Cuentos esenciales (44 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

El gordo militar, que se estaba secando la frente, vociferó:

—¡Victoria!

Y escribió en una pequeña agenda comercial que se había sacado del bolsillo: «Tras una lucha encarnizada, los prusianos han tenido que batirse en retirada, llevándose a sus muertos y heridos, que se estiman en cincuenta hombres fuera de combate. Varios han caído en nuestras manos».

El joven oficial prosiguió:

—¿Qué medidas he de tomar, mi coronel?

El coronel respondió:

—Vamos a replegarnos para evitar una contraofensiva del enemigo, provisto de artillería y de fuerzas superiores.

Y dio la orden de retirarse.

La columna volvió a formar en la sombra, bajo los muros del castillo, y se puso en marcha, rodeando por todas partes a un Walter Schnaffs agarrotado, sujetado por seis guerreros que empuñaban el revólver.

Se mandó a algunos exploradores para que vigilasen el camino. Avanzaban con prudencia, haciendo un alto de vez en cuando.

Llegaron, al rayar el día, a la subprefectura de La Roche-Oysel, cuya Guardia Nacional había llevado a cabo este hecho de armas.

La ansiosa y sobrexcitada población aguardaba. Cuando vieron el casco del prisionero, estalló un formidable clamor. Las mujeres levantaban los brazos; las ancianas lloraban; un abuelo lanzó su muleta contra el prusiano e hirió en la nariz a uno de sus guardianes.

El coronel daba alaridos.

—Velen por la seguridad del prisionero.

Llegaron por fin al Ayuntamiento. Se abrió la prisión, y Walter Schnaffs fue arrojado dentro, libre de ataduras.

Doscientos hombres armados montaron la guardia en torno al edificio.

Entonces, a pesar de los síntomas de indigestión que le torturaban desde hacía un buen rato, el prusiano, loco de alegría, se puso a bailar, a bailar como un loco, alzando brazos y piernas, a bailar dando gritos frenéticos, hasta el momento en que cayó, agotado al pie de una de las paredes.

¡Era prisionero! ¡Estaba salvado!

Fue así como el castillo de Champignet fue recuperado de manos del enemigo al cabo de sólo seis horas de ocupación.

El coronel Ratier, comerciante en paños, que había dirigido la operación a la cabeza de los guardias nacionales de La Roche-Oysel, fue condecorado.

EL COMPADRE MILON
*

Desde hacía un mes, un gran sol derrama su lumbre sobre los campos. La vida brota radiante bajo este diluvio de fuego; la tierra es puro verdor hasta donde alcanza la vista. Hasta los confines del horizonte, el cielo es azul. Las alquerías normandas diseminadas por la llanura, vistas a distancia, se dirían bosquecillos, encerrados en su cercado de esbeltas hayas. De cerca, cuando se abre la cancela carcomida, se tiene la impresión de ver un gigantesco jardín, pues todos los viejos manzanos, huesudos como campesinos, están en flor. Sus añosos troncos negros, encorvados, retorcidos, en línea respecto al corral, despliegan bajo el cielo sus espléndidas copas blancas y rosas. El dulce aroma de su floración se mezcla con los olores grasos de los establos abiertos y con los vahos del estiércol que fermenta, cubierto de gallinas.

Es mediodía. La familia come a la sombra del peral plantado ante la puerta: el padre, la madre, los cuatro niños, las dos sirvientas y los tres mozos. Nadie habla. Se toman las sopas, luego destapan la cacerola del guisote lleno de patatas con tocino.

De cuando en cuando, una sirvienta se levanta y va a la bodega a llenar la jarra de sidra.

El hombre, un mocetón de unos cuarenta años, contempla una parra desnuda pegada a la pared de la casa, que corre retorcida como una serpiente, bajo las persianas, a todo lo largo del muro.

Al final dice:

—La parra de papá echa brotes pronto este año. Tal vez dé uva.

También la mujer se vuelve y mira sin decir nada.

La parra está plantada justo donde fue fusilado el padre.

Sucedió durante la guerra de 1870. Los prusianos ocupaban toda la región. El general Faidherbe, con el ejército del Norte, les hacía frente.

Ahora bien, el Estado Mayor prusiano había sentado sus reales en esa alquería. El propietario, el compadre Milon, de nombre Pierre, les había acogido y dado hospedaje lo mejor posible.

Desde hacía un mes, la vanguardia alemana estaba en el pueblo en tareas de observación. A unas diez leguas, los franceses permanecían inmóviles; y, sin embargo, cada noche desaparecían ulanos.

Todos los exploradores aislados, aquellos a los que mandaban de patrulla, cuando iban sólo dos o tres, no volvían nunca.

Los encontraban muertos por la mañana, en un campo, junto a un corral, en una cuneta. Hasta sus caballos yacían a lo largo de los caminos, degollados de un sablazo.

Tales asesinatos parecían perpetrados por las mismas personas, que no se conseguía descubrir.

Se aterrorizó a los lugareños. Se fusiló a campesinos por una simple denuncia, se encarceló a mujeres, se trató, por medio del miedo, de hacer hablar a los niños. Pero no se descubrió nada.

Pero he aquí que una mañana vieron al compadre Milon tendido en su establo, con la cara señalada por un tajo.

Dos ulanos eviscerados fueron encontrados a tres kilómetros de su alquería. Uno de ellos tenía empuñada aún su arma ensangrentada. Se había batido, defendido.

Tras formarse de inmediato un consejo de guerra, al aire libre, delante de la alquería, el viejo fue conducido ante él.

Contaba sesenta y ocho años. Era menudo, flaco, algo cargado de espaldas, con unas manazas parecidas a pinzas de cangrejo. Sus cuatro pelos descoloridos y ligeros como el plumón de un patito dejaban entrever por todas partes la carne del cráneo. La piel atezada y rugosa del cuello mostraba unas gruesas venas que desaparecían bajo las mandíbulas para reaparecer en las sienes. Tenía fama en la comarca de persona avara y duro de pelar en los negocios.

Le colocaron de pie, entre cuatro soldados, delante de la mesa de la cocina que habían sacado afuera. Cinco oficiales y el coronel se sentaron enfrente de él.

El coronel tomó la palabra en francés.

—Compadre Milon, desde que estamos aquí no podemos sino decir bondades de usted. Siempre se ha mostrado complaciente e incluso atento con nosotros. Pero hoy pesa una terrible acusación sobre usted, y es preciso aclarar las cosas. ¿Cómo se hizo esta herida que tiene en la cara?

El campesino no respondió nada.

El coronel continuó:

—Su silencio le condena, compadre Milon. Pero quiero que usted me responda, ¿entendido? ¿Sabe quién mató a los dos ulanos que fueron encontrados esta mañana cerca del Calvario?

El viejo articuló claramente:

—Fui yo.

El coronel, sorprendido, guardó silencio unos segundos, mirando con fijeza al prisionero. El compadre Milon permanecía impasible, con su aire cerril de campesino, los ojos gachos como si hablara con su cura. Sólo una cosa podía revelar una íntima turbación, y era que tragaba una y otra vez saliva, con un visible esfuerzo, como si tuviera la garganta completamente estrangulada.

La familia del buen hombre, su hijo Jean, su nuera y dos niños pequeños, estaban a diez pasos, espantados y consternados.

El coronel continuó:

—¿Sabe quién ha matado a todos los exploradores de nuestro ejército, que encontramos cada mañana, desde hace un mes, en los campos?

El viejo contestó con la misma impasibilidad de bruto:

—Fui yo.

—¿Los ha matado todos usted?

—Todos yo, sí.

—¡Usted solo!

—Yo solo.

—Cuénteme cómo lo hizo.

Esta vez el hombre pareció emocionado, visiblemente incómodo por la necesidad de tener que hablar extensamente. Balbució:

—¿Qué sé yo? Lo hice tal como se terciaba.

El coronel prosiguió:

—Debo advertirle que tendrá que contármelo todo. Hará bien en decidirse cuanto antes. ¿Cómo empezó?

El hombre lanzó una mirada inquieta a su familia, que estaba a la escucha detrás de él. Dudó un poco más, luego, de golpe, se decidió.

—Una noche, de vuelta a casa, debían de ser las diez, al día siguiente de llegar ustedes. Ustedes y sus soldados me habían quitado más de cincuenta escudos en heno, aparte de una vaca y dos ovejas. Pensé: «Cada vez que me quiten veinte escudos, me las pagarán». Y había, además, otras cosas que no podía tragar, como le contaré. Veo a uno de sus jinetes que estaba fumando en pipa en la reguera de detrás del granero. Voy, descuelgo la hoz y me le acerco por detrás sigilosamente, para que no se diera cuenta. Le corté la cabeza de un solo tajo, como si fuera una espiga, y no le dio ni tiempo de soltar un lamento. Basta con que lo busquen en el fondo de la charca, está dentro de un saco de carbón, con una piedra de la cancela.

»Tenía un plan. Cogí todas sus cosas, desde las botas hasta la gorra, y las escondí dentro del horno de la yesería del bosque Martin, detrás del corral.

El viejo se calló. Los oficiales se miraban pasmados. Luego se reanudó el interrogatorio, y he aquí de lo que se enteraron:

Tras haber perpetrado su crimen, el viejo había vivido sólo con esta idea: «¡Matar prusianos!». Los odiaba con un odio solapado y feroz, como campesino codicioso y también patriota que era. Tenía un plan, como él decía. Esperó algunos días.

Gozaba de libertad para ir y venir, entrar y salir a su antojo, tan humilde se había mostrado con los vencedores, sumiso y complaciente. Ahora bien, cada atardecer veía partir las estafetas; y, una noche, salió tras haber oído el nombre del pueblo al que se dirigían los jinetes y haber aprendido, gracias a la frecuentación de los soldados, las pocas palabras de alemán que necesitaba saber.

Salió por el corral, se internó en el bosque, llegó a la yesería, se introdujo en una profunda galería y localizó en el fondo, en el suelo, las ropas del muerto. Se vistió con ellas.

Entonces se puso a dar vueltas por los campos, reptando, siguiendo los ribazos para esconderse, pendiente de los menores ruidos, inquieto como un cazador furtivo.

Cuando creyó llegada la hora, se acercó al camino y se ocultó detrás de un matorral. Siguió aguardando. Finalmente, hacia medianoche, oyó resonar el galope de un caballo en la dura tierra del camino. El hombre pegó el oído a tierra para asegurarse de que sólo se acercaba un jinete, luego se preparó.

El ulano llegaba a trote ligero, trayendo unos despachos. Iba con la mirada atenta y aguzando el oído. Cuando no estuvo más que a diez pasos, el compadre Milon se arrastró hacia el centro del camino gimiendo: «
Hilfe, hilfe
! ¡Socorro, socorro!». El jinete se detuvo, reconoció a un alemán desarzonado, le pareció que estaba herido, se apeó del caballo, se acercó sin sospechar nada y, cuando se disponía a inclinarse sobre el desconocido, recibió en pleno estómago la larga hoja curva del sable. Cayó, sin agonía, apenas sacudido por los estremecimientos de la hora suprema.

Entonces el normando, exultante de una muda alegría de viejo campesino, se levantó y, por simple gusto, le cortó el gaznate al cadáver. Luego lo arrastró hasta la cuneta y lo dejó allí tirado.

El caballo esperaba tranquilamente a su amo. El compadre Milon montó en la silla y partió al galope por los campos.

Al cabo de una hora vio a otros dos ulanos que volvían juntos al centro de mando. Se fue directo hacia ellos, gritando de nuevo:
«Hilfe, hilfe!»
. Los prusianos le dejaron acercarse, al reconocer el uniforme, sin desconfianza alguna. Y el viejo pasó, como una bala por entre los dos, abatiéndolos uno tras otro con su sable y un revólver.

Luego degolló a los caballos, ¡unos caballos alemanes! A continuación regresó tan tranquilo a su yesería y escondió el caballo en el fondo de la oscura galería. Se despojó de su uniforme, volvió a ponerse sus andrajos y, tras volver a su cama, durmió hasta la madrugada.

Durante cuatro días no salió, esperando el final de la investigación que se había abierto; pero, al quinto día, partió de nuevo, y dio muerte a otros dos soldados con la misma estratagema. Y a partir de entonces ya no paró. Cada noche, andaba errante, deambulaba a la ventura, abatiendo a prusianos unas veces aquí, otras allá, galopando por los campos desiertos, a la luz de la luna, ulano perdido, cazador de hombres. Luego, una vez terminada su faena, dejando en pos de sí cadáveres tendidos a lo largo de los caminos, el viejo jinete volvía para esconder su caballo y su uniforme en el fondo de la yesería.

Iba hacia mediodía, con aire tranquilo, a llevar avena y agua a su cabalgadura, que se había quedado en el fondo del subterráneo, y la alimentaba sin escatimar, exigiendo de ella un gran trabajo.

Pero, la víspera, uno de los que había atacado estaba en guardia y le hizo de un sablazo un tajo en la cara al viejo campesino.

¡De todas formas, él los había matado a los dos! Luego había vuelto, había escondido el caballo y se había puesto de nuevo sus humildes ropas; pero, de regreso, le había entrado una gran debilidad y se había arrastrado hasta el establo, sin conseguir llegar a casa.

Le encontraron, todo ensangrentado, sobre la paja…

Una vez que hubo terminado su relato, alzó de golpe la cabeza y miró con aire fiero a los oficiales prusianos.

El coronel, atusándose los bigotes, le preguntó:

—¿No tiene nada más que decir?

—No, nada más; las cuentas cuadran: maté a dieciséis, ni uno más ni uno menos.

—¿Sabe usted que va a morir?

—No les he pedido clemencia.

—¿Fue usted soldado?

—Sí. Estuve de campaña, en otros tiempos. Y además, mataron ustedes a mi padre, que fue soldado con el primer emperador; y el mes pasado me mataron a François, mi hijo pequeño, cerca de Évreux. Estaban en deuda conmigo, ahora estamos en paz.

Los oficiales se miraron.

El viejo continuó:

—Ocho por mi padre, ocho por mi hijo, y la cuenta cuadra. ¡No he sido yo quien ha buscado pelea! Ni siquiera les conozco. No tengo ni idea de dónde vienen. Están ustedes en mi casa, y mandan en ella como si fuera la suya. Me he vengado con esos otros; y no me arrepiento.

Enderezó su espalda torcida y se cruzó de brazos en la pose de un humilde héroe.

Los prusianos estuvieron bastante rato charlando en voz baja. Un capitán, que había perdido también a su hijo, el mes anterior, defendía a aquel magnánimo desarrapado.

Entonces el coronel se levantó y, acercándose al compadre Milon, le dijo, bajando la voz:

—Escuche, anciano, tal vez existe una manera de salvarle la vida…

Pero el viejo ya no escuchaba y, con los ojos clavados en los del oficial vencedor, mientras el viento le agitaba la pelusilla de la cabeza, hizo una mueca horrenda que crispó su cara chupada que cruzaba el chirlo, e, hinchando el pecho, escupió, con todas sus fuerzas, en plena cara del prusiano.

El coronel, enloquecido, alzó la mano, y el hombre, por segunda vez, le escupió en la cara.

Todos los oficiales se habían levantado y gritaban órdenes a la vez.

En menos de un minuto, el buen hombre, impasible en todo momento, fue empujado contra la pared y fusilado, mientras dirigía unas sonrisas a Jean, su hijo mayor, a su cuñada y a los dos niños pequeños, que miraban desesperados.

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