decir o qué hacer. Ella se puso de nuevo a gritar:

—¡Oh, cómo me desgarra, oh, Benoist!

Y se retorcía espantosamente.

De repente Benoist sintió una necesidad imperiosa de ayudarla, de calmarla, de hacer que se le fuera el dolor. Se inclinó, la cogió, la levantó y la llevó a la cama; y, mientras ella seguía gimiendo, la desvistió, quitándole la chambra, el vestido, la falda. Ella se mordía los puños para no gritar. Entonces él hizo como solía con los animales, las vacas, las ovejas, las yeguas: la ayudó y recogió entre sus brazos a un niño lloriqueante.

Lo limpió, lo envolvió en un trapo de cocina que estaba secándose delante del fuego y lo dejó sobre un montón de ropa blanca para planchar que había sobre la mesa. Luego volvió a donde estaba la madre.

La depositó de nuevo en el suelo, cambió la cama y volvió a ponerla en ella. Martine balbuceaba:

—Gracias, Benoist, tienes un buen corazón.

Y lloraba un poco, como si le hubiera embargado la nostalgia.

Él ya no la amaba, en absoluto. La cosa se había terminado. ¿Por qué? ¿Cómo era posible? No lo sabía. Lo que acababa de ocurrir le había curado más que diez años de distanciamiento.

Ella, agotada y temblorosa, preguntó:

—¿Qué es?

Él respondió con voz serena:

—Es una bonita niña.

Se callaron de nuevo. Al cabo de unos segundos, la madre, con voz débil, dijo:

—Enséñamela, Benoist.

Él fue a buscarla y la presentó como si le alargase el pan bendito, cuando la puerta se abrió y apareció Isidore Vallin.

De entrada no comprendió; luego, de repente, lo intuyó.

Benoist, consternado, balbuceaba:

—Pasaba por aquí, pasaba y he oído que ella gritaba y he entrado…, ¡aquí tienes a tu hija,Vallin!

Entonces, el marido, con lágrimas en los ojos, dio un paso, tomó a la enclenque criatura que le tendía el otro, la besó, permaneció unos segundos sofocado, depositó a la niña sobre la cama y, alargando sus dos manos hacia Benoist, dijo:

—¡Chócala, chócala, Benoist;! ya no hay nada que aclarar ahora entre nosotros. ¡Si quieres, seremos amigos, amigos de verdad!

Y Benoist respondió:

—Claro que quiero, claro.

INFANTICIDIO
*

Después de la cena, se pusieron a hablar de un aborto que acababa de producirse en el municipio. La baronesa estaba indignada: ¿cómo era posible algo semejante? ¡La muchacha, seducida por un oficial de carnicería, había tirado a su hijo en una cantera de mármol! ¡Qué horror! Incluso había sido probado que la pobre criatura no había muerto en el acto.

El médico, que cenaba en el castillo aquella noche, daba detalles horribles con aire tan tranquilo; y parecía asombrarse del coraje de aquella miserable madre, que, tras haber dado a luz sola, había hecho dos kilómetros a pie para asesinar a su hijo. Decía:

—Esa mujer es de hierro. ¡Y qué energía salvaje debió de tener para atravesar el bosque, de noche, con el niño llorando en brazos! No salgo de mi asombro ante semejantes sufrimientos morales. ¡Piensen en el terror de esa alma, en el desgarro de ese corazón! ¡Qué odiosa y miserable es la vida! Prejuicios infames, sí, señora, infames, un falso sentido de la honra más odioso que el delito mismo, todo un cúmulo de sentimientos artificiosos, de odiosa honorabilidad, de repugnante honestidad, empujan al delito, al infanticidio, a tantas pobres muchachas que han obedecido sin resistirse a la imperiosa ley de la vida. ¡Qué vergüenza para la Humanidad haber establecido una moral semejante y haber transformado en delito la libre unión de dos seres!

La baronesa había palidecido de la indignación.

Replicó:

—Así pues, doctor, pone usted el vicio por encima de la virtud, a la prostituta por delante de la mujer honrada. ¿La que se abandona a sus bajos instintos le parece equiparable a la esposa irreprochable que cumple con su deber con la conciencia íntegra?

El médico, un anciano que había curado en su vida muchas heridas, se levantó y dijo con fuerte voz:

—Habla usted de cosas que ignora, señora, ya que no ha conocido lo que son las pasiones invencibles. Permítame que le cuente una aventura reciente de la que fui testigo.

*

¡Oh, señora, sea usted siempre indulgente, buena y misericordiosa! No sabe…

¡Ay de aquellos a quienes la pérfida naturaleza ha dotado de unos sentidos insaciables! La gente tranquila, nacida sin instintos irrefrenables, vive por necesidad como personas honestas. Fácil resulta el deber para aquellos a quienes no atormentan nunca los deseos frenéticos.

Veo ya a pequeñoburguesas de sangre fría, de rígidas costumbres, espíritu mediocre y corazón morigerado, gritar de indignación al enterarse de los errores de las mujeres pecadoras.

¡Ah! Usted duerme tranquila en un lecho pacífico al que no acechan locas fantasías. Vive rodeada de personas como usted, que actúan como usted, preservadas por la prudencia instintiva de sus sentidos. Y apenas si tiene usted que luchar contra unas apariencias de seducción. Sólo su mente se ve agitada a veces por pensamientos malsanos, sin que su cuerpo se vea rozado por ninguna idea tentadora.

Pero para aquellos a quienes el azar ha hecho apasionados, señora, los sentidos son invencibles. ¿Puede usted detener el viento, aplacar el mar desencadenado? ¿Puede poner freno a las fuerzas de la naturaleza? No. Pues también los sentidos son fuerzas de la naturaleza, invencibles como el mar y el viento. Sublevan y arrastran al hombre, arrojándole a la voluptuosidad sin que él pueda resistir a la vehemencia de su deseo. Las mujeres irreprochables son las mujeres sin temperamento. Son cuantiosas. Pero yo no las alabo por su virtud, porque no han tenido que luchar. En cambio, una Mesalina y una Catalina,
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óigame bien, nunca serán castas. No pueden. Fueron creadas para la cópula furiosa. Y sus órganos no se parecen a los suyos, su carne es distinta, más vibrante, más hirviente al mínimo contacto con otra carne; y sus nervios trabajan, las trastornan y las domeñan, cuando los suyos no han notado nada. Trate de alimentar a un gavilán con el alpiste que da usted a su lorito. Aunque son dos pájaros que tienen un gran pico corvo, sus instintos son diferentes.

¡Oh, los sentidos! Si supiera usted el poder que poseen. ¡Los sentidos que nos tienen jadeando durante noches enteras, con la piel ardiente, el corazón agitado, la mente acosada por unas visiones enloquecedoras! Mire, señora, las personas de principios inflexibles son simplemente gente fría, desesperadamente celosos de los demás, sin ellos saberlo.

Escúcheme.

La que llamaré señora Hélène era sensual; lo había sido desde su infancia. Los sentidos se habían despertado en ella con el uso de la palabra. Me dirán ustedes que era una enferma. Pero ¿por qué? ¿No son más bien ustedes unos flojos? Me consultaron cuando tenía doce años. Comprobé que estaba hecha ya una mujer y que se veía acosada sin descanso por deseos amorosos. Se presentía sólo verla. Tenía unos labios carnosos, prominentes, abiertos como flores, el cuello robusto, la piel ardiente, la nariz larga, algo chata y palpitante, y unos ojazos claros que encendían de deseo a los hombres.

¿Quién habría podido calmar la sangre de aquella bestia ardiente? Se pasaba las noches llorando sin motivo. Sufría mortalmente de estar sin varón.

A los quince años, por fin, la casaron.

Dos años después, su marido moría tísico. Lo había extenuado.

Otro tuvo el mismo final en dieciocho meses. El tercero resistió cuatro años, luego la dejó. Justo a tiempo. Tras quedarse sola, quiso ser casta. Tenía todos los prejuicios que tienen ustedes. Un día me llamó, preocupada por sus crisis nerviosas. Enseguida me di cuenta de que estaba a punto de morir de viudedad.

Se lo dije. Era, señora, una mujer honesta; pese a los tormentos que sufría, no quiso seguir mi consejo de buscarse un amante.

En el pueblo la tachaban de loca. Salía de noche para hacer largas caminatas desenfrenadas y agotar así su cuerpo rebelde. Luego, tenía pérdidas de conciencia, a las que seguían tremendos espasmos.

Vivía sola en su quinta próxima a la de su madre y a las de sus parientes. Yo iba a verla de vez en cuando, sin saber qué hacer contra esa voluntad encarnizada de la naturaleza o contra su propia voluntad.

Ahora bien, una tarde, a eso de las ocho, entró en mi casa cuando acababa de cenar. Apenas estuvimos solos, me dijo:

«Estoy perdida. ¡Estoy embarazada!».

Di un respingo en mi silla.

«¿Qué quiere decir?»

«Que estoy embarazada.»

«¿Usted?»

«Sí, yo. —Y bruscamente, con voz rota, mirándome a la cara, dijo—: Embarazada de mi jardinero, doctor. Tuve un amago de desmayo mientras paseaba por el parque. Él, al verme caer, acudió y me cogió entre sus brazos para llevarme adentro. ¿Qué hice? No lo sé. ¿Le abracé, le besé? Tal vez. Ya conoce mi miseria, mi vergüenza. En resumen, ¡me poseyó! Soy culpable, porque me entregué a él al día siguiente, del mismo modo, y otras veces más. Estaba que no podía más… ¡No conseguía ya resistir!…»

Ahogó un sollozo en la garganta y continuó con tono de orgullo:

«Le pagaba, prefería esto al amante que me aconsejó usted que me buscara. Me he quedado embarazada».

»Me confieso a usted sin temor ni vacilación. He intentado provocarme un aborto. He tomado baños calientes; he montado caballos difíciles, he hecho ejercicios en el trapecio, he tomado drogas, ajenjo, azafrán y otras cosas. Pero nada ha dado resultado.

»¡Ya conoce usted a mi padre y a mis hermanos! Estoy perdida. Mi hermana está casada con un hombre honrado. Mi vergüenza recaerá también sobre ellos. Y piense, además, en todos nuestros amigos, en todos nuestros vecinos, en nuestro buen nombre…, en mi madre…

Empezó a sollozar. Yo la cogí de las manos, le pregunté. Luego le aconsejé que hiciera un largo viaje y fuera a dar a luz lejos.

Me respondía: «Sí…, sí…, sí… es lo mejor…», pero parecía que no me escuchase. Luego se fue.

Fui a verla varias veces. Se estaba volviendo loca.

La idea de aquel niño que crecía en su vientre, de aquella vergüenza viviente, había penetrado en su alma como una flecha aguzada. No hacía más que pensar en ello: no se atrevía ya a salir de día, ni a ver gente, por temor a que se descubriera su abominable secreto. Todas las noches se desnudaba delante del armario de luna para mirarse los costados deformados; luego se arrojaba al suelo apretando una toalla entre los dientes para ahogar así sus gritos. Se levantaba veinte veces durante la noche, encendía la vela y se volvía a poner delante del espejo donde se reflejaba la imagen deforme de su cuerpo desnudo. Entonces, fuera de sí, se propinaba grandes puñetazos en la barriga para matar al que le arruinaba la vida. Había una lucha tremenda entre ellos; pero él no se moría, es más, se agitaba de continuo como para defenderse. Ella rodaba por el parqué para aplastarlo contra el suelo, trató de dormir con un peso encima para ahogarlo. Le odiaba como se odia al enemigo encarnizado que amenaza nuestra vida.

Tras esas inútiles luchas, esos esfuerzos impotentes para liberarse de él, huía por los campos corriendo desesperadamente, fuera de sí por el dolor y el espanto. Una mañana la encontraron con los pies dentro de un arroyo, la mirada perdida; creyeron que había tenido un ataque de delirio, pero no se dieron cuenta de nada.

Tenía una idea fija. Arrancar de su cuerpo a aquel hijo maldito.

Una noche su madre le dijo entre risas: «Estás engordando, Hélène; si estuvieras casada, diría que estás embarazada».

Estas palabras fueron un golpe mortal para ella. Se fue casi enseguida y volvió a su casa.

¿Qué hizo? Sin duda, se miró un largo rato aquel vientre hinchado; sin duda, lo golpeó, lo machacó, dio con él contra los cantos de los muebles como hacía cada noche. Luego bajó, descalza, a la cocina, abrió el armario y cogió el cuchillo grande que se emplea para cortar la carne. Volvió a subir, encendió cuatro velas y se sentó, en una silla de mimbre, delante del espejo. Entonces, exasperada de odio contra aquel embrión desconocido y temible, queriendo arrancárselo y matarlo de una vez, tenerlo en sus manos, estrangularlo y arrojarlo lejos, apretó en el lugar donde se movía aquel feto y, de un solo tajo, se hendió el vientre con la afilada hoja. ¡Oh!, sin duda actuó muy rápido y muy bien, porque consiguió aferrar a ese enemigo al que todavía no había podido atrapar. Lo cogió por una pierna, se lo arrancó y trató de echarlo en las cenizas del hogar. Pero él permanecía unido a ella por unos lazos que ella no había podido cortar, de manera que, antes quizá de haber comprendido qué le quedaba por hacer para separarlo de sí, cayó sin vida sobre el niño anegado en un charco de sangre.

¿Fue culpable, señora?

*

El médico se calló y esperó. La baronesa no respondió.

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