Cuentos esenciales (83 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Los dos eran bonapartistas.

El alcalde prosiguió:

—Sí, puede haber sido un forastero, un caminante, un vagabundo sin casa ni hogar…

El médico añadió con un asomo de sonrisa:

—Y sin mujer. Cuando no se tiene una buena cena ni una buena cama, uno se las consigue por su cuenta. ¡Quién sabe cuántos hombres hay sobre la tierra capaces de cometer un crimen en determinados momentos! ¿Sabía usted que la pequeña había desaparecido?

Con la contera del bastón tocaba uno tras otro los dedos rígidos de la muerta, apretándolos como si fueran las teclas de un piano.

—Sí. Su madre vino ayer a verme, a eso de las nueve de la noche, al no haber vuelto su hija a las siete para cenar. La estuvimos llamando por los caminos hasta medianoche; pero no pensamos en el oquedal. Tenía que ser de día, por lo demás, para poder realizar una búsqueda que diera realmente resultado.

—¿Quiere un cigarro? —preguntó el médico.

—Gracias, no tengo ganas de fumar. Me revuelve el estómago ver esto.

Permanecían los dos de pie enfrente de aquel endeble cuerpo de adolescente, tan pálido, sobre el musgo oscuro. Un moscardón de vientre azul que se paseaba a lo largo de un muslo se detuvo sobre las manchas de sangre, reanudó su marcha, sin dejar de subir, recorriendo el costado con su paso vivo y sincopado, trepó sobre un pecho, luego volvió a bajar para explorar el otro costado, buscando algo con que apagar su sed en aquella muerta. Los dos hombres miraban ese punto negro errante.

El médico dijo:

—¡Qué bonita es una mosca en la piel! No les faltaba razón a las damas del siglo pasado al ponerse una en la cara. ¿Por qué se ha perdido esta costumbre?
2

Parecía que el alcalde, enfrascado en sus pensamientos, no le oyera.

Pero de repente se volvió, pues le había sorprendido un ruido; una mujer tocada con un gorro y con un delantal azul acudía corriendo bajo los árboles. Era la madre, la Roque. En cuanto vio a Renardet, se puso a chillar: «Mi pequeña, ¿dónde está mi pequeña?», tan enloquecida que no miraba al suelo. De golpe la vio, se detuvo en seco, juntó las manos y alzó sus dos brazos lanzando un grito agudo y desgarrador, un aullido de bestia mutilada.

Luego se lanzó hacia el cuerpo, cayó de rodillas y levantó, como si lo arrancara, el pañuelo que cubría su cara. Al ver aquel rostro espantoso, negro y convulsionado, se enderezó de golpe, luego se desplomó, de bruces contra el suelo, lanzando en la espesura del musgo unos gritos espantosos y continuos.

Su flaco corpachón, que sus ropas ceñían, palpitaba, sacudido por las convulsiones. Se veían temblar horriblemente sus tobillos huesudos y sus secas pantorrillas embutidas en unas gruesas medias azules; y arañaba el suelo con sus dedos ganchudos como si quisiera hacer un hoyo para esconderse.

El médico, conmovido, murmuró:

—¡Pobre vieja!

El vientre de Renardet produjo un extraño ruido; luego lanzó una especie de estornudo ruidoso que le salió al mismo tiempo por la nariz y por la boca; y, sacándose el pañuelo de bolsillo, se puso a llorar en él, carraspeando, sollozando y sonándose ruidosamente. Balbucía:

—Condenado…, condenado, condenado cerdo que ha hecho esto… Quisiera…, quisiera verle guillotinado…

Pero reapareció Principe cariacontecido y con las manos vacías. Murmuró:

—No encuentro nada, señor alcalde, nada de nada en ninguna parte.

El otro, despavorido, respondió con voz gruesa, ahogada en las lágrimas:

—¿Qué es lo que no encuentras?

—La ropa de la pequeña.

—Bien…, bien…, sigue buscando… y…, y… encuéntrala… o… te las tendrás que ver conmigo.

El hombre, sabiendo que era mejor no contradecir al alcalde, volvió a irse con paso desalentado mientras lanzaba al cadáver una temerosa mirada de reojo.

Unas voces lejanas se alzaban bajo los árboles, un ruido confuso, ruido de gentío acercándose; pues Médéric, en su vuelta para hacer el reparto, había hecho correr la noticia de puerta en puerta. La gente del lugar, en un primer momento estupefacta, había hablado de ello en la calle, de un umbral a otro; luego se habían reunido; habían cotilleado, discutido, comentado el acontecimiento durante unos minutos; y ahora venían a ver.

Llegaban en grupos, un poco dubitativos e inquietos, por temor a la primera emoción. Cuando vieron el cuerpo, se detuvieron, sin atreverse a avanzar más y hablando bajo. Luego se envalentonaron, dieron unos pasos, se pararon otra vez, avanzaron de nuevo y no tardaron en formar en torno a la muerta, a su madre, al médico y a Renardet, un nutrido corro, agitado y ruidoso que se apretujaba por los empujones súbitos de los recién llegados. Pronto tocaron el cadáver. Algunos incluso se agacharon para palparlo. El médico les apartó. Pero el alcalde, saliendo de repente de su sopor, se puso hecho una furia y, cogiendo el bastón del doctor Labarbe, se arrojó sobre sus administrados balbuciendo:

—¡Fuera de aquí…, fuera de aquí…, hatajo de bestias…, fuera de aquí!

En un segundo el cordón de curiosos se ensanchó unos doscientos metros.

La Roque se había levantado, vuelto y sentado, y ahora lloraba tapándose la cara con las manos juntas.

Entre la multitud se discutía la cosa; y unos ojos ávidos de chicos escrutaban aquel joven cuerpo descubierto. Renardet se percató de ello y, quitándose bruscamente la chaqueta de tela, la echó sobre la chiquilla, que desapareció completamente bajo la amplia prenda.

Los curiosos se acercaban de nuevo despacio; el oquedal se iba llenando de gente; un rumor continuo de voces ascendía bajo el follaje frondoso de los grandes árboles.

El alcalde, en mangas de camisa, permanecía de pie, bastón en mano, en posición de combate. Parecía exasperado por esa curiosidad del pueblo y repetía:

—Si uno de vosotros se acerca, le rompo la cabeza como a un perro.

Los campesinos le tenían pavor; se mantuvieron a distancia. El doctor Labarbe, que fumaba, se sentó al lado de la Roque, y le habló, tratando de distraerla. La anciana se quitó enseguida las manos de la cara y respondió con un torrente de frases lacrimógenas, verborrea que era un desahogo de su dolor. Contó toda su vida, su matrimonio, la muerte de su marido, un boyero, muerto de una cornada, la infancia de su hija, su vida miserable de viuda sin recursos con la pequeña. No tenía a nadie más que a ella, a la pequeña Louise; y se la habían matado, se la habían matado en ese bosque. De repente quiso volver a verla, y, arrastrándose de rodillas hasta el cadáver, levantó por un extremo la chaqueta que lo cubría; luego la dejó caer de nuevo y se puso otra vez a dar alaridos. El gentío guardaba silencio, mientras observaba ávidamente todos los gestos de la madre.

Pero, de repente, se produjo un gran rebullicio; gritaron:

—¡Los gendarmes, los gendarmes!

Dos gendarmes asomaban a los lejos, llegando al trote, escoltando a su capitán y a un señor bajito de patillas rojizas, que bailaba como un simio sobre una alta yegua blanca.

El guarda rural había encontrado al señor Putoin, el juez de instrucción, justo en el momento en que éste montaba sobre su caballo para ir a dar su paseo diario, pues se las daba de apuesto jinete, para gran regocijo de los oficiales.

Puso pie a tierra junto con el capitán, y dio un apretón de manos al alcalde y al doctor, echando una mirada de garduña a la chaqueta de tela que henchía el cuerpo que yacía debajo.

Cuando estuvo al corriente de los hechos, hizo apartar primero al público que los gendarmes echaron del oquedal, pero que no tardó en reaparecer en el prado, y formó un seto, un gran seto de cabezas excitadas e inquietas a lo largo del Brindille, del otro lado del riachuelo.

El médico, a su vez, dio explicaciones que Renardet anotaba a lápiz en su agenda. Tras haber realizado, registrado y comentado todas las comprobaciones posibles, éstas no condujeron a nada nuevo. También Principe había vuelto sin haber encontrado ni rastro de las ropas.

Esta desaparición tenía sorprendido a todo el mundo, al no poder explicársela nadie si no era por un robo; y, como esos andrajos no valían ni veinte sueldos, el robo resultaba incomprensible.

El juez de instrucción, el alcalde, el capitán y el doctor se habían puesto ellos mismos a buscar en parejas, apartando las menores piedras a lo largo del agua.

Renardet le decía al juez:

—¿Cómo puede ser que ese infame haya escondido o se haya llevado las ropas, dejando el cuerpo de este modo, ante las miradas de todos?

El otro, burlón y perspicaz, repuso:

—Eh, eh… Tal vez es una artimaña. Este delito ha sido cometido por un bruto o por un tipo astuto. En cualquier caso, no tardaremos en descubrirlo.

El rodar de un vehículo les hizo volver la cabeza. Eran el fiscal, el médico y el secretario del juzgado que llegaban a su vez. Se reinició la búsqueda mientras hablaban animadamente.

Renardet dijo de repente:

—¿Saben qué les digo? Que se queden a comer en mi casa.

Todos aceptaron con grandes sonrisas y el juez instructor, pensando que por aquel día ya se habían ocupado incluso demasiado de la pequeña Roque, se volvió hacia el alcalde:

—¿Puedo hacer llevar el cuerpo a su casa? Supongo que tendrá usted una habitación para poder tenerla a buen recaudo hasta esta noche.

El otro se turbó, balbuciendo:

—Sí, no…, no… La verdad, prefiero que no entre en mi casa…, debido…, debido a mis criados… que… ya me hablan de aparecidos en… en mi torre, en la torre del Zorro… Ya sabe qué pasa… Se me irían todos… No… Prefiero no tenerlo en mi casa.

El magistrado se echó a reír:

—Bueno… Haré que lo lleven enseguida a Roüy para la autopsia. —Y, volviéndose hacia el fiscal, agregó—: Puedo utilizar su coche, ¿no?

—Sí, por supuesto.

Todo el mundo volvió hacia donde estaba el cadáver. La Roque, ahora, sentada al lado de su hija, le sostenía una mano y miraba delante de sí con mirada vaga y estúpida.

Los dos hombres trataron de llevársela para que no viera el levantamiento del cadáver de la pequeña; pero enseguida comprendió lo que iban a hacer, y, arrojándose sobre el cuerpo, la aferró con un abrazo. Recostada encima, gritaba:

—¡No la tendrán ustedes, es mía, ahora es mía! ¡Me la han matado; quiero conservarla, no la tendrán!

Todos los hombres, turbados e indecisos, permanecían de pie en torno a ella. Renardet se puso de rodillas para hablarle:

—Escuche, la Roque, es necesario, para saber quién la ha matado; sin eso no se podría saber; hay que buscarle para castigarle. Se la devolverán una vez que se le haya encontrado, se lo prometo.

Este argumento hizo vacilar a la mujer y encenderse de odio su mirada perdida:

—Entonces, ¿le cogerán? —preguntó ella.

—Sí, se lo prometo.

Ella se incorporó, decidida a dejar hacer a esa gente; pero, tras haber murmurado el capitán: «Es sorprendente que no se encuentren sus ropas», una nueva idea, que no se le había pasado aún por la cabeza, asaltó de repente su cerebro de campesina, y preguntó:

—¿Dónde están sus ropas? Son mías, las quiero. ¿Dónde las han puesto?

Le explicaron que no conseguían encontrarlas, pero ella las reclamaba, llorando y gimiendo con desesperada obstinación:

—Son mías, las quiero, ¿dónde están? Las quiero.

Cuanto más trataban de calmarla, más sollozaba ella y se empecinaba. No quería ya el cuerpo, sino las ropas, las ropas de su hija, quizá tanto por una inconsciente codicia de miserable, para quien una moneda de plata representa todo un capital, como por cariño materno.

Y cuando el cuerpecito, envuelto en unas mantas traídas de casa de Renardet, desapareció dentro del coche, la vieja, de pie bajo los árboles, sostenida por el alcalde y el capitán, gritó:

—Ya no tengo nada, nada, nada en el mundo, ni siquiera su gorrito, su gorrito; ya no tengo nada, nada de nada, ni siquiera su gorrito.

Había llegado el párroco, un joven sacerdote ya gordo. Se encargó de llevarse a la Roque, y los dos se fueron juntos para el pueblo. El dolor de la madre se aplacaba con las piadosas palabras del sacerdote, que le prometía mil recompensas. Pero ella no paraba de repetir: «Si al menos tuviera su gorrito…», obstinándose en esa idea que predominaba ahora sobre todas las demás.

De lejos, Renardet gritó:

—Venga a comer con nosotros, señor cura. Dentro de una hora.

El sacerdote volvió la cabeza y respondió:

—Con mucho gusto, señor alcalde. Estaré en su casa a mediodía.

Y se dirigieron todos hacia la casa cuya fachada gris y gran torre levantada al borde del Brindille se veían a través de las ramas.

La comida se prolongó durante largas horas; se habló del crimen y todos convinieron en que había sido cometido por algún vagabundo que pasaba casualmente por allí mientras la pequeña se bañaba.

Luego los magistrados regresaron a Roüy anunciando que volverían al día siguiente, por la mañana temprano; el médico y el cura se fueron a sus casas, mientras que Renardet, tras una larga caminata por los campos, volvió al bosque, donde se quedó paseando lentamente, con las manos tras la espalda, hasta la noche.

Se fue pronto a la cama y a la mañana siguiente, al entrar el juez instructor en su habitación, todavía dormía. Frotándose las manos con expresión alegre, éste le dijo:

—¡Ja, ja, duerme usted aún! Pero nosotros tenemos novedades esta mañana…

El alcalde se había sentado en la cama:

—¿Cuáles?

—¡Oh! Algo singular. Recordará usted que la madre reclamaba, ayer, un recuerdo de su hija, sobre todo su gorrito. Pues bien, al abrir su puerta, esta mañana, ha encontrado, en el umbral, los dos pequeños zuecos de su hija. Ello demuestra que el crimen ha sido cometido por alguien del lugar, por alguien que se ha compadecido de ella. Además, el cartero Médéric me ha traído el dedal, la navajita y el estuche de las agujas de la muerta. Por tanto al culpable, al llevarse las ropas para esconderlas, se le cayó lo que había en el bolsillo. Me parece a mí que sobre todo es importante lo que se refiere a los zuecos, pues indica que el asesino tiene una cierta sensibilidad moral y una relativa capacidad de emoción. Por eso ahora, si no le importa, pasaremos revista a los principales vecinos de su pueblo.

El alcalde se había levantado. Llamó para que le trajeran agua caliente para el afeitado. Dijo:

—Con mucho gusto, pero nos llevará tiempo, así que podemos empezar inmediatamente.

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